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"¡Abajo las armas!" es la biografía de ficción de una mujer a quien la guerra le ha arrebatado dos maridos. Un relato naturalista de las campañas bélicas de 1859, 1864, 1866 y 1870/1871. Una implacable descripción de los horrores y odios, cuando no injusticias, que provocan los conflictos armados. Bertha von Suttner pone de relieve la angustia de las mujeres cuyos maridos e hijos perdían la vida o quedaban mutilados en el campo de batalla. Pero también cuestiona a una sociedad que considera virtudes positivas el coraje combativo y el orgullo de ser soldado; también a los Estados que periódicamente lanzan a la Humanidad a un baño de sangre bajo pretextos como la dignidad, el patriotismo o la propia defensa.
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Seitenzahl: 794
Veröffentlichungsjahr: 2014
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Bertha von Suttner
¡Abajo las armas!
Edición de Olga García
Traducción de Olga García
Introducción
Contexto histórico-cultural: la era Francisco-Josefina
De Bertha Kinsky a «Friedensbertha»
Bertha von Suttner y el Premio Nobel
«¡Abajo las armas!»
Bertha von Suttner, ¿escritora, conferenciante, aventurera, pacifista, feminista?
«¡Abajo las armas!» en España
Datos biográficos
Esta edición
Bibliografía
¡Abajo las armas!
Libro primero
Libro segundo
Libro tercero
Libro cuarto
Libro quinto
Libro sexto
Epílogo
Créditos
Bertha von Suttner publicó una vez un libro bajo el pseudónimo «Alguien», con ello no debía saberse si el libro estaba escrito por un hombre o por una mujer.
Para que su obra no fuese descalificada por haber salido de la pluma de un ser inferior.
Nadie esperaba que bajo ese pseudónimo hubiese una mujer.
Tampoco la vida, un tanto aventurera, que ella junto a su marido llevó, en la que la escritura era el medio de subsistencia, la forma de ganarse el pan, constituía una forma de vida contemplada por muchas mujeres de su época; y sólo pocas se atrevieron a seguirla.
En la muy lejana Georgia, en el país de Medea.
Lo que les sucedió a sus hijos, lo sabemos por la mitología.
Bertha von Suttner no pudo, literalmente, permitirse hijos.
Siempre tuvo que escribir su vida (y para su vida), escribir ininterrumpidamente, siempre seguir escribiendo.
¡Por suerte, ahora esa vida y esa escritura son por fin valoradas!, y no sólo la «noble humanidad» de la luchadora pacifista, algo sobre lo que, por cierto, se debería tener más conocimiento, para que cada uno pueda decidirse mejor en la vida y en la política.
ELFRIEDE JELINEK
No cabe duda de que los sesenta y ocho años de reinado del emperador Francisco José (1848-1916) fueron una época de vital trascendencia e impor tancia para el futuro europeo, una época de suntuosa plenitud precursora del ocaso, hecho que explicaría la inabarcable bibliografía que este momento ha producido a posteriori. Pero ¿acaso no es también cierto que por encima de las, a veces, áridas y pragmáticas exposiciones históricas, del cúmulo de desastres políticos, batallas, revueltas y pérdidas territoriales, etc., prevalece la imagen de una realidad vista a través de los cuadros de Wilhelm Gause, una realidad en la que el brillo de los uniformes militares y las sedas de los atuendos femeninos o el imponente urbanismo de una ciudad entre lo majestuoso y el futurismo se ven envueltos en una melodía de fondo, obra de aquel que divirtió a toda la época, Johann Strauß? (García, 2001: 68).
Si nuestra identificación instintiva de este período son estas representaciones decadentes, sería obvio preguntarse si no hay alguna motivación objetiva, no sólo para la aparición de una literatura científica al respecto de este momento histórico, sino también para la pervivencia de todo un subsistema del kitsch construido en torno a la época y sus personajes —aunque ya de por sí las trayectorias vitales de sus protagonistas tuviesen un marcado acento novelesco—. Evidentemente sí hay razones para que ya inmediatamente después de la desaparición de aquel macrosistema éste se convirtiese en objeto de evocaciones aunque sólo fuera por medio de sus aspectos más triviales y superfluos. ¿Acaso el verse reducido de la noche a la mañana a una estrechez, no sólo geográfica, no tenía como recurso inmediato el volver a sumergirse en las formas del ayer? Además, el hombre de los locos y vertiginosos años 20 y 30 tenía que buscar la forma de evasión ante aquella realidad dura. Por añadidura, los trágicos hechos subsiguientes tampoco ayudaron mucho a desbancar las imágenes del ayer.
Francisco José I, cuyos títulos apenas se pueden memorizar1, es presentado como un monarca apegado a la tradición, que sentía una cordial aversión por todo lo que supusiese modernidad, progreso o fuese liberal. Su principal objetivo, mantener un gobierno centralizado en manos austroalemanas, hasta que tuvo que ceder al Compromiso dualista con Hungría. Difícil misión la de este hombre durante sesenta y ocho años al intentar gobernar esta Babel de pueblos, o este conglomerado, sobre todo cuando para algunos se trataba simplemente de un «distinguido extranjero», como manifestó en una ocasión el conde Andrássy, o un Prochazka, para parte de los checos. La llamada «conciencia austriaca», entendida como la superación de las diferencias nacionales en una voluntad de supervivencia política que beneficie a todos los pueblos, consiguieron mantener unido un mosaico de pueblos amenazado por las corrientes nacionalistas. Viribus unitis era lema del reinado de Francisco José que quedó plasmado en el buque insignia de la flota imperial y real.
La extensión y la multiplicidad eran las marcas distintivas más importantes del Imperio Austrohúngaro y de su población. La Monarquía danubiana tenía una extensión territorial a finales de 1908, incluida Bosnia-Herzegovina, de 676.000 km2, y contaba en 1910 con alrededor de 51,4 millones de habitantes. Lo que la colocaba como la segunda gran potencia europea en cuanto a extensión geográfica y la tercera en cuanto a población (después de Rusia y Alemania). Pero si había una marca característica que diferenciara el Imperio Austrohúngaro frente a otros estados era la pluralidad nacional y lingüística (24% austroalemanes, 20% magiares, 17% checos y eslovacos, 11% croatas y serbios, 10% polacos, 8% rutenos, 6% rumanos, 2,5% eslovenos, 1,5% italianos, además de otras minorías: gitanos, armenios, griegos, etc.).
Para seguir el proceso que hizo cristalizar este estado multinacional hay que ver la confluencia de cinco historias. La de la casa de los Habsburgo, la de la Marca Austriaca (Ostmark) del Sacro Imperio Romano Germánico, la del Reino de Bohemia, la de Hungría y la de Croacia. Los aportes de cada una de ellas, la hábil política matrimonial de los Habsburgo y el azar fueron entre otras las causas de que este imperio integrara una serie de elementos humanos cada vez más diversos hasta llegar a constituir un mosaico de pueblos, un crisol de culturas y lenguas. Sin embargo, en las últimas décadas de la monarquía, esta superpotencia, estructurada en un sistema constitucional incapaz de adaptarse a los nuevos requerimientos de la situación histórica, se vio azotada por problemas económicos y turbulentos conflictos nacionalistas que hicieron cada vez más difícil la organización del imperio y su supervivencia. De ahí que, en el curso de los sesenta y ocho años de reinado de Francisco José I, el imperio contara en sus dos últimas décadas con una estabilidad más bien ilusoria.
Tras las derrotas de Magenta y Solferino, en 1859, Austria tuvo que ceder Lombardía. El movimiento de unificación italiano formó un Estado nacional, por lo que las aspiraciones del imperio multinacional de los Habsburgo tomaron un nuevo impulso.
En 1866 se produjo una guerra entre Prusia y Austria por la supremacía en la Confederación Alemana que terminó con la derrota de Austria en Königgrätz. El emperador no tuvo más remedio que aceptar la disolución de la Confederación y la nueva configuración de Alemania bajo la dirección de Prusia y sin Austria. Estos hechos provocaron un amplio reajuste interno de la política francisco-josefina; dentro de este marco de repliegue general, la gran cuestión era cómo organizar la monarquía, al menos para su supervivencia. Técnicamente, había tres posibilidades:
—una monarquía centralizada, con una constitución de signo liberal y predominio de los austroalemanes;
—una confederación de estados nacionales (solución no aceptada por los austroalemanes y húngaros);
—y la fórmula finalmente adoptada, el Ausgleich de 1867, un compromiso que no se llamó histórico porque ambas partes lo consideraban provisional, pero que llegó a ser permanente y que supuso acabar con la antigua Gesamtmonarchie.
Con la fundación de la Monarquía austrohúngara, Hungría pasó a ser un miembro de pleno derecho en una alianza dual de Estados (monarquía imperial y real) con un único emperador, y una política tanto exterior como de finanzas y un ejército común. En Austria, Francisco José era emperador, y en Hungría, un rey coronado por los húngaros. Cada una de las dos mitades del imperio tenía un Parlamento propio.
Sin embargo, con esto no se había solucionado el problema del nacionalismo. También las nacionalidades eslavas (sobre todo los checos) reclamaron la igualdad de derechos. Las crecientes diferencias nacionales agravaron la situación de la Monarquía danubiana. Además, las reivindicaciones legítimas de la clase obrera respecto a las condiciones de trabajo compatibles con la dignidad humana y las mejoras salariales clamaban por una solución.
Aunque un complicado sistema de alianzas garantizó en Europa un largo período de paz hasta la Primera Guerra Mundial, proceso en el cual Austria-Hungría se unió al Reich alemán y a Italia en una Triple Alianza, problemas de identidad y comunicación sacudían a la sociedad de la monarquía en todos los niveles: político y social, individual e internacional. En las dos últimas décadas del siglo XIX se había producido la colisión de dos concepciones del mundo y de la vida: una se fundamentaba en los valores que se resistían al cambio y que defendía la sociedad tradicional, semifeudal y conservadora, apoyada en los pilares de la iglesia, la burocracia y el ejército. Frente a ésta, la otra concepción era innovadora y pretendía encarnar los valores de la modernidad. En este enfrentamiento entre ambas concepciones estaba en juego la vigencia de una sociedad en la que primaban los valores colectivos, o su sustitución por otra en la que prevalecieran los intereses del individuo. El paso del siglo XIX al XX es una época de polaridades, un periodo que va asociado al concepto de crisis: «crisis del sujeto», concepto generalmente atribuido a Freud; crisis de los valores, relacionada con la influencia de Nietzsche; crisis de la representación; crisis de la confianza en la capacidad significativa del lenguaje, crisis de la identidad... Los ánimos en los ámbitos de la cultura y el pensamiento oscilaban entre el punto álgido y el abismo; por un lado, la confianza en el progreso, y, por otro, el determinismo del desastre. Las expresiones de entusiasmo hedonista que se pueden detectar en ciertas formas de diversión o en la exaltación de la modernidad se vieron compensadas por un sentimiento de desconcierto difuso y de inquietud que se percibe en muchas obras artísticas de este periodo2. El pesimismo cultural que Wittgenstein apuntaba como consecuencia del desmantelamiento del orden sociocultural, al haber pasado a depender cada individuo sólo de sí mismo. El Imperio se encontraba a medio camino entre la estabilidad y la fragilidad, sus habitantes tenían la sensación de vivir en un mundo seguro (Stefan Zweig), pues desde la década de los sesenta se había disfrutado de un larguísimo período de paz desconocido hasta entonces. Pero el relativo bienestar y sosiego escondía un hervidero de inquietudes, dado que seguían sin resolverse una amplia serie de problemas sociales y políticos.
La burguesía que había asumido el poder a mediados del siglo XIX era también el alma de la cultura entre 1860 y 1879, pero cuando se inició el lento declive político que señala el ocaso de la época liberal, ésta se encontró de pronto en un estado de verdadera impotencia psicológica y abandonó la esfera política.
La capital de aquel inmenso imperio que se desmoronaba, Viena, había experimentado importantes cambios tanto sociales como económicos en los últimos dos decenios del siglo XIX, convertida en el destino ansiado de un amplio sector de la población de toda la Monarquía, había doblado con creces su población entre 1870 y 1900, llegó alcanzar casi los dos millones de habitantes (más que hoy en día); era una ciudad multinacional y cosmopolita en la que aquellos temores de desintegración social y política demostraron ser un buen caldo de cultivo del que surgieron grandes innovadores intelectuales en campos como la música, la filosofía, la economía, la arquitectura, la medicina, la literatura y las artes figurativas. El horizonte danubiano y, sobre todo, las riberas de un río que no es azul, como pretende el seductor vals de Strauß, ni dorado, «a szöke Duna» como dicen los húngaros, siempre fue atracadero de inmigrantes. La Viena de 1900 concentró a la elite intelectual de la Monarquía. En 1910, Viena era la segunda ciudad de Europa con el mayor número de checos (más de 250.000). Por tanto, no es de extrañar la antigua máxima que dice que todo auténtico vienés es un bohemio.
El fenómeno cultural y artístico, sorprendente y complejo, conocido como el Fin de Siglo vienés ha sido reconocido universalmente y estudiado por importantes especialistas: Schorske, Johnston, Kann, Timms, Haller, Fetjö, Cacciari, Bouveresse, Janik, Toulmin, McGrath, Stromberg, Nyíri, etc. La Viena finisecular congregó a un número inusitado de genios radicales e innovadores de todos los ámbitos del saber y del arte. Movimientos sociales y políticos tan opuestos como el antisemitismo, por un lado, y el sionismo, por otro, tuvieron su origen en la capital, en ella también surgieron algunos de los elementos centrales del pensamiento social católico moderno, así como la adaptación del pensamiento de Marx, conocida como el austromarxismo. Fue asimismo el centro de la medicina mundial. Esta segunda Babel supo acoger a los moravos Sigmund Freud y Adolf Loos; al checo Eduard Hauslick; al fundador del neopositivismo, el eslovaco Ernst Mach; al bohemio Gustav Mahler, al húngaro Franz Lehár, al también compositor procedente de Dalmacia, Franz von Suppé; al fustigador bohemio Karl Kraus, que propinó una bofetada al húngaro Felix Salten, más conocido entonces por su novela pornográfica sobre una prostituta ninfómana que por el tierno cervatillo Bambi. Procedente de la costa meridional, Franz Karl Ginzkey llegó llevando en su equipaje relatos autobiográficos de su Pula natal; también de Istria, Paula von Prepadovic, nieta del poeta patriótico Petar von Prepadovic, sería la autora, décadas más tarde, del himno de la República de Austria Land der Berge, Land am Strome; así como un largo etcétera. Tal como aludía Robert Musil en el capítulo «Cacania» de El hombre sin atributos (1931): «aunque muchas cosas parezcan indicar lo contrario [...] era tal vez un país de genios, y ésta fue probablemente la causa de su ruina»3.
El potencial de tensiones intelectuales convirtieron también a Viena en el destino ansiado de los emigrantes del Este. Jóvenes inquietos que, surgidos de la tradición bibliófila judía oriental, encontraron una vía de salida a la discriminación y el enclaustramiento de los guetos. Las estadísticas oficiales reseñaban un porcentaje de población judía del 12% en 1890. Los galicianos Karl Emil Franzos y Joseph Roth son buena muestra de aquellos judíos orientales que intentaron abrirse camino en la multicultural capital. También el sefardí Elias Canetti llegó a Viena a los dieciocho años y eligió el alemán como lengua de su escritura. Las estadísticas muestran que a principios del siglo XX sólo el 47% de los vieneses habían nacido en la capital.
Éste era el carácter de Viena, Commonwealth cultural (Dugast, 2003: 79), algo más que una ciudad o la capital de una superpotencia, más bien el símbolo de una manera de vivir. El escenario de un periodo transitorio y ambivalente en el que se depositaron las semillas que, años más tarde, produjeron las catástrofes del siglo XX.
Carl E. Schorske afirma que en el área de la cultura liberal de la segunda mitad del siglo XIX se pueden distinguir dos categorías de valores: por un lado, la moral científica, y, por otro, la del orden estético. La oscilación entre ambas marcó el camino intelectual de la burguesía tras el derrumbe del liberalismo y sintetiza también la tentativa de rescatar el Yo que, como había intuido y teorizado Ernst Mach en 1885, se consideraba «insalvable».
Tras haber perdido la Monarquía austrohúngara su hegemonía en Centroeuropa, después de la derrota frente a Prusia, vivió Europa un largo periodo de paz, aunque la Monarquía tuviese que hacer frente a las tendencias centrífugas que aparecieron en su seno. A comienzos del siglo XX, la convicción de una mujer en los ideales pacifistas la llevó a afirmar que éstos se antepondrían a los nacionalismos. La Historia no le dio la razón, la sangre inundó los Balcanes4 y el detonante serbio hizo estallar la «última» guerra de ilusiones(Krieg der Illusionen)5: se trataba de dar un escarmiento a los impetuosos serbios y volver a casa para pasar las Navidades. Sin embargo, los soldados tuvieron que aguardar a otras Navidades, a las de 1918; y en los cinco años bélicos, la ilusión de fortalecer la Monarquía por medio de la unión de sus habitantes contra el enemigo; la ilusión de tomar parte en batallas heroicas; incluso, si se daba el caso, la ilusión de morir como un héroe se había derrumbado. Igual que se derrumbó la monarquía.
Bertha Sophie Felicita, condesa Kinsky von Chinitz und Tettau, nació en el palacio Kinsky, en la plaza de la Ciudad Vieja de Praga el 9 de junio de 1843. Su padre, Franz Joseph Kinsky, mariscal de campo y chambelán del joven emperador Francisco José, murió con setenta y cinco años, meses antes de que naciera su hija. Su madre, Sophie von Körner, era hija del poeta patriótico alemán Karl Theodor Körner (1791-1813), autor de Leyer und Schwerdt(La lira y la espada). Descendía, pues, Bertha Kinsky de una familia de la más rancia aristocracia austriaca, teniendo en cuenta que en aquella época no se consideraba como tal a quienes no reuniesen dieciséis escudos en su blasón. No obstante, la alta sociedad nunca la aceptó. Su madre era de origen burgués, y tras la muerte de su marido la familia de éste la rechazó.
Nacida huérfana, pasó su infancia en Brno. Tuvo por tutor al conde Friedrich Fürstenberg, amigo de la familia y compañero de regimiento de su padre. Desde los doce años, la influencia de su prima Elvira fue decisiva en la joven Bertha, quien apenas tuvo contacto con su hermano Arthur, retirado prematuramente de la profesión militar debido a una dolencia pulmonar que le llevó a recluirse en la costa dálmata (Spoleto), dedicado al cultivo de flores y sin más compañía que un sinfín de gatos. La condesa fue educada en el privilegiado ambiente de la aristocracia por su tutor y por dos institutrices, una francesa y otra inglesa, con el fin de que dominase a la perfección ambos idiomas. Igual que su prima, estudió canto con el maestro Beranini, y posteriormente lo hizo con Anna Falconi en Viena. Sin embargo, Bertha Kinsky no estaba llamada a ser una soprano. Elvira, poetisa de gran sensibilidad, cuyos poemas interesaron a Victor Hugo, Grillparzer, Lamartine y Marie von Ebner-Eschenbach, abrió en ella el interés por los acontecimientos políticos y los movimientos sociales e intelectuales de la época7.
Entre 1856 y 1873 madre e hija viven primero en Viena y posteriormente en Klosterneuburg, intercalando periódicas estancias en París, Venecia, Bad Homburg, Baden-Baden y Wiesbaden. En los casinos de estas últimas ciudades, la madre y su hermana Lotte albergaban la esperanza de amasar una gran fortuna; sin embargo, perdió el patrimonio de su hija en la ruleta, era el verano de 1859. En aquel mismo verano, Austria perdió Lombardía, tras las sangrientas batallas de Magenta y Solferino. Bertha leyó en los periódicos los dramáticos hechos y más adelante, también, el libro que sobre ellos escribió un suizo, desconocido hasta entonces para ella; se trataba de Henri Dunant8, y los periódicos hablaban de él con el sobrenombre de «El samaritano de la paz», «El hombre vestido de blanco».
Cuando Bertha contaba diecisiete años, su madre le buscó un marido que le ofreciese la fortuna necesaria, aunque ésta no estaba dispuesta a venderse a un hombre rico. Tres fueron los compromisos matrimoniales que no terminaron en boda: con el barón Gustav von Heine-Geldern9 (treinta y cuatro años mayor que ella, millonario y propietario del Fremdenblatt en Viena), con un estafador australiano de nombre desconocido, y con el príncipe Adolf zu Sayn-Wittgenstein-Hohenstein (la oveja negra de la familia; en una travesía a América le sorprendió la muerte).
En el verano de 1864 conoció en Bad Homburg a Ekaterina Dadiani, princesa de Mingrelia10; la por entonces viuda de un príncipe de Georgia influyó decisivamente en la trayectoria vital de Bertha. Los años siguientes estuvieron marcados por los viajes y la vida placentera en los salones de las cortes y los palacios de media Europa. Pero su madre había agotado los pocos recursos que le quedaban y decidió retirarse y vivir en Graz. El príncipe Adolf zu Sayn-Wittgenstein-Hohenstein había muerto en circunstancias poco claras y Bertha decidió emprender una nueva vida valiéndose de sí misma; se fue a Viena, en vez de retirarse a Graz con su madre.
A finales del siglo XIX, una mujer que quisiese trabajar y mantenerse a sí misma tenía pocos caminos para elegir. Podía convertirse en dama de compañía de alguna señora mayor que viviese sola y necesitase los cuidados de otra persona. También podía emplearse como institutriz, si es que se estaba preparada para ello. Bertha Kinsky dominaba a la perfección el inglés y el francés, hablaba italiano y poseía una sólida cultura, pues a lo largo de los años había ampliado el ámbito de su pensamiento con la lectura de filósofos, poetas y escritores.
Segura de sí misma, empezó a trabajar en 1873 como institutriz de las cuatro hijas del barón Karl Gundaccar von Suttner. Tres años trabajó Bertha Kinsky con la familia Suttner en Viena y Harmannsdorf (Baja Austria), hasta que un día la baronesa descubrió el amor que unía a la institutriz y a su hijo Arthur. El romance secreto no podía continuar, Arthur era siete años más joven que Bertha. La propia baronesa le mostró un anuncio aparecido en la prensa: un acaudalado caballero buscaba una secretaria personal. Sus exigencias eran muchas. Además de secretaria, la elegida debería hacerse cargo de la administración de la casa. Bertha solicitó el puesto y fue contratada inmediatamente. En el otoño de 1875 se trasladó a París. En su residencia parisina de la avenida Malakoff, la esperaba un hombre solitario y melancólico, un misántropo que se había hecho millonario gracias al invento de la dinamita: Alfred Nobel. El solitario más rico del mundo había encontrado, al fin, un ser en quien confiar y junto al que se sentía tranquilo y feliz. Pero, en la primavera de 1876, Bertha abandonó París para casarse en secreto con Arthur von Suttner en Viena. A pesar del breve espacio de tiempo que ésta trabajó para Nobel, les unió una profunda amistad que se prolongaría durante veinte años.
Caricatura de Arthur von Suttner: la miope y regordeta Bertha («Boulotte») intenta descifrar el cartel de una ópera.
Arthur Gundaccar no había terminado sus estudios. Tenía veinticinco años, y Bertha, treinta y tres. Carecían de fortuna y no podían esperar apoyo de los Suttner, por cuanto sobradamente sabían la oposición intransigente de los padres de Arthur. Bertha reparó, entonces, en que la princesa de Mingrelia la había invitado en numerosas ocasiones para que fuese a visitarla a Tiflis. Tras la boda, se trasladaron a Georgia. El viaje, que tenía todos los visos de una fuga, les pareció a los recién casados la mejor solución dadas las circunstancias que los rodeaban.
Durante los casi diez años que el matrimonio permaneció en el Cáucaso, la princesa Ekaterina Alexandrovna Dadiani fue durante buena parte de ellos la benefactora de los Suttner. Una casita de huéspedes, junto al palacio, fue su primer hogar. Para atender a las necesidades más perentorias darían clases, traducirían libros o realizarían otros trabajos. Ambos estaban decididos a no regresar. Acabado el verano, por mediación de un amigo de Arthur, consiguieron una villa de dos plantas en Kutaisi. Debido a los abrumadores problemas financieros, Bertha se vio obligada a dar clases de piano y canto, y Arthur, de literatura; asimismo, él colaboraba como crítico literario en algunos periódicos. La penuria económica fue la sombra constante de su felicidad durante muchos años. No obstante, ambos se esforzaron para seguir estudiando. Bertha leyó en aquellos años a Buckle, Haeckel, Spencer y Darwin. El origen de las especies de Darwin y su teoría de la evolución influyeron decisivamente en su pensamiento. Lo sorprendente es que durante aquellos casi diez años, la literatura contemporánea del Cáucaso y de Rusia parece que no tuvo ninguna influencia en ella, porque en ninguna de sus publicaciones se menciona, a excepción de la obra de Iván Turguénev a la que hace alusión en un artículo sobre la lengua rusa. Leyó a León Tolstói, ya entonces famoso, y estableció correspondencia con él, al regresar de Georgia, concretamente en 1888.
Vivían en Kutaisi cuando llegaron las primeras noticias de las masacres ocurridas en Bulgaria, Albania y Bosnia. Media población huyó por temor a los turcos. Bertha y Arthur recibían cartas de amigos y parientes que les pedían que abandonaran el lugar. Pero el matrimonio no tenía a donde ir, y tampoco quería marcharse. El 24 de abril de 1877, cuando estalló la guerra entre Rusia y Turquía, Bertha y Arthur ofrecieron al gobernador su colaboración para cuidar heridos. Aceptada su oferta, partieron inmediatamente hacia un hospital de campaña. Bertha von Suttner conoció así, de cerca, los horrores de la guerra y Arthur empezó a enviar artículos sobre aquella tragedia a los periódicos de Austria. Acabada la contienda, continuó enviando artículos a los periódicos de Viena. A partir de entonces, escribía sobre aquellas gentes y sus costumbres. Recibía a cambio algún dinero, muy poco, pero era suficiente para unirlo al que le proporcionaban a Bertha las clases de piano y el pequeño sueldo que ganaba Arthur por llevar la correspondencia de una casa exportadora, y así salir adelante.
La guerra con sus secuelas y horrores fue siempre un tema presente para Bertha von Suttner. Aceptaba la guerra como un hecho real —desde muy pequeña le acompañaba el recuerdo de una guerra u otra—, pero se negaba a comprenderla y más aún a considerarla como un hecho inevitable. Acuciada tanto por la necesidad como por el deseo de ayudar a su marido en el penoso esfuerzo de lograr los ingresos precisos para vivir, Bertha, sin decírselo a Arthur, escribió un artículo, que tituló «Fächer und Schürze» (Abanicos y delantales) y lo envió al periódico Die Presse. Es indudable que, para un escritor novel, el que le aprueben o rechacen su primer escrito tiene una importancia extraordinaria. En este caso, concurrieron una serie de circunstancias singulares para que le publicaran el trabajo que había enviado. En primer lugar, influyó el pseudónimo empleado de B. Oulot11, que llamó la atención al director del periódico por su sonoridad. En segundo lugar, que dicho director fuese aficionado a la filatelia y agradeciese a aquel desconocido los sellos que llevaba el sobre, hasta el punto de leer el trabajo y, una vez leído, lo aceptara y pasara nota para que remitiesen a Kutaisi unos honorarios decentes.
A partir de entonces, Bertha y Arthur trabajaron juntos. Escribieron los dos en periódicos y revistas de Austria, Suiza y Alemania12; no tardaron en convertir sus artículos en novelas. Arthur escribió varias obras sobre su entorno, entre ellas Daredjan. Mingrelisches Sittenbild (Daredjan. Cuadro de costumbres de Mingrelia) y Kinder des Kaukasus (Los niños del Cáucaso). Bertha, para seguir ganando algún dinero, escribió una serie de novelas por entregas para periódicos austriacos y poco a poco fue adquiriendo fama. Desde muy temprano se puso de manifiesto que el éxito literario de Arthur iría por detrás del de su mujer; ella escribía de forma más viva, aguda y con más gracia; en 1901, Arthur abandonó la escritura13. Mientras él, en sus artículos, se limitaba al entorno en el que vivía, e incluso compuso varios valses con el tema Georgia; en ella el entorno inmediato se redujo a un par de textos: Kaukasische Frauen(Mujeres caucásicas) y Migrelische Erinnerungen(Recuerdos de Migrelia). Una explicación para la escasa presencia de temas georgianos, la encuentra su biógrafa, Brigitte Hamann, en la situación de la mujer en aquellas latitudes, donde su papel se reducía a cuidar de la casa y de los hijos, y por supuesto no a escribir libros. Hamann intuye el aislamiento en el que debió vivir Bertha, dado que sus únicos contactos sociales se reducían a algunas familias occidentales a las que instruía en música e idiomas. Debían ser muchas las horas que pasaba en casa, dedicada a su trabajo y a su marido, mientras que Arthur, como hombre, tenía mejores oportunidades de establecer contactos con la población georgiana, y no sólo por su actividad fuera de casa (Hamann, 2009: 73). Aparte de la familia principesca, los Suttner únicamente establecieron amistades con escritores y científicos extranjeros: el antropólogo Friedrich von Bayern de Transilvania o el belga Jean Moutier, que en 1886 publicó el libro L’art du Caucase y cuyas ilustraciones fueron realizadas en gran parte por Arthur. Aparte de sus aristocráticos amigos, Bertha no tuvo más contacto con los habitantes del país que las doncellas y sirvientas que tuvieron en su casa, en las pocas temporadas que pudieron permitírselo.
Bertha von Suttner en Georgia.
En el verano de 1878, al final de la guerra ruso-turca, el matrimonio se reunió con la familia principesca y sus amigos en Gordi; para el teatro de la ciudad, Bertha escribió una obra de un único acto, L’Éducation de Rosette. En la comedia, la propia pareja, parte de la familia y de los invitados hicieron de actores. Los meses de invierno los pasaron en Zugdidi, donde la princesa Dadiani tenía su residencia invernal, y una vez más gracias a ella los Suttner encontraron trabajo, ella dando clases de alemán a sus nietas y él inspeccionando las obras del nuevo palacio que había mandado construir su yerno. Así siguieron subsistiendo y sin ningún proyecto de tener descendencia: «Porque una multitud de niños hambrientos exige cuidado y quizá nos hubiera arruinado el buen humor, que en nuestro dueto vital nunca nos abandonó»14.
El siguiente destino de la pareja nómada a través de Georgia fue su capital, Tiflis, que contaba a finales del siglo XIX con 200.000 habitantes de las más diversas nacionalidades, también una colonia de unos 2.000 alemanes. Unas 300 fábricas estaban emplazadas en la ciudad y las más de 4.000 empresas mercantiles hacían de la capital un centro económico importante. Diez institutos de bachillerato, una escuela de formación profesional, dos seminarios eclesiásticos, una escuela militar y otras veinte instituciones de enseñanza completaban el panorama educativo. Setenta y seis iglesias de diferentes confesiones, dos mezquitas, dos museos, una biblioteca; treinta periódicos en georgiano, ruso, francés, armenio e incluso uno en alemán15 indicaban que en la ciudad se dejaba sentir la influencia occidental (Enichlmair, 2001: 88-89). Allí volvió a trabajar Bertha dando clases de música y Arthur encontró una colocación en el comercio de un fabricante francés de alfombras y en la empresa de un constructor. A pesar de todos sus esfuerzos, su situación financiera siempre fue precaria.
El matrimonio Suttner procuró entablar contactos epistolares con escritores de la Europa occidental y en algunos casos se produjo una dilatada correspondencia, como con Friedrich Bodenstedt, quien también vivió algunos años en el Caúcaso, o con Robert Hamerling y Conrad Ferdinand Meyer. El contenido de aquellas cartas era expresar la admiración que la pareja sentía por la obra de los diferentes autores, pero sin duda también aquellas cartas respondían al deseo de mantener contactos intelectuales que les permitieran salir del aislamiento en el que vivían; y, además, lograr contactos para publicar sus artículos. En este sentido, eran especialmente importantes aquellos escritores que a la vez eran redactores, como Leopold von Sacher-Masoch, Balduin Groller y Michael Georg Conrad. El principal problema literario con el que se enfrentaba Bertha era que los manuscritos que enviaba desde Georgia a editoriales, periódicos o revistas europeos eran poco convencionales y demasiado liberales para aquella época. Muchas de las cartas de Arthur a revistas austriacas y alemanas eran, sin embargo, más bien una petición. Por ejemplo, en una carta de 1883 dirigida a Leopold von Sacher-Masoch, en aquel momento editor de la revista Auf der Höhe en Leipzig, le pedía que publicase su Daredjan sin recibir ningún tipo de remuneración; otra revista, Die Neue Freie Presse, había rechazado el texto sustancialmente por las numerosas y generosas escenas eróticas que éste incluía16.
En 1882, ambos se hacen miembros de la Deutsche Schriftstellerverband (Asociación Alemana de Escritores), con sede en Berlín17. Es muy posible que los planes de abandonar el Cáucaso ya empezaran a desempeñar un papel y quisieran empezar a hacerse un nombre en la literatura. En el verano de ese mismo año moría la princesa Dadiani, hecho que supuso la pérdida de una amiga, pero también una importante «mecenas». Se sabe que los planes de Arthur de convertirse en cónsul austriaco en Tiflis fracasaron, el plan de exportar maderas también, al igual que el gran proyecto de traducir al francés y al alemán el poema épico nacional georgiano El caballero en la piel de tigre del poeta Sota Rustaweli.
Bertha, tras haber aclarado con su editor su verdadera personalidad, le envió un libro que llevaba escribiendo desde 1879 y que se publicó en 1883: Inventarium einer Seele (Inventario del alma). La obra fue un éxito de crítica y de público, y el nacimiento de la escritora Bertha von Suttner. En ella habla sobre la naturaleza y la vida, sobre ciencia y política. Es el esbozo de su futuro pensamiento pacifista y el germen de todas sus obras posteriores; está inspirada en las lecturas de Henry Thomas Buckle, Ausguste Compte, Ch. R. Darwin, Ernst Haeckel, Herbert Spencer y William Whewell. Se declara convencida de la mejora progresiva de la humanidad y de que ésta rechazará las guerras. En 1884, falleció su madre y le dedicó su novela Ein Manuskript(Un manuscrito). A esta obra siguieron otras como High Life18 (1886), novela en la que se refleja la vida de la aristocracia austriaca, que la autora tan bien conocía, pero incluyendo un sutil elemento crítico. En 1886, el matrimonio, tras casi diez años de «Flitterjahre» (viaje de novios) en Georgia, regresó a Austria; Bertha tenía cuarenta y dos años, y Arthur, treinta y cinco. Habían escrito varios libros y se habían hecho un nombre en el panorama literario, pero en los círculos intelectuales georgianos la baronesa no dejó ninguna huella. Los georgianos descubrieron que había vivido años en el Cáucaso, sólo cuando ya se había hecho famosa en todo el mundo a causa del Premio Nobel.
A su regreso, la pareja vivió en la casa de los Suttner en Harmannsdorf (Baja Austria) junto a los padres de Arthur y las dos hermanas solteras. A pesar de que Bertha en sus Memorias describe la vida familiar en Harmannsdorf con tintes idílicos, en realidad no debía ser así, tal como se deduce de las cartas dirigidas a amigos en aquella época. En el marco de la vida hogareña había constantes disputas en torno a la falta de recursos económicos (la pudiente situación de los años en los que Bertha había trabajado de institutriz para la familia había desaparecido), las discusiones sobre temas relativos a la fe eran constantes. La autora se queja de la devoción feudal de sus suegros, de su inmovilismo y de su postura frente a la guerra y la paz. Para una convencida liberal de convicción anticlerical era difícil soportar el ambiente católico y ultraconservador en el que ella y su marido vivían. Tras un año de su regreso, Arthur sometió al consejo de un amigo la posibilidad de obtener la nacionalidad suiza, la pareja tenía la intención de emigrar. También este proyecto fracasó.
Bertha volvió a recurrir a la escritura como sustento que les permitiera vivir. Fue entonces cuando empezó a dar a sus obras un marcado sentido filosófico y moral. Proclamar la fraternidad entre los seres humanos, luchar contra la guerra y estudiar los medios para alcanzar la paz entre los pueblos y ayudar a la propagación de la cultura, absorbió todas sus energías y las de su esposo; aunque éste siguió escribiendo, a partir de entonces gran parte de su trabajo lo dedicó a ayudar a Bertha en la labor que se había propuesto.
Bertha von Suttner junto a los más destacados pacifistas de la época. Aquí, sentada en la segunda fila junto a Frédéric Passy (de barba blanca).
Los honorarios recibidos por una novela permitieron a la pareja pasar el invierno de 1886/1887 en París. Allí volvieron a encontrarse con Alfred Nobel y en casa del poeta Alphonse Daudet entraron en contacto con el movimiento pacifista, supieron de la existencia de la International Arbitration and Peace Association fundada por Hodgson Pratt en 1880 y cuya sede estaba en Londres.
Su primer libro con un sentido marcadamente social y en el que apuntaba ya su postura frente a las guerras, incluido un capítulo sobre la Association londinense, fue Das Maschinenzeitalter(La era de las máquinas) de 188819 que firmó con el pseudónimo de «Alguien»20. Lo hizo así porque había recogido en múltiples ocasiones a lo largo de su vida la respuesta: «¡La guerra no es tema para mujeres!», o bien: «Ustedes, las mujeres, no conocen a fondo estos problemas» (Suttner, 1909: 179). El libro, un ejemplo de literatura utópica, se componía de nueve ensayos en los que se describía un futuro ideal en el que los hombres habían alcanzado una considerable evolución. Los diferentes capítulos llevan títulos como «Las naciones», «La educación juvenil», «Las formas de estado», «Las mujeres», «Sociología», «Política», «Las religiones». Sorprendentemente, falta un capítulo que haga mención al propio título, nada que haga referencia a las formas de producción, a las fábricas, a los trabajadores o a las promesas marxistas. El proletariado del comienzo de la era de las máquinas era para la autora un horizonte desconocido. No obstante, esta visión futurista encierra una relación crítica sobre el presente y sus posibles alternativas.
La obra tuvo gran éxito y se adjudicó al ensayista Max Nordau. Bertha, en una reunión en la que estaba presente Nordau, al negarse éste a aceptar la paternidad de La era de las máquinas, la reclamó para sí. No faltaron quienes siguieron recomendando a la autora que «ese no era un libro propio de una dama»21.
Cuando, en 1862, Henri Dunant conmovió con su libro Un recuerdo de Solferino, libro que llegó a tener repercusión mundial, nadie podía pensar que otra obra sobre la guerra pudiera sacudir la conciencia como lo había hecho aquella. Veintiocho años más tarde, ¡Abajo las armas! fue pronto traducida a casi todas las lenguas europeas y se convirtió en uno de los mayores éxitos internacionales del siglo XIX.
Bertha von Suttner, como Dunant, había presenciado los efectos devastadores de las guerras. En 1877/1878 durante la guerra ruso-turca, acudió junto a su marido a los campos de batalla para cuidar a los heridos. Aquella tragedia debió influir hondamente en Bertha, ya que provocó en ella una reacción parecida a la de Dunant, aunque se manifestase años después de los hechos. Aplicando la teoría de la evolución de las especies de Darwin a los pueblos, la autora soñaba con una progresiva mejora de las relaciones entre ellos, mejora que llevaría consigo la desaparición de las guerras. Ya desde que empezó a escribir lo hizo dando a sus obras un contenido moral que debía ayudar al entendimiento, puesto que presentaba al desnudo los males que aquejaban a la sociedad.
Esta diferencia entre Un recuerdo de Solferino y la obra escrita por Bertha von Suttner fue lo que hizo que un libro sobre la guerra escrito veintiocho años después que el de Dunant se hiciese tan famoso como aquél y sacudiese la opinión mundial con más fuerza aún que el primero.
Puede decirse que a lo largo de la vida de Bertha von Suttner, desde los primeros recuerdos de infancia, el espectro de la guerra la había acompañado siempre. Había nacido, educado y vivido en el ambiente aristocrático y militar de la Austria que, tras haber sido la primera potencia de la Confederación Germánica, comenzó a desgajarse por las luchas internas y las guerras mantenidas para no perder su hegemonía en la política.
Cuando tenía cinco años se produjo la sublevación de los checos en contra del poder central. Y aquel mismo año Austria se anexionaba Lombardía. Vivió los días amargos de la guerra con Francia e Italia, cuando el ejército austriaco fue derrotado en Magenta y Solferino en 1859. En 1864, cuando tenía veintiún años, sobrevino la guerra de Prusia y Austria en contra de Dinamarca, para dos años después seguir la de Prusia e Italia en contra de Austria. En el año 1870 estalló la guerra franco-prusiana. Bertha y su madre visitaban aquella primavera París, pero abandonaron la capital francesa antes de que estallase el conflicto. Años después, cuando vivía en Kutaisi con su marido, estalló la guerra entre Rusia y Turquía, guerra de la que fue testigo presencial. Aquellas experiencias le sirvieron para describir las escenas que luego reflejaría en sus novelas.
Así nació el libro en el que Bertha von Suttner volcó todo su empeño a favor de la vida y de la paz. Realismo, drama y ficción, unidos a un grito desgarrador, ese grito con el que expresaba todo el amor que sentía por la humanidad, dieron a sus páginas una fuerza que ella misma no había advertido. Ella, que desde sus primeros escritos había marcado con tintes moralistas sus obras con la intención de ayudar a mejorar las condiciones de vida del género humano y hacer posible el entendimiento entre los pueblos, volcó toda su fuerza creadora en una obra que alertase a los hombres en contra de la guerra.
Sólo hay una forma honrada de proteger de la persecución a los perseguidos, y es ponerse de su lado22 (Bertha von Suttner).
El matrimonio Suttner también emprendió una lucha contra el antisemitismo, que se mostraba cada vez más agresivo. El fundador del sionismo Theodor Herzl era amigo de la familia Suttner y Arthur había publicado en el periódico de éste, Die Welt, algunas reflexiones sobre el movimiento sionista. En 1891, Arthur, el conde Hoyos, el barón Leitenberger y el profesor Nothnagel fundaron la Verein zur Abwehr des Antisemitismus (Asociación para Combatir el Antisemitismo), eran miembros destacados: el escritor Ludwig Ganghofer, el compositor Johann Strauß (hijo), el arquitecto Carl von Hasenauer, el escritor Peter Rosegger y el psiquiatra Richard von Krafft-Ebing. Desde entonces, la pareja se tuvo que enfrentar a la oposición virulenta de los nacionalistas, el clero y los antisemitas. Aunque Theodor Herzl se mostraba escéptico ante la Asociación, él sólo veía en el socialismo una posibilidad para combatir el antisemitismo.
¡Abajo las armas! le dio a su autora fama mundial y la convirtió en líder del movimiento pacifista. Aunque, como indicó Alfred Hermann Friedl23, su estrecho colaborador durante años, con motivo de su sesenta cumpleaños, Bertha no era aún una pacifista cuando escribió el libro, fue su propia obra la que la hizo pacifista. Tal como ella misma decía, sintió de repente una vocación (Hamann, 2009: 149): «[...] muchos creían que había escrito la novela a causa de mi compromiso. Pero la verdad era casi lo contrario: la novela fue la causa de mi compromiso»24. Tras la publicación del libro y el éxito que éste tuvo, se vio obligada a realizar entrevistas, viajes, a mantener una amplia correspondencia con los más prestigiosos hombres de los movimientos pacifistas e intelectuales de la época, y entró en el gran engranaje de una gigantesca maquinaria de la que ya no volvería a salir. «¿Soy yo realmente? No acabo de entenderlo»25.
En 1891 fundó, casi sin ayuda, la Österreichische Friedensgesellschaft (Sociedad Austriaca de la Paz), y aunque en Austria no se permitía a las mujeres dirigir asociaciones fue elegida presidenta. Entre sus socios se encontraba Alfred Nobel, quien siempre apoyó generosamente a la autora, aunque durante muchos años se mostró escéptico ante sus esfuerzos. Defendía más bien la idea de que sus fábricas podían poner fin a las guerras antes que los congresos; argumentando que el día en que dos ejércitos puedan destruirse en un segundo todas las naciones civilizadas retrocederán y retirarán sus tropas. La Sociedadcontó en poco tiempo con 8.000 socios pertenecientes a la capas elitistas de la sociedad austriaca. La Sociedad contaba con un boletín mensual de nombre Die Waffen nieder! (¡Abajo las armas!) que se editó hasta 1899. Alfred Fried había iniciado el boletín en 1891 y más adelante editó otras publicaciones de corte pacifista en Berlín y en Stuttgart; en 1899 fundó Die Friedenswarte, que aún se edita en Zúrich. En 1892, se fundó la Sociedad alemana y en 1895 la húngara.
La autora, ya conocida en todo el mundo26, creó una red de contactos en los numerosos congresos por la paz a los que asistía. Pero también se convirtió en motivo de inspiración para los caricaturistas. A finales del siglo XIX y principios del XX, el pacifismo constituía una base para la participación femenina en el ámbito público, pues estaba asociado con las así llamadas cualidades femeninas, el deseo de criar y de proteger la vida. Como resultado, el pacifismo fue por lo general caracterizado como excesivamente idealista e imposible, a la vista de los difíciles acontecimientos de la política internacional.
Su primera gran aparición pública fue en el III Congreso Mundial por la Paz celebrado en Roma en 1891, era la primera vez en la Historia que una mujer hablaba en el Capitolio, y lo hizo en italiano. Muchos fueron los congresos que siguieron a éste y también las personalidades que se sumaron a su causa: el alemán Rudolf Virchow, el suizo Elie Ducommun, el francés Frédéric Passy, el escritor Mór Jókai, los pensadores anticlericales Bartholomäus von Carneri y Josef Popper-Lynkeus, el príncipe Wrede, el diputado Clemens von Pirquet, y un etcétera en el que predominaba la aristocracia. Hacia 1894, la infatigable luchadora había depositado sus esperanzas en el nuevo zar, Nicolás II. No en vano, el zar había publicado un «manifiesto de la paz» en el que exigía el desarme y alentaba la organización de una conferencia internacional por la paz. Sin embargo, la incoherencia o la falsedad de sus intenciones quedó demostrada con su política en Finlandia y Manchuria, donde su ejército puso en práctica un brutal comportamiento. Finalmente, siguiendo la iniciativa del zar, se convocó en 1899 la I Conferencia Internacional de la Paz en La Haya con la participación de representantes de veintiséis gobiernos. Sin embargo, allí no estuvieron presentes los pacifistas, sino diplomáticos, estadistas y militares. Los debates sobre desarme y derechos de guerra apenas produjeron resultados. Bertha von Suttner, tras una estancia en Berlín, por invitación de la condesa Gurowska, e impartir varias conferencias en Niza y Cannes, viajó a La Haya como corresponsal del periódico Die Welt de Theodor Herzl, era la única mujer presente en las sesiones27. Apenas terminada la Conferencia, estalló la guerra de los bóeres; también el recrudecimiento en las campañas colonialistas italianas en Abisinia nubló algunas de las esperanzas que había despertado la Conferencia. Bertha von Suttner siguió, durante mucho tiempo, defendiendo al zar Nicolás II, lo que la alejó de muchos de sus compañeros de lucha.
También el príncipe Alberto I de Mónaco, inspirado por la tenaz pacifista, decidió comprometerse con el movimiento pacifista europeo. En Montecarlo se fundó el Institut International de la Paix en 1903. Sin embargo, la escritora nunca consiguió convencerlo de que financiase la causa.
La notre general-en-chef, como la definió Frédéric Passy (fundador de la Société Française des Amis de la Paix), no escatimó en recursos para intentar lograr seguidores de su causa. Durante años intentó convencer al «rey del vals», Johann Strauß, para que compusiese una pieza que apoyase la causa pacifista, e incluso le propuso títulos alternativos. Pero el ahínco de su esfuerzo fue vano; no así con el compositor de operetas Franz von Suppé, que escribió el coro para hombres Abajo las armas, que se estrenó en un congreso por la causa en Berna.
Su convicción en los ideales pacifistas la llevó a estar convencida de que éstos se superpondrían al problema de las nacionalidades en la Monarquía. Aunque tuvo que comprobar, por ejemplo, que el odio entre checos y austroalemanes en su patria natal era invencible, y tuvo que renunciar a la idea de fundar una asociación bohemia por la paz que reuniese a ambas nacionalidades.
Sin duda, un gran revés para la autora fue la muerte de su marido en 190228, como consecuencia de una recaída de la infección de malaria contraída en el Cáucaso; el amor que le profesaba queda patente en Es Löwos. Eine Monographie(Es Löwos. Una monografía)29, de 1894, y muy especialmente en Briefe an einen Toten(Cartas a un muerto), de 190430. No obstante, su faceta de escritora, articulista y conferenciante no se vio interrumpida tras la muerte de Arthur. En Estados Unidos cosechó sus éxitos más importantes, allí se la veía como un ídolo del movimiento feminista. La prensa americana hablaba a diario de ella desde que llegó al puerto de Nueva York. Todos querían oírla, pero ella había tomado como centro de sus actividades la ciudad de San Francisco por ser en aquella ciudad donde más habitantes de lengua alemana podía encontrar. Se la llamaba, entonces, el Hamburgo californiano. En el anfiteatro de Chautauqua, en Nueva York, pronunció un discurso en inglés sobre la paz ante miles de personas. A pesar de su avanzada edad, viajó a América en 1904 y 1912, siempre en busca de personas que financiasen la causa del movimiento pacifista. Visitó al presidente Theodore Roosevelt, Premio Nobel de la Paz en 1906 por su mediación en la guerra ruso-japonesa; y también al expresidente William Taft; encontró apoyo en el magnate de la prensa William R. Hearst y en el industrial Andrew Carnegie, que donó importantes sumas de dinero al movimiento. Tenía sesenta y nueve años y pasó siete meses en Estados Unidos, necesitaba dinero y los americanos pagaban bien sus conferencias. Pero también asistió a su primer partido de fútbol (Columbia frente a Missouri: 29-0), de lo que da cumplida cuenta en sus cartas a su durante años fiel doncella Kathi.
Coincidiendo con la fiesta nacional americana (el 4 de julio), pronunciaría una conferencia en San Francisco que tenía una doble significación por cuanto no sólo habló de la paz sino de la participación activa de la mujer en la vida ciudadana (en aquel mismo año, las mujeres habían conseguido el derecho al voto en California). Habló dirigiéndose a las mujeres, pidiéndoles su apoyo para que luchasen junto a ella contra la guerra: habló de los horrores de las guerras, de la muerte de los hijos, de la necesidad de abolir las fronteras y de crear un mundo nuevo basado en la bondad y en los más altos sentimientos humanitarios. A aquella conferencia le siguió una fiesta y, cuando la baronesa apareció, la orquesta tocó el himno imperial austriaco, lo que causó viva impresión en Bertha von Suttner, ya que resultaba un contrasentido que allí en América le rindiesen honores como si fuese embajadora de su país, cuando en Austria se la consideraba como una «pacifista antipatriota», ya que en sus campañas en pro de la paz no tenía en cuenta los hechos que condicionaban la política de la época.
El 20 de abril de 1914, un equipo de filmación danés que estaba preparando una película basada en su novela ¡Abajo las armas! grabó imágenes de Bertha mientras trabajaba en su despacho de Viena; éstas componen los primeros fotogramas de la película que ella no pudo ver, pues murió antes de su estreno31.
La estrecha amistad entre Bertha von Suttner y Alfred Nobel duró veinte años. Éste había financiado muchos de los viajes de Bertha y la había ayudado económicamente. Ella intentó en multitud de ocasiones convencer al millonario de que donase una importante suma al movimiento pacifista. Sólo una semana antes de la muerte del inventor sueco, en 1896, ella le escribía: «Y también por eso le ruego encarecidamente no nos retire nunca su apoyo; nunca, ni siquiera en la tumba, destino común para todos nosotros» (Hamann, 2009: 331). En aquel momento ella aún ignoraba el contenido del testamento de Alfred Nobel.
Si no hubiese sido por Bertha von Suttner, no existiría el Premio Nobel de la Paz, y ella era consciente de su aportación. En las primeras ediciones no se le concedió el premio32, lo que para ella supuso una gran decepción. Necesitaba dinero con urgencia, no sólo para el movimiento pacifista, sino también para ella misma.
Si Alfred Nobel llegó a compartir el ideario de Bertha von Suttner o no, es difícil de aseverar, por cuanto era hombre extremadamente reservado y especial, que obrando de acuerdo a tal creencia seguía defendiendo, no obstante, su punto de vista. Sin embargo, puede advertirse un cambio esencial de actitud y pensamiento entre esta carta dirigida a Suttner, antes de que se publicará ¡Abajo las armas! y que decía:
Mis fábricas pueden poner fin a las guerras antes que sus Congresos. El día que dos ejércitos puedan aniquilar mutuamente en un segundo todas las naciones civilizadas, es de esperar, renunciarán a la guerra y licenciarán sus tropas33.
Y esta otra escrita con motivo del comienzo del año 1893, es decir, dos años antes de redactar su testamento:
Estoy dispuesto a destinar una parte de mis bienes a un premio que se conceda cada cinco años, digamos seis veces, porque si en treinta años no ha sido posible reformar el sistema actual, habremos retrocedido inevitablemente, a la barbarie. Este premio se concedería al hombre o a la mujer que hubiese inducido a Europa a dar el primer paso hacia el ideal general de la paz. No quiero decir desarme, el cual sólo se puede conseguir muy lentamente. Tampoco quiero decir arbitraje forzoso entre las naciones. Pero tiene que ser posible alcanzar antes el objetivo si todos los países se comprometen a volverse contra el agresor. Esto impediría las guerras. Aun la nación más belicosa se vería forzada de este modo o a recurrir a un tribunal, o a estarse quieta. Si la Triple Alianza, en vez de incluir sólo a tres países, incluyera todos, la paz estaría asegurada durante siglos (Hamann, 2009: 334).
El solitario más rico del mundo sí había confiado a Bertha von Suttner en alguna ocasión su deseo de dejar la fortuna, que le había proporcionado la dinamita, tantas veces empleada para la destrucción en vez de utilizarla para el progreso, para premiar a los hombres destacados en pro de la humanidad, incluidos los literatos y aquellos que colaborasen al entendimiento entre los pueblos y en pro de la paz.
El testamento de Nobel fechado el 27 de noviembre de 1895 fijaba que la fortuna de 35 millones de coronas suecas, en valores de firme cotización, pasaría a ser el capital de la fundación que llevaría su nombre, y con las rentas de esta fortuna se concederían cinco premios cada año en las siguientes disciplinas: Física, Química, Fisiología o Medicina, Literatura, el quinto a la persona que hubiera trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz. En la definición de este último premio, Nobel incluyó una formulación particular «para aquel o aquella» (en el original francés: («à celui ou celle»), por lo que parece que la escritora y pacifista estaba implícita en la definición del premio, máxime cuando se trata de una formulación inusual en una época en la que las mujeres no desarrollaban apenas un papel en la vida pública y en la ciencia. Hasta la muerte de Nobel en 1896, Bertha von Suttner no conoció el contenido del testamento.
El primer Premio Nobel de la Paz en 1901, para sorpresa de muchos, no le fue otorgado a Bertha von Suttner. Era del único premio que se había hablado y del que se daba por seguro su candidato, por cuanto no sólo se debía a ella la posibilidad de su concesión, sino por los muchos méritos que había realizado para merecerlo.
En 1905, la noticia de la concesión del premio la sorprendió durante un ciclo de conferencias en Alemania. El 1 de diciembre recibió en Wiesbaden un telegrama procedente de Cristianía (hoy Oslo); en un principio no quiso aceptarlo, dado que debía previamente pagar un pequeño recargo. El comité noruego le comunicaba la concesión del Premio Nobel de la Paz. Durante años había esperado Suttner este reconocimiento, con el que ya no contaba. El 18 de abril de 1906, en la ceremonia de entrega del premio, dictó ante el Comité Nobel Noruego la conferencia «Die Entwicklung der Friedensbewegung» (La evolución del movimiento pacifista).
Su infatigable energía era uno de sus más repetidos atributos, pero también estaba dotada por un especial sentido de la clarividencia. A comienzos del siglo XX vaticinó que las guerras en el futuro serían totales, porque ya no habría conflagraciones entre ejércitos, sino entre naciones enteras. Cientos de miles de personas morirían, se utilizarían cañones de largo alcance, dirigibles submarinos con torpedos y minas. Objetivos estratégicos serían las fábricas y las vías férreas. Los territorios ya no serían sólo conquistados, sino también devastados. El temor inmediato lo veía Bertha en los Balcanes, tras la última adquisición territorial de la Monarquía: Bosnia-Herzegovina. El horizonte de los nacionalismos amenazantes en el interior del imperio se estaba oscureciendo cada vez más, y Conrad von Hötzendorf, jefe del Estado Mayor austriaco, había aconsejado desde 1913 la guerra preventiva contra Serbia. Las palabras de la primera mujer galardonada con el Premio Nobel de la Paz, que abogaba por una Europa unida, no las oía nadie.
El 21 de junio de 1914, falleció Bertha von Suttner, en Viena, cuando estaba haciendo los preparativos para el congreso que debía celebrarse en septiembre. Siete días más tarde se producía el asesinato del heredero al trono de Austria-Hungría y de su mujer en Sarajevo. El 1 de agosto dio comienzo la Primera Guerra Mundial. En septiembre no tuvo lugar en Viena el congreso internacional por la paz.
Fotografía de 1908.
Desde la primavera de 1887, Bertha von Suttner trabajaba en un manuscrito que, una vez terminado, nadie parecía querer publicar. Quiso editar la obra en periódicos y revistas, por entregas, para que su difusión fuese más amplia. No le preocupaba tanto el éxito como que su voz llegase al mayor número posible de lectores. Pero no tardó en sufrir los primeros desengaños. Una tras otra las redacciones de los periódicos, lo mismo en Austria que en Alemania y Suiza, le devolvieron el manuscrito; igual ocurría con las editoriales en las que ya antes había publicado. «Esto no interesa a nuestro público», «ofendería a muchos de nuestros lectores», eran los argumentos que esgrimían los editores. Nadie quería publicarlo por considerar que era una obra comprometedora, contraria al espíritu reinante y a la política imperial de la Monarquía austrohúngara. El editor Edgar Pierson, a pesar de la amistad que lo unía con los Suttner, se negó a publicar la obra una vez que la hubo leído. Para hacerlo, si es que se decidía, exigía que corrigiese muchos de sus pasajes y que se modificara el título. La autora se negó en rotundo. Sin embargo, Pierson, asumiendo para sí toda la responsabilidad por la publicación de la obra, hizo una tirada de 1.000 ejemplares a finales de 1889. A pesar de la exigua edición, ésta fue suficiente para caldear los ánimos entre los militaristas. En junio de 1890, era el editor quien proponía una segunda edición; a partir de ahí, le siguió una tirada tras otra. En el año de la concesión del Premio Nobel eran ya casi cuarenta las ediciones que ¡Abajo las armas! había conocido en alemán y la obra pronto se tradujo a más de veinte lenguas. En Rusia, por ejemplo, aunque se había autorizado una traducción, se hicieron cinco diferentes. La International Arbitration and Peace Association, al darse cuenta del enorme valor de aquella obra para su causa, realizó una edición económica y regaló miles de ejemplares en todo el mundo34. El libro llegó a convertirse en uno de los mayores éxitos internacionales del siglo XIX. El impacto político que tuvo ha sido comparado con el que alcanzó La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, aparecido en 1852, a propósito del tema de la esclavitud, paralelismo que León Tolstói ya apuntó en una carta de octubre de 1891 a la autora (Suttner, 1909: 210). Incluso en los debates parlamentarios sobre los nuevos presupuestos militares el 18 de abril de 1891 el entonces ministro austriaco de hacienda Dunajewski mencionó la obra.
La novela es la biografía de ficción de una mujer a quien la guerra le ha arrebatado dos maridos. Un relato naturalista de las campañas bélicas de 1859, 1864, 1866 y 1870/1871. Una implacable descripción de los horrores y odios, cuando no injusticias, que provocan los conflictos armados. La autora pretendió presentar un destino individual, el de la condesa Martha Althaus, en una realidad histórica; para ello hizo acopio de materiales y documentos, estudió los memoriales históricos, los periódicos, los informes de corresponsales de guerra y médicos militares. Se valió, por tanto, de material auténtico para realizar la reconstrucción de una realidad histórica, a la que añadió las experiencias de figuras de ficción. De ahí que, junto a exaltadas y líricas páginas de amor, haya capítulos estremecedores por su realismo, descripciones de batallas que sólo pueden haber sido narradas por un testigo presencial de los horrores bélicos. Bertha von Suttner pone de relieve la angustia de las mujeres cuyos maridos e hijos perdían la vida o quedaban mutilados en el campo de batalla. Pero también cuestiona a una sociedad que considera el coraje combativo y el orgullo de ser soldado, virtudes positivas; también los Estados que periódicamente lanzan a la humanidad a un baño de sangre bajo pretextos como la dignidad, el patriotismo o la propia defensa. En conjunto, es una denuncia a la ideología militarista, a la paridad heroísmo-virilidad y al apoyo que la Iglesia daba a la violencia bélica. Bertha von Suttner no escatima detalles en la descripción de escenas marcadas por el horror, el espanto y la brutalidad.
¡Abajo las armas! compone una imagen de horror y advertencia hasta sus últimas consecuencias sobre lo que la aristócrata austriaca ve y teme. Esta vez no se queda en la abstracción razonable de alguna de sus obras anteriores. Esta vez presenta la catástrofe y la presenta de forma despiadada en cuatro ocasiones, dado que documenta cuatro guerras contemporáneas que Martha Althaus, protagonista y narradora de su propia historia vital, ha vivido y padecido. ¡Abajo las armas! es un libro pacifista que contiene las guerras de 1859, 1864, 1866 y 1870/1871.
Bertha von Suttner hurga en lo horripilante y llega a torturar al lector. Le confronta con descripciones naturalistas de la más deplorable miseria, con escenas de horror acaecidas en los campos de batalla y en los hospitales de campaña. Describe el dolor de las familias de los soldados, muestra las epidemias y los brotes de peste consecuencia de la guerra. En todo ello sigue el modelo de Émile Zola, con quien la autora mantenía correspondencia; asimismo, reviven en la obra los cuadros del pintor ruso Vasili Vasilievich Vereshchagin (1842-1904), cuyas exposiciones itinerantes recorrieron las capitales europeas para mostrar la barbarie y los horrores de las guerras35
