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La colección 7 mejores cuentos - selección especial trae lo mejor de la literatura mundial, organizada en antologías temáticas. En este volumen te traemos grandes nombres de la vibrante literatura peruana:Amor de niño : Juguete romántico por Luis Benjamín Cisneros.La ciudad sentimental. Un cuento, un perro y un asalto por Abraham Valdelomar.Sabiduría por César Vallejo.Un viaje por Felipe Pardo y Aliaga.Los ojos por Lina por Clemente Palma.Jijuna por José Diez-Canseco.El Inca ajedrecista por Ricardo Palma.
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Seitenzahl: 75
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Title Page
Introducción
Amor de niño : Juguete romântico
La ciudad sentimental. Un cuento, un perro y un asalto
Sabiduría
Un viaje.
Los ojos de Lina.
Jijuna
El Inca ajedrecista
El Autor
About the Publisher
Se entiende por literatura peruana a las manifestaciones literarias producidas por autores de dicha nacionalidad, desde las tradiciones prehispánicas hasta el presente, lo que engloba la literatura cuzqueña, arequipeña, puneña, amazónica y de otras regiones del territorio del Perú, y que ha alcanzado mayor brillo en el siglo XX con nombres indispensables para la literatura universal, como el poeta César Vallejo o el novelista Mario Vargas Llosa. La pertenencia al canon de los cronistas de Indias es comúnmente más aceptada que otras manifestaciones paraliterarias, como la literatura infantil peruana o la literatura peruana de ciencia ficción.
Por Luis Benjamín Cisneros
Se llamaba Ricardo. Contaba apenas siete años. Tenía los ojos azules y el rostro pálido. Sus cabellos negros, crespos y lustrosos flotaban sobre sus sienes y su cuello en hermosos rizos. Era imposible verle sin acariciarle ni oírle hablar sin sonreír y sin amarle.
Su madre, tipo de bondad y de dulzura, le llamaba siempre cuando, al brillar los últimos resplandores de la tarde, correteaba con los niños de la vecindad en el patio de su casa:
-¡Ricardo!
-Mamá, respondía desde lejos una voz límpida y plateada.
Los tristes sones del Ave María se desprendían en ese instante de las torres de la ciudad, y la ciudad enmudecía.
-Ven a rezar la oración.
Y el niño obediente venía con las mejillas sonrosadas, jadeante, con los cabellos desarreglados y el vestido descompuesto a arrodillarse a los pies de la que le llamaba.
Su fisonomía tomaba en ese instante una expresión indescriptible. Olvidado completamente del juego y de sus compañeros, con el rostro, iluminado, con los ojos levantados y fijos en los de su madre, parecía absorto en la oración. Sus labios murmuraban el rezo lentamente como si pensara lo que decía y como si hubiera sentido lo que pensaba.
Ella le tendía la mano. Él la besaba con efusión, aunque precipitadamente, y salía corriendo.
El padre de Ricardo era un rico negociante italiano. Establecido en América hacía muchos años, se había casado en Lima por amor, y aunque se creía dichoso, recordaba siempre el cielo de su patria con pesar y con profunda melancolía.
¡Adorable capricho de la naturaleza! los hermosos ojos del hijo tenían la expresión tierna y dolorosa de ese sentimiento del padre y el azul límpido y sereno del cielo cuyo recuerdo le entristecía.
El chiquillo era una mezcla encantadora de dos tipos: en su cuerpo se revelaban la gracia de contornos, la viveza de ademanes y la negligencia de actitud del tipo limeño; en su rostro se veía la pureza de formas, la dulzura y la radiante mirada del tipo italiano. Entre las cualidades morales de este último podían contarse una pasión loca por la música y la admiración instintiva por todo lo bello.
Su padre se había casado, joven aún, con una de las más distinguidas y afamadas bellezas de su época. Los ardientes amores que habían precedido a su matrimonio habían durado cuatro años. Los obstáculos vencidos, los billetes y los juramentos cambiados al través de las rejas y de los muros de un monasterio hicieron gran ruido en Lima. La pasión había sido borrascosa y romántica.
Diez meses después de casados, la hermosa limeña daba a luz un robusto niño con un rostro tierno, risueño e ideal como el de esos ángeles que Rafael solía pintar en las apoteosis accesorias de sus vírgenes inmortales.
Fruto de un amor romanesco, impetuoso y reconcentrado durante cuatro años de penas y de lágrimas, el corazón de Ricardo estaba preparado para una intensidad de sentimientos, extraños en un niño.
¿Porqué cada vez que Virginia venía a tocar un instante en el piano de la casa, corría Ricardo a colocarse de pie junto a ella? Apoyando su cabeza sobre una mano en el ángulo del piano, los negros y abundantes rizos de su cabellera se desprendían y deslizaban entre sus dedos. Con sus grandes ojos azules clavados en Virginia, el niño la contemplaba tristemente y escuchaba en silencio.
Sus padres y Virginia misma lo observaban y sonreían.
Virginia era hija de un alto funcionario público de Trujillo. Instalado transitoriamente en Lima como senador de su departamento, habitaba los altos de la casa con toda su familia.
Rayando en la aurora de los diez y ocho años, dotada de una cutis blanca como el alabastro, Virginia poseía una belleza suprema al mismo tiempo que dulce y simpática. La regularidad de sus facciones era acabada, y había alrededor de toda su persona como una atmósfera de luz y de armonía. Por la dulzura ingenua de sus sonrisas y por sus frases sentimentales se adivinaban los tesoros escondidos de entusiasmo, de bondad y de ternura que encerraba su corazón.
Cuando la bella joven provinciana acababa de tocar el piano, tomaba entre sus manos las del niño y le contaba con una gracia encantadora una de esas historietas que hacen sufrir, estremecer y llorar a los seres inocentes de la edad de Ricardo. Otras veces eran anécdotas infantiles y chistosas sin otro objeto que el de hacerlo reír para admirar su rostro de ángel en la plenitud de la animación. Ricardo reía con el abandono de la infancia, y Virginia contemplaba, cada vez más extasiada, los dos arcos de perlas diminutas, iguales y centellantes que resaltaban tras de sus labios como engastadas en dos círculos de coral.
La joven besaba al niño en la frente, se levantaba y salía.
Ricardo la acompañaba hasta el corredor, y solo volvía a entrar cuando Virginia había acabado de subir la escalera y desaparecido a sus ojos.
¿Qué pasaba en ese instante en el alma del niño?
¿Os acordáis de vuestra infancia? ¿Habéis sido uno de esos niños tímidos, reconcentrados y contemplativos, o uno de esos chiquillos locos y aturdidos que, al entrar en la vida, parecen poseídos del vértigo de las primeras impresiones? ¿No habéis sentido en vuestros años de inocencia la atracción vaga y misteriosa de la mujer? ¿Niños no habéis amado como niños? ¿No visteis jamás penetrar en casa de vuestros padres una mujer de facciones virginales, de líneas de estatua, vestida de blanco, coronada de rosas, serena, majestuosa y radiante como una visión de los cielos? ¿Impulsados por la curiosidad no fuisteis a tocar sus vestidos con vuestra propia mano como para convenceros de si era una mujer igual a todas las demás? ¿No presentisteis en esos instantes algo de lo que habéis sentido después? ¿No os dijisteis de una manera vaga e indefinida que vuestra mayor felicidad, cuando fuerais hombres, sería la de pasar toda vuestra vida al lado de esa aparición sobrehumana? ¿No balbuceasteis tímidamente este pensamiento al oído de una antigua criada de la casa que sonrió de vuestra confidencia y se burló de vuestra ingenuidad? ¿Su figura no quedó grabada en vuestra mente como una sombra de esos países y campos encantados de que se habla a los niños? ¿No os asaltaba su recuerdo y no la recordabais con ternura? ¿Niños, habéis amado como niños?
La candorosa simpatía de Ricardo por Virginia había comenzado de la manera siguiente.
La familia trujillana estaba invitada una noche por la mujer del negociante para ir al teatro. A la hora señalada la familia bajó en grupo para reunirse a su amigo y entró en el principal.
Ricardo jugaba en el patio. Al ver pasar este grupo de personas cubiertas de bellos adornos y de vestidos ricos y brillantes, se quedó deslumbrado y sorprendido. Por curiosidad y por admiración el niño entró con la familia hasta el dormitorio de su madre.
Virginia se colocó ante el gran espejo de un ropero para arreglarse con más armonía el sencillo collar que adornaba su cuello de Venus. Dos luces, colocadas a los extremos, iluminaban su rostro con plena claridad.
Ricardo se encontraba detrás de ella y se había quedado contemplando en una actitud de éxtasis la imagen de la bella provinciana reflejada en el espejo. Un momento después se acercó a ella y tomando uno de los pliegues de su vestido, sin saber lo que hacía, le dijo con un acento lleno de gracia, de ternura y de humildad infantil:
-¡Qué linda estás, Virginia! ¿A dónde vas?
El tono indefinible con que fueron pronunciadas estas palabras produjo el estallido de una carcajada unánime.
Virginia desprendió su vestido de la mano del niño y le contestó con dulzura:
-Vamos al teatro.
Cuando Ricardo se acostó esa noche, preguntó a la a la criada que le acompañaba qué cosa era el teatro. La pobre criada, que tampoco lo sabía, le habló de un lugar resplandeciente de belleza donde se oía una música celestial.