Adiós a las armas (Traducido) - Ernest Hemigway - E-Book

Adiós a las armas (Traducido) E-Book

Ernest Hemigway

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Beschreibung

Es la historia de amor y guerra que Hemingway siempre había planeado escribir, inspirada en sus experiencias en el frente italiano en 1918, y en particular en la herida sufrida en Fossalta y en su pasión por la enfermera Agnes von Kurowsky. Los temas de la guerra, el amor y la muerte, que en muchos sentidos sustentan toda la obra de Hemingway, encuentran en esta novela un espacio y una articulación particulares. Es la propia historia la que estimula emociones y sentimientos ligados a los encantos, pero también a la extrema precariedad de la existencia, a la rebelión contra la violencia y la sangre injustamente derramada. La deserción del joven oficial americano durante la retirada de Caporetto se revela, con el reencuentro entre el protagonista y la mujer de la que está enamorado, como una condena decisiva de todo lo inhumano de la guerra. Pero incluso el amor, en esta historia marcada por una trágica derrota de la felicidad, sigue siendo una aspiración que el hombre persigue desesperadamente, prisionero de fuerzas misteriosas contra las que parece inútil luchar.
 

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ernest Hemingway

 

ADIÓS A LAS ARMAS

 

 

 

Traducción y edición 2025 por Stargatebook

Todos los derechos reservados

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CONTENIDO

 

PRIMER LIBRO

LIBRO SEGUNDO

TERCER LIBRO

LIBRO CUARTO

LIBRO QUINTO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRIMER LIBRO

1.

Hacia el final de aquel verano, vivíamos en un pueblo desde el que, a través del río y la llanura, se veían las montañas. En el lecho del río los guijarros y la grava estaban secos y blancos al sol, y el agua corría clara y azul en los canales. Pasaron tropas junto a la casa y continuaron por el camino, cubriendo con su polvo las hojas de los árboles. Incluso los troncos estaban cubiertos de polvo, y las hojas caían pronto aquel año; vimos marchar tropas por la carretera levantando nubes de polvo y hojas caídas agitadas por el viento al paso de los soldados, y luego la carretera desnuda y blanca donde no había hojas.

La llanura aún era rica en cultivos, tenía muchos huertos, y al fondo se alzaban las áridas montañas marrones. Allí arriba había combates. Por la noche podíamos vislumbrar los destellos de los cañones. Parecían fogonazos de calor en la oscuridad, pero eran noches frescas: no había sensación de que se acercara una tormenta.

A veces, por la noche, oíamos marchas bajo la ventana y cañones que pasaban arrastrados por tractores. Siempre había tráfico por la noche, mulas por los caminos con cajas de munición en equilibrio a ambos lados del palo, y camiones grises que transportaban soldados y otros camiones cargados de equipo, cubiertos con toldos, que se abrían paso más lentamente entre el tráfico. Y grandes cañones pasaban de día, remolcados por tractores, las largas cañas entrelazadas con ramas verdes como sarmientos cubrían los tractores. Hacia el norte apareció un bosque de castaños en el fondo de un valle, y luego otra montaña, a este lado del río. También lucharon por él durante mucho tiempo, pero fue en vano; en otoño, cuando empezaron las lluvias, las hojas cayeron de los castaños y las ramas quedaron desnudas, negros los troncos de los castaños dentro de la lluvia. Las viñas quedaron desnudas y todo el país estaba yermo, húmedo y muerto en otoño. Bancos de niebla se alzaban sobre el río y nubes sobre las montañas, y los camiones salpicaban de barro las carreteras. Embarradas y mojadas pasaban las tropas dentro de sus abrigos, mojados sus fusiles por la lluvia, y de debajo de los abrigos brotaban en la parte delantera los guanteletes grises de cuero llenos de cargadores con sus largos y finos cartuchos de 6,5 milímetros; sobresalían y los hombres marchaban como si estuvieran embarazados de seis meses. Pequeños coches grises pasaban a toda velocidad, normalmente con un agente sentado junto al conductor y otros detrás. Chapoteaban aún más que los camiones, y si uno de los oficiales de atrás era diminuto, sentado entre dos generales, tan pequeño que ni siquiera se le veía la cara sino sólo la punta de la gorra, y si el coche pasaba aún más rápido, probablemente era el rey. Vivía en Udine y casi todos los días quería ver cómo iban las cosas, que a decir verdad iban muy mal.

A principios de invierno no paraba de llover. Llegó el cólera. Pero lograron dominarlo, y finalmente no murieron de él más de siete mil hombres, en todo el ejército.

 

 

2.

Al año siguiente hubo muchas victorias. La montaña más allá del valle y las laderas con el bosque de castaños fueron tomadas, y también ganamos a través de la llanura en la meseta al sur. Y en agosto, después de haber cruzado el río, nos instalamos en Gorizia, en una casa con una fuente y un jardín lleno de árboles grandes y sombreados, rodeados por un muro, y bancos de glicinas moradas a los lados de la casa. Ahora, a no más de un kilómetro de distancia, había combates en las montañas. Gorizia era una ciudad querida, y muy bonita era la casa donde vivíamos. Detrás fluía el río. Gorizia quedó casi intacta después de la conquista, pero las montañas que tenía delante no pudieron ser tomadas, y me alegré de que los austriacos, pensando que tal vez volverían, no bombardearan la ciudad para destruirla, sino sólo lo poco que exigía la guerra. La población había permanecido y había hospitales, cafés, artillería en las calles y dos cuarteles, uno para soldados y otro para oficiales; y hacia el final del verano las noches frescas y los combates en las montañas al otro lado de la ciudad, el hierro del puente del ferrocarril marcado por los proyectiles y el túnel en ruinas cerca del río donde habían tenido lugar los combates, los árboles alrededor de la plaza y la larga avenida arbolada que conducía a ella, y las muchachas en las calles y los paseos del rey en su automóvil (ahora, a veces, se le veía la cara y el pequeño cuerpo, el largo cuello con un rastrojo gris parecido al encaje de una cabra), todo esto y el repentino espectáculo de casas que mostraban sus intestinos tras un disparo de artillería, con escombros y cascotes en los jardines y las calles, y la buena situación en el Karst, pertenecían a un otoño muy distinto al de cuando uno vivía en el pueblo. La guerra también había cambiado.

Había desaparecido, en la montaña de enfrente, el bosque de robles.

Lo habíamos encontrado verde en verano al entrar en la ciudad, pero todo lo que quedaba eran tocones y troncos rotos y tierra removida. Y un día, a finales del otoño, al pasar por donde estaba el bosque vi una gran nube que avanzaba sobre la montaña. Avanzaba deprisa y el sol se puso sombrío y luego todo se volvió gris, el cielo permanecía cerrado por aquella nube; seguía avanzando descendiendo sobre la montaña, y de repente estábamos en ella y era nieve. Bajaba de lado con el viento, y el suelo estaba cubierto con ella, sólo sobresalían los troncos rotos; la nieve se amontonaba sobre los cañones, huellas en la nieve conducían ahora a los baños detrás de las trincheras.

Más tarde, en la ciudad, vi caer la nieve junto a las ventanas del comedor de oficiales, donde estaba con un amigo tomando una botella de Asti. Y al ver cómo caía lenta y copiosamente, supe que todo había terminado aquel año. Las montañas a lo largo del río no habían sido tomadas, ninguna montaña al otro lado del río había sido tomada, todo lo que quedaba para el año siguiente. Y mi camarada divisó al capellán que venía con nosotros al comedor, que pasaba por el camino caminando cautelosamente a través del aguanieve. Dio unos golpecitos en el cristal para llamarle, y el capellán levantó la vista y sonrió. Mi camarada le hizo un gesto para que subiera, pero él negó con la cabeza y siguió adelante.

Aquella tarde, en la cafetería, después de los espaguetis, los comimos deprisa y en silencio, retorciéndolos en el tenedor hasta que se juntaron sin fuerza y pudimos así hundirlos en la boca o incluso dejarlos colgar aspirándolos suavemente, mientras tanto nos servía vino de la gran petaca suspendida en su soporte metálico (con el dedo índice bajaba el cuello y el vino de un tinto claro, oscuro y amable goteaba en el vaso sostenido por la misma mano)-después de los espaguetis, por tanto, el capitán empezó a burlarse del capellán.

El capellán era joven y se ruborizaba con facilidad. Llevaba un uniforme parecido al nuestro, con una cruz de terciopelo rojo en el bolsillo del pecho, de color verde grisáceo. Por una delicada consideración hacia mí, el capitán hablaba en italiano negro; quería que no me perdiera ni una palabra, para mi gran ventaja.

- El capellán hoy con chicas - dijo mientras nos miraba al capellán y a mí. El capellán se rió y se ruborizó mientras negaba con la cabeza. El capitán le pinchaba a menudo.
- ¿Tal vez no sea cierto? - preguntó el capitán. - Hoy he visto al capellán con chicas. -
- No - dijo el capellán.

Otros oficiales se divertían.

- Ningún capellán con chicas - reanudó el capitán. - Capellán nunca con chicas - explicó. Cogió mi vaso y lo llenó; me miró sin perder de vista al capellán.
- ¡Capellán, todas las noches, cinco contra uno! - Toda la mesa se echó a reír.
- ¿Entendido? ¡Capellán todas las noches cinco contra uno! - Hizo un gesto apropiado y se rió a carcajadas. El capellán aceptó la broma.
- Para hacer feliz al Papa, los austriacos deben ganar la guerra -

dijo el mayor. - Le apasiona Francisco José; de ahí saca la pasta. Pero afortunadamente yo soy ateo. -

- ¿Ha leído alguna vez el "Cerdo Negro"? - preguntó el teniente. - Se lo dejaré leer. Es el libro que sacudió mi fe. -
- Un libro indecente y abyecto - dijo el capellán. - No creo que pueda gustarte. -
- De ninguna manera. Es un libro valioso - respondió el teniente. - Explica lo que son estos curas. Te gustará - me dijo.

Sonreí al capellán y él me devolvió la sonrisa a través de la vela.

- No lo leas - me dijo.
- Yo se lo traeré - insistió el teniente.
- Todo el que razona es ateo - dijo el mayor. - Sin embargo, no confío en los masones. -
- Pero yo sí - dijo el teniente. - Tienen propósitos muy nobles, los masones. - Alguien entró, y desde la puerta vi caer la nieve.
- No harán más ofensivas ahora que hay nieve - dije.
- Claro que no -respondió el comandante. - Debería irse de permiso.

Debería ir a Roma. Y luego Nápoles, Sicilia...

- No te olvides de Amalfi - exclamó el teniente. - Te daré un billete para mi familia, y te tratarán como a un hijo. -¡Es a Palermo a donde debes ir! -
- ¿Pero no sabes que existe Capri? -
- Me gustaría que conociera los Abruzos y que fuera acogido por mi gente en Capracotta", dijo el capellán.
- ¡Escúchalo con sus Abruzos! Allí nieva aún peor que aquí. No necesita ver campesinos. Necesita conocer los lugares de cultura y civilización. -
- Y encontrarías chicas magníficas. Te daré la dirección de ciertos lugares en Nápoles. Muchachas hermosas... acompañadas por sus madres.
- ¡Ja, ja! - El capitán miró al capellán y gritó: - Todas las noches capellán - cinco contra uno - . De nuevo se rieron todos.
- De verdad, tiene que irse de permiso - dijo el mayor.
- ¿Podría ir con ustedes y ser su guía - dijo el teniente.
- ¡Cuando vuelvas, trae el fonógrafo! -
- Con buenos registros de ópera. -
- ¡Recuerda a Caruso! -
- ¡Caruso, tiene la voz de un buey! - ¿Podrías mugir como él? - ¡Es un buey, insisto, un buey! -
- Me encantaría que fuera a los Abruzos -dijo el capellán, mientras los demás seguían gritando-. - Allí hay una caza excelente. Le gustará la gente, y el clima aunque frío es sereno y seco. Podría quedarse con mi familia. Mi padre es un gran cazador. -
- En marcha - dijo el capitán. - Vamos al comedor, ¡arriba antes de que cierre! - Buenas noches - le dije al capellán.
- Buenas noches - respondió.

3.

Cuando volví al frente me encontré de nuevo con Gorizia, había muchos más cañones en el campo y había llegado la primavera. Los campos estaban verdes y los primeros brotes brotaban en las vides, los árboles a lo largo de la carretera se habían puesto un dedo de hojas, y un poco de viento venía del mar. Vi acercarse la ciudad con su colina y su viejo castillo encima, las otras colinas que la coronaban, y las montañas detrás, pardas con un poco de verde en las laderas. También había más cañones en la ciudad, y había algunos hospitales nuevos, y me encontré con algunos ingleses y otras casas también habían sido alcanzadas por la artillería. Hacía un calor primaveral; a lo largo de la avenida arbolada, las paredes estaban calientes por el sol. Comprobé que seguíamos viviendo en la misma casa y que todo estaba como antes, idéntico a cuando me había marchado. La puerta estaba abierta y un soldado estaba sentado en un banco a la luz del sol, y en la entrada lateral había una ambulancia parada. Al entrar volví a encontrar el olor del suelo de mármol y del hospital, todo estaba como lo había dejado, salvo que ahora era primavera. Busqué la puerta de la gran sala, vi al mayor sentado a la mesa y la ventana abierta, con el sol entrando en la habitación. El mayor no se había fijado en mí, y yo no sabía si presentarme enseguida o subir a asearme, entonces decidí subir.

La habitación que compartía con el teniente Rinaldi daba al patio. La ventana estaba abierta y mi litera parecía hecha, pero sólo había las mantas, y cosas mías colgadas en la pared, la máscara antigás en su caja de hojalata oblonga, el casco. Sobre el baúl estaban mis botas de invierno brillantes de betún. La carabina de francotirador, con su cañón pavonado y su culata de madera de nogal oscuro, bien ajustada a la mejilla, colgaba 11 larga sobre los dos catres. Recordé que había guardado la mira en el baúl. Rinaldi dormía tumbado en su litera y, al oírme despertar, se incorporó. - Hola -dijo. - ¿Cómo te ha ido? -

- Benone. -

Dio una palmada, me rodeó el cuello con el brazo y me besó.

- Uf - me heces.
- Estás sucio -dijo-, harías bien en lavarte. ¿Dónde has estado? ¿Qué has estado haciendo? Dímelo ahora. -
- En todas partes donde he estado, en Milán, Florencia, Roma, Nápoles, Villa S.

John, Messina, Taormina... -

- Suenas como un horario de ferrocarril. ¿Y las aventuras fueron bien? -
- Sí.
- Dime dónde. -
- Milán, Florencia, Roma, Nápoles... - Para. Di la mejor. -
- Milán. -
- Sí. Porque fue el primero. ¿Dónde encontraste para hacerlo mejor? ¿En el Cova? ¿Y lo disfrutaste lo suficiente? Cuéntamelo todo. ¿Te quedaste toda la noche? -
- Sí.
- Esto, sin embargo, no es nada. Las tenemos aquí ahora las chicas hermosas. Carne fresca, nunca han estado en el frente. - Increíble. -
- Usted creerá cuando vamos a ver, antes de la noche. Y hay hermosas inglesas en la ciudad. Hago el amor con la Srta. Barkley. Te la presentaré. Puede que acabe casándome con ella. -
- Tengo que lavarme y bajar para que me vean. ¿Ya no hay trabajo aquí? -Desde que te fuiste sólo ha habido un poco de congelación, pedignones, ictericia, drenaje, heridas voluntarias, neumonía, carcinomas y fibromas. Una vez a la semana heridas por astillas de piedra. Pocas heridas de verdad. Pero la semana que viene empieza otra vez la guerra. Parece que empieza de nuevo. Eso es lo que dicen aquí. ¿Cree que hago bien en casarme con la Srta. Barkley?

Después de la guerra, ¿entiendes? -

- Claro. Lo haces muy bien - dije, y llené el cuenco.
- Esta noche me contarás el resto - dijo Rinaldi. - Me vuelvo a dormir; quiero estar fresca y guapa con la señorita Barkley. -

Me quité la chaqueta y la camisa y me lavé con el agua fría de la palangana y, frotándome con la toalla, miré alrededor de la habitación y por la ventana, y a Rinaldi tumbado con los ojos cerrados. Era un hombre guapo, más o menos de mi edad, era de Amalfi y le gustaba ser cirujano. Entre nosotros había mucha amistad. Cuando le miré, abrió los ojos.

- ¿Tienes dinero? - Sí.
- Préstame cincuenta liras. -

Me limpié las manos y saqué la cartera del bolsillo de la chaqueta, Rinaldi dobló el billete y, permaneciendo tumbado, se lo metió en el bolsillo del pantalón. Sonrió.

- Srta. Barkley Tengo que hacer creer a la Srta. Barkley que estoy bien. Usted es siempre mi gran, mi buen amigo, y el protector de mis bolsillos. - Vete al infierno - dije.

Aquella tarde, en la cafetería, me senté junto al capellán, y se ofendió un poco porque yo no había estado en Abruzzi. Había anunciado mi visita a los padres, y ellos habían hecho los preparativos. Yo también estaba apenado, no entendía por qué no había ido a los Abruzos, tenía muchas ganas, pero traté de explicarle que de una cosa venía la otra, y finalmente, se convenció, comprendió que yo quería ir; el asunto estaba zanjado o casi zanjado. Había bebido mucho vino y luego café y luego bruja e intentaba explicarle, atrapado ahora por el vino, cómo no se puede hacer lo que uno quiere: cómo nunca se consigue. Seguí hablando con el capellán mientras los demás discutían. Realmente había deseado ver los Abruzos; y no había estado en cambio por allí, donde las carreteras están heladas y duras como el hierro y el frío es claro y seco, la nieve tan seca como el polvo, y las huellas de liebre surcan la nieve y los campesinos quitándose el sombrero te llaman señorío, y la caza es excelente. Yo no había pasado por ninguno de esos países, sino sólo por el humo de los cafés y por noches en las que la habitación gira a tu alrededor y tienes que mirar a la pared para que se detenga, noches perdidas aún en la embriaguez, en la cama, cuando sientes que no hay nada más que lo que ves y la extraña excitación al despertar, sin saber con quién estás, y el mundo sigue siendo irreal, en la oscuridad, y te excitas tanto que tienes que volver a oscurecer, perdido aún en la noche: sólo convencido de que esto es todo, todo, realmente todo, y que no importa tanto. Pero de repente todavía te importa mucho, y entonces duermes y puedes despertarte por la mañana con el mismo pensamiento, dentro de lo que había sido y se desvaneció y vuelve tan nítido, agrio o claro - y a veces, vuelves a pensar en lo querida que era la cuenta. A veces alegre todavía, hundido en la satisfacción y caliente con ella, hasta el desayuno y la comida, otras veces excluido, alejado de toda alegría y satisfecho sólo de poder salir al exterior, fuera, a la calle - pero es otro día que empieza y luego otra noche.

Intentaba hablar con el capellán sobre la noche y la diferencia entre la noche y el día y cómo la noche es mejor excepto cuando el día es particularmente fresco y claro; pero no podía expresarme. Ahora no puedo, pero los que lo han vivido lo saben. El capellán no lo había probado, pero comprendió que yo había querido realmente ver los Abruzos; y sin embargo no había ido allí, y los dos éramos amigos como antes: con muchos gustos en común, pero no exactamente lo mismo entre nosotros. Él siempre había sabido, él, lo que yo no sabía, e incluso después de haberlo aprendido seguía dispuesto a olvidarlo; y yo seguía sin saberlo entonces, tenía que aprenderlo más tarde. Mientras tanto, todos permanecieron en la mesa. La cena había terminado pero la discusión continuaba. Yo había dejado de hablar con el capellán. El capitán dijo en voz alta:

- ¡Capellán infeliz! Capellán infeliz sin chicas. - Sí, estoy contento - dijo el capellán.
- Capellán descontento. El capellán quiere que los austriacos ganen la guerra ... - continuó el capitán. Los demás escucharon. El capellán negó con la cabeza.
- No es cierto - dijo.
- ¡Capellán desea que no ataquemos! ¿No es cierto, tal vez, que desea que nunca vayamos al ataque? -
- No, no es así. Si hay guerra, creo que hay que atacar. -¡Tenemos que ir al ataque! ¡Y nosotros iremos! - El capellán asintió con la cabeza.
- Vámonos, dejadle en paz - dijo el mayor. - ¿No se ha portado bien? -
- De todos modos, no puede hacer nada al respecto - dijo el capitán. Nos levantamos y abandonamos la mesa.

 

4.

A la mañana siguiente me despertó el tamborileo del jardín de al lado, vi el sol en la ventana y me levanté. Miré al jardín, los caminos estaban húmedos y la hierba mojada por el rocío. La batería disparó dos veces y cada vez el disparo golpeó el cristal agitando mi pijama en el pecho. No podía ver los cañones, pero sin duda las balas pasaban justo por encima de nosotros. Era una lata que los cañones estuvieran tan cerca; afortunadamente no era artillería de fortaleza. Mientras estaba en la ventana oí que un camión arrancaba en la calle; me vestí, bajé las escaleras, tomé un sorbo de café en la cocina y fui al garaje. Había diez coches en fila bajo la larga marquesina. Eran ambulancias con techo de caja y capó biselado, pintadas de gris y con aspecto de furgonetas.

En el patio, los mecánicos trabajaban en otro coche. Los tres que faltaban estaban arriba en las montañas en los hospitales de campaña. - ¿Alguna vez le han quitado la batería? - pregunté a uno de los mecánicos. - No, señor teniente, está resguardada por la colina. -¿Cómo va el trabajo? ¿Y todo lo demás? - pregunté.

- Nos las arreglamos. Este coche es una peste, pero los otros andan. -

Dejó el trabajo por un momento y sonrió. - ¿Ha estado de permiso? -

- Sí.

Se limpió las manos en el traje, hizo una mueca. - ¿Salió bien? - Incluso entre los demás vi algunas muecas.

- Muy bien - dije. - ¿Qué le pasa a este coche? -Es una plaga, un problema tras otro. -
- ¿Y ahora qué? -
- Necesito cambiar sus rodamientos. -

Les dejé trabajar. La ambulancia parecía un cadáver, tan desnuda con aquel motor abierto y las piezas esparcidas por el banco; fui a mirar los demás coches. Estaban bastante ordenados, algunos recién lavados y los otros polvorientos. Miré atentamente los neumáticos, por si tenían algún corte o los caminos llenos de piedras los habían destrozado. Todo parecía estar bien. Estaba claro que no me necesitaban. Había creído que el funcionamiento de cada coche y todo lo que se podía conseguir para ellos, el buen desarrollo de los viajes con los heridos y enfermos para bajarlos de las montañas a los centros de matriculación y luego clasificarlos entre los hospitales marcados en sus fichas, me había parecido que todo eso dependía, en gran parte, de mí, pero estaba claro que poco me importaba estar presente.

- ¿Tuvo dificultades para encontrar las piezas? - pregunté al sargento mecánico.
- No, Sr. Teniente. -
- ¿Dónde está la gasolinera ahora? -
- Donde estaba antes. -
- Bien - concluí. Y me fui a casa. Bebí otra taza de café en la mesa de la cafetería, aquel café gris pálido, endulzado con leche condensada. Era una hermosa mañana de primavera y uno empezaba a sentir esa ligera sequedad que sube por las fosas nasales y que anuncia el calor del día. Aquel día visité los hospitales de campaña en las montañas y regresé a última hora de la tarde. Parecía que todo había mejorado durante mi ausencia. Me dijeron que la ofensiva estaba a punto de comenzar. Nuestra división iba a atacar en una zona al norte, a lo largo del río, y el comandante me había invitado a interesarme por los hospitales de campaña durante el ataque. Teníamos que cruzar el río donde se estrechaba dentro del desfiladero, y luego nos desplegaríamos colina arriba. Las ambulancias debían situarse lo más cerca posible del río, pero a cubierto; por supuesto, la infantería elegiría el lugar, pero nos quedaba la ilusión de pensarlo nosotros mismos, como un suplemento, para nosotros, de falsa conciencia militar.

Había vuelto lleno de polvo y mugre y subí a lavarme. Rinaldi estaba sentado en la litera leyendo la Gramática Inglesa de Hugo. Se había cambiado, se había puesto las botas negras y le brillaba el pelo. - Oh bravo - dijo. - Ahora nos vamos a casa de la señorita Barkley. - No - respondí.

- Por favor, ven. Ayúdame a darle una buena impresión. -
- Bien. Iré allí. Déjame ordenar, sin embargo. -
- Lávate y ven como eres. -

Me lavé, me cepillé el pelo y nos dispusimos a irnos.

- Espera - dijo Rinaldi. - También puedes tomarte unas copas. - Cogió una botella del maletero.
- No bruja - dije.
- No, aguardiente. -Bien entonces. -

Llenó los vasos y brindamos con su dedo meñique. El aguardiente era muy fuerte.

- ¿Otra? -Muy bien. -

Bebimos. Rinaldi guardó la botella y ya sólo quedaba irse. Todavía hacía calor, paseando por la ciudad, pero el sol estaba a punto de ponerse y se estaba bien. El hospital inglés estaba instalado en una gran mansión que ciertos alemanes habían construido justo antes de la guerra. La señorita Barkley estaba en el jardín con otra enfermera, divisamos la ropa blanca entre los árboles. Nos acercamos, Rinaldi saludó y yo también saludé, con menos efusión.

- Buenas noches - dijo la señorita Barkley. - Usted no es italiano, ¿verdad? - No.

Rinaldi conversaba con la otra enfermera. Se reían.

- Es extraño que estés en el ejército italiano. - No realmente en el ejército. En los servicios de salud. - Pero es extraño de todos modos. ¿Por qué hiciste esto? -
- No lo sé - dije. - No se puede encontrar una explicación para todo. -
- No, ¿en serio? Me educaron para pensar que siempre hay una explicación. -
- Es un sistema educativo muy bueno. - ¿Tenemos que seguir así? - No - dije.
- Qué alivio. ¿No te parece? -
- ¿De dónde es ese palo? - pregunté. La señorita Barkley era alta. Vestía una especie de uniforme de enfermera, según creí entender; era rubia, tenía la piel bronceada y los ojos grises. Era guapa. Sostenía una vara de caña de guinea tan ligera como una fusta, con el mango de cuero.
- Pertenecía a un chico que mataron el año pasado. -
- Discúlpeme. Lo siento mucho. -
- Un chico precioso. Cuando cayó en el Somme íbamos a casarnos.

-

- Ese frente del infierno. - ¿Había? - preguntó.
- No, nunca. -
- Otros también me lo han contado así - dijo. - Claro que no es la guerra que se libra aquí. Me quedé con este palo suyo. Me lo envió su madre; lo había recibido del frente con el resto de las cosas. - ¿Habíais estado prometidos mucho tiempo? - Ocho años. Crecimos juntos. - Pero, ¿por qué no casarse primero? -
- No lo sé - dijo. - Fui tonto al no hacerlo. Podría haberle dado al menos eso. Pero me pareció que no era bueno para él. -
- Así es como sucede. -¿Has estado enamorado alguna vez? - No - dije.

Nos sentamos en un banco. La miré.

- Su pelo es precioso - dije.
- ¿De verdad te gustan? -
- Mucho. -Iba a cortárselos cuando muriera.
- No. ¿Por qué?
- Quería hacer algo por él. Verás, él podría haber tenido todo de mí. Todo lo que podría haber tenido de mí, sólo si yo hubiera sabido lo que quería.

Me habría casado con él, como con cualquier otra cosa. Ahora me doy cuenta de cómo fue; pero él quería ir a la guerra, y yo entonces no entendía lo suficiente. - No le respondí.

- Entonces no entendía nada. Me parecía que no sería bueno para él. Tal vez temía, por él, que se cansara; pero en lugar de eso lo mataron y así terminó. -
- No lo sé - dije.
- Ah, sí. Ese fue el final. -

Rinaldi seguía conversando con la otra enfermera.

- ¿Cómo había dicho que se llamaba su amiga? - le pregunté.
- Ferguson. Helen Ferguson. Su compañero es un oficial médico, ¿no? -
- Sí, y muy bueno. -
- Qué cosa más bonita - dijo. - Es raro encontrar buenos médicos cerca del frente.

Aquí estamos cerca del frente, ¿no? -Muy cerca. -

- Pero es una fachada barata - dijo. - Pero muy bonito. ¿Comenzarás la ofensiva pronto? - Sí.
- ¿Hace mucho que es enfermera? - le pregunté.
- Desde finales del 15. Me fui cuando él se fue. Recuerdo una tonta idea mía, que él estuviera en mi hospital un día. Herido por un alfanje, supongo. Un gran vendaje alrededor de su cabeza. O un tiro en la espalda. Algo pintoresco. - Ese es el frente pintoresco - dije.
- Sí, la gente no sabe lo que es la guerra en Francia. Si lo supieran, ya no se podría seguir. No tenía un ruido de sables, lo cortaron en pedazos. - No respondí.
- ¿Crees que esta guerra nunca terminará? - No. Terminará. -
- Pero, ¿cómo acabará? -
- Un buen día alguien cederá. -
- Cederemos. En Francia es imposible que sigan luchando como en el Somme. -Aquí no cederán -dije-.
- ¿Tú crees? -
- Sí. Les fue muy bien el verano pasado. -Pero también podrían ceder. Cualquiera puede ceder. - Incluso los alemanes entonces. - No - respondió.
- No lo creo. -

Nos acercamos a los demás.

- ¿Te gusta Italia? - le preguntaba Rinaldi a la Srta. Ferguson en inglés.
- "Bastante bien". -
- No lo entiendo - respondió Rinaldi, negando con la cabeza.
- "Bastante bien" -traduje. Volvió a negar con la cabeza.
- No va. ¿Amas a Inglaterra? -
- "No muy bien, soy escocés, ya ves". - Rinaldi me miró con desaliento.
- Ella es escocesa. Así que le gusta más Escocia que Inglaterra -le expliqué en italiano.
- Pero Escocia es Inglaterra", dijo Rinaldi.

Traduje para la Srta. Ferguson.

- "Pas encore"-respondió.
- ¿De verdad? -
- Por supuesto. No nos gustan los británicos. -
- ¿No amas a los ingleses? ¿No amas a la Srta. Barkley? -
- Eso es otra cosa. Al menos por una parte, la Srta. Barkley es escocesa. Ella no tiene que tomar todo tan literalmente. -

Después de un rato, nos dimos las buenas noches y nos fuimos. De camino a casa, Rinaldi me dijo: - La señorita Barkley te prefiere a ti antes que a mí, eso está claro. Pero la escocesa es muy guapa - .

- Muy - , respondí. No lo había observado. - ¿Le gusta? - No - , dijo Rinaldi.

5.

Al día siguiente por la tarde fui a buscar a la señorita Barkley. No estaba en el jardín, y entré en la mansión por la puerta trasera, donde paraban las ambulancias. El director me dijo que la señorita Barkley estaba de servicio. - Hay guerra, ¿sabe? -

Le contesté que lo sabía.

- ¿Es usted el americano del ejército italiano? - preguntó.
- Sí, señora, lo soy. -
- ¿Cómo es que no vino con nosotros? -
- No lo sé - dije. - ¿Crees que puedo hacerlo de nuevo? -
- Me temo que no. Pero dígame, en pocas palabras, ¿por qué se involucró con los italianos? -Estuve en Italia, y sé italiano. -
- Ah - respondió. - Yo también lo estoy aprendiendo. Es un idioma precioso. -
- Algunos dicen que se puede aprender en quince días. -
- Oh, ciertamente no aprenderé en quince días. Ya llevo meses estudiando. Puedes venir a ver a la Srta. Barkley después de las siete si quieres. Estará en el jardín a esa hora. Pero no traigas muchos amigos italianos. - ¿Ni siquiera por su hermoso idioma? - No. Ni por sus bonitos uniformes. - Buenas noches.
- "Nos vemos de nuevo Teniente." -
- Para verla de nuevo. - Saludé y salí. Pero es imposible saludar a los extranjeros a la italiana sin sentirse avergonzado; los saludos italianos no son artículos de exportación. Había hecho mucho calor hacia el mediodía. Había remontado el río hasta la cabeza de puente de Plava, donde iba a comenzar la ofensiva. El año anterior no había sido posible avanzar mucho por la otra orilla porque sólo una carretera bajaba desde las colinas hasta el puente de pontones, y estaba expuesta al fuego de ametralladoras y artillería a lo largo de casi una milla; no era lo bastante ancha como para bastar por sí sola para el material de una ofensiva, y los austriacos podían hacer una masacre con ella. Pero los italianos habían conseguido igualmente cruzar el río y se habían mantenido durante una milla y media en la orilla ocupada por los austriacos. Era una cabeza de puente peligrosa; los austriacos no deberían haberla abandonado. Pero tal vez fuera una cuestión de tolerancia mutua, porque los austriacos, más abajo, también tenían una cabeza de puente. Sus trincheras seguían la ladera a muy poca distancia de las trincheras italianas. En un tiempo, había habido un pueblo en ese punto, y todo lo que quedaba eran los escombros, algunos muros de la estación y un puente destrozado que nadie reparó porque estaba demasiado expuesto.

Por aquella estrecha carretera había bajado hasta el río, dejado el coche en el pequeño hospital bajo la colina y, cruzando el puente de pontones que permanecía protegido por la montaña, había seguido las trincheras dentro de la ciudad devastada al pie de la elevación. Todo el mundo permanecía en los refugios. Largas filas de bengalas estaban listas para avisar a la artillería, otras para informar de averías en los cables telefónicos, y reinaba la calma, el calor y una gran suciedad. Mirando las trincheras austriacas a través de la red, no se veía a nadie. En un refugio me tomé unas copas con un capitán que conocía, luego volví a pasar por el puente. Estaban terminando una carretera nueva y muy ancha que, tras cruzar la montaña, bajaba en zigzag hasta el río. Estaban esperando esa carretera para iniciar la ofensiva. Con curvas cerradas y secas, bajaría a través del bosque. Utilizaríamos la nueva carretera para el material que llegara, mientras que los camiones y carros vacíos, las ambulancias con los heridos y todo el tráfico de regreso tomarían la carretera vieja.

El primer pequeño hospital estaba en el lado austriaco, y los heridos eran llevados en camillas a lo largo del puente de pontones. Vi que los austriacos podían bombardear con toda comodidad incluso la nueva carretera durante la última milla: en la llanura estaba completamente expuesta. También aquí podía producirse una masacre. Pero encontré un lugar donde los coches podían ponerse a cubierto justo después de esa zona, hasta que los heridos vinieran por aquí desde el puente.

Habría pasado con gusto por la nueva carretera, pero no estaba terminada. Era ancha y parecía bien hecha, con una pendiente bien estudiada, y las curvas quedaban bien entre los claros del bosque en la ladera de la montaña. Las ambulancias habrían descendido de maravilla, con sus frenos de mandíbula, y en cualquier caso no habrían ido cargadas cuesta abajo. Regresé por la carretera vieja. Dos carabinieri me detuvieron, un disparo había bajado por el camino, y mientras esperábamos llegaron tres más. 77 balas. Llegaron silbando y soplando, luego un estallido seco y brillante, una llamarada y humo gris que cubrió la carretera. Los carabinieri hicieron señas para que nos fuéramos de nuevo.

Evité los agujeros donde habían caído las balas, y olí la explosión y el olor a tierra quemada, a piedra batida. Llegué a Gorizia y pasé por la casa antes de ir a buscar a la señorita Barkley; pero estaba de servicio. Apuré mi cena y regresé enseguida al hospital inglés. La mansión era grande y majestuosa, y había hermosos árboles en el parque. La señorita Barkley estaba sentada en un banco con la señorita Ferguson.

Parecían muy contentos de verme; al cabo de un rato, la señorita Ferguson dijo que lamentaba no poder quedarse.

- Te dejaré en paz - continuó. - Es mejor que prescindas de mí. - Quédate, Helen - le dijo la señorita Barkley.
- Con gusto me quedaría. Pero tengo cartas que escribir. - Buenas noches - dije.
- Buenas noches, Sr. Henry. -
- No escribas nada que pueda molestar a los censores. -
- No hay peligro. Sólo escribiré que habitamos un lugar hermoso, y que los italianos son todos héroes. -Y así te darán la medalla. -
- Sería muy divertido. Buenas noches, Catherine. -
- Yo también iré dentro de un rato - dijo la señorita Barkley. La señorita Ferguson se alejó en la oscuridad.
- Es simpática - dije.
- Sí, muy bonito. - Y añadió: - Es enfermera - .
- Y tú no...
- No. Soy una de esas pobres mujeres que llaman V.A.D. Trabajamos duro, pero nadie confía en nosotras. -
- ¿Por qué?
- No confían cuando no hay nada que hacer. Cuando hay trabajo serio que hacer, entonces confían. -
- Pero, ¿cuál es la diferencia entre una enfermera y un asistente sanitario? - pregunté.
- Una enfermera es como un médico: lleva tiempo llegar a serlo.

enfermera. En cambio, un ADV es algo que se hace rápido. - Entiendo", dije.

- Los italianos no querían mujeres tan cerca del frente. Y estamos sujetas a una disciplina especial; no podemos salir. -
- Pero puedo ir. -
- Ah, sí. No estamos enclaustrados. - ¿Si dejáramos de hablar de la guerra? - Ahora es difícil no hablar de ello. - Pero si intentáramos...
- Bueno, vamos a intentarlo. -

Nos miramos, en la oscuridad. Me pareció muy guapa y le cogí la mano. Ella la soltó y yo la apreté contra la mía y le rodeé la cintura con el brazo.

- No - dijo. El brazo se quedó donde estaba.
- ¿Por qué no? -No, en serio. -
- Sí - dije. - Sí, por favor. - En la oscuridad, me incliné para besarla y me siguió un golpe seco y ardiente. Había recibido una bofetada entre la nariz y los ojos, y grité por reflejo.
- Lo siento mucho - dijo la Srta. Barkley. Sentí que estaba tomando cierta ventaja.
- Tenía razón - dije, - toda la razón. -
- Lo siento mucho - repitió. - Pero no podía llevar esta aventura de enfermera por libre. No quería hacerle daño. La lastimé, ¿no? -

Me miró en la oscuridad. Estaba irritado pero confiado, podía ver todo lo que ocurriría a continuación: como las jugadas de una partida de ajedrez.

- Tenía razón - dije. - Y ya lo he olvidado. -¡Qué mal la traté! -
- Verá", le dije, "es curiosa la vida que llevo aquí. Ni siquiera hablo inglés. Además, es preciosa. - La miré.
- Ella no necesita estas historias. Ya le he dicho que lo siento.

¿Nos ocupamos de otra cosa? -

- Sí - dije. - Mientras tanto, nos las arreglamos para no hablar de la guerra - .

Se rió. Era la primera vez que la oía reír. La miré.

- Eres muy simpático - dijo.
- Oh no.
- Sí, de verdad querida. Me gustaría darle un beso si me perdonara. La miré a los ojos, puse mi brazo donde estaba antes y la besé. La besé con fuerza estrechándola contra mí, e intenté abrir sus labios, pero se resistieron obstinadamente. Yo seguía irritado y, mientras la abrazaba, de repente sentí un temblor en ella. La abracé con más fuerza y sentí los latidos de su corazón, y sus labios se abrieron; su cabeza se inclinó hacia atrás, contra mi mano, y al cabo de un momento, estaba llorando sobre mi hombro.
- ¡Oh, cielos! - dijo. - No me harás daño, ¿verdad? -

"Al diablo", pensé. Le acaricié el pelo y le puse la mano en el hombro. Seguía llorando.

- ¿No me vas a hacer nada? - Me miró desde abajo. - Pues empieza una vida extraña para nosotros. -

Al cabo de un rato la acompañé a la villa y nos separamos. Encontré a Rinaldi tumbado en la litera. Me miró largo rato. - ¿Así que progresas con la Srta. Barkley? -

- Somos buenos amigos. -
- Estás muy graciosa, pareces una perrita en celo. - No entendí la frase en italiano.
- ¿Cómo dice? - se explicó.
- Es usted, - dije, - que tiene el aire muy gracioso de un perro que... -Para, o llegaremos a insultos extremos. - Se rió.
- Buenas noches - dije.
- Buenas noches bebé. -

Con la almohada, di un golpe a la vela y me metí en la cama a oscuras, Rinaldi se agachó a recoger la vela, volvió a encenderla y regresó a la lectura.

 

6.

Me quedé dos días en los hospitales de campaña. Regresé demasiado tarde por la noche para ir a casa de la señorita Barkley, y lo dejé para la noche siguiente. En el jardín no estaba, y tuve que esperar en el despacho. Varios bustos de mármol se alzaban sobre sus pilares de madera pintada a lo largo de las paredes del salón. Incluso el vestíbulo estaba adornado con bustos; eran del mismo mármol y todos se parecían. Siempre me habían parecido un poco tontas las cosas talladas; los bronces, sin embargo, pueden tener sentido. Pero los bustos de mármol saben a cementerio. Sin embargo, el cementerio de Pisa es precioso. Ve a Génova si quieres ver mármoles feos. Un alemán muy rico había construido la villa, y los bustos debieron costarle quién sabe cuánto. Me preguntaba quién los habría hecho y cuánto habría ganado. Intentaba adivinar si se trataba de bustos de familia, o qué; pero todos eran uniformemente clásicos y no se podía saber.

Había tomado asiento sin quitarme la gorra. Incluso en Gorizia deberíamos haber llevado el casco, pero era incómodo y demasiado teatral en una ciudad donde aún vivían civiles. Me lo puse cuando fui al frente, equipado con mi máscara antigás de fabricación británica: estaban llegando y eran máscaras no sólo para desfilar. Incluso la pistola automática que nos hacían llevar a los médicos y oficiales médicos. Podía sentir la mía presionando contra el respaldo de la silla. Hubo arrestos por no llevarla a la vista. Pero Rinaldi sólo llevaba la funda rellena de papel higiénico. La mía era una pistola en regla, y había sentido

ni siquiera artillero hasta que había aprendido a usarla; era una Astra 7,65 de cañón corto, disparando saltaba tanto que nunca me arriesgaba a dar en el blanco, pero había practicado un poco esforzándome por apuntar bien y por dominar ese vuelo suyo. Finalmente había conseguido acertar a un metro, luego a veinte pasos, y entonces había sentido toda la ridiculez de llevar el arma; pero finalmente no le presté más atención y la mantuve rebotando en mi cadera sin ninguna impresión especial, salvo una vaga sensación de vergüenza cuando me encontraba con anglosajones.

Me senté; mientras tanto, en mi silla y al otro lado de una mesita, un jardinero me observaba con aire de desaprobación mientras yo miraba la plantación de mármol, las columnas con bustos y esperaba a la señorita Barkley. Los frescos no estaban mal. Todos los frescos de mejoran cuando empiezan a arrugarse. Vi que Catherine Barkley venía hacia mí y me levanté. Ahora parecía menos alta al caminar, pero seguía siendo hermosa.

- Buenas noches Sr. Henry - dijo.
- ¿Cómo está? - pregunté. El jardinero escuchó desde su mesita.
- ¿Nos quedamos aquí o vamos al jardín? - Mejor fuera, ¿no? Es mucho más fresco. -

Mientras salíamos, el jardinero nos seguía con la mirada. Caminé detrás de ella y en cuanto estuve fuera me preguntó: - ¿Dónde has estado? -

- En los hospitales de campaña. -¿No podrías haber enviado una nota? -
- No - dije. - No era fácil. Además, esperaba volver enseguida. -
- Aunque era mejor que avisaras. -

Habíamos salido del camino de entrada y caminábamos bajo los árboles. La cogí de las manos y me detuve a besarla.

- ¿No podemos ir a otro sitio? -
- No, realmente tienes que quedarte aquí. Pero te has ido mucho. -
- Hoy es el tercer día. Pero ahora he vuelto. - Me ha mirado. - ¿Y me quieres? -
- Sí.
- Ya dijiste eso la última vez, ¿no? -
- Sí, mentí. - Te amo... nunca había dicho eso.
- Intenta decir Catherine. -
- Catherine. -

Llegamos a un camino aislado y un árbol nos impidió avanzar.

- Di: Esta tarde he vuelto con Catherine. -
- Esta tarde he vuelto con Catherine. -
- Querida. ¿Es realmente cierto? ¿Es realmente cierto que estás aquí? -
- Sí.
- Oh, estoy enamorado de ti y me asustaste. ¿Pero ahora no te irás para siempre? -
- No, siempre volveré. -
- Te quiero. Por favor, pon tu mano donde estaba antes. -
- Pero no se la quité. - La giré hacia mí, para poder mirarla mientras la besaba; y vi que tenía los ojos cerrados. Besé sus ojos cerrados, primero uno y luego el otro, y pensé que tal vez era un poco absurda la señorita Barkley. Pero no había nada de malo en ello. No tenía miedo de estrechar lazos con ella. Era mejor así que ir todas las noches al comedor de oficiales donde las chicas, para demostrarte que eres simpático, saltan sobre ti y te ponen la gorra en el veintitrés, entre los muchos viajes por las escaleras con los hermanos oficiales.

Sabía que no amaba a Catherine Barkley y no tenía ni idea de que la amaba; era el juego de toda la vida, una especie de bridge en el que en lugar de cartas se juegan palabras; y como en el bridge, se juega por dinero o por otra apuesta; aún no habíamos determinado la apuesta. A mí me parecía bien.

- ¿No se puede encontrar un sitio para los dos? - Estaba repitiendo, yo, la experiencia de la dificultad masculina de hacer el amor de pie, durante mucho tiempo.
- No hay ningún sitio - dijo. Abandonó sola el país por el que viajaba.
- Por un momento nos quedamos allí de pie. - Nos sentamos en la piedra lisa del banco y apreté la mano de Catherine Barkley. Ella ya no quería mi brazo alrededor de su cintura.
- ¿Estás muy cansado? - preguntó.
- No.

Bajó la mirada hacia la hierba.

- Estamos jugando un partido que no va - dijo.
- ¿Qué juego? -
- No finjas que no entiendes. -
- De todas formas no lo hago a propósito. -
- Eres un chico muy querido", dijo, "y te esfuerzas por jugar lo mejor que puedes.

Pero el juego no va. -

- ¿Estás seguro de que siempre adivinas lo que piensan los demás? -
- No siempre. Pero contigo, sí. No tienes que hablarme más de amor. Es suficiente por esta noche. ¿No te apetece hablar de otra cosa? -Pero realmente te amo. -
- No digas mentiras, por favor. No es necesario para nosotros. Vi lo que tenía que ver y ahora estoy tranquilo. Ya ves, no estoy loca ni soy tonta. Sólo pasa de vez en cuando. -

Apreté su mano. - Querida Catherine. -

- Tiene un sonido tan curioso ahora, Catherine. No lo dices muy bien pero eres agradable. Y tan buen tipo. -El capellán también me lo dice. -
- Sí, eres bueno. ¿Aún vendrás a verme? -
- Me gustaría ver lo contrario. -
- Pero ya no tienes que hablar de amor. Es sólo una cosa, por un corto tiempo - . Se puso de pie y retiró la mano. - Buenas noches. - Intenté besarla.
- No - dijo. - Estoy muy cansada. - Besémonos de todos modos - dije.
- Estoy muy cansada, querida. -
- Besos. -
- ¿Tanto lo deseas? - Sí.

Nos besamos, pero de repente se separó.

- No, buenas noches querida. Por favor. - La acompañé a la mansión y la vi entrar y caminar por la antesala. Disfruté viéndola caminar. Desapareció al final de la antesala y yo seguí caminando. Era una noche cálida y había mucho movimiento en las montañas. Observé el resplandor del San Gabriel. Al pasar, me detuve frente a la Villa Roja. Las persianas estaban cerradas, pero aún había gente; oí cantar. Continué y llegué a la casa. Rinaldi entró mientras me desvestía.
- Ja, ja", dijo, "eso no está bien. Mi pequeño está enfadado. -¿De dónde eres? -
- Desde la Villa Roja. Ha sido muy divertido. Todos hemos cantado. ¿Y dónde has estado? -Desde el Inglés. -
- ¡Dios mío, gracias por no mezclarte con los británicos! -

 

7.

Al día siguiente, al bajar del primer hospital, paré el coche en la "clasificación" donde se dividía a los heridos y enfermos según el destino marcado en las carpetas. Yo había conducido y permanecía al volante mientras el mecánico pensaba en las carpetas. Hacía calor y el cielo se extendía en una luz azul sobre la polvorienta carretera blanca. Me quedé encaramado en el asiento alto del Fiat, sin pensar en nada. Pasó un regimiento y me quedé mirando. Los soldados estaban empapados de sudor, algunos llevaban casco, pero la mayoría lo llevaba colgado de la mochila; los cascos eran demasiado anchos, por lo general, y llegaban hasta las orejas; todos los oficiales llevaban casco, el suyo tenía una forma más práctica. Pasaba media brigada de Basilicata; los reconocí por sus insignias rojas y blancas. Con mucho retraso llegaron los que no habían podido seguir al pelotón; estaban empapados, polvorientos y cansados. Algunos tenían muy mal aspecto. El último llegó cojeando, se detuvo y se sentó a un lado de la carretera. Me bajé y fui hacia él.

- ¿Qué es? -

Después de mirarme, volvió a levantarse:

- Voy a seguir adelante ahora. -¿Qué pasa? -
- ... Guerra. -
- ¿Te molesta la pierna? -No, la pierna no. Tengo una hernia. -
- ¿Por qué no te has subido a un camión? - pregunté. - ¿Y por qué no vas al hospital? -
- No me enviarán allí. Dice el teniente que lo hice a propósito para perder mi faja. -
- Que se oiga. - Está fuera de lugar. - ¿Dónde está?
- Aquí. - Tocado.
- Tos. -
- Temo que vuelva a hincharse. Ya es el doble de grande que esta mañana. -
- Siéntate y quédate aquí - le dije. - Cuando me den los expedientes de mis heridos, te llevaré al servicio médico de tu brigada. -
- Seguirán diciendo que lo hago a propósito. -
- No, no pueden decirte nada - dije. - No es una herida. La tenías antes, ¿no? -
- Pero perdí mi faja. -Te enviarán al hospital. -
- ¿No puedo quedarme con usted, teniente? -
- No, no tengo tu historial. -

El mecánico salió con las carpetas de los de la ambulancia.

- Cuatro por 105, dos por 132 - dijo. Eran hospitales al otro lado del río.