A simple vista - Jeffrey Archer - E-Book

A simple vista E-Book

Jeffrey Archer

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Beschreibung

William Warwich ha sido ascendido a Detective Sargento, aunque su ascenso implica que tanto él como el resto de su equipo han de ser reasignados a la Brigada Antidroga. De inmediato se les encarga encontrar a Ahmed Rashedi, un famoso traficante que dirige una extensa red en la parte sur de Londres. A medida que avanza la investigación, William se topa con enemigos tanto antiguos como nuevos: Adrian Heath, a quien conoce de la escuela, es ahora camello al pie de la calle, aunque pronto William lo convertirá en su informante; o Miles Faulkner, un economista que comete un error por el que podría acabar entre rejas. Mientras tanto, William y su prometida Beth disfrutan de los preparativos de su inminente boda, aunque una sorpresa desagradable los espera en el altar. A medida que su equipo cierra el cerco sobre una red criminal mucho más peligrosa que cualquiera a la que se hayan enfrentado antes, William idea una trampa que nadie podría jamás anticipar, una trampa escondida a plena vista… Repleta de los conocidos giros inesperados que son marca de la casa de las novelas de Jeffrey Archer, Escondido a plena vista es la extraordinaria secuela de Nada aventurado, la primera novela protagonizada por William Warwick.

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Jeffrey Archer

A simple vista

Translated by Maia Figueroa

Saga

A simple vista

 

Translated by Maia Figueroa

 

Original title: Hidden in Plain Sight

 

Original language: English

 

Copyright © 2020, 2022 Jeffrey Archer and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726491876

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Para John y Margaret Ashley

Les doy las gracias por sus aportaciones y consejos de incalculable valor a:

Simon Bainbridge, Jonathan Caplan QC, Vicki Mellor, Alison Prince, Catherine Richards, Marcus Rutherford, Jonathan Ticehurst y Johnny Van Haeften.

Un agradecimiento especial para la sargento Michelle Roycroft, el superintendente jefe John Sutherland y el superintendente Robin Bhairam, Medalla de la Reina al mérito policial, ya jubilados.

1

14 de abril de 1986

Estaban los cuatro sentados alrededor de la mesa, contemplando el cesto de mimbre.

—¿A quién va dirigido? —preguntó el comandante.

William leyó una etiqueta escrita a mano:

—«Feliz cumpleaños, comandante Hawksby».

—Será mejor que lo abras, agente Warwick —ordenó el Halcón, y se recostó en la silla.

William se levantó, desató las dos correas de cuero y levantó la tapa del enorme cesto, que estaba repleto de lo que su padre llamaría «manjares».

—Está claro que hay alguien que nos aprecia —dijo el inspector jefe Lamont, y cogió la botella de whisky escocés que había arriba del todo, encantado de que fuese Black Label.

—Y también conoce nuestras debilidades —añadió el comandante al sacar una caja de habanos Montecristo que dejó sobre la mesa, delante de él—. Te toca, agente Roycroft —la invitó, e hizo rodar uno de los puros entre los dedos.

Jackie retiró parte de las virutas de madera del relleno sin prisa alguna, hasta que descubrió un tarro de foie gras: un lujo muy superior a su sueldo.

—Y, por último, tu turno, agente Warwick —dijo el comandante.

William removió en la cesta, hasta que dio con una botella de aceite de oliva de Umbría que sabía que Beth agradecería. Estaba a punto de volver a sentarse cuando descubrió un sobre pequeño; iba dirigido al «Comandante Hawksby, Medalla de la Reina al mérito policial», y especificaba que era personal. Se lo pasó a su jefe.

Hawksby rasgó el sobre y extrajo una tarjeta escrita a mano. No reveló nada con la expresión; en cambio, la nota no podría haber sido más explícita: «La próxima vez habrá más suerte».

A medida que se pasaron la tarjeta alrededor de la mesa, las sonrisas se convirtieron en ceños fruncidos y cada uno devolvió al cesto los regalos recién adquiridos.

—¿Sabéis qué es lo peor de todo? —preguntó el comandante—. Que hoy es mi cumpleaños de verdad.

—Y eso no es todo —anunció William.

A continuación, le refirió al equipo la conversación que había tenido con Miles Faulkner en el Fitzmolean, poco después de que descubrieran el Descendimento de la cruz, de Rubens.

—Pero si el cuadro es falso —dijo Lamont—, ¿por qué no detenemos a Faulkner y lo mandamos al Old Bailey? El señor juez Nourse le quitará la palabra «suspendida» a la sentencia y lo encerrará durante los próximos cuatro años.

—Nada me gustaría más —admitió Hawksby—. Pero si resulta que el cuadro es el original, Faulkner nos habrá dejado en ridículo por segunda vez y, para colmo, en público.

La siguiente pregunta del comandante cogió a William por sorpresa.

—¿Has avisado a tu prometida de que el Rubens podría ser falso?

—No, señor. Pensé que sería mejor no decirle nada a Beth hasta que usted decidiera cómo debemos proceder.

—Muy bien. Pues que siga así. Eso nos proporcionará cierto tiempo para pensar en cuál debe ser nuestro siguiente paso, porque tenemos que empezar a pensar como ese condenado si algún día queremos ganarle la partida. Venga, fuera de mi vista —dijo, y señaló el cesto—. Que no se os olvide dejar constancia en el registro de gratificaciones. Pero primero hay que llevarlo a comprobar si hay huellas, aunque no espero que el experto encuentre nada aparte de las nuestras y, quizá, la de la pobre dependienta de Harrods.

William cogió el cesto de mimbre y lo llevó a la sala contigua, donde le pidió a Angela, la secretaria del comandante, que la enviase a D705 para buscar huellas dactilares. La cara de decepción de la secretaria no le pasó por alto.

—Esperaba llevarme la salsa de arándanos —admitió ella.

Cuando regresó al despacho del jefe momentos después, a William lo confundió ver que el resto del equipo daba palmadas sobre la mesa.

—Siéntate, sargento Warwick —dijo el comandante con tono significativo.

—El escolano se ha quedado sin palabras, eso sí que es nuevo —comentó Lamont.

—Bueno, enseguida se le pasa —les prometió Jackie.

Todos se echaron a reír.

—¿Queréis las noticias buenas o las malas? —preguntó el comandante cuando todos se hubieron serenado.

—Las buenas —contestó el inspector jefe Lamont—, porque lo que tengo que contar sobre los contrabandistas de diamantes no le va a gustar un pelo.

—A ver si lo adivino —repuso Hawksby—: os vieron venir y se han escapado todos.

—Siento decir que es peor aún. No se presentaron; y el cargamento de diamantes tampoco apareció. Me pasé una tarde con veinte de mis hombres armados hasta los dientes, contemplando el mar. Así que cuénteme la buena noticia, señor.

—Como ya sabéis, el agente Warwick ha pasado el examen de sargento, a pesar de que le propinó a uno de los asistentes a la manifestación antinuclear una patada en los…

—No fue así en absoluto —protestó William—. Me limité a pedirle de manera educada que se calmase.

—Cosa que el examinador aceptó sin dudarlo. Hasta ese punto llega tu fama de escolano.

—Entonces, ¿cuáles son las malas noticias? —preguntó William.

—Ahora que eres sargento, vamos a transferirte a la Brigada de Estupefacientes.

—Ni pizca de envidia, oiga —dijo Lamont, y suspiró.

—No obstante —continuó el comandante—, el comisario, que es muy sabio, opina que no hay motivos para deshacer un equipo ganador, así que vosotros dos os iréis con él a principios de mes para formar una unidad de élite.

—Dimito —se quejó Lamont, y se levantó de la silla fingiendo una protesta.

—No lo creo, Bruce. Te quedan solo dieciocho meses para jubilarte y, como líder de la nueva unidad, vamos a ascenderte a superintendente de investigación.

El anuncio provocó una segunda erupción de golpes entusiastas sobre la mesa.

—La unidad trabajará con independencia de todas las demás dentro de la brigada. Tendrá un único propósito, enseguida llegamos a eso. Pero primero quiero que sepáis que va a unirse un nuevo agente a la dotación del equipo, alguien que podría eclipsar a nuestro escolano.

—Eso lo quiero ver —dijo Jackie.

—Pues no tendrás que esperar mucho, porque estará con nosotros dentro de unos minutos. Tiene un currículo excelente y ha estudiado Derecho en Cambridge, donde ha conseguido un trofeo en la regata.

—¿La ha ganado? —preguntó William.

—Dos años seguidos —contestó el Halcón.

—Entonces, quizá debería haberse alistado en la policía fluvial —sugirió William—. Si no recuerdo mal, la regata se celebra entra Putney y Mortlake, así que contaría como una ronda de patrulla.

Eso supuso más golpes en la mesa.

—Como veréis, su trabajo en tierra firme también es extraordinario —respondió el comandante cuando los aplausos se desvanecieron—. Ya ha servido tres años en la Brigada Regional contra el Delito, en Crawley. Sin embargo, hay algo más que debería mencionar antes de que…

Un golpe seco en la puerta interrumpió al Halcón antes de acabar la frase.

—Adelante —ordenó.

La puerta se abrió y en el despacho entró un hombre joven, alto y apuesto. Por su aspecto, parecía recién salido del plató de rodaje de una conocida serie de policías, en lugar de venir de la Brigada Regional contra el Delito.

—Buenas tardes, señor —dijo—. Soy el agente Paul Adaja. Me han dicho que me presentara ante usted.

—Siéntate, Adaja —contestó el Halcón—. Te presento al resto del equipo.

William se fijó en la cara que ponía Lamont mientras Adaja le estrechaba la mano y en que no le había sonreído. La política de la Metropolitana era intentar reclutar a más agentes de las minorías étnicas, pero hasta la fecha la iniciativa había tenido el mismo éxito que el afán de detener a los contrabandistas de diamantes. William tenía curiosidad por averiguar los motivos que podía tener alguien como Paul para hacerse policía y estaba decidido a hacer que se sintiese parte del equipo lo antes posible.

—Estas reuniones con el responsable de investigación tienen lugar todos los lunes por la mañana, agente Adaja —le informó el comandante—. Así nos ponemos al día de cómo progresan las principales investigaciones.

—De cómo progresan o no progresan —apuntó Lamont.

—Sigamos —propuso el Halcón sin hacer caso de la interrupción—. ¿Tenemos más noticias sobre Faulkner?

—Su esposa Christina ha vuelto a contactar conmigo —contestó William—. Quiere que nos veamos.

—No me digas. ¿Alguna pista?

—No, señor. No tengo ni idea de lo que quiere. Pero no es ningún secreto que está igual de ansiosa que nosotros por ver a su marido entre rejas. Así que me imagino que si me propone tomar el té en el Ritz, no será para que pruebe los scones con nata espesa.

—La señora Faulkner estará al tanto de cualquier otra actividad delictiva en la que participe su marido, cosa que nos resultaría útil saber por adelantado —intervino Lamont—. Pero no me fío ni un pelo de esa mujer.

—Yo tampoco —admitió Hawksby—. Pero si tuviera que escoger entre Faulkner y su esposa, a ella la considero el menor de dos males. Aunque por poco.

—Puedo rehusar la invitación, si es necesario.

—De eso nada —contestó Lamont—. Quizá no tengamos una oportunidad mejor de meter a Faulkner entre rejas y no olvidemos que, por pequeño que sea el delito, la suspensión de la condena significa que podría estar a la sombra durante al menos cuatro años.

—Tienes razón —admitió el Halcón—. No obstante, agente Warwick, que no te quepa duda de que Faulkner nos vigila igual que nosotros a él y seguro que ha contratado a un detective privado para que siga a su esposa las veinticuatro horas del día, hasta que se celebre el divorcio. O sea, que tomar el té en el Ritz es aceptable, pero cenar con ella no. ¿Está claro?

—Como el agua, señor. Y estoy seguro de que Beth estaría de acuerdo con usted.

—No olvides que los lapsus de la señora Faulkner siempre han estado muy ensayados. Y ella sabe de sobra que todo lo que te diga lo repetirás palabra por palabra en cuanto llegues a Scotland Yard.

—Puede que antes de que el chófer la deje en el apartamento de Eaton Square —añadió Lamont.

—Bueno, centrémonos en lo importante. Hay varios casos que tendrás que tratar con la nueva Brigada de Patrimonio Histórico antes de empezar en el puesto nuevo.

—Señor, justo antes de que llegase el agente Adaja, usted estaba a punto de explicar por qué la nueva unidad es diferente de otras de la brigada.

—De momento no puedo contaros gran cosa —dijo el Halcón—, pero tendréis un único propósito, que no será pillar a los camellos que les venden cannabis a los fumetas en la calle.

De pronto, todo el mundo le prestaba atención.

—El comisario quiere que identifiquemos a un hombre cuyo nombre desconocemos y cuyo paradero es incierto, aparte de que vive y trabaja en algún lugar al sur del río, en el área del Gran Londres. Sin embargo, digamos que, oficialmente, no sabemos a qué se dedica.

El Halcón abrió un archivador etiquetado como confidencial .

2

—Entonces, ¿has aprobado el examen de sargento o estás destinado a ser un mero agente de investigación durante el resto de tu vida?

William no se delató con la expresión, como si se enfrentase al eminente consejero de la reina en el estrado de los testigos.

—Un día, su hijo será el comisario —afirmó Beth, y le ofreció a su futuro suegro una sonrisa cálida.

—Todavía no tengo la nota del examen —suspiró William, y le guiñó el ojo a su prometida.

—Estoy segura de que habrás aprobado con nota, cielo —intervino su madre—. Pero si tu padre tuviera que hacer ese mismo examen, no las tendría todas conmigo.

—En eso estamos todos de acuerdo —dijo su hermana.

—Un juicio emitido sin pruebas ni hechos que lo respalden —protestó sir Julian, que se levantó de la silla y se puso a dar vueltas por la habitación—. Dime, ¿qué formato tiene el examen? —exigió saber, y se agarró las solapas de la chaqueta como si se dirigiese a un jurado indeciso.

—Tiene tres partes —respondió William—. Una prueba física, que incluye una carrera de ocho kilómetros que hay que correr en menos de cuarenta minutos.

—No tengo muchas esperanzas de conseguir semejante cosa —admitió sir Julian sin dejar de circular por la estancia.

—Luego viene la prueba de autodefensa, en la que a duras penas mantuve el tipo.

—Esa tampoco la pasaría —contestó sir Julian—, a menos que el ataque fuera verbal en lugar de físico.

—Y por último hay que hacer tres largos en la piscina vestido de uniforme y con la porra en la mano y sin hundirse.

—Me agoto solo de pensarlo —comentó Grace.

—De momento, tu padre tiene tres suspensos —repuso su madre—, así que no cabe duda de que tendría que pasar el resto de la vida patrullando como agente raso.

—¿No se interesa el cuerpo de Policía por la agudeza mental? —quiso saber sir Julian al detenerse delante de ellos—. ¿O acaso se trata de quién puede hacer más flexiones?

William no admitió que, de hecho, no había requisitos físicos y que estaba tomándole el pelo. Sin embargo, todavía no quería dejarlo en paz.

—Después de eso viene el examen práctico, papá. Será fascinante ver cómo te desenvuelves con eso.

—Estoy listo —admitió sir Julian, y echó a deambular de nuevo.

—Tienes que participar en tres casos distintos en los que se ha cometido un delito para que los examinadores vean cómo reaccionas en diversas circunstancias. Con el primero me fue bastante bien; tuve que hacerle la prueba de alcoholemia a un conductor involucrado en un pequeño choque. El resultado salió naranja, no rojo; eso indicaba que había bebido hacía poco, pero no superaba el límite.

—¿Y lo detuviste? —preguntó Grace.

—No, lo dejé marchar con un aviso.

—¿Por qué? —exigió sir Julian.

—Porque el conductor no había dado positivo y también porque en la base de datos nacional consta que es un chófer sin ninguna denuncia previa. Si lo hubiera detenido, quizá habría perdido el trabajo.

—Eres un blando —se quejó sir Julian—. ¿Qué más?

—Tuve que hacer el seguimiento de un robo en una joyería. Uno de los empleados no paraba de gritar y el gerente estaba en estado de choque. Los calmé a ambos antes de pedir ayuda por radio y después acordoné la zona y esperé a que llegaran los refuerzos.

—De momento, parece que te ha ido muy bien —dijo su madre.

—Yo también lo pensaba, hasta que me pusieron a cargo de un equipo de agentes jóvenes que estaban en una manifestación a favor del desarme nuclear, y la cosa se nos fue un poco de las manos.

—¿Qué pasó? —preguntó su hermana.

—Al parecer, no respondí con la calma suficiente cuando un manifestante le llamó «cabrón fascista» a uno de mis hombres.

—No quiero ni pensar lo que me habría llamado a mí —admitió sir Julian.

—Ni cómo habrías reaccionado tú —contestó Marjorie.

Todos se rieron menos Beth, que quería saber cómo había actuado William.

—Le di una patada en los huevos.

—¿Que hiciste el qué? —respondió su madre.

—La verdad es que me limité a sacar la porra, pero eso no es lo que dijo el manifestante cuando lo llevamos a la comisaría. El problema es que, cuando redacté el informe, no mencioné lo ocurrido.

—Tengo que decir la verdad: voy igual de mal que antes —dijo sir Julian, y se dejó caer en la silla.

—Seamos honestos, padre —contestó William, y le pasó un café—. Tú habrías encerrado al conductor ebrio, les habrías dicho al encargado y al empleado de la joyería que se dejasen de tonterías y, sin duda, le habrías dado otra patada en los huevos al manifestante. Perdón por las palabrotas, madre.

—Has dicho que el examen tenía tres partes —repuso sir Julian, que intentaba recuperarse.

—La tercera es un examen por escrito.

—Entonces, aún tengo posibilidades.

—Hay que contestar sesenta preguntas en noventa minutos.

William bebió un sorbo de café y se recostó en la silla antes de complacer a su padre.

—Si cogieras unos narcisos silvestres del jardín de un vecino y se los dieras a tu esposa, ¿alguno de vosotros dos habría cometido un delito?

—Por supuesto —respondió sir Julian—. El marido es culpable de hurto. En cambio, ¿es consciente la esposa de que los narcisos son del jardín de un vecino?

—Sí, lo es —contestó William.

—En ese caso, ella es culpable de recibir objetos robados a sabiendas de que lo son. Es un caso sencillísimo.

—No estoy de acuerdo, señoría —intervino Grace, y se levantó de la silla—. Creo que la palabra relevante es «silvestre». Si todas las partes son conscientes de que las flores eran silvestres y no las había plantado el vecino, mi cliente tiene derecho a cogerlas.

—Eso es lo que yo respondí —repuso William—. Y resulta que Grace y yo tenemos razón.

—Dame otra oportunidad —pidió sir Julian, y se colocó bien la toga que no llevaba puesta.

—¿A qué edad es un menor responsable de un acto delictivo? ¿Ocho, diez, catorce o diecisiete?

—Diez —contestó Grace antes de que su padre pudiera responder.

—Correcto también —dijo William.

—Confieso que no defiendo a muchos juveniles.

—Claro, porque no se pueden permitir tus honorarios exorbitantes —contestó Grace.

—¿Tú has defendido a algún delincuente juvenil, Grace? —preguntó la madre antes de que sir Julian continuase con el interrogatorio.

—Sí. La semana pasada representé a alguien de once años a quien acusaban de robar en una tienda de Balham.

—No me cabe duda de que conseguiste que lo soltaran después de argüir que el muchacho viene de un entorno desfavorecido y que su padre le pegaba de forma habitual.

—Era una niña —lo corrigió Grace—. Su padre abandonó el hogar familiar poco después de que ella naciese y dejó a la madre con dos trabajos y tres niños a su cargo.

—Eso no debería haber llegado a los tribunales —comentó la madre de William.

—Estoy de acuerdo contigo, madre, y así habría sido si no fuera porque, por desgracia, a la niña la pillaron robando los cortes más selectos del supermercado del barrio y metiéndolos en una bolsa forrada de papel de aluminio para burlar los detectores de seguridad del supermercado. Después de eso, iba cien metros más allá y se los vendía a un carnicero sin escrúpulos.

—¿Y qué decidió el tribunal? —preguntó Marjorie.

—Le impuso una buena multa al carnicero, y a la niña se la han llevado los servicios sociales. No tenía la suerte de contar con unos padres de clase media ni de vivir en una cómoda casa rural del condado de Kent. Nunca se había alejado más de kilómetro y medio de la puerta de su casa y ni siquiera sabía que un río atraviesa la ciudad en la que había nacido.

—¿Se me debe considerar culpable, señoría, simplemente por haber intentado proporcionarles a mis hijos un poco de ventaja en la vida? —preguntó sir Julian, y añadió—: ¿Me dan otra oportunidad antes de que los examinadores me deporten?

—Anda, pásale el violín —dijo Marjorie.

—El dueño de un pub se entera de que algunos de sus clientes fuman cannabis en el jardín del establecimiento —continuó William—. ¿Ha cometido alguna infracción?

—Está claro que sí —respondió sir Julian—, porque permite que se consuma una sustancia ilegal en su local.

—Y si uno de los clientes que fuma cannabis le pasa el cigarrillo a un amigo que le da una calada, ¿él también comete un delito?

—Por supuesto. Es culpable de tenencia y de distribución de una sustancia ilegal y hay que denunciarlo tal como procede.

—Qué locura —opinó Grace.

—Estoy de acuerdo —contestó William—. Entre otras cosas, porque el cuerpo no dispone de suficientes recursos para perseguir esa clase de delitos menores.

—De menores, nada —afirmó sir Julian—. De hecho, eso es solo el comienzo.

—¿Qué pasa si ni el dueño del pub ni el cliente son conscientes de que eso es delito? —preguntó Beth.

—No conocer la ley no te exime de cumplirla —repuso sir Julian—. Si no, podrías asesinar a quien quisieras y decir que no te habías dado cuenta de que era un delito.

—Qué gran idea —dijo Marjorie—. Hace ya mucho tiempo que habría alegado no conocer la ley si hubiese sabido que así podía matar a mi marido. De hecho, lo único que me ha impedido hacerlo es saber que lo necesitaría para defenderme cuando me llevaran a los tribunales.

Todos rompieron a reír.

—La verdad, madre —dijo Grace—, es que la mitad del Colegio de Abogados estaría más que dispuesta a defenderte, mientras que la otra mitad comparecerían como testigos de la defensa.

—Aun así —intervino sir Julian, y se pasó la mano por la frente arrugada—, ¿he acertado esta vez?

—Sí, padre. Pero no te sorprendas si legalizan el cannabis antes de que yo muera.

—Pues espero que no sea antes de que muera yo —contestó sir Julian con sinceridad.

—Me parece a mí que, a pesar de que a tu padre le habrían puesto un suspenso como una casa, tú debes de haber aprobado —aventuró Marjorie.

—Aun habiéndole dado una patada en los huevos al manifestante —añadió sir Julian.

—Pues no —contestó William.

—¿No has aprobado o no le diste una patada en los huevos al manifestante? —exigió saber su padre.

Todos se rieron.

—Tienes razón, Marjorie —dijo Beth, que acudió a ayudar a su prometido—. A partir del lunes que viene, William será el sargento Warwick.

Sir Julian fue el primero en ponerse en pie y alzar la copa.

—Enhorabuena, hijo mío —lo felicitó—. Brindo por el primer paso que has dado en un largo camino.

—Por el primer paso en un largo camino —repitió el resto de la familia, y se levantaron con las copas en el aire.

—¿Y cuánto falta para que seas inspector? —preguntó sir Julian antes de haberse sentado siquiera.

—Ya basta, padre —se quejó Grace—. O les contaré a todos lo que dijo de ti el juez de tu último juicio cuando hizo la exposición de sus conclusiones.

—Menudo patán con prejuicios.

—Hay que serlo para saberlo —respondieron los otros cuatro al unísono.

—¿Qué se te presenta ahora, hijo mío? —preguntó sir Julian con intención de desviar el tema.

—El Halcón tiene pensado darle un giro al departamento, ahora que los políticos han aceptado por fin que el país se enfrenta a un gran problema de drogadicción.

—Pero ¿tan mal está la cosa? —preguntó Marjorie.

—En Gran Bretaña hay más de dos millones de personas que fuman cannabis de forma habitual. Otras cuatrocientas mil esnifan cocaína, entre ellos algunos de nuestros amigos, incluyendo a un juez, aunque en este caso solo los fines de semana. El dato trágico es que hay un registro de más de un cuarto de millón de heroinómanos, que es uno de los motivos por los que la Seguridad Social está saturada.

—En ese caso —comentó sir Julian—, debe de haber algún malnacido haciéndose de oro a costa de los drogadictos.

—Algunos de los principales magnates del narcotráfico acumulan millones, mientras que los camellos jóvenes, algunos de los cuales todavía van al colegio, pueden ganar hasta cien libras al día, que es más de lo que cobra mi comandante y, cómo no, que un humilde sargento.

—Con tanto dinero volando por ahí —dijo sir Julian—, no me extrañaría que tus compañeros menos escrupulosos tuvieran la tentación de sacar tajada.

—No si las cosas se hacen como quiere el comandante Hawksby. Para él, un policía corrupto es peor que cualquier delincuente.

—Estoy de acuerdo con él —afirmó sir Julian.

—Entonces, ¿qué piensa hacer con el problema de las drogas? —preguntó Grace.

—El comisario le ha dado poderes para montar una unidad de élite cuyo único propósito será identificar a un narcotraficante en concreto y detenerlo, mientras que las brigadas de estupefacientes de cada zona se ocuparán de la cadena de suministro. La policía local tendrá que ocuparse de los camellos y de los consumidores, que a su vez cometen otros delitos como robos o atracos para costearse la adicción.

—Últimamente he defendido a uno o dos —dijo Grace—. Son criaturas patéticas y desesperadas sin más interés en la vida que conseguir la siguiente dosis. ¿Cuánto tiempo ha de pasar para que las autoridades se den cuenta de que la mayoría de las veces se trata de un problema médico y de que no deberíamos tratar de delincuentes a todos los drogadictos?

—Pero es que lo son —la interrumpió su padre—, y habría que encerrarlos, no consentirlos y protegerlos. Ya verás cuando te entren a ti en casa, Grace. Entonces lo verás de otro modo.

—Ya nos han entrado dos veces —contestó Grace.

—Seguramente habrá sido alguien que ha perdido un trabajo tras otro. Los drogadictos empiezan robándoles a sus padres —explicó William—, luego a sus amigos y después a cualquiera que se deje las ventanas abiertas. Cuando yo patrullaba, una vez detuve a un joven que tenía una docena de televisores en el piso, montones de electrodomésticos, cuadros, relojes y hasta una diadema de pedrería. Y luego están los peristas, que se sacan un buen pico. Montan supuestas casas de empeños para clientes que no tienen ninguna intención de recuperar los objetos.

—Pero vosotros podéis cerrárselas, ¿no? —quiso saber Beth.

—Y lo hacemos. Pero son como cucarachas. Aplastas una y salen otras diez o doce de los rincones. Ahora las drogas son una industria internacional, como el petróleo, la banca y el acero. Si los cárteles más grandes tuvieran que declarar los beneficios anuales, no solo estarían entre las primeras cien empresas de la bolsa, sino que el fisco podría recaudar billones de más en impuestos.

—A lo mejor ha llegado el momento de plantearse la legalización de algunas drogas —dijo Grace.

—Por encima de mi cadáver —protestó sir Julian.

—Me temo que, si no lo hacemos, habrá muchos más cadáveres.

Sir Julian se quedó sin palabras durante un momento, cosa que Marjorie aprovechó.

—Gracias a Dios que vivimos en Shoreham —dijo.

—Te aseguro, madre, que en Shoreham hay más narcotraficantes que guardias de tráfico.

—Entonces, ¿qué piensa hacer el Halcón al respecto? —exigió saber sir Julian.

—Cortarle la cabeza al monstruo que controla la mitad de los camellos de Londres.

—¿Y por qué no lo detenéis y ya está?

—¿Y de qué lo acusamos? Aparte de eso, ni siquiera sabemos qué aspecto tiene. No sabemos cómo se llama ni dónde vive. En el mundillo lo conocen como la Víbora, pero aún no hemos dado con el nido y mucho menos con…

—¿Cómo van los planes para la boda, Beth? —preguntó Marjorie, ansiosa por cambiar de tema—. ¿Habéis puesto ya la fecha?

—Por desgracia, no —contestó William.

—Sí la hemos puesto —lo corrigió Beth.

—Gracias por avisar —repuso William—. Esperemos que ese día no esté de servicio o, peor aún, en el estrado intentando que condenen a un delincuente reincidente de los que le pagan demasiado a mi padre.

—En cuyo caso, el juicio acabaría antes de mediodía —contestó sir Julian—, y los dos llegaríamos a tiempo a la boda.

—Tengo que pediros un favor —le dijo Beth a Marjorie, sin hacer caso de los dos hombres.

—Por supuesto —respondió Marjorie—. Estaremos encantados de ayudar en lo que sea.

—Como mi padre tuvo que pasar un par de años en la cárcel y como nosotros…

—Fue un error judicial que se anuló como era debido —interrumpió Grace.

—Y como nosotros no hemos encontrado un sitio donde vivir hasta hace poco —continuó Beth—, me preguntaba si podíamos casarnos en vuestra parroquia.

—Es donde nos casamos Marjorie y yo —dijo sir Julian—. No se me ocurre nada que pudiera hacerme más ilusión.

—¿Qué me dices de que Miles Faulkner acabe en prisión durante cuatro años —sugirió William— y, al mismo tiempo, echen a Booth Watson QC del Colegio de Abogados?

Sir Julian tardó en contestar.

—Tendré que pedirle un descanso al juez, ya que quizá tenga que plantearme un cambio en la declaración.

—¿Qué opinas tú, Grace? —preguntó William.

—Que ojalá yo pudiera casarme con mi pareja en mi parroquia.

3

—Enhorabuena, sargento —dijo Jackie al llegar a la barra.

Le había tocado la china y en toda la noche solo había bebido una clara: tenía que llevar al sargento recién ascendido a su casa. Ya había avisado a Beth de que no sería mucho antes de la medianoche.

—Gracias —contestó William después de acabarse la cuarta pinta.

—Tampoco es que le haya sorprendido a nadie.

—Excepto a mi padre.

—Cierra la barra, caballeros. Pidan la última ronda —anunció el propietario con firmeza, más que nada porque la mayoría de los clientes eran policías.

En realidad, lo que acostumbraba a suceder una vez se marchaban los ciudadanos de a pie era que el jefe cerraba la puerta y seguía sirviéndoles a los chicos y las chicas que iban de azul. Había al menos un pub en cada división que actuaba de ese modo, cosa que no solo aumentaba los ingresos del propietario de la licencia, sino que significaba que no temía que lo denunciaran. Aun así, Jackie pensó que era hora de que William se fuera a casa.

—Como está claro que has bebido demasiado —explicó—, el jefe ha recomendado que te lleve a casa.

—Pero es mi fiesta de celebración —protestó William—. Y voy a contarte un secreto, Jackie: nunca había estado tan borracho.

—¿Por qué no me sorprende? Más motivo para que te lleve a casa. Sería una pena que te retiraran el ascenso al día siguiente de dártelo. Aunque a lo mejor así me quedo yo con el puesto.

—Mi padre me advirtió que tuviera cuidado con las mujeres como tú —repuso William.

Ella lo había cogido del brazo y lo arrastraba a trompicones por el pub mientras los demás gritaban «Buenas noches, sargento», y lo llamaban escolano y hasta comisario, sin asomo de ironía ni sarcasmo.

—No esperes que te trate de usted y te bese el culo hasta que seas, como mínimo, inspector jefe.

—¿Sabes de dónde viene la expresión «bésame el culo»?

—No tengo ni idea, pero me da que estás a punto de contármelo.

—El duque de Vendôme, un aristócrata francés del siglo xvii , recibía a sus cortesanos incluso estando sentado en el retrete y, una vez, después de limpiarse el trasero, uno de ellos corrió a besarle una nalga y le dijo: «Oh, noble señor, tenéis el culo de un ángel».

—Por mucho que me gustaría que me devolvieran el rango de sargento —contestó Jackie—, no estoy dispuesta a ir tan lejos.

—Vale, pero no me llames Bill —dijo William al desplomarse en el asiento trasero.

Jackie salió del aparcamiento por Victoria Street y se dirigió hacia Pimlico. William cerró los ojos. Un año antes, con el agente Warwick recién incorporado al equipo, ella era sargento y estaba bien afianzada en el segundo peldaño de la escalera. Sin embargo, a resultas del fiasco de la operación Periodo Azul y el retorno del Rembrandt al Fitzmolean, se habían intercambiado los papeles. Jackie no se quejaba: se alegraba de seguir formando parte del círculo de confianza del comandante. William se puso a roncar. Cuando Jackie dobló la esquina, lo vio de inmediato.

—¡Es Tulipán! —exclamó de pronto.

Pisó el freno y eso despertó a William de golpe.

—¿Tulipán? —preguntó él tratando de enfocar la mirada.

—La primera vez que lo detuve, él todavía iba al colegio —respondió Jackie, y se bajó del coche con prisas.

William solo alcanzó a distinguir la silueta borrosa de Jackie corriendo hacia el otro lado de la calle y un callejón oscuro donde un joven negro con una bolsa de los supermercados Tesco le pasaba algo a otro hombre cuyo rostro quedaba oculto entre las sombras.

De pronto, William se despejó de golpe: la adrenalina había sustituido al alcohol. Saltó del coche y siguió a Jackie. Varios conductores hicieron sonar las bocinas a medida que él esquivaba el tráfico. El ruido avisó a Tulipán de que lo habían visto; de inmediato, salió corriendo hacia el fondo del callejón.

William adelantó a Jackie, que estaba esposando al otro hombre. No obstante, era consciente de que esa no era una noche para alcanzar a alguien de su misma edad. Los camellos casi nunca beben y solo unos cuantos se drogan, ya que saben que podría costarles el trabajo. Mucho antes de que Tulipán doblase la esquina, se montara de un salto en una Yamaha y se marchase con el rugido del motor de la motocicleta, William había aceptado que no iba a atraparlo. Se detuvo a regañadientes al final del pasaje, se apoyó en una farola, se agachó y vomitó hasta la primera papilla.

—Qué asco… —musitó un anciano que se apresuró a dejarlo atrás.

William se alegró de no llevar el uniforme. Al cabo de poco se irguió y deshizo el camino por el callejón, donde encontró a Jackie leyéndole sus derechos al detenido. Los siguió con paso inestable hasta la otra acera y consiguió abrir la puerta trasera del coche al segundo intento para que Jackie metiera al detenido en el asiento de atrás.

Se sentó delante e intentó no volver a vomitar cuando Jackie dio la vuelta y se dirigió a la comisaría más cercana. La agente conocía la ubicación de todas y cada una, igual que un taxista sabe dónde están los hoteles. Detuvo el vehículo detrás de la comisaría de Rochester Row, agarró al sospechoso y lo llevó a la zona de custodia antes de que William consiguiera bajarse del coche.

Hay detenidos que protestan a voces y sueltan una retahíla de vituperios que harían sonrojar al más pintado, mientras que otros quieren pelea y hace falta un par de agentes fornidos para tenerlos bajo control. En cambio, la mayoría agacha la cabeza con docilidad y no dice nada. William se alegró de ver que el suyo era de los de la cabeza gacha, aunque habían bastado solo unas cuantas semanas en el cuerpo para darse cuenta de que, si bien los consumidores solían avergonzarse, los camellos nunca lo hacían.

El jefe del servicio de custodia levantó la vista cuando los tres se acercaron al mostrador. Jackie le enseñó la placa y le dijo por qué había detenido al sospechoso y lo poco que había cooperado cuando le había leído sus derechos. El sargento cogió un formulario de custodia y una hoja de objetos personales de debajo del mostrador para anotar los datos del detenido antes de meterlo en una celda donde pasaría la noche. Después de escribir las palabras «dos papelinas de polvo blanco», se dirigió al detenido y le dijo:

—Muy bien, chico, empecemos por el nombre y el apellido.

El detenido mantuvo un silencio resoluto.

—Te lo pregunto otra vez: ¿cómo te llamas?

El prisionero continuó mirando desafiante al agente y siguió sin decir nada.

—Es la última vez que te lo pregunto: ¿cómo…?

—Yo sé cómo se llama —dijo William.

 

—¿Y te acuerdas de él después de tantos años? —preguntó Beth más tarde, cuando William se metía en la cama.

—Uno nunca olvida el primer caso que resuelve —contestó William—. Fui el responsable de que expulsaran a Adrian Heath del colegio privado cuando demostré que robaba chocolatinas Mars en el quiosco de la escuela. Por eso a nadie le sorprendió que me hiciera policía, aunque algunos de sus amigos no me lo han perdonado. Entonces no era el escolano, solo era un chivato.

—Lo siento mucho por él —contestó Beth, y apagó la luz de la mesita de noche.

—¿Por qué? —preguntó William—. Es evidente que ha ido de mal en peor, tal como predijo mi padre.

—No sueles ser así de sentencioso —dijo Beth—. Antes de sacar conclusiones apresuradas, me gustaría saber qué cosas le han pasado durante todos estos años, después de que perdierais el contacto.

—No creo que lo averigüe, porque lo más seguro es que Lamont me aparte del caso.

—¿Por qué iba a hacer algo así? A lo mejor tú eres la única persona con la que quiere hablar Adrian.

—No puedes permitirte establecer un vínculo personal con los detenidos —explicó William—. Es una de las reglas de oro de cualquier agente de policía.

—Eso no te impidió tener un vínculo personal con Christina Faulkner —replicó Beth, y se dio media vuelta.

William no contestó. Aún no le había contado a su prometida que Christina había vuelto a contactar con él.

—Lo siento —susurró Beth, y se volvió hacia él.

Le besó la cicatriz enrojecida que no había acabado de sanar a nivel físico ni mental.

—Si no te hubieras hecho su amigo, quizá no habríamos recuperado el Rembrandt. Y eso me recuerda que mañana por la noche tenemos una recaudación de fondos y, aunque no estás obligado a asistir, me gustaría que vinieras. Entre otras cosas, porque a las señoras más mayores les gustas bastante.

—¿Y a las más jóvenes?

—Ellas no tienen permitida la entrada —contestó Beth, y se acurrucó entre sus brazos.

Un momento después, ya se había dormido.

William estuvo despierto un buen rato, intentando no pensar en lo que había sucedido esa noche en Montecarlo. Y ahora su jefe quería que volviera a quedar con la señora Faulkner. ¿Conseguiría librarse algún día de ella? Christina había mentido sobre todo lo demás y, si algún día Beth se lo preguntara, ¿mentiría también sobre lo que había ocurrido cuando se le coló en la cama?

 

—O sea, que el sospechoso y tú fuisteis juntos a la escuela, ¿verdad, sargento? —dijo Lamont.

William acababa de darle el parte de lo ocurrido después de que Jackie y él se marcharan de la celebración la noche anterior.

—Sí, hasta la secundaria —respondió William—. Por aquel entonces, Adrian Heath era uno de mis mejores amigos. Así que supongo que usted me sacará del caso y pondrá a la agente Roycroft al mando.

—De eso nada. Este es exactamente el tipo de oportunidades que busca el Halcón. Igual conseguimos algo de ventaja si convences a tu amigo de que nos haga de soplón.

—Pero es que él y yo no podríamos haber acabado peor —le recordó William—. No olvide que lo expulsaron por mi culpa.

—De todos modos, Heath se sentirá más seguro contigo que con Jackie o, ya que estamos, con cualquier otro agente.

William no opinó.

—Quiero que vayas a la comisaría de Rochester Row ahora mismo y vuelvas a hacerte su mejor amigo. Me da igual cómo lo logres.

—Sí, señor —respondió William, aunque no estaba convencido.

—Y ya que hablamos de amigos, ¿le has contestado a la señora Faulkner?

—Todavía no, señor —admitió William.

—Pues contesta ya. Y no vuelvas aquí hasta que los tengas a los dos en la lista para enviarles felicitaciones de Navidad.

 

—¿Christina?

—¿Quién es?

—William Warwick, me llamaste el otro día.

—Pensaba que te habías olvidado de mí —repuso ella con una risa afable.

—Eso no es muy probable, teniendo en cuenta lo que pasó la última vez que nos vimos.

—Quizá deberíamos volver a vernos. Puede que tenga algo que contarte que nos interesa a los dos.

—¿Comemos en el Ritz? —propuso William esperanzado.

—Esta vez no puede ser —contestó Christina—. Antes de pedir el primer plato, ya le habrían informado a mi marido de que estaba almorzando con el joven agente que lo detuvo. Tendrá que ser en un lugar más discreto.

—¿Qué te parece el Museo de la Ciencia?

—No he ido desde que era niña, pero me parece muy buena idea. Tengo que ir a la ciudad el próximo jueves, así que ¿quedamos en la entrada principal a las once?

—No, fuera no; alguien podría reconocernos —dijo William—. Te busco donde la locomotora Rocket, de Stephenson. En la planta baja.

—Estoy ansiosa por que llegue el momento —respondió ella, y colgó.

William escribió un informe sobre la conversación con la señora Faulkner y lo dejó sobre la mesa de Lamont antes de salir de la oficina y dirigirse hacia la calle Strutton Ground. Durante el corto trayecto, preparó varias preguntas que quería hacerle a Adrian Heath, aunque no estaba convencido de que con ellas fuera a conseguir respuestas, sobre todo si debía guiarse por cómo había ido la cosa la noche anterior. Unos minutos más tarde, estaba delante de la comisaría de Rochester Row. Cuando enseñó la placa en el mostrador, el sargento no pudo ocultar la sorpresa.

—Me gustaría hablar con Adrian Heath, el detenido que trajimos anoche —pidió William.

—Todo suyo. Está en la número dos —contestó el sargento, y marcó una casilla en blanco del formulario de custodia—. Esta mañana no ha querido desayunar. Seguramente tendrá que comparecer ante el juez de paz esta tarde, así que de momento no va a ninguna parte.

—Muy bien, porque esperaba hablar con él sobre temas de inteligencia que no están relacionados con el delito por el que lo detuvimos.

—Vale, pero infórmeme luego, para que el papeleo esté en orden.

—De acuerdo —contestó William.

El sargento le dio una llave grande y le dijo:

—Todo suyo.

William cogió la llave, recorrió el pasillo y se detuvo delante de la celda número dos. Miró por la rejilla y vio a Adrian tumbado con una expresión gélida en la cara y aspecto de no haberse movido desde la noche anterior. Hizo girar la llave en la cerradura, tiró de la puerta pesada y entró en la celda. Adrian abrió los ojos, lo miró y dijo:

—Este sitio no es mucho mejor que nuestro colegio privado.

William se rio y se sentó a su lado en el colchón fino y manchado de orina. Un detenido anterior había arañado las palabras «soy inocente » en la pared, justo por encima de la cabeza de Adrian.

—Te ofrecería un té y galletas —dijo Adrian—, pero siento decir que el servicio de habitaciones deja mucho que desear.

—Veo que no has perdido el sentido del humor —repuso William.

—Ni tú las ganas de convertirte en sir Galahad. ¿Has venido a rescatarme o a encerrarme para el resto de mi vida?

—A ninguna de las dos cosas. Pero quizá pueda ayudarte, si estás dispuesto a cooperar.

—¿Qué esperas a cambio? Porque yo nunca he creído en el vínculo entre exalumnos.

—Yo tampoco —admitió William—. Pero quizá pueda ofrecerte algo que podría beneficiarnos a ambos.

—¿Vas a proporcionarme drogas para toda la vida?

—Ya sabes que no, Adrian. Pero podría pedirle al juez que no se pase contigo esta tarde, a pesar de que no es la primera vez que te subes al banquillo de los acusados.

—Eso no es gran cosa. Seguramente no me impondrá más de seis meses y hay sitios peores donde estar que refugiado en una celda con televisor, calefacción central y tres comidas al día. Por no hablar del suministro de fármacos.

—Siendo la tercera vez, es más probable que pases las Navidades en Pentonville, compartiendo celda con un asesino; y a lo mejor eso no es igual de divertido.

—Pues venga, escolano, sorpréndeme.

Sin embargo, el sorprendido fue William.

—Escolano —repitió.

—Así es como te llamó anoche mi vieja amiga la sargento Roycroft. Me pareció muchísimo mejor que Sherlock.

William intentó recuperar el mando de la conversación.

—Como es evidente que tú ya sabes a qué me he dedicado desde la última vez que nos vimos, ¿qué tal te va a ti?

Adrian contempló el techo durante un buen rato, como si su interrogador no estuviera presente. Pero William sabía que era un truco muy viejo de detenido. Estaba a punto de darse por vencido y marcharse cuando, de pronto, se abrieron las compuertas.

—Después de que me expulsasen de Somerton gracias a ti, mi viejo aprovechó sus influencias para meterme en una de las escuelas privadas de segunda clase. Allí estaban dispuestos a hacer la vista gorda siempre que yo necesitara dar unas caladas detrás de la caseta de las bicis, pero cuando me pasé al cannabis se plantaron. No les culpo, la verdad.

Hizo una pausa, pero siguió sin mirar a William, que había sacado un cuaderno y estaba tomando notas.

—Después de eso, mi padre me puso un tutor y, no sé cómo, pero me dieron plaza en una universidad lejos de casa. Dios sabe cuánto debió de pagar mi viejo por ese favorcito.

Hubo otra pausa larga.

—Por desgracia, después de que uno de los alumnos de un posgrado me diese la primera dosis de heroína, no aprobé ni el primer año. No tardé en engancharme; a partir de ahí, pasaba casi todo el día en la cama y casi toda la noche preguntándome cómo conseguir el siguiente chute. Después de una suspensión temporal, mi tutor me dijo que podía retomar el curso siempre y cuando venciese la adicción, así que mi padre me mandó a uno de esos centros de rehabilitación que están llenos de filántropos de los que quieren salvarte el alma. Si te digo la verdad, mi alma ya no merecía la pena, así que pedí el alta al cabo de una semana y no he hablado con mi padre desde entonces. Seguí en contacto con mi madre, que me mantuvo durante un par de años; pero al final se le acabó la paciencia y supongo que también el dinero, y tuve que encontrar otras maneras de conseguir fondos para sobrevivir. Intentar que tus amigos te presten dinero cuando saben que no tienes intención de devolvérselo es muy difícil.

William continuó tomando notas.

—Pero cuando conocí a Maria, ingresé de nuevo en la clínica y le puse más empeño.

—¿Maria?

—Mi novia. Lo que pasa es que ella no acabó de creerse nunca que yo fuera a desengancharme, y la noche que me pilló metiéndome una raya de coca, se convirtió en mi exnovia. Me dijo que ya se había cansado y que se volvía a casa, a Brasil. No me extraña. Haría cualquier cosa por que volviese conmigo, pero no creo que esté dispuesta a darme una tercera oportunidad.

«El primer punto débil», pensó William.

—Quizá yo podría ayudar a convencerla de que esta vez estás decidido a desengancharte.

—¿Cómo?

Adrian se mostró interesado por primera vez.

—¿Te has planteado la posibilidad de ser guardabosques en lugar de cazador furtivo?

—¿Por qué iba a querer ser un soplón? A la gente la matan por menos.

—Porque entre los dos podríamos conseguir cosas que merecerían la pena.

—Debes de estar de guasa, escolano.

—No podría hablar más en serio. Tú podrías ayudarme a meter entre rejas a los verdaderos delincuentes. A los que les venden a los críos en el patio de la escuela y echan a perder las vidas de los jóvenes. Quizá eso convencería a tu novia de que has pasado página.

A continuación, hubo otro silencio largo. William empezaba a temer que la oferta hubiera caído en saco roto, cuando, de pronto, Adrian se abrió.

—¿Qué tendría que hacer?

—Necesito averiguar cómo se llama el hombre que controla todas las operaciones de narcóticos al sur del río y dónde tiene la base de operaciones.

—Y yo necesito un millón de libras en metálico y dos billetes de ida a Brasil —contestó Adrian.

—Lo de los dos billetes tal vez sea posible —respondió William—. Ahora solo falta acordar el precio.

—Te diré cuánto espero recibir, escolano, pero antes quiero que el juez me suelte con una regañina nada más.

4

—Esta es la locomotora Rocket —dijo un hombre joven ante un pequeño grupo de alumnos de escuela que se habían reunido alrededor de la vieja locomotora de vapor—. La construyó en 1820 el famoso ingeniero ferroviario Robert Stephenson.

—¿Robert Louis Stevenson? —inquirió una voz aguda desde la primera fila.

—No —respondió el guía—. Robert Louis Stevenson era un distinguido autor de literatura infantil que escribió La isla del tesoro y era de Edimburgo, no de Northumbria.

William sonrió desde la parte de atrás mientras escuchaba una charla que había oído por primera vez veinte años antes, cuando su madre lo había llevado al museo.

—El señor Stephenson ganó el primer premio en el concurso de locomotoras que se celebró en Rainhill, Lancashire, en 1829, cuando…

William, pensativo, volvió en sí al notar una mano enguantada en el hombro. No se volvió a mirar.

—Me alegro de que hayas querido quedar, Rocket Man —dijo una voz que reconoció de inmediato—. Teniendo en cuenta las circunstancias.

—Mi jefe sigue empeñado en meter a tu marido en la cárcel —contestó William, que no quería perder el tiempo de cháchara.