50 Obras Maestras que debes leer antes de morir - Dante Alighieri - E-Book
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50 Obras Maestras que debes leer antes de morir E-Book

Dante Alighieri

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Beschreibung

Revisados y actualizados, contienen un índice de contenidos al inicio del libro que permite acceder a cada tíltulo de forma fácil y directa.

  • La Divina Comedia por Dante Alighieri
  • Metafísica por Aristóteles
  • Sentido y Sensibiildad por Jane Austen
  • Las Flores del Mal por Charles Baudelaire
  • El Decamerón por Giovanni Boccaccio
  • Agnes Grey (Español) por Anne Brontë
  • Las Aventuras de Pinocho por C. Collodi
  • El Último Mohicano por James Fenimore Cooper
  • Noches Blancas por Fedor Mikhaïlovitch Dostoïevski
  • Estudio en Escarlata por Arthur Conan Doyle
  • El Signo de los Cuatro por Arthur Conan Doyle
  • Los Tres Mosqueteros por Alexandre Dumas
  • Canción del Pirata por José de Espronceda
  • Madame Bovary I por Gustave Flaubert
  • Psicología de las Masas y Análisis del Yo por Sigmund Freud
  • Bailén por Benito Pérez Galdós
  • El Jardín del Profeta por Kahlil Gibran
  • Fausto Parte I por Johann Wolfgang Goethe.
  • Fausto Parte II por Johann Wolfgang von Goethe
  • LOS MISERABLES por Victor Hugo
  • Tess de D’Urberville por Thomas Hardy
  • La Letra Escarlata por Nathaniel Hawthorne
  • Sangre y Arena por Vicente Blasco Ibáñez
  • En Busca del Gran Kan por Vicente Blasco Ibáñez
  • Cañas y Barro por Vicente Blasco Ibáñez
  • La Leyenda de Sleepy Hollow por Washington Irving
  • Ulises por James Joyce
  • Vuelva Usted Mañana por Mariano José de Larra
  • Colmillo Blanco por Jack London
  • Poeta en Nueva York por Federico García Lorca
  • La Llamada de Cthulhu por H. P. Lovecraft
  • En las Montañas de la Locura por H. P. Lovecraft
  • Campos de Castilla por Antonio Machado
  • El Gólem por Gustav Meyrink
  • Sobre la Libertad por John Stuart Mill
  • El Sexto Sentido por Amado Nervo
  • Así Habló Zaratustra por Friedrich Nietzsche
  • Doce Años de Esclavitud por Solomon Northup
  • La Hija del Capitán por Alexander Sergeyevich Pushkin
  • Gracias y desgracias del ojo del culo por Francisco de Quevedo
  • Rob Roy por Walter Scott
  • Romeo y Julieta por William Shakespeare
  • El Extraño Caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde por Robert Louis Stevenson
  • La Cabaña del Tío Tom por Harriet Beecher Stowe
  • Los Viajes de Gulliver por Jonathan Swift
  • Las Aventuras de Huckleberry Finn por Mark Twain
  • Niebla por Miguel de Unamuno
  • Luces de Bohemia por Ramón María del Valle-Inclán
  • Veinte mil leguas de viaje submarino por Julio Verne
  • La Vuelta al Mundo en 80 Días por Julio Verne
  • La Señora Dalloway por Virginia Woolf

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Índice

La Divina Comedia by Dante Alighieri

Metafísica by Aristóteles

Sentido y Sensibiildad by Jane Austen

Las Flores del Mal by Charles Baudelaire

El Decamerón by Giovanni Boccaccio

Agnes Grey (Español) by Anne Brontë

Las Aventuras de Pinocho by C. Collodi

El Último Mohicano by James Fenimore Cooper

Noches Blancas by Fedor Mikhaïlovitch Dostoïevski

Estudio en Escarlata by Arthur Conan Doyle

El Signo de los Cuatro by Arthur Conan Doyle

Los Tres Mosqueteros by Alexandre Dumas

Canción del Pirata by José de Espronceda

Madame Bovary I by Gustave Flaubert

Psicología de las Masas y Análisis del Yo by Sigmund Freud

Bailén by Benito Pérez Galdós

El Jardín del Profeta by Kahlil Gibran

Fausto Parte I by Johann Wolfgang Goethe.

Fausto Parte II by Johann Wolfgang von Goethe

LOS MISERABLES by Victor Hugo

Tess de D’Urberville by Thomas Hardy

La Letra Escarlata by Nathaniel Hawthorne

Sangre y Arena by Vicente Blasco Ibáñez

En Busca del Gran Kan by Vicente Blasco Ibáñez

Cañas y Barro by Vicente Blasco Ibáñez

La Leyenda de Sleepy Hollow by Washington Irving

Ulises by James Joyce

Vuelva Usted Mañana by Mariano José de Larra

Colmillo Blanco by Jack London

Poeta en Nueva York by Federico García Lorca

La Llamada de Cthulhu by H. P. Lovecraft

En las Montañas de la Locura by H. P. Lovecraft

Campos de Castilla by Antonio Machado

El Gólem by Gustav Meyrink

Sobre la Libertad by John Stuart Mill

El Sexto Sentido by Amado Nervo

Así Habló Zaratustra by Friedrich Nietzsche

Doce Años de Esclavitud by Solomon Northup

La Hija del Capitán by Alexander Sergeyevich Pushkin

Gracias y desgracias del ojo del culo by Francisco de Quevedo

Rob Roy by Walter Scott

Romeo y Julieta by William Shakespeare

El Extraño Caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde by Robert Louis Stevenson

La Cabaña del Tío Tom by Harriet Beecher Stowe

Los Viajes de Gulliver by Jonathan Swift

Las Aventuras de Huckleberry Finn by Mark Twain

Niebla by Miguel de Unamuno

Luces de Bohemia by Ramón María del Valle-Inclán

Veinte mil leguas de viaje submarino by Julio Verne

La Vuelta al Mundo en 80 Días by Julio Verne

La Señora Dalloway by Virginia Woolf

Divina Comedia

Por

Dante Alighieri

INFIERNO

CANTO I

A mitad del camino de la vida,

en una selva oscura me encontraba

porque mi ruta había extraviado.

¡Cuán dura cosa es decir cuál era

esta salvaje selva, áspera y fuerte

que me vuelve el temor al pensamiento!

Es tan amarga casi cual la muerte;

mas por tratar del bien que allí encontré,

de otras cosas diré que me ocurrieron.

Yo no sé repetir cómo entré en ella

pues tan dormido me hallaba en el punto

que abandoné la senda verdadera.

Mas cuando hube llegado al pie de un monte,

allí donde aquel valle terminaba

que el corazón habíame aterrado,

hacia lo alto miré, y vi que su cima

ya vestían los rayos del planeta

que lleva recto por cualquier camino.

Entonces se calmó aquel miedo un poco,

que en el lago del alma había entrado

la noche que pasé con tanta angustia.

Y como quien con aliento anhelante,

ya salido del piélago a la orilla,

se vuelve y mira al agua peligrosa,

tal mi ánimo, huyendo todavía,

se volvió por mirar de nuevo el sitio

que a los que viven traspasar no deja.

Repuesto un poco el cuerpo fatigado,

seguí el camino por la yerma loma,

siempre afirmando el pie de más abajo.

Y vi, casi al principio de la cuesta,

una onza ligera y muy veloz,

que de una piel con pintas se cubría;

y de delante no se me apartaba,

mas de tal modo me cortaba el paso,

que muchas veces quise dar la vuelta.

Entonces comenzaba un nuevo día,

y el sol se alzaba al par que las estrellas

que junto a él el gran amor divino

sus bellezas movió por vez primera;

así es que no auguraba nada malo

de aquella fiera de la piel manchada

la hora del día y la dulce estación;

mas no tal que terror no produjese

la imagen de un león que luego vi.

Me pareció que contra mí venía,

con la cabeza erguida y hambre fiera,

y hasta temerle parecía el aire.

Y una loba que todo el apetito

parecía cargar en su flaqueza,

que ha hecho vivir a muchos en desgracia.

Tantos pesares ésta me produjo,

con el pavor que verla me causaba

que perdí la esperanza de la cumbre.

Y como aquel que alegre se hace rico

y llega luego un tiempo en que se arruina,

y en todo pensamiento sufre y llora:

tal la bestia me hacía sin dar tregua,

pues, viniendo hacia mí muy lentamente,

me empujaba hacia allí donde el sol calla.

Mientras que yo bajaba por la cuesta,

se me mostró delante de los ojos

alguien que, en su silencio, creí mudo.

Cuando vi a aquel en ese gran desierto

«Apiádate de mi yo le grité,

seas quien seas, sombra a hombre vivo.»

Me dijo: «Hombre no soy, mas hombre fui,

y a mis padres dio cuna Lombardía

pues Mantua fue la patria de los dos.

Nací sub julio César, aunque tarde,

y viví en Roma bajo el buen Augusto:

tiempos de falsos dioses mentirosos.

Poeta fui, y canté de aquel justo

hijo de Anquises que vino de Troya,

cuando Ilión la soberbia fue abrasada.

¿Por qué retornas a tan grande pena,

y no subes al monte deleitoso

que es principio y razón de toda dicha?»

« ¿Eres Virgilio, pues, y aquella fuente

de quien mana tal río de elocuencia?

respondí yo con frente avergonzada.

Oh luz y honor de todos los poetas,

válgame el gran amor y el gran trabajo

que me han hecho estudiar tu gran volumen.

Eres tú mi modelo y mi maestro;

el único eres tú de quien tomé

el bello estilo que me ha dado honra.

Mira la bestia por la cual me he vuelto:

sabio famoso, de ella ponme a salvo,

pues hace que me tiemblen pulso y venas.»

«Es menester que sigas otra ruta

me repuso después que vio mi llanto ,

si quieres irte del lugar salvaje;

pues esta bestia, que gritar te hace,

no deja a nadie andar por su camino,

mas tanto se lo impide que los mata;

y es su instinto tan cruel y tan malvado,

que nunca sacia su ansia codiciosa

y después de comer más hambre aún tiene.

Con muchos animales se amanceba,

y serán muchos más hasta que venga

el Lebrel que la hará morir con duelo.

Éste no comerá tierra ni peltre,

sino virtud, amor, sabiduría,

y su cuna estará entre Fieltro y Fieltro.

Ha de salvar a aquella humilde Italia

por quien murió Camila, la doncella,

Turno, Euríalo y Niso con heridas.

Éste la arrojará de pueblo en pueblo,

hasta que dé con ella en el abismo,

del que la hizo salir el Envidioso.

Por lo que, por tu bien, pienso y decido

que vengas tras de mí, y seré tu guía,

y he de llevarte por lugar eterno,

donde oirás el aullar desesperado,

verás, dolientes, las antiguas sombras,

gritando todas la segunda muerte;

y podrás ver a aquellas que contenta

el fuego, pues confían en llegar

a bienaventuras cualquier día;

y si ascender deseas junto a éstas,

más digna que la mía allí hay un alma:

te dejaré con ella cuando marche;

que aquel Emperador que arriba reina,

puesto que yo a sus leyes fui rebelde,

no quiere que por mí a su reino subas.

En toda parte impera y allí rige;

allí está su ciudad y su alto trono.

iCuán feliz es quien él allí destina!»

Yo contesté: «Poeta, te requiero

por aquel Dios que tú no conociste,

para huir de éste o de otro mal más grande,

que me lleves allí donde me has dicho,

y pueda ver la puerta de San Pedro

y aquellos infelices de que me hablas.»

Entonces se echó a andar, y yo tras él.

CANTO II

El día se marchaba, el aire oscuro

a los seres que habitan en la tierra

quitaba sus fatigas; y yo sólo

me disponía a sostener la guerra,

contra el camino y contra el sufrimiento

que sin errar evocará mi mente.

¡Oh musas! ¡Oh alto ingenio, sostenedme!

¡Memoria que escribiste lo que vi,

aquí se advertirá tu gran nobleza!

Yo comencé: «Poeta que me guías,

mira si mi virtud es suficiente

antes de comenzar tan ardua empresa.

Tú nos contaste que el padre de Silvio,

sin estar aún corrupto, al inmortal

reino llegó, y lo hizo en cuerpo y alma.

Pero si el adversario del pecado

le hizo el favor, pensando el gran efecto

que de aquello saldría, el qué y el cuál,

no le parece indigno al hombre sabio;

pues fue de la alma Roma y de su imperio

escogido por padre en el Empíreo.

La cual y el cual, a decir la verdad,

como el lugar sagrado fue elegida,

que habita el sucesor del mayor Pedro.

En el viaje por el cual le alabas

escuchó cosas que fueron motivo

de su triunfo y del manto de los papas.

Alli fue luego el Vaso de Elección,

para llevar conforto a aquella fe

que de la salvación es el principio.

Mas yo, ¿por qué he de ir? ¿quién me lo otorga?

Yo no soy Pablo ni tampoco Eneas:

y ni yo ni los otros me creen digno.

Pues temo, si me entrego a ese viaje,

que ese camino sea una locura;

eres sabio; ya entiendes lo que callo.»

Y cual quien ya no quiere lo que quiso

cambiando el parecer por otro nuevo,

y deja a un lado aquello que ha empezado,

así hice yo en aquella cuesta oscura:

porque, al pensarlo, abandoné la empresa

que tan aprisa había comenzado.

«Si he comprendido bien lo que me has dicho

respondió del magnánimo la sombra

la cobardía te ha atacado el alma;

la cual estorba al hombre muchas veces,

y de empresas honradas le desvía,

cual reses que ven cosas en la sombra.

A fin de que te libres de este miedo,

te diré por qué vine y qué entendí

desde el punto en que lástima te tuve.

Me hallaba entre las almas suspendidas

y me llamó una dama santa y bella,

de forma que a sus órdenes me puse.

Brillaban sus pupilas más que estrellas;

y a hablarme comenzó, clara y suave,

angélica voz, en este modo:

“Alma cortés de Mantua, de la cual

aún en el mundo dura la memoria,

y ha de durar a lo largo del tiempo:

mi amigo, pero no de la ventura,

tal obstáculo encuentra en su camino

por la montaña, que asustado vuelve:

y temo que se encuentre tan perdido

que tarde me haya dispuesto al socorro,

según lo que escuché de él en el cielo.

Ve pues, y con palabras elocuentes,

y cuanto en su remedio necesite,

ayúdale, y consuélame con ello.

Yo, Beatriz, soy quien te hace caminar;

vengo del sitio al que volver deseo;

amor me mueve, amor me lleva a hablarte.

Cuando vuelva a presencia de mi Dueño

le hablaré bien de ti frecuentemente.”

Entonces se calló y yo le repuse:

“Oh dama de virtud por quien supera

tan sólo el hombre cuanto se contiene

con bajo el cielo de esfera más pequeña,

de tal modo me agrada lo que mandas,

que obedecer, si fuera ya, es ya tarde;

no tienes más que abrirme tu deseo.

Mas dime la razón que no te impide

descender aquí abajo y a este centro,

desde el lugar al que volver ansías.”

“ Lo que quieres saber tan por entero,

te diré brevemente me repuso

por qué razón no temo haber bajado.

Temer se debe sólo a aquellas cosas

que pueden causar algún tipo de daño;

mas a las otras no, pues mal no hacen.

Dios con su gracia me ha hecho de tal modo

que la miseria vuestra no me toca,

ni llama de este incendio me consume.

Una dama gentil hay en el cielo

que compadece a aquel a quien te envío,

mitigando allí arriba el duro juicio.

Ésta llamó a Lucía a su presencia;

y dijo: «necesita tu devoto

ahora de ti, y yo a ti te lo encomiendo».

Lucía, que aborrece el sufrimiento,

se alzó y vino hasta el sitio en que yo estaba,

sentada al par de la antigua Raquel.

Dijo: “Beatriz, de Dios vera alabanza,

cómo no ayudas a quien te amó tanto,

y por ti se apartó de los vulgares?

¿Es que no escuchas su llanto doliente?

¿no ves la muerte que ahora le amenaza

en el torrente al que el mar no supera?”

No hubo en el mundo nadie tan ligero,

buscando el bien o huyendo del peligro,

como yo al escuchar esas palabras.

“Acá bajé desde mi dulce escaño,

confiando en tu discurso virtuoso

que te honra a ti y aquellos que lo oyeron.”

Después de que dijera estas palabras

volvió llorando los lucientes ojos,

haciéndome venir aún más aprisa;

y vine a ti como ella lo quería;

te aparté de delante de la fiera,

que alcanzar te impedía el monte bello.

¿Qué pasa pues?, ¿por qué, por qué vacilas?

¿por qué tal cobardía hay en tu pecho?

¿por qué no tienes audacia ni arrojo?

Si en la corte del cielo te apadrinan

tres mujeres tan bienaventuradas,

y mis palabras tanto bien prometen.»

Cual florecillas, que el nocturno hielo

abate y cierra, luego se levantan,

y se abren cuando el sol las ilumina,

así hice yo con mi valor cansado;

y tanto se encendió mi corazón,

que comencé como alguien valeroso:

«!Ah, cuán piadosa aquella que me ayuda!

y tú, cortés, que pronto obedeciste

a quien dijo palabras verdaderas.

El corazón me has puesto tan ansioso

de echar a andar con eso que me has dicho

que he vuelto ya al propósito primero.

Vamos, que mi deseo es como el tuyo.

Sé mi guía, mi jefe, y mi maestro.»

Asi le dije, y luego que echó a andar,

entré por el camino arduo y silvestre.

CANTO III

POR MÍ SE VA HASTA LA CIUDAD DOLIENTE,

POR MÍ SE VA AL ETERNO SUFRIMIENTO,

POR MÍ SE VA A LA GENTE CONDENADA.

LA JUSTICIA MOVIÓ A MI ALTO ARQUITECTO.

HÍZOME LA DIVINA POTESTAD,

EL SABER SUMO Y EL AMOR PRIMERO.

ANTES DE MÍ NO FUE COSA CREADA

SINO LO ETERNO Y DURO ETERNAMENTE.

DEJAD, LOS QUE AQUÍ ENTRÁIS, TODA ESPERANZA.

Estas palabras de color oscuro

vi escritas en lo alto de una puerta;

y yo: «Maestro, es grave su sentido.»

Y, cual persona cauta, él me repuso:

«Debes aquí dejar todo recelo;

debes dar muerte aquí a tu cobardía.

Hemos llegado al sitio que te he dicho

en que verás las gentes doloridas,

que perdieron el bien del intelecto.»

Luego tomó mi mano con la suya

con gesto alegre, que me confortó,

y en las cosas secretas me introdujo.

Allí suspiros, llantos y altos ayes

resonaban al aiire sin estrellas,

y yo me eché a llorar al escucharlo.

Diversas lenguas, hórridas blasfemias,

palabras de dolor, acentos de ira,

roncos gritos al son de manotazos,

un tumulto formaban, el cual gira

siempre en el aiire eternamente oscuro,

como arena al soplar el torbellino.

Con el terror ciñendo mi cabeza

dije: «Maestro, qué es lo que yo escucho,

y quién son éstos que el dolor abate?»

Y él me repuso: «Esta mísera suerte

tienen las tristes almas de esas gentes

que vivieron sin gloria y sin infamia.

Están mezcladas con el coro infame

de ángeles que no se rebelaron,

no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos.

Los echa el cielo, porque menos bello

no sea, y el infierno los rechaza,

pues podrían dar gloria a los caídos.»

Y yo: «Maestro, ¿qué les pesa tanto

y provoca lamentos tan amargos?»

Respondió: «Brevemente he de decirlo.

No tienen éstos de muerte esperanza,

y su vida obcecada es tan rastrera,

que envidiosos están de cualquier suerte.

Ya no tiene memoria el mundo de ellos,

compasión y justicia les desdeña;

de ellos no hablemos, sino mira y pasa.»

Y entonces pude ver un estandarte,

que corría girando tan ligero,

que parecía indigno de reposo.

Y venía detrás tan larga fila

de gente, que creído nunca hubiera

que hubiese a tantos la muerte deshecho.

Y tras haber reconocido a alguno,

vi y conocí la sombra del que hizo

por cobardía aquella gran renuncia.

Al punto comprendí, y estuve cierto,

que ésta era la secta de los reos

a Dios y a sus contrarios displacientes.

Los desgraciados, que nunca vivieron,

iban desnudos y azuzados siempre

de moscones y avispas que allí había.

Éstos de sangre el rostro les bañaban,

que, mezclada con llanto, repugnantes

gusanos a sus pies la recogían.

Y luego que a mirar me puse a otros,

vi gentes en la orilla de un gran río

y yo dije: «Maestro, te suplico

que me digas quién son, y qué designio

les hace tan ansiosos de cruzar

como discierno entre la luz escasa.»

Y él repuso: «La cosa he de contarte

cuando hayamos parado nuestros pasos

en la triste ribera de Aqueronte.»

Con los ojos ya bajos de vergüenza,

temiendo molestarle con preguntas

dejé de hablar hasta llegar al río.

Y he aquí que viene en bote hacia nosotros

un viejo cano de cabello antiguo,

gritando: «¡Ay de vosotras, almas pravas!

No esperéis nunca contemplar el cielo;

vengo a llevaros hasta la otra orilla,

a la eterna tiniebla, al hielo, al fuego.

Y tú que aquí te encuentras, alma viva,

aparta de éstos otros ya difuntos.»

Pero viendo que yo no me marchaba,

dijo: «Por otra via y otros puertos

a la playa has de ir, no por aquí;

más leve leño tendrá que llevarte».

Y el guía a él: «Caronte, no te irrites:

así se quiere allí donde se puede

lo que se quiere, y más no me preguntes.»

Las peludas mejillas del barquero

del lívido pantano, cuyos ojos

rodeaban las llamas, se calmaron.

Mas las almas desnudas y contritas,

cambiaron el color y rechinaban,

cuando escucharon las palabras crudas.

Blasfemaban de Dios y de sus padres,

del hombre, el sitio, el tiempo y la simiente

que los sembrara, y de su nacimiento.

Luego se recogieron todas juntas,

llorando fuerte en la orilla malvada

que aguarda a todos los que a Dios no temen.

Carón, demonio, con ojos de fuego,

llamándolos a todos recogía;

da con el remo si alguno se atrasa.

Como en otoño se vuelan las hojas

unas tras otras, hasta que la rama

ve ya en la tierra todos sus despojos,

de este modo de Adán las malas siembras

se arrojan de la orilla de una en una,

a la señal, cual pájaro al reclamo.

Así se fueron por el agua oscura,

y aún antes de que hubieran descendido

ya un nuevo grupo se había formado.

«Hijo mío cortés dijo el maestro

los que en ira de Dios hallan la muerte

llegan aquí de todos los países:

y están ansiosos de cruzar el río,

pues la justicia santa les empuja,

y así el temor se transforma en deseo.

Aquí no cruza nunca un alma justa,

por lo cual si Carón de ti se enoja,

comprenderás qué cosa significa.»

Y dicho esto, la región oscura

tembló con fuerza tal, que del espanto

la frente de sudor aún se me baña.

La tierra lagrimosa lanzó un viento

que hizo brillar un relámpago rojo

y, venciéndome todos los sentidos,

me caí como el hombre que se duerme.

CANTO IV

Rompió el profundo sueño de mi mente

un gran trueno, de modo que cual hombre

que a la fuerza despierta, me repuse;

la vista recobrada volví en torno

ya puesto en pie, mirando fijamente,

pues quería saber en dónde estaba.

En verdad que me hallaba justo al borde

del valle del abismo doloroso,

que atronaba con ayes infinitos.

Oscuro y hondo era y nebuloso,

de modo que, aun mirando fijo al fondo,

no distinguía allí cosa ninguna.

«Descendamos ahora al ciego mundo

dijo el poeta todo amortecido :

yo iré primero y tú vendrás detrás.»

Y al darme cuenta yo de su color,

dije: « ¿Cómo he de ir si tú te asustas,

y tú a mis dudas sueles dar consuelo?»

Y me dijo: «La angustia de las gentes

que están aquí en el rostro me ha pintado

la lástima que tú piensas que es miedo.

Vamos, que larga ruta nos espera.»

Así me dijo, y así me hizo entrar

al primer cerco que el abismo ciñe.

Allí, según lo que escuchar yo pude,

llanto no había, mas suspiros sólo,

que al aire eterno le hacían temblar.

Lo causaba la pena sin tormento

que sufría una grande muchedumbre

de mujeres, de niños y de hombres.

El buen Maestro a mí: «¿No me preguntas

qué espíritus son estos que estás viendo?

Quiero que sepas, antes de seguir,

que no pecaron: y aunque tengan méritos,

no basta, pues están sin el bautismo,

donde la fe en que crees principio tiene.

Al cristianismo fueron anteriores,

y a Dios debidamente no adoraron:

a éstos tales yo mismo pertenezco.

Por tal defecto, no por otra culpa,

perdidos somos, y es nuestra condena

vivir sin esperanza en el deseo.»

Sentí en el corazón una gran pena,

puesto que gentes de mucho valor

vi que en el limbo estaba suspendidos.

«Dime, maestro, dime, mi señor

yo comencé por querer estar cierto

de aquella fe que vence la ignorancia :

¿salió alguno de aquí, que por sus méritos

o los de otro, se hiciera luego santo?»

Y éste, que comprendió mi hablar cubierto,

respondió: «Yo era nuevo en este estado,

cuando vi aquí bajar a un poderoso,

coronado con signos de victoria.

Sacó la sombra del padre primero,

y las de Abel, su hijo, y de Noé,

del legista Moisés, el obediente;

del patriarca Abraham, del rey David,

a Israel con sus hijos y su padre,

y con Raquel, por la que tanto hizo,

y de otros muchos; y les hizo santos;

y debes de saber que antes de eso,

ni un esptritu humano se salvaba.»

No dejamos de andar porque él hablase,

mas aún por la selva caminábamos,

la selva, digo, de almas apiñadas

No estábamos aún muy alejados

del sitio en que dormí, cuando vi un fuego,

que al fúnebre hemisferio derrotaba.

Aún nos encontrábamos distantes,

mas no tanto que en parte yo no viese

cuán digna gente estaba en aquel sitio.

«Oh tú que honoras toda ciencia y arte,

éstos ¿quién son, que tal grandeza tienen,

que de todos los otros les separa?»

Y respondió: «Su honrosa nombradía,

que allí en tu mundo sigue resonando

gracia adquiere del cielo y recompensa.»

Entre tanto una voz pude escuchar:

«Honremos al altísimo poeta;

vuelve su sombra, que marchado había.»

Cuando estuvo la voz quieta y callada,

vi cuatro grandes sombras que venían:

ni triste, ni feliz era su rostro.

El buen maestro comenzó a decirme:

«Fíjate en ése con la espada en mano,

que como el jefe va delante de ellos:

Es Homero, el mayor de los poetas;

el satírico Horacio luego viene;

tercero, Ovidio; y último, Lucano.

Y aunque a todos igual que a mí les cuadra

el nombre que sonó en aquella voz,

me hacen honor, y con esto hacen bien.»

Así reunida vi a la escuela bella

de aquel señor del altísimo canto,

que sobre el resto cual águila vuela.

Después de haber hablado un rato entre ellos,

con gesto favorable me miraron:

y mi maestro, en tanto, sonreía.

Y todavía aún más honor me hicieron

porque me condujeron en su hilera,

siendo yo el sexto entre tan grandes sabios.

Así anduvimos hasta aquella luz,

hablando cosas que callar es bueno,

tal como era el hablarlas allí mismo.

Al pie llegamos de un castillo noble,

siete veces cercado de altos muros,

guardado entorno por un bello arroyo.

Lo cruzamos igual que tierra firme;

crucé por siete puertas con los sabios:

hasta llegar a un prado fresco y verde.

Gente había con ojos graves, lentos,

con gran autoridad en su semblante:

hablaban poco, con voces suaves.

Nos apartamos a uno de los lados,

en un claro lugar alto y abierto,

tal que ver se podían todos ellos.

Erguido allí sobre el esmalte verde,

las magnas sombras fuéronme mostradas,

que de placer me colma haberlas visto.

A Electra vi con muchos compañeros,

y entre ellos conocí a Héctor y a Eneas,

y armado a César, con ojos grifaños.

Vi a Pantasilea y a Camila,

y al rey Latino vi por la otra parte,

que se sentaba con su hija Lavinia.

Vi a Bruto, aquel que destronó a Tarquino,

a Cornelia, a Lucrecia, a Julia, a Marcia;

y a Saladino vi, que estaba solo;

y al levantar un poco más la vista,

vi al maestro de todos los que saben,

sentado en filosófica familia.

Todos le miran, todos le dan honra:

y a Sócrates, que al lado de Platón,

están más cerca de él que los restantes;

Demócrito, que el mundo pone en duda,

Anaxágoras, Tales y Diógenes,

Empédocles, Heráclito y Zenón;

y al que las plantas observó con tino,

Dioscórides, digo; y via Orfeo,

Tulio, Livio y al moralista Séneca;

al geómetra Euclides, Tolomeo,

Hipócrates, Galeno y Avicena,

y a Averroes que hizo el «Comentario».

No puedo detallar de todos ellos,

porque así me encadena el largo tema,

que dicho y hecho no se corresponden.

El grupo de los seis se partió en dos:

por otra senda me llevó mi guía,

de la quietud al aire tembloroso

y llegué a un sitio en donde nada luce.

CANTO V

Así bajé del círculo primero

al segundo que menos lugar ciñe,

y tanto más dolor, que al llanto mueve.

Allí el horrible Minos rechinaba.

A la entrada examina los pecados;

juzga y ordena según se relíe.

Digo que cuando un alma mal nacida

llega delante, todo lo confiesa;

y aquel conocedor de los pecados

ve el lugar del infierno que merece:

tantas veces se ciñe con la cola,

cuantos grados él quiere que sea echada.

Siempre delante de él se encuentran muchos;

van esperando cada uno su juicio,

hablan y escuchan, después las arrojan.

«Oh tú que vienes al doloso albergue

me dijo Minos en cuanto me vio,

dejando el acto de tan alto oficio ;

mira cómo entras y de quién te fías:

no te engañe la anchura de la entrada.»

Y mi guta: «¿Por qué le gritas tanto?

No le entorpezcas su fatal camino;

así se quiso allí donde se puede

lo que se quiere, y más no me preguntes.»

Ahora comienzan las dolientes notas

a hacérseme sentir; y llego entonces

allí donde un gran llanto me golpea.

Llegué a un lugar de todas luces mudo,

que mugía cual mar en la tormenta,

si los vientos contrarios le combaten.

La borrasca infernal, que nunca cesa,

en su rapiña lleva a los espíritus;

volviendo y golpeando les acosa.

Cuando llegan delante de la ruina,

allí los gritos, el llanto, el lamento;

allí blasfeman del poder divino.

Comprendí que a tal clase de martirio

los lujuriosos eran condenados,

que la razón someten al deseo.

Y cual los estorninos forman de alas

en invierno bandada larga y prieta,

así aquel viento a los malos espiritus:

arriba, abajo, acá y allí les lleva;

y ninguna esperanza les conforta,

no de descanso, mas de menor pena.

Y cual las grullas cantando sus lays

largas hileras hacen en el aire,

así las vi venir lanzando ayes,

a las sombras llevadas por el viento.

Y yo dije: «Maestro, quién son esas

gentes que el aire negro así castiga?»

«La primera de la que las noticias

quieres saber me dijo aquel entonces-

fue emperatriz sobre muchos idiomas.

Se inclinó tanto al vicio de lujuria,

que la lascivia licitó en sus leyes,

para ocultar el asco al que era dada:

Semíramis es ella, de quien dicen

que sucediera a Nino y fue su esposa:

mandó en la tierra que el sultán gobierna.

Se mató aquella otra, enamorada,

traicionando el recuerdo de Siqueo;

la que sigue es Cleopatra lujuriosa.

A Elena ve, por la que tanta víctima

el tiempo se llevó, y ve al gran Aquiles

que por Amor al cabo combatiera;

ve a Paris, a Tristán.» Y a más de mil

sombras me señaló, y me nombró, a dedo,

que Amor de nuestra vida les privara.

Y después de escuchar a mi maestro

nombrar a antiguas damas y caudillos,

les tuve pena, y casi me desmayo.

Yo comencé: «Poeta, muy gustoso

hablaría a esos dos que vienen juntos

y parecen al viento tan ligeros.»

Y él a mí: «Los verás cuando ya estén

más cerca de nosotros; si les ruegas

en nombre de su amor, ellos vendrán.»

Tan pronto como el viento allí los trajo

alcé la voz: «Oh almas afanadas,

hablad, si no os lo impiden, con nosotros.»

Tal palomas llamadas del deseo,

al dulce nido con el ala alzada,

van por el viento del querer llevadas,

ambos dejaron el grupo de Dido

y en el aire malsano se acercaron,

tan fuerte fue mi grito afectuoso:

«Oh criatura graciosa y compasiva

que nos visitas por el aire perso

a nosotras que el mundo ensangrentamos;

si el Rey del Mundo fuese nuestro amigo

rogaríamos de él tu salvación,

ya que te apiada nuestro mal perverso.

De lo que oír o lo que hablar os guste,

nosotros oiremos y hablaremos

mientras que el viento, como ahora, calle.

La tierra en que nací está situada

en la Marina donde el Po desciende

y con sus afluentes se reúne.

Amor, que al noble corazón se agarra,

a éste prendió de la bella persona

que me quitaron; aún me ofende el modo.

Amor, que a todo amado a amar le obliga,

prendió por éste en mí pasión tan fuerte

que, como ves, aún no me abandona.

El Amor nos condujo a morir juntos,

y a aquel que nos mató Caína espera.»

Estas palabras ellos nos dijeron.

Cuando escuché a las almas doloridas

bajé el rostro y tan bajo lo tenía,

que el poeta me dijo al fin: «tQué piensas?»

Al responderle comencé: «Qué pena,

cuánto dulce pensar, cuánto deseo,

a éstos condujo a paso tan dañoso.»

Después me volví a ellos y les dije,

y comencé: «Francesca, tus pesares

llorar me hacen triste y compasivo;

dime, en la edad de los dulces suspiros

¿cómo o por qué el Amor os concedió

que conocieses tan turbios deseos?»

Y repuso: «Ningún dolor más grande

que el de acordarse del tiempo dichoso

en la desgracia; y tu guía lo sabe.

Mas si saber la primera raíz

de nuestro amor deseas de tal modo,

hablaré como aquel que llora y habla:

Leíamos un día por deleite,

cómo hería el amor a Lanzarote;

solos los dos y sin recelo alguno.

Muchas veces los ojos suspendieron

la lectura, y el rostro emblanquecía,

pero tan sólo nos venció un pasaje.

Al leer que la risa deseada

era besada por tan gran amante,

éste, que de mí nunca ha de apartarse,

la boca me besó, todo él temblando.

Galeotto fue el libro y quien lo hizo;

no seguimos leyendo ya ese día.»

Y mientras un espíritu así hablaba,

lloraba el otro, tal que de piedad

desfallecí como si me muriese;

y caí como un cuerpo muerto cae.

CANTO VI

Cuando cobré el sentido que perdí

antes por la piedad de los cuñados,

que todo en la tristeza me sumieron,

nuevas condenas, nuevos condenados

veía en cualquier sitio en que anduviera

y me volviese y a donde mirase.

Era el tercer recinto, el de la lluvia

eterna, maldecida, fría y densa:

de regla y calidad no cambia nunca.

Grueso granizo, y agua sucia y nieve

descienden por el aire tenebroso;

hiede la tierra cuando esto recibe.

Cerbero, fiera monstruosa y cruel,

caninamente ladra con tres fauces

sobre la gente que aquí es sumergida.

Rojos los ojos, la barba unta y negra,

y ancho su vientre, y uñosas sus manos:

clava a las almas, desgarra y desuella.

Los hace aullar la lluvia como a perros,

de un lado hacen al otro su refugio,

los míseros profanos se revuelven.

Al advertirnos Cerbero, el gusano,

la boca abrió y nos mostró los colmillos,

no había un miembro que tuviese quieto.

Extendiendo las palmas de las manos,

cogió tierra mi guía y a puñadas

la tiró dentro del bramante tubo.

Cual hace el perro que ladrando rabia,

y mordiendo comida se apacigua,

que ya sólo se afana en devorarla,

de igual manera las bocas impuras

del demonio Cerbero, que así atruena

las almas, que quisieran verse sordas.

Íbamos sobre sombras que atería

la densa lluvia, poniendo las plantas

en sus fantasmas que parecen cuerpos.

En el suelo yacían todas ellas,

salvo una que se alzó a sentarse al punto

que pudo vernos pasar por delante.

«Oh tú que a estos infiernos te han traído

me dijo reconóceme si puedes:

tú fuiste, antes que yo deshecho, hecho.»

«La angustia que tú sientes yo le dije-

tal vez te haya sacado de mi mente,

y así creo que no te he visto nunca.

Dime quién eres pues que en tan penoso

lugar te han puesto, y a tan grandes males,

que si hay más grandes no serán tan tristes.»

Y él a mfí «Tu ciudad, que tan repleta

de envidia está que ya rebosa el saco,

en sí me tuvo en la vida serena.

Los ciudadanos Ciacco me llamasteis;

por la dañosa culpa de la gula,

como estás viendo, en la lluvia me arrastro.

Mas yo, alma triste, no me encuentro sola,

que éstas se hallan en pena semejante

por semejante culpa», y más no dijo.

Yo le repuse: «Ciacco, tu tormento

tanto me pesa que a llorar me invita,

pero dime, si sabes, qué han de hacerse

de la ciudad partida los vecinos,

si alguno es justo; y dime la razón

por la que tanta guerra la ha asolado.»

Y él a mí: «Tras de largas disensiones

ha de haber sangre, y el bando salvaje

echará al otro con grandes ofensas;

después será preciso que éste caiga

y el otro ascienda, luego de tres soles,

con la fuerza de Aquel que tanto alaban.

Alta tendrá largo tiempo la frente,

teniendo al otro bajo grandes pesos,

por más que de esto se avergüence y llore.

Hay dos justos, mas nadie les escucha;

son avaricia, soberbia y envidia

las tres antorchas que arden en los pechos.»

Puso aquí fin al lagrimoso dicho.

Y yo le dije: «Aún quiero que me informes,

y que me hagas merced de más palabras;

Farinatta y Tegghiaio, tan honrados,

Jacobo Rusticucci, Arrigo y Mosca,

y los otros que en bien obrar pensaron,

dime en qué sitio están y hazme saber,

pues me aprieta el deseo, si el infierno

los amarga, o el cielo los endulza.»

Y aquél: « Están entre las negras almas;

culpas varias al fondo los arrojan;

los podrás ver si sigues más abajo.

Pero cuando hayas vuelto al dulce mundo,

te pido que a otras mentes me recuerdes;

más no te digo y más no te respondo.»

Entonces desvió los ojos fijos,

me miró un poco, y agachó la cara;

y a la par que los otros cayó ciego.

Y el guía dijo: «Ya no se levanta

hasta que suene la angélica trompa,

y venga la enemiga autoridad.

Cada cual volverá a su triste tumba,

retomarán su carne y su apariencia,

y oirán aquello que atruena por siempre.»

Así pasamos por la sucia mezcla

de sombras y de lluvia a paso lento,

tratando sobre la vida futura.

Y yo dije: «Maestro, estos tormentos

crecerán luego de la gran sentencia,

serán menores o tan dolorosos?»

Y él contestó: «Recurre a lo que sabes:

pues cuanto más perfecta es una cosa

más siente el bien, y el dolor de igual modo,

Y por más que esta gente maldecida

la verdadera perfección no encuentre,

entonces, más que ahora, esperan serlo.»

En redondo seguimos nuestra ruta,

hablando de otras cosas que no cuento;

y al llegar a aquel sitio en que se baja

encontramos a Pluto: el enemigo.

CANTO VII

«¡Papé Satán, Papé Satán aleppe!»

dijo Pluto con voz enronquecida;

y aquel sabio gentil que todo sabe,

me quiso confortar: «No te detenga

el miedo, que por mucho que pudiese

no impedirá que bajes esta roca.»

Luego volvióse a aquel hocico hinchado,

y dijo: «Cállate maldito lobo,

consúmete tú mismo con tu rabia.

No sin razón por el infierno vamos:

se quiso en lo alto allá donde Miguel

tomó venganza del soberbio estupro.»

Cual las velas hinchadas por el viento

revueltas caen cuando se rompe el mástil,

tal cayó a tierra la fiera cruel.

Así bajamos por la cuarta fosa,

entrando más en el doliente valle

que traga todo el mal del universo.

¡Ah justicia de Dios!, ¿quién amontona

nuevas penas y males cuales vi,

y por qué nuestra culpa así nos triza?

Como la ola que sobre Caribdis,

se destroza con la otra que se encuentra,

así viene a chocarse aquí la gente.

Vi aquí más gente que en las otras partes,

y desde un lado al otro, con chillidos,

haciendo rodar pesos con el pecho.

Entre ellos se golpean; y después

cada uno volvíase hacia atrás,

gritando «¿Por qué agarras?, ¿por qué tiras?»

Así giraban por el foso tétrico

de cada lado a la parte contraria,

siempre gritando el verso vergonzoso.

Al llegar luego todos se volvían

para otra justa, a la mitad del círculo,

y yo, que estaba casi conmovido,

dije: «Maestro, quiero que me expliques

quienes son éstos, y si fueron clérigos

todos los tonsurados de la izquierda.»

Y él a mí. «Fueron todos tan escasos

de la razón en la vida primera,

que ningún gasto hicieron con mesura.

Bastante claro ládranlo sus voces,

al llegar a los dos puntos del círculo

donde culpa contraria los separa.

Clérigos fueron los que en la cabeza

no tienen pelo, papas, cardenales,

que están bajo el poder de la avaricia.»

Y yo: «Maestro, entre tales sujetos

debiera yo conocer bien a algunos,

que inmundos fueron de tan grandes males.»

Y él repuso: «Es en vano lo que piensas:

la vida torpe que los ha ensuciado,

a cualquier conocer los hace oscuros.

Se han de chocar los dos eternamente;

éstos han de surgir de sus sepulcros

con el puño cerrado, y éstos, mondos;

mal dar y mal tener, el bello mundo

les ha quitado y puesto en esta lucha:

no empleo mas palabras en contarlo.

Hijo, ya puedes ver el corto aliento,

de los bienes fiados a Fortuna,

por los que así se enzarzan los humanos;

que todo el oro que hay bajo la luna,

y existió ya, a ninguna de estas almas

fatigadas podría dar reposo.»

«Maestro dije yo , dime ¿quién es esta

Fortuna a la que te refieres

que el bien del mundo tiene entre sus garras?»

Y él me repuso: «Oh locas criaturas,

qué grande es la ignorancia que os ofende;

quiero que tú mis palabras incorpores.

Aquel cuyo saber trasciendo todo,

los cielos hizo y les dio quien los mueve

tal que unas partes a otras se ilulninan,

distribuyendo igualmente la luz;

de igual modo en las glorias mundanales

dispuso una ministra que cambiase

los bienes vanos cada cierto tiempo

de gente en gente y de una a la otra sangre,

aunque el seso del hombre no Lo entienda;

por Lo que imperan unos y otros caen,

siguiendo los dictámenes de aquella

que está oculta en la yerba tal serpiente.

Vuestro saber no puede conocerla;

y en su reino provee, juzga y dispone

cual las otras deidades en el suyo.

No tienen tregua nunca sus mudanzas,

necesidad la obliga a ser ligera;

y aún hay algunos que el triunfo consiguen.

Esta es aquella a la que ultrajan tanto,

aquellos que debieran alabarla,

y sin razón la vejan y maldicen.

Mas ella en su alegría nada escucha;

feliz con las primeras criaturas

mueve su esfera y alegre se goza.

Ahora bajemos a mayor castigo;

caen las estrellas que salían cuando

eché a andar, y han prohibido entretenerse.»

Del círculo pasamos a otra orilla

sobre una fuente que hierve y rebosa

por un canal que en ella da comienzo.

Aquel agua era negra más que persa;

y, siguiendo sus ondas tan oscuras,

por extraño camino descendimos.

Hasta un pantano va, llamado Estigia,

este arroyuelo triste, cuando baja

al pie de la maligna cuesta gris.

Y yo, que por mirar estaba atento,

gente enfangada vi en aquel pantano

toda desnuda, con airado rostro.

No sólo con las manos se pegaban,

mas con los pies, el pecho y la cabeza,

trozo a trozo arrancando con los dientes.

Y el buen maestro: «Hijo, mira ahora

las almas de esos que venció la cólera,

y también quiero que por cierto tengas

que bajo el agua hay gente que suspira,

y al agua hacen hervir la superficie,

como dice tu vista a donde mire.

Desde el limo exclamaban: «Triste hicimos

el aire dulce que del sol se alegra,

llevando dentro acidïoso humo:

tristes estamos en el negro cieno.»

Se atraviesa este himno en su gaznate,

y enteras no les salen las palabras.

Así dimos la vuelta al sucio pozo,

entre la escarpa seca y lo de enmedio;

mirando a quien del fango se atraganta:

y al fin llegamos al pie de una torre.

CANTO VIII

Digo, para seguir, que mucho antes

de llegar hasta el pie de la alta torre,

se encaminó a su cima nuestra vista,

porque vimos allí dos lucecitas,

y otra que tan de lejos daba señas,

que apenas nuestros ojos la veían.

Y yo le dije al mar de todo seso:

«Esto ¿qué significa? y ¿qué responde

el otro foco, y quién es quien lo hace?»

Y él respondió: «Por estas ondas sucias

ya podrás divisar lo que se espera,

si no lo oculta el humo del pantano.»

Cuerda no lanzó nunca una saeta

que tan ligera fuese por el aire,

como yo vi una nave pequeñita

por el agua venir hacia nosotros,

al gobierno de un solo galeote,

gritando: «Al fin llegaste, alma alevosa.»

«Flegias, Flegias, en vano estás gritando

díjole mi señor en este punto ;

tan sólo nos tendrás cruzando el lodo.»

Cual es aquel que gran engaño escucha

que le hayan hecho, y luego se contiene,

así hizo Flegias consumido en ira.

Subió mi guía entonces a la barca,

y luego me hizo entrar detrás de él;

y sólo entonces pareció cargada.

Cuando estuvimos ambos en el leño,

hendiendo se marchó la antigua proa

el agua más que suele con los otros.

Mientras que el muerto cauce recorríamos

uno, lleno de fango vino y dijo:

«¿Quién eres tú que vienes a destiempo?»

Y le dije: « Si vengo, no me quedo;

pero ¿quién eres tú que estás tan sucio?»

Dijo: «Ya ves que soy uno que llora.»

Yo le dije: «Con lutos y con llanto,

puedes quedarte, espíritu maldito,

pues aunque estés tan sucio te conozco.»

Entonces tendió al leño las dos manos;

mas el maestro lo evitó prudente,

diciendo: «Vete con los otros perros.»

Al cuello luego los brazos me echó,

besóme el rostro y dijo: «!Oh desdeñoso,

bendita la que estuvo de ti encinta!

Aquel fue un orgulloso para el mundo;

y no hay bondad que su memoria honre:

por ello está su sombra aquí furiosa.

Cuantos por reyes tiénense allá arriba,

aquí estarán cual puercos en el cieno,

dejando de ellos un desprecio horrible.»`

Y yo: «Maestro, mucho desearía

el verle zambullirse en este caldo,

antes que de este lago nos marchemos.»

Y él me repuso: «Aún antes que la orilla

de ti se deje ver, serás saciado:

de tal deseo conviene que goces.»

Al poco vi la gran carnicería

que de él hacían las fangosas gentes;

a Dios por ello alabo y doy las gracias.

«¡A por Felipe Argenti!», se gritaban,

y el florentino espiritu altanero

contra sí mismo volvía los dientes.

Lo dejamos allí, y de él más no cuento.

Mas el oído golpeóme un llanto,

y miré atentamente hacia adelante.

Exclamó el buen maestro: «Ahora, hijo,

se acerca la ciudad llamada Dite,

de graves habitantes y mesnadas.»

Y yo dije: «Maestro, sus mezquitas

en el valle distingo claramente,

rojas cual si salido de una fragua

hubieran.» Y él me dijo: «El fuego eterno

que dentro arde, rojas nos las muestra,

como estás viendo en este bajo infierno.»

Así llegamos a los hondos fosos

que ciñen esa tierra sin consuelo;

de hierro aquellos muros parecían.

No sin dar antes un rodeo grande,

llegamos a una parte en que el barquero

«Salid gritó con fuerza aquí es la entrada.»

Yo vi a más de un millar sobre la puerta

de llovidos del cielo, que con rabia

decían: «¿Quién es este que sin muerte

va por el reino de la gente muerta?»

Y mi sabio maestro hizo una seña

de quererles hablar secretamente.

Contuvieron un poco el gran desprecio

y dijeron: « Ven solo y que se marche

quien tan osado entró por este reino;

que vuelva solo por la loca senda;

pruebe, si sabe, pues que tú te quedas,

que le enseñaste tan oscura zona.»

Piensa, lector, el miedo que me entró

al escuchar palabras tan malditas,

que pensé que ya nunca volvería.

«Guía querido, tú que más de siete

veces me has confortado y hecho libre

de los grandes peligros que he encontrado,

no me dejies le dije así perdido;

y si seguir mas lejos nos impiden,

juntos volvamos hacia atrás los pasos.»

Y aquel señor que allí me condujera

«No temas dijo porque nuestro paso

nadie puede parar: tal nos lo otorga.

Mas espérame aquí, y tu ánimo flaco

conforta y alimenta de esperanza,

que no te dejaré en el bajo mundo.»

Así se fue, y allí me abandonó

el dulce padre, y yo me quedé en duda

pues en mi mente el no y el sí luchaban.

No pude oír qué fue lo que les dijo:

mas no habló mucho tiempo con aquéllos,

pues hacia adentro todos se marcharon.

Cerráronle las puertas los demonios

en la cara a mi guía, y quedó afuera,

y se vino hacia mí con pasos lentos.

Gacha la vista y privado su rostro

de osadía ninguna, y suspiraba:

« ¡Quién las dolientes casa me ha cerrado!»

Y él me dijo: «Tú, porque yo me irrite,

no te asustes, pues venceré la prueba,

por mucho que se empeñen en prohibirlo.

No es nada nueva esta insolencia suya,

que ante menos secreta puerta usaron,

que hasta el momento se halla sin cerrojos.

Sobre ella contemplaste el triste escrito:

y ya baja el camino desde aquélla,

pasando por los cercos sin escolta,

quien la ciudad al fin nos hará franca.

CANTO IX

El color que sacó a mi cara el miedo

cuando vi que mi guía se tornaba,

lo quitó de la suya con presteza.

Atento se paró como escuchando,

pues no podía atravesar la vista

el aire negro y la neblina densa.

«Deberemos vencer en esta lucha

comenzó él si no... Es la promesa.

¡Cuánto tarda en llegar quien esperamos.»

Y me di cuenta de que me ocultaba

lo del principio con lo que siguió,

pues palabras distintas fueron éstas;

pero no menos miedo me causaron,

porque pensaba que su frase trunca

tal vez peor sentido contuviese.

« ¿En este fondo de la triste hoya

bajó algún otro, desde el purgatorio

donde es pena la falta de esperanza?»

Esta pregunta le hice y: «Raramente

él respondió sucede que otro alguno

haga el camino por el que yo ando.

Verdad es que otra vez estuve aquí,

por la cruel Eritone conjurado,

que a sus cuerpos las almas reclamaba.

De mí recién desnuda era mi sombrío,

cuando ella me hizo entrar tras de aquel muro,

a traer un alma del pozo de Judas.

Aquel es el más bajo, el más sombrío,

y el lugar de los cielos más lejano;

bien sé el camino, puedes ir sin miedo.

Este pantano que gran peste exhala

en torno ciñe la ciudad doliente,

donde entrar no podemos ya sin ira.»

Dijo algo más, pero no lo recuerdo,

porque mi vista se había fijado

en la alta torre de cima ardorosa,

donde al punto de pronto aparecieron

tres sanguinosas furias infernales

que cuerpo y porte de mujer tenían,

se ceñían con serpientes verdes;

su pelo eran culebras y cerastas

con que peinaban sus horribles sienes:

Y él que bien conocía a las esclavas

de la reina del llanto sempiterno

Las Feroces Erinias dijo mira:

Meguera es esa del izquierdo lado,

esa que llora al derecho es Aleto;

Tesfone está en medio.» Y más no dijo.

Con las uñas el pecho se rasgaban,

y se azotaban, gritando tan alto,

que me estreché al poeta, temeroso.

«Ah, que venga Medusa a hacerle piedra

las tres decían mientras me miraban-

malo fue el no vengarnos de Teseo.»

«Date la vuelta y cierra bien los ojos;

si viniera Gorgona y la mirases

nunca podrías regresar arriba.»

Asf dijo el Maestro, y en persona

me volvió, sin fiarse de mis manos,

que con las suyas aún no me tapase.

Vosotros que tenéis la mente sana,

observad la doctrina que se esconde

bajo el velo de versos enigmáticos.

Mas ya venía por las turbias olas

el estruendo de un son de espanto lleno,

por lo que retemblaron ambas márgenes;

hecho de forma semejante a un viento

que, impetuoso a causa de contrarios

ardores, hiere el bosque y, sin descanso,

las ramas troncha, abate y lejos lleva;

delante polvoroso va soberbio,

y hace escapar a fieras y a pastores.

Me destapó los ojos: «Lleva el nervio

de la vista por esa espuma antigua,

hacia allí donde el humo es más acerbo.»

Como las ranas ante la enemiga

bicha, en el agua se sumergen todas,

hasta que todas se juntan en tierra,

más de un millar de almas destruidas

vi que huían ante uno, que a su paso

cruzaba Estigia con los pies enjutos.

Del rostro se apartaba el aire espeso

de vez en cuando con la mano izquierda;

y sólo esa molestia le cansaba.

Bien noté que del cielo era enviado,

y me volví al maestro que hizo un signo

de que estuviera quieto y me inclinase.

¡Cuán lleno de desdén me parecía!

Llegó a la puerta, y con una varita

la abrió sin encontrar impedimento.

«¡Oh, arrojados del cielo, despreciados!

gritóles él desde el umbral horrible .

¿Cómo es que aún conserváis esta arrogancia?

¿Y por que os resistis a aquel deseo

cuyo fin nunca pueda detenerse,

y que más veces acreció el castigo?

¿De qué sirve al destino dar de coces?

Vuestro Cerbero, si bien recordáis,

aún hocico y mentón lleva pelados.»

Luego tomó el camino cenagoso,

sin decirnos palabra, mas con cara

de a quien otro cuidado apremia y muerde,

y no el de aquellos que tiene delante.

A la ciudad los pasos dirigimos,

seguros ya tras sus palabras santas.

Dentro, sin guerra alguna, penetramos;

y yo, que de mirar estaba ansioso

todas las cosas que el castillo encierra,

al estar dentro miro en torno mío;

y veo en todas partes un gran campo,

lleno de pena y reo de tormentos.

Como en Arlés donde se estanca el Ródano,

o como el Pola cerca del Carnaro,

que Italia cierra y sus límites baña,

todo el sitio ondulado hacen las tumbas,

de igual manera allí por todas partes,

salvo que de manera aún más amarga,

pues llamaradas hay entre las fosas;

y tanto ardían que en ninguna fragua,

el hierro necesita tanto fuego.

Sus lápidas estaban removidas,

y salían de allí tales lamentos,

que parecían de almas condenadas.

Y yo: « Maestro, qué gentes son esas

que, sepultadas dentro de esas tumbas,

se hacen oír con dolientes suspiros?»

Y dijo: «Están aquí los heresiarcas,

sus secuaces, de toda secta, y llenas

están las tumbas más de lo que piensas.

El igual con su igual está enterrado,

y los túmulos arden más o menos.»

Y luego de volverse a la derecha,

cruzamos entre fosas y altos muros.

CANTO X

Siguió entonces por una oculta senda

entre aquella muralla y los martirios

mi Maestro, y yo fui tras de sus pasos.

«Oh virtud suma, que en los infernales

circulos me conduces a tu gusto,

háblame y satisface mis deseos:

a la gente que yace en los supulcros

¿la podré ver?, pues ya están levantadas

todas las losas, y nadie vigila.»

Y él repuso: «Cerrados serán todos

cuando aquí vuelvan desde Josafat

con los cuerpos que allá arriba dejaron.

Su cementerio en esta parte tienen

con Epicuro todos sus secuaces

que el alma, dicen, con el cuerpo muere.

Pero aquella pregunta que me hiciste

pronto será aquí mismo satisfecha,

y también el deseo que me callas.»

Y yo: «Buen guía, no te oculta nada

mi corazón, si no es por hablar poco;

y tú me tienes a ello predispuesto.»

«Oh toscano que en la ciudad del fuego

caminas vivo, hablando tan humilde,

te plazca detenerte en este sitio,

porque tu acento demuestra que eres

natural de la noble patria aquella

a la que fui, tal vez, harto dañoso.»

Este son escapó súbitamente

desde una de las arcas; y temiendo,

me arrimé un poco más a mi maestro.

Pero él me dijo: « Vuélvete, ¿qué haces?

mira allí a Farinatta que se ha alzado;

le verás de cintura para arriba.»

Fijado en él había ya mi vista;

y aquél se erguía con el pecho y frente

cual si al infierno mismo despreciase.

Y las valientes manos de mi guía

me empujaron a él entre las tumbas,

diciendo: «Sé medido en tus palabras.»

Como al pie de su tumba yo estuviese,

me miró un poco, y como con desdén,

me preguntó: «¿Quién fueron tus mayores?»

Yo, que de obedecer estaba ansioso,

no lo oculté, sino que se lo dije,

y él levantó las cejas levemente.

«Con fiereza me fueron adversarios

a mí y a mi partido y mis mayores,

y así dos veces tuve que expulsarles.»

« Si les echaste dije regresaron

de todas partes, una y otra vez;

mas los vuestros tal arte no aprendieron.»

Surgió entonces al borde de su foso

otra sombra, a su lado, hasta la barba:

creo que estaba puesta de rodillas.

Miró a mi alrededor, cual si propósito

tuviese de encontrar conmigo a otro,

y cuando fue apagada su sospecha,

llorando dijo: «Si por esta ciega

cárcel vas tú por nobleza de ingenio,

¿y mi hijo?, ¿por qué no está contigo?»

Y yo dije: «No vengo por mí mismo,

el que allá aguarda por aquí me lleva

a quien Guido, tal vez, fue indiferente.»

Sus palabras y el modo de su pena

su nombre ya me habian revelado;

por eso fue tan clara mi respuesta.

Súbitamente alzado gritó: «¿Cómo

has dicho?, ¿Fue?, ¿Es que entonces ya no vive?

¿La dulce luz no hiere ya sus ojos?»

Y al advertir que una cierta demora

antes de responderle yo mostraba,

cayó de espaldas sin volver a alzarse.

Mas el otro gran hombre, a cuyo ruego

yo me detuve, no alteró su rostro,

ni movió el cuello, ni inclinó su cuerpo.

Y así, continuando lo de antes,

«Que aquel arte me dijo mal supieran,

eso, más que este lecho, me tortura.

Pero antes que cincuenta veces arda

la faz de la señora que aquí reina,

tú has de saber lo que tal arte pesa.

Y así regreses a ese dulce mundo,

dime, ¿por qué ese pueblo es tan impío

contra los míos en todas sus leyes?»

Y yo dije: «El estrago y la matanza

que teñirse de rojo al Arbia hizo,

obliga a tal decreto en nuestros templos.»

Me respondió moviendo la cabeza:

«No estuve solo álli, ni ciertamente

sin razón me movi con esos otros:

mas estuve yo solo, cuando todos

en destruir Florencia consentían,

defendiéndola a rostro descubierto.»

«Ah, que repose vuestra descendencia

yo le rogué , este nudo desatadme

que ha enmarañado aquí mi pensamiento.

Parece que sabéis, por lo que escucho,

lo que nos trae el tiempo de antemano,

mas usáis de otro modo en lo de ahora.»

«Vemos, como quien tiene mala luz,

las cosas dijo que se encuentran lejos,

gracias a lo que esplende el Sumo Guía.

Cuando están cerca, o son, vano es del todo

nuestro intelecto; y si otros no nos cuentan,

nada sabemos del estado humano.

Y comprender podrás que muerto quede

nuestro conocimiento en aquel punto

que se cierre la puerta del futuro.»

Arrepentido entonces de mi falta,

dije: «Diréis ahora a aquel yacente

que su hijo aún se encuentra con los vivos;

y si antes mudo estuve en la respuesta,

hazle saber que fue porque pensaba

ya en esa duda que me habéis resuelto.»

Y ya me reclamaba mi maestro;

y yo rogué al espíritu que rápido

me refiriese quién con él estaba.

Díjome: «Aquí con más de mil me encuentro;

dentro se halla el segundo Federico,

y el Cardenal, y de los otros callo.»

Entonces se ocultó; y yo hacia el antiguo

poeta volví el paso, repensando

esas palabras que creí enemigas.

Él echó a andar y luego, caminando,

me dijo: «¿Por qué estás tan abatido?»

Y yo le satisfice la pregunta.

« Conserva en la memoria lo que oíste

contrario a ti me aconsejó aquel sabio-

y atiende ahora y levantó su dedo :

cuando delante estés del dulce rayo

de aquella cuyos ojos lo ven todo

de ella sabrás de tu vida el viaje.

Luego volvió los pies a mano izquierda:

dejando el muro, fuimos hacia el centro

por un sendero que conduce a un valle,

cuyo hedor hasta allí desagradaba.

CANTO XI

Por el extremo de un acantilado,

que en circulo formaban peñas rotas,

llegamos a un gentío aún más doliente;

y allí, por el exceso tan horrible

de la peste que sale del abismo,

al abrigo detrás nos colocamos

de un gran sepulcro, donde vi un escrito

«Aquí el papa Anastasio está encerrado

que Fotino apartó del buen camino.»

«Conviene que bajemos lentamente,

para que nuestro olfato se acostumbre

al triste aliento; y luego no moleste.»

Así el Maestro, y yo: «Compensación

díjele encuentra, pues que el tiempo en balde

no pase.» Y él: «Ya ves que en eso pienso.

Dentro, hijo mío, de estos pedregales

luego empezó a decir tres son los círculos

que van bajando, como los que has visto.

Todos llenos están de condenados,

mas porque luego baste que los mires,

oye cómo y por qué se les encierra:

Toda maldad, que el odio causa al cielo,

tiene por fin la injuria, y ese fin

o con fuerza o con fraude a otros contrista;

mas siendo el fraude un vicio sólo humano,

más lo odia Dios, por ello son al fondo

los fraudulentos aún más castigados.

De los violentos es el primer círculo;

mas como se hace fuerza a tres personas,

en tres recintos está dividido;

a Dios, y a sí, y al prójimo se puede

forzar; digo a ellos mismos y a sus cosas,

como ya claramente he de explicarte.

Muerte por fuerza y dolientes heridas

al prójimo se dan, y a sus haberes

ruinas, incendios y robos dañosos;

y así a homicidas y a los que mal hieren,

ladrones e incendiarios, atormenta

el recinto primero en varios grupos.

Puede el hombre tener violenta mano

contra él mismo y sus cosas; y es preciso

que en el segundo recinto lo purgue

el que se priva a sí de vuestro mundo,

juega y derrocha aquello que posee,

y llora allí donde debió alegrarse.

Puede hacer fuerza contra la deidad,

blasfemando, negándola en su alma,

despreciando el amor de la natura;

y el recinto menor lleva la marca

del signo de Cahors y de Sodoma,

y del que habla de Dios con menosprecio.

El fraude, que cualquier conciencia muerde,

se puede hacer a quien de uno se fía,

o a aquel que la confianza no ha mostrado.

Se diría que de esta forma matan

el vínculo de amor que hace natura;

y en el segundo círculo se esconden

hipocresía, adulación, quien hace

falsedad, latrocinio y simonía,

rufianes, barateros y otros tales.

De la otra forma aquel amor se olvida

de la naturaleza, y lo que crea,

de donde se genera la confianza;

y al Círculo menor, donde está el centro

del universo, donde asienta Dite,

el que traiciona por siempre es llevado.»

Y yo: «Maestro, muy clara procede

tu razón, y bastante bien distingue

este lugar y el pueblo que lo ocupa:

pero ahora dime: aquellos de la ciénaga,

que lleva el viento, y que azota la lluvia,

y que chocan con voces tan acerbas,

¿por qué no dentro de la ciudad roja

son castigados, si a Dios enojaron?

y si no, ¿por qué están en tal suplicio?»

Y entonces él: «¿Por qué se aleja tanto

dijo tu ingenio de lo que acostumbra?,

¿o es que tu mente mira hacia otra parte?

¿Ya no te acuerdas de aquellas palabras

que reflejan en tu ÉTICA las tres.

inclinaciones que no quiere el cielo,

incontinencia, malicia y la loca

bestialidad? ¿y cómo incontinencia

menos ofende y menos se castiga?

Y si miras atento esta sentencia,

y a la mente preguntas quién son esos

que allí fuera reciben su castigo,

comprenderás por qué de estos felones

están aparte, y a menos crudeza

la divina venganza les somete.»

«Oh sol que curas la vista turbada,

tú me contentas tanto resolviendo,

que no sólo el saber, dudar me gusta.

Un poco más atrás vuélvete ahora

díjele , allí donde que usura ofende

a Dios dijiste, y quítame el enredo.»

«A quien la entiende, la Filosofía

hace notar, no sólo en un pasaje

cómo natura su carrera toma

del divino intelecto y de su arte;

y si tu FÍSICA miras despacio,

encontrarás, sin mucho que lo busques,

que el arte vuestro a aquélla, cuanto pueda,

sigue como al maestro su discípulo,

tal que vuestro arte es como de Dios nieto.

Con estas dos premisas, si recuerdas

el principio del Génesis, debemos

ganarnos el sustento con trabajo.

Y al seguir el avaro otro camino,

por éste, a la natura y a sus frutos,

desprecia, y pone en lo otro su esperanza.

Mas sígueme, porque avanzar me place;

que Piscis ya remonta el horizonte

y todo el Carro yace sobre el Coro,

y el barranco a otro sitio se despeña.

CANTO XII

Era el lugar por el que descendimos

alpestre y, por aquel que lo habitaba,

cualquier mirada hubiéralo esquivado.

Como son esas ruinas que al costado

de acá de Trento azota el río Adigio,

por terremoto o sin tener cimientos,

que de lo alto del monte, del que bajan

al llano, tan hendida está la roca

que ningún paso ofrece a quien la sube;

de aquel barranco igual era el descenso;

y allí en el borde de la abierta sima,

el oprobio de Creta estaba echado

que concebido fue en la falsa vaca;

cuando nos vio, a sí mismo se mordía,

tal como aquel que en ira se consume.

Mi sabio entonces le gritó: «Por suerte

piensas que viene aquí el duque de Atenas,

que allí en el mundo la muerte te trajo?

Aparta, bestia, porque éste no viene

siguiendo los consejos de tu hermana,

sino por contemplar vuestros pesares.»

Y como el toro se deslaza cuando

ha recibido ya el golpe de muerte,

y huir no puede, mas de aquí a allí salta,

así yo vi que hacía el Minotauro;

y aquel prudente gritó: «Corre al paso;

bueno es que bajes mientras se enfurece.»

Descendimos así por el derrumbe

de las piedras, que a veces se movían

bajo mis pies con esta nueva carga.

Iba pensando y díjome: «Tú piensas

tal vez en esta ruina, que vigila

la ira bestial que ahora he derrotado.

Has de saber que en la otra ocasión

que descendí a lo hondo del infierno,

esta roca no estaba aún desgarrada;

pero sí un poco antes, si bien juzgo,

de que viniese Aquel que la gran presa

quitó a Dite del círculo primero,

tembló el infecto valle de tal modo

que pensé que sintiese el universo

amor, por el que alguno cree que el mundo

muchas veces en caos vuelve a trocarse;

y fue entonces cuando esta vieja roca