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Luis Benjamín Cisneros

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Beschreibung

Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas deLuis Benjamín Cisnerosque son Julia yEdgardo o Un joven de mi generación Luis Benjamín Cisneros fue un poeta, escritor, político y diplomático peruano. Es uno de los máximos representantes del Romanticismo peruano. Cultivó la poesía lírica y la épica, así como el teatro. Como político, fue de tendencia liberal. Novelas seleccionadas para este libro: - Julia - Edgardo o Un joven de mi generaciónEste es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

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Tabla de Contenido

Título

El Autor

Julia

Edgardo o Un joven de mi generación

About the Publisher

El Autor

Luis Benjamín Cisneros (Lima, 21 de junio de 1837 - Lima, 29 de enero de 1904) fue un poeta, escritor, político y diplomático peruano. Es uno de los máximos representantes del Romanticismo peruano. Cultivó la poesía lírica y la épica, así como el teatro. Como político, fue de tendencia liberal.

Sus padres fueron Roberto Benjamín, y Nicolasa Cisneros de la Torre. Perteneció a una estirpe de intelectuales limeños: sus hermanos Luciano y Carlos Benjamín Cisneros sobresalieron como oradores, financistas y parlamentarios.

Estudió en el Convictorio de San Carlos y cuando apenas contaba con 18 años puso en escena una alegoría o juguete escénico titulado El Pabellón Peruano (28 de julio de 1855). Como premio a su precoz talento, el presidente Ramón Castilla le concedió un puesto en el ministerio de Relaciones Exteriores. Allí llegó a ser jefe de la Sección Continental, pero renunció en 1859 para viajar a París, donde siguió cursos voluntarios en La Sorbona y el Colegio de Francia.

En 1861 fue nombrado cónsul en El Havre, donde permaneció hasta 1872, con una sola pausa en 1865, en que desempeño la secretaría de la legación acreditada ante el gobierno de España. En esa época publicó dos novelas, género éste que aún era raro en el mundo literario peruano: Julia o Escenas de la vida en Lima (París, 1861) y Edgardo o un joven de mi generación (París, 1864). Son de inspiración romántica y sobre asuntos limeños.

De vuelta al Perú en 1872, fue inspector de Instrucción, así como gerente del Banco de Lima y de la Compañía Salitrera del Perú (1878). Pero ambos quebraron por efecto de la Guerra del Pacífico (1879-1883) y tuvo que viajar nuevamente a Europa a fin de intervenir en la liquidación de los mismos. Reinició entonces su labor literaria, esta vez enfocada hacia la poesía. Escribió versos de efemérides y algunas composiciones más singulares y ambiciosas, como su excelente elegía A la muerte del rey Don Alfonso XII (1886) y el poema largo Aurora amor (1883-1889), cántico al progreso humano, del que solo pudo concluir 4 cantos.

Fue director interino de la Biblioteca Nacional del Perú en 1892; más tarde, el gobierno de Nicolás de Piérola le nombró director del Archivo Nacional, cargo que ocupó hasta que una cruel parálisis, que le había emergido desde 1888, le impidió continuar.

En tal trance físico la poesía fue su principal consuelo. Su obra fue públicamente consagrada con una simbólica corona de laurel que el Ateneo de Lima le ofrendó por iniciativa de José Santos Chocano y otros poetas. La ceremonia tuvo lugar el 23 de agosto de 1897 y constituyó un hecho notable en un país tan poco dado a reconocer a sus glorias vivientes. El poeta anciano, pobre e inválido, fue objeto de un homenaje auténtico, promovido por los jóvenes y que contó con la participación de toda la ciudad de Lima.

Ya en los postreros años de su existencia, todavía tuvo el aliento necesario para dictar poemas, como el Canto a la paz, con motivo del Congreso hispanoamericano de 1900, y las octavas reales Al terminar el siglo XIX. Falleció el 29 de enero de 1904.

Julia

Prólogo

He escrito este libro por tres motivos.

Por llenar un pensamiento moral.

Por contribuir a que más tarde cualquiera otro, mejor dotado que yo por la Providencia, inicie en el país este género de literatura, y

Por manifestar que la vida actual de nuestra sociedad no carece absolutamente de poesía, como lo pretenden algunos espíritus.

El ridículo frívolo y la crítica hiriente, se han apoderado muchas veces de nuestras costumbres; pero nadie ha estudiado hasta ahora su faz bella, elevada y poética. Hay sin embargo en nuestra existencia social, en nuestra vida íntima de familia y en nuestros hábitos populares, un horizonte infinito abierto a la poesía, a la contemplación y al romanticismo.

El espíritu del romance francés moderno, noble y moral en el fondo, ha sido corrompido en su cuna. Trasplantarlo sin sus formas de escándalo y prostitución a una sociedad como la nuestra, llena de indefinibles susceptibilidades y dotada de un instintivo criterio literario, es un trabajo más difícil de lo que a primera vista parece.

Soy muy humilde para abrigar la pretensión de haberlo logrado en este pobre ensayo,  y sólo la casualidad pudiera hacer que fuese benévolamente acogido.

En cuanto al pensamiento moral que me ha guiado, dejo su apreciación a la conciencia de cada cual.

París, 1860.

- I –

Una noche cenábamos varios amigos en mi cuarto. La casualidad nos había reunido, y una cena de amigos debida a la casualidad es doblemente alegre. Hablábamos bastante y reíamos más. Nos hallábamos poseídos de cierto acceso de simpatía mutua que aumentaba nuestra franqueza; y nos expresábamos, como sucede siempre entre jóvenes, con alguna libertad en la  intención, aunque no en la palabra. Los chistes, las frases equívocas, las interpretaciones maliciosas, la crónica escandalosa del día, las anécdotas tradicionales de colegio, todo lo que forma el encanto de esas horas de expansión y de júbilo fue agotado en la mesa.

La cena había sido devorada, y sólo quedaban dos o tres botellas desafiando los restos de esa sed de aturdimiento que produce la alegría. Aunque nadie se había marcado, el vino había ofuscado un poco las cabezas. Era yo tal vez el único que la conservaba en perfecto estado de serenidad.

Poco a poco cesaron las risas y al mucho ruido sucedió un momento de silencio profundo. Todos habíamos tomado a la vez una actitud de indolencia, y jugando cada cual distraídamente con su copa o contemplando al amigo a quien tenía al frente, buscaba algo qué decir para animar la conversación agotada. Una conversación que en tales momentos se extingue es como la llama de una  hoguera: basta una paja y una ráfaga de viento para que vuelva a la vida.

-He tenido hoy una noticia feliz -dijo C...- interrumpiendo el silencio.

-Sepámosla, contestó V... Ya habíamos sospechado que celebrabas alguna por lo mucho que has bebido.

-Iba a decir, replicó C..., sonriendo, que Andrés L... está ya fuera de peligro y que sólo hoy lo he sabido.

-¡Andrés! -Exclamé yo con sorpresa- ¿Andrés L... está enfermo?

-Ha estado a la muerte, repuso C...

-Lo ignoraba absolutamente. ¿Qué enfermedad?...

-Yo mismo no la sé.

-Es Julia R... quien tiene la culpa de todo lo que sobrevenga a ese pobre muchacho, añadió M...  con un acento que marcaba el desprecio por la mujer de quien hablaba.

-¡Qué! ¿Andrés sigue hasta ahora enamorado de Julia? Dije yo más sorprendido aún. Pues es un loco o tiene por ella una pasión de novela.

-Julia lleva una vida de loreta limeña, y esa vida parece que hace mal a su antiguo amante.

-Según he entendido, Andrés tuvo amores con Julia antes de que esta se casara, repliqué yo interesado ya en la conversación. Se casó con otro y bastaría eso para que no volviera a acordarse de ella. Por lo demás, su amor propio debía estar satisfecho, puesto que su mismo marido se encargó de la venganza, abandonándola.

-Si hemos de creer lo que parece, las cosas han pasado de ese modo. La verdad es que nadie sabe a qué atenerse, porque Andrés tiene la maldita manía de esquivar sus contestaciones cuando se le habla de esos amores. He oído asegurar, a  pesar de todo, que Julia tiene un excelente corazón.

-Todas nuestras mujeres tienen un corazón excelente, dijo vivamente C..., y sus defectos nacen sólo de la educación que se les da y de los vicios de la sociedad en que viven.

El diálogo recayó sobre otro objeto, las copas se multiplicaron y volvieron a resonar las carcajadas. Miramos nuestros relojes y eran las dos. Todos mis camaradas comenzaron a despedirse. Una aria de bajo, cantada en la calle por uno de los tres últimos que se retiraron, me anunció al fin que estaba solo y pensé en dormir tranquilamente.

Las palabras de M... sobre Andrés y Julia habían excitado mi curiosidad. Al pensar en ellas, sentí el deseo de conocer el misterio que había en la vida de esa mujer y en el renacimiento de un amor que Andrés creía completamente extinguido, cuando en nuestros momentos de confianza le  había hablado sobre él. Andrés, sin embargo, no me había contado su historia con esa mujer, que parecía haber echado hondas raíces en su corazón. Ligeras chanzas que él había contestado siempre sonriendo, eran toda la inteligencia que había existido entre nosotros respecto de Julia, a quien, lo diré de paso, sólo conocía de nombre. Reflexioné que al día siguiente podía ir a visitar a Andrés, me acosté preocupado y apagué mi luz pensando en él.

- II –

Andrés no sólo era un buen muchacho de colegio y un excelente joven: era también una notabilidad para los que habían tenido ocasión de conocerlo íntimamente. Recibido de abogado, fue a Europa a perfeccionar su educación y permaneció en París tres años. Dotado de una inteligencia despejada, de una mirada comprensiva y de un lenguaje  lento, armonioso y puro, puede asegurarse que no había errado su carrera. Poseía una delicadeza de análisis profunda para las altas cuestiones legales, lo que lo había granjeado cierta reputación en el colegio y en el foro. Esa reputación no se extendía sin embargo más allá de cierto círculo, y sea por humildad o por falta de apoyo, Andrés no se había prevalido de ella para lanzarse, como lo han hecho todos sus compañeros de colegio, en el torbellino del mundo a fin de alcanzar un puesto público o un nombre ruidoso en la sociedad. El día en que tal idea hubiera entrado en sus propósitos, se habría abierto campo al través de su generación hasta alcanzar una posición distinguida y una aureola brillante. No contaba con una numerosa clientela, aunque ganaba para vivir honrada y decentemente. Era una existencia de trabajo y estudio, casi sumida en las sombras, modesta y resignada.

Una fisonomía más simpática que bella y unas  maneras pulidas preparaban en su favor. Creía en el amor y en la virtud como una alma de diez y seis años. Cuando se hallaba en sociedad permanecía mudo y sólo tomaba la palabra en los momentos en que se conmovía profundamente, cosa no muy difícil si se le hablaba de religión, de justicia o de política. Después de oírle no podía dejar de conservarse por él un aprecio sincero unido a cierta admiración de que uno mismo quedaba satisfecho.

Andrés pertenecía a esos espíritus desalentados y sin fe en el presente, que fundan todas sus esperanzas en el porvenir. Creía que los vicios sociales, la corrupción política y la desorganización en que vivimos tienen su origen en la generación que nos ha antecedido, que lucha por no desaparecer aún y que, valiéndome de sus propias palabras, «se sobrevive a sí misma en un teatro que se derrumba». No odiaba a esa generación, porque no cabía en él el odio, pero sentía repugnancia hacia  ella y en sus momentos de exaltación la maldecía.

Observábasele un desprecio profundo por ciertas clases de nuestra sociedad. La vista de una de esas mujeres ostentosas que pasan junto a uno, altaneras y deslumbrantes, aumentando con una negligencia estudiada el ruido de su vestido contra las baldosas de la calle, le irritaba a pesar suyo. La arrogancia de uno de esos hombres que viven sólo del juego, le exaltaba y le hacía hablar horas enteras contra la inmoralidad y la falta de pudor de los que toman ese vicio como una profesión. Su indignación tocaba en tal extremo, que diferentes amigos suyos habían llegado a presumir que tenía origen en algún motivo especial. Cuando había ocasión de notar en él esta marcada odiosidad, no se podía dejar de hacer conjeturas extrañas. Yo mismo había meditado mil veces sobre ese motivo, pero jamás había logrado descubrirlo.

Andrés y yo nos profesábamos un verdadero cariño. Condiscípulos e hijos de dos familias amigas, nos habíamos unido desde el colegio, y aunque separados por la distancia, por nuestras ocupaciones diarias y por la diversidad de los círculos que frecuentábamos, nos seguíamos con la vista de lejos y nos interesábamos mutuamente en nuestra suerte. Simpatizábamos por la delicadeza de sentimiento; y un encuentro casual era para ambos un día de amistad, de recuerdos, de expansión y de confidencias mutuas. Discutíamos, comíamos juntos, leíamos, comentábamos, pasábamos tres o cuatro horas en su cuarto o en el mío y nos separábamos satisfechos, pero con cierta tristeza en el fondo del alma. Nuestra amistad y nuestra franqueza eran pues verdaderas, aunque nuestras relaciones no eran cotidianas ni frecuentes.

Dos cualidades habían llamado siempre mi atención en el carácter de L... -la honradez y la  adoración por su madre. En el colegio era señalado por su pobreza y por su escrupulosa integridad. Se había educado a expensas de un pariente lejano que, al morir, lo legó sus últimos recursos con el objeto especial de que efectuara un viaje a Europa. Vivía humildemente y sus pocos honorarios le permitían atender a la subsistencia de su madre, de cuyo lado no quería separarse.

Andrés L... se encuentra hoy en B..., bien lejos de Lima. Han sobrevenido motivos para que su cariño por mí se haya acrecentado; pero no sé las variaciones que habrá sufrido su carácter. En la época a que me refiero era tal como acabo de presentarlo.

Me dormí pues meditando en Andrés, y a la mañana siguiente me desperté cuando era muy tarde.

Era casualmente un domingo, día de una solemne festividad religiosa. En estos días hay algo  de expansivo y risueño, como hay siempre algo de profundamente triste en la última tarde del año que muere.

El sol estaba radiante y la ciudad respiraba alegría. A pesar de la primavera casi perpetua de nuestros campos, hay estaciones en que se siente la resurrección de la naturaleza y en que parece que recobra toda su pompa. En verano, la ciudad se despierta todas las mañanas bañada de esplendor, y el alma se ensancha en esas mil infinitas esferas de voluptuosidad que el ardiente resplandor del sol abre a la vida.

Me vestí, almorcé y me dirigí a casa de Andrés. Mi amigo vivía en una pieza alta que tenía un balcón hacia la calle. Subí la escalera, llegué a la puerta de su habitación y llamé.

La madre de mi amigo me recibió con familiaridad y satisfacción. Anunció a Andrés mi visita con una sonrisa de gozo, me hizo penetrar en el dormitorio y se retiró, no sin encargar repetidas  veces a su hijo que se mantuviera en mucha quietud.

Andrés se hallaba sentado en una muelle poltrona con un libro en la mano. Estaba excesivamente pálido. Un gorro de trabajo hacía resaltar sus grandes ojos negros y la escualidez de sus facciones. Las manos amarillas y flacas contrastaban con el color negro de su levita, cerrada completamente sobre el pecho. Dejó caer el libro sobre sus piernas y levantó la vista. La mirada era lenta, aunque risueña, y el ademán tardío. Me tendió la mano con una expresión de alegría impensada, y al sonreírse pude percibir esa amarillez de encías y de labios que distingue a los que convalecen de una enfermedad peligrosa. Andrés tomó en seguida su pañuelo con precipitación y tosió un instante.

Evidentemente mi amigo había estado muy enfermo. Una pulmonía le había obligado a guardar cama durante un mes entero. Era ese el tercer  día de su convalecencia y el primero en que se sentía bien.

Mi visita era imprevista y por tanto más agradable para Andrés.

Hablamos de todo. Recorrimos todos nuestros temas favoritos. La conversación de dos amigos que se quieren y que se ven después de mucho tiempo, es el teclado de un piano que se recorre y que varía todos los tonos. Las cosas del día, los sucesos políticos, los acontecimientos de nuestros círculos y las reflexiones serias, mezcladas a todo, vinieron sucesivamente a dar vida a nuestro diálogo tranquilo y cariñoso.

Andrés me comprometió a que lo acompañara todo el día: no tenía nada que hacer y accedí a ello con gusto.

El interés que me inspiraba la salud de mi amigo, me había conducido a hacerle una visita. Pero en esa visita tenía parte un sentimiento de  curiosidad, que tal vez no era más que ese mismo interés. Yo esperaba una ocasión favorable para hablar de Julia.

L... me invitó a comer en compañía de su madre o en su cuarto, si lo prefería. Acepté la segunda alternativa. Cuando terminamos de comer, hubo un momento de silencio. Me levanté, me dirigí hacia la puerta del balcón, que resguardaba una cortina, separé las dos alas de ésta, atravesé la puerta, abrí una persiana y me puse a mirar a la calle. Al divisar desde alto la ciudad en una bellísima tarde de verano, vino a mi imaginación el aspecto de las ciudades del viejo mundo y pregunté en voz alta a Andrés si quería volver a Europa.

-Sí, me contestó. Ahora más que nunca, ahora que necesito grandes y agradables impresiones para sanar.

-Cualquiera creería, según eso, que es una gran impresión lo que te ha enfermado, le repuse  con un tono insinuante, volviendo a entrar en el dormitorio.

-¡Y no se engañaría! Murmuró mi amigo.

-¿Es Julia tal vez quien te ha causado esa impresión? Le dije entonces sonriendo y con un acento que revelaba una intención oculta.

-¡Julia!... ¿Qué? ¿Por qué me lo preguntas?... ¿Has sabido tú algo?

-¿De qué?

-De lo que ha pasado.

-Luego te ha pasado algo con Julia...

-Sí. ¿Lo has llegado a saber?

-Y ¿qué es lo que te ha pasado?

-Luego te lo diré; pero contéstame antes, me dijo, esforzándose como si hubiera querido levantarse del asiento y leer la respuesta en mis ojos.

-Nada sé, ni nada he oído, me apresuré a contestarle.

Andrés respiró. Desde este instante la historia de Julia y de mi amigo me pertenecía toda entera.

Supliqué con instancia a Andrés que me contara el nuevo incidente a que había aludido. Él me había hecho comprender que su pasión por Julia no era ya más que un recuerdo y sus palabras acababan de revelarme lo contrario. Hasta cierto punto, esto me daba derecho para exigir una explicación. Andrés se resistió un poco, pero accedió al fin.

-Sí, me dijo resueltamente, es preciso que tú conozcas esta pasión en todos sus detalles. La historia de unos amores desgraciados es siempre triste. Pero supuesto que quieres entristecerte voy a darte gusto. Eres el primero y el único, amigo mío, a quien pienso comunicar esta historia. Cuando he meditado en confiarla a alguno, me he acordado de ti. Si encuentras debilidad de corazón  en todo lo que voy a relatarte, tú sabrás perdonarme; y si lloro algunas veces, sabrás compadecerme. Por otra parte, todo esto me hará bien. La compartición de esta amargura y el desbordamiento de estas lágrimas me mejorarán. Este dolor es demasiado fuerte para que pueda sobrellevarlo un hombre solo. ¿Lo querrás creer? A ratos he deseado morir.

Al hablar así, Andrés tenía la voz trémula y los ojos humedecidos por una lágrima que enjugó con su pañuelo.

-¡Vamos! La vida tiene consuelo para todo, le dije. Habla pausadamente para no fatigarte. Yo te escucharé como un niño.

Me acerqué a la puerta del balcón y suspendí de un lado la cortina para que entrara un poco más de luz y poder distinguir una arcada del cielo.

Una ráfaga de viento refrescó el dormitorio: la tarde comenzaba a apagarse en el horizonte.

Di vuelta a la silla del enfermo de manera que pudiésemos vernos de frente, y busqué en el diván la postura más cómoda.

En este momento se presentó el criado con una taza de tinto y aromático café. Le mandé arrastrar hasta el diván la mesa de noche y coloqué la taza sobre ella.

Estábamos solos.

Andrés comenzó así.

- III –

Cuando conocí a Julia era una niña de trece a catorce años. Yo vivía entonces en la calle de Piedra y ella en la de Valladolid. Como ves, nos hallábamos en una misma dirección hacia la plaza principal.

Todas las tardes divisaba, desde mi ventana, venir una figura infantil y risueña que se acercaba  y pasaba delante de mí como una sombra. Llevaba a su alrededor la atmósfera de pureza que toda niña tiene a esa edad, edad que, lo diré de paso, es para mí el mayor encanto en la mujer.

Jamás encuentro en la calle una niña de doce a quince años sin que mis miradas se fijen en ella. El rayo de inocencia que circunda su cabeza, la vaporosidad de su traje alto, la gracia con que al andar desliza ligeramente sus pies sobre el piso, me hacen acordar del cielo y de los días de mi infancia. La edad más bella de la vida en la más bella criatura de la naturaleza, es sin duda ese instante en que la niñez acaba y la juventud se inicia. El ángel se transforma en virgen, y su sonrisa irradia el último reflejo de una aurora que muere.

La encantadora niña que veía pasar todas las tardes por mi cuarto era una morena de hermosos ojos negros, contorneadas pestañas y espesas cejas  dibujadas a pincel. Dos trenzas de ébano caían sobre su espalda resguardada por una manteleta. Su talle, un tanto flexible anunciaba un cuerpo delgado y esbelto. Un botín elástico de color claro, cubierto basta la mitad por el encaje de un calzón ancho, ceñía su débil y diminuto pie. Pasaba, y yo seguía indiferentemente con la vista los pliegues de su vestido que hacía ondular un movimiento ligero y armonioso. Llevaba siempre un libro en la mano y la acompañaba una criada. Era Julia que volvía del colegio.

La casualidad me impuso de que era huérfana. La educaba un tío que la amaba como padre y que en nada la distinguía de una hija llamada Pepa, prima hermana, o más bien, simplemente hermana de Julia.

Estas circunstancias habían hecho que, al pasar por la puerta de la casa que habitaba esta familia, me fijara siempre en ella. Su aspecto triste y ruinoso revelaba, si no la escasez absoluta, al menos  las privaciones de una estrecha mediocridad.

Un día, poco antes de emprender mi viaje a Europa, fui a la corte a hacer mi primera defensa. Un amigo me presentó por incidencia al tío de Julia, don Antonio R... antiguo empleado en palacio, a quien debes conocer. Me refirió que seguía un pleito de algún interés cuyo éxito, como sucede a todo litigante, estaba cansado de esperar.

Durante mis viajes, en París, en cualquiera parte donde me encontrara, siempre que veía un tipo de su especie, me acordaba inmediatamente de Julia. En ese recuerdo sólo entraba el tipo, es decir, la delineación especial de sus formas, pero no la imagen. Se reflejaba en mí, no con el encanto de una mujer, sino con la poesía de la niña vaporosa y aérea que había conocido. ¿Quién me hubiera augurado que esa sombra risueña debía ser la pasión borrasco misa de juventud?  Entonces sólo era para mí como el vago recuerdo de un perfume santo.