Aforismos sobre la sabiduría de la vida - Arthur Schopenhauer - E-Book

Aforismos sobre la sabiduría de la vida E-Book

Arthur Schopenhauer

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Beschreibung

Aforismos sobre la sabiduría de la vida, del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, es una de las obras más accesibles y al mismo tiempo más profundas de su pensamiento. Publicada en 1851 como parte de Parerga y Paralipomena, esta colección de aforismos no pretende desarrollar un sistema filosófico, sino ofrecer una guía práctica para alcanzar una vida más sabia y serena dentro de los límites impuestos por la condición humana. En estos aforismos, Schopenhauer reflexiona sobre los elementos que componen la felicidad y el sufrimiento, analizando temas como el carácter, la salud, la fortuna, la fama y la relación con los demás. Según él, la sabiduría de la vida no consiste en cambiar el mundo, sino en conocerse a uno mismo y adaptarse con lucidez a la realidad, aceptando que el dolor y la insatisfacción son partes inevitables de la existencia. El autor distingue tres fuentes de bienestar: lo que uno es (su carácter, su mente, su salud), lo que uno tiene (posesiones materiales) y lo que uno representa ante los demás (honor, posición social, reputación). Para Schopenhauer, la primera es la más importante, pues la felicidad verdadera depende del estado interior más que de las circunstancias externas. De ahí su énfasis en el cultivo del espíritu, la independencia intelectual y la moderación de los deseos. A lo largo del texto, su estilo combina la agudeza del moralista con el pesimismo del filósofo que ve el mundo como manifestación de una voluntad ciega e insaciable. Sin embargo, este pesimismo no conduce a la desesperanza, sino a una forma de sabiduría que busca la tranquilidad mediante la renuncia, la reflexión y el desapego

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Arthur Schopenhauer

AFORISMOS SOBRE LA SABIDURÍA DE LA VIDA

Sumario

PRESENTACIÓN

AFORISMOS SOBRE LA SABIDURÍA DE LAVIDA

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO I — DIVISION FUNDAMENTAL

CAPÍTULO II — DE LO QUE UNO ES

CAPÍTULO III — DE LO QUE UNO TIENE

CAPÍTULO IV — DE LO QUE UNO REPRESENTA

 CAPÍTULO V — PARÉNESIS Y MÁXIMAS

CAPÍTULO VI — DE LA DIFERENCIA DE LAS EDADES DE LA VIDA

PRESENTACIÓN

Arthur Schopenhauer

1788–1860

Arthur Schopenhauer fue un filósofo alemán, considerado uno de los pensadores más influyentes del siglo XIX. Su obra, caracterizada por un profundo pesimismo metafísico y una visión del mundo como manifestación de una voluntad irracional, tuvo un gran impacto en la filosofía, la literatura y el arte posteriores.

Infancia y formación

Arthur Schopenhauer nació en Danzig (actual Gdańsk, Polonia) en el seno de una familia acomodada. Tras la muerte de su padre, se trasladó con su madre a Weimar, donde entró en contacto con figuras literarias como Goethe. Estudió filosofía en las universidades de Gotinga y Berlín, donde asistió a las clases de Fichte y Schleiermacher, aunque pronto desarrolló un pensamiento propio, distante del idealismo hegeliano.

Pensamiento y obras

Su principal obra, El mundo como voluntad y representación (1818), expone su concepción de que la esencia última de la realidad es una “voluntad de vivir” ciega, irracional e insaciable, que se manifiesta en todos los seres y causa el sufrimiento humano. Según Schopenhauer, el arte, la compasión y la renuncia al deseo son los caminos que permiten liberarse, al menos parcialmente, del dolor inherente a la existencia.

Entre sus otras obras destacan Parerga y Paralipómena (1851), colección de ensayos donde desarrolla ideas sobre ética, estética, religión y psicología, y que contribuyó decisivamente a su reconocimiento tardío.

Influencia y legado

Aunque durante gran parte de su vida fue ignorado por el mundo académico, Schopenhauer alcanzó fama en sus últimos años. Su pensamiento influyó en autores como Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud, Thomas Mann, Richard Wagner y Jorge Luis Borges, entre muchos otros.

Arthur Schopenhauer murió en Frankfurt del Meno el 21 de septiembre de 1860.

Su visión del mundo como lucha y sufrimiento, junto con su exaltación del arte y la compasión como formas de redención, lo convierten en una figura esencial de la filosofía moderna y un precursor del existencialismo y del psicoanálisis.

Sobre la obra

Aforismos sobre la sabiduría de la vida, del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, es una de las obras más accesibles y al mismo tiempo más profundas de su pensamiento. Publicada en 1851 como parte de Parerga y Paralipomena, esta colección de aforismos no pretende desarrollar un sistema filosófico, sino ofrecer una guía práctica para alcanzar una vida más sabia y serena dentro de los límites impuestos por la condición humana.

En estos aforismos, Schopenhauer reflexiona sobre los elementos que componen la felicidad y el sufrimiento, analizando temas como el carácter, la salud, la fortuna, la fama y la relación con los demás. Según él, la sabiduría de la vida no consiste en cambiar el mundo, sino en conocerse a uno mismo y adaptarse con lucidez a la realidad, aceptando que el dolor y la insatisfacción son partes inevitables de la existencia.

El autor distingue tres fuentes de bienestar: lo que uno es (su carácter, su mente, su salud), lo que uno tiene (posesiones materiales) y lo que uno representa ante los demás (honor, posición social, reputación). Para Schopenhauer, la primera es la más importante, pues la felicidad verdadera depende del estado interior más que de las circunstancias externas. De ahí su énfasis en el cultivo del espíritu, la independencia intelectual y la moderación de los deseos.

A lo largo del texto, su estilo combina la agudeza del moralista con el pesimismo del filósofo que ve el mundo como manifestación de una voluntad ciega e insaciable. Sin embargo, este pesimismo no conduce a la desesperanza, sino a una forma de sabiduría que busca la tranquilidad mediante la renuncia, la reflexión y el desapego.

AFORISMOS SOBRE LA SABIDURÍA DE LAVIDA

INTRODUCCIÓN

Tomo aquí el concepto de la sabiduría de la vida en sentido totalmente inmanente, a saber: en el del arte de llevar una vida tan agradable y feliz como sea posible, cuya instrucción podría también llamarse eudemonología: sería, por consiguiente. La indicación para una existencia feliz. Esta, a su vez, se podría a lo sumo definir como aquella que, considerada de forma puramente objetiva o, más bien (puesto que aquí se trata de un juicio subjetivo), en una reflexión fría y madura, sería claramente preferible a la inexistencia. De ese concepto de la misma se sigue que nosotros estaríamos apegados a ella por sí misma y no simplemente por miedo a la muerte; y de aquí, a su vez, que quisiéramos durar eternamente. Si la vida humana se corresponde o puede siquiera corresponderse con ese concepto es una cuestión que, como es sabido, mi filosofía responde negativamente, mientras que la eudemonología supone su respuesta afirmativa. Esta, en efecto, se basa justamente en el error innato cuya reprensión abre el capítulo cuadragésimo noveno del segundo volumen de mi obra principal. De ahí que, para poder desarrollarlo, haya tenido que prescindir totalmente del superior punto de vista metafísico — ético al que conduce mi verdadera filosofía. En consecuencia, la exposición que aquí se va a ofrecer se basa en cierta medida en una acomodación, por cuanto se queda en el usual punto de vista empírico y se aterra al error de este. Por lo tanto, su valor solo puede ser condicionado, ya que incluso la palabra eudemonología es solo un eufemismo. — Además, tampoco tiene pretensiones de compleción; por una parte, porque el tema es inagotable y, por otra, porque si no, habría tenido que repetir lo ya dicho por otros.

CAPÍTULO I — DIVISION FUNDAMENTAL

Aristóteles (Eth. Nicom. I, 8) ha dividido los bienes de la vida humana en tres clases, — los exteriores, los del alma y los del cuerpo. Conservando de ahí nada más que la terna, yo digo que la diferencia en la suerte de los mortales se puede reducir a tres determinaciones fundamentales. Estas son:

1) Lo que uno es: es decir, la personalidad en el sentido más amplio. Luego se concibe ahí la salud, la fuerza, la belleza, el temperamento, el carácter mora!, la inteligencia y su formación.

2) Lo que uno tiene — , es decir, propiedades y posesiones en todos los sentidos.

3) Lo que uno representa: con esta expresión se entiende, como es sabido, lo que uno es en la representación de otros, es decir, cómo es representado por ellos. Consiste, por lo tanto, en su opinión sobre él, y se divide en honor, rango y fama.

Las diferencias que se han de examinar bajo la primera rúbrica son aquellas que la naturaleza misma ha establecido entre los hombres; de donde se puede ya deducir que su influjo en la felicidad o desdicha será mucho más esencial y radical de lo que puedan originar las diferencias señaladas bajo las otras dos rúbricas, las cuales solo nacen de determinaciones humanas. A la auténtica preeminencia personal, al gran espíritu o al gran corazón, toda preeminencia de rango, de cuna — aunque sea regia — , de riqueza etc., es lo que el rey teatral al verdadero. Ya Metrodoro, el primer discípulo de Epicuro, tituló un capítulo: "Que es mayor la causa e la felicidad que está en nosotros que la procedente de las cosas". Y, desde luego, está claro que lo principal para el bienestar del hombre e incluso para todo el modo de su existencia es lo que reside y sucede en él mismo. Aquí, en efecto, se halla inmediatamente su interno bienestar o malestar, que es ante todo el resultado de su sentir, querer y pensar; mientras que todo lo que se encuentra fuera tiene ahí un influjo meramente indirecto. Por eso los mismos acontecimientos o circunstancias externas afectan a cada uno de forma totalmente distinta y, estando en un mismo entorno, cada cual vive, sin embargo, en un mundo diferente. Pues él solo tiene que ver inmediatamente con sus propias representaciones, sentimientos y movimientos de la voluntad: las cosas exteriores solo tienen influencia sobre él en la medida en que provocan estos. El mundo en que cada uno vive depende ante todo de cómo lo conciba, y por eso se ajusta a la diversidad de las mentes: en función de ella resultará pobre, trivial y superficial, o rico, interesante y significativo. Mientras que, por ejemplo, alguno envidia a otro por los interesantes acontecimientos con que se ha topado en su vida, más bien debería envidiarle por las dotes de captación que dieron a aquellos acontecimientos la relevancia que tienen en su descripción: pues el mismo acontecimiento que en una mente aguda se presenta tan interesante, captado por una trivial mente vulgar no sería más que una insulsa escena de la vida cotidiana. Esto se muestra en el más alto grado en algunos poemas de Goethe y Byron, claramente basados en sucesos reales: un lector necio es capaz de envidiar en el poeta el encantador suceso, en vez de la poderosa fantasía que fue capaz de convertir un acontecimiento bastante cotidiano en algo tan grandioso y bello. Igualmente, el melancólico ve una escena trágica allá donde el sanguíneo solo tiene ante sí un interesante conflicto, y el flemático, algo irrelevante. Esto se debe a que toda realidad, es decir, todo presente cumplido, consta de dos mitades, el sujeto y el objeto, aunque en una conexión tan necesaria y estrecha como la del oxígeno y el hidrógeno ] en el agua. Por eso, cuando las dos mitades objetivas son exactamente iguales pero las subjetivas distintas, la realidad presente es, como ocurre en el caso contrario, del todo diferente: la más bella y mejor mitad objetiva, en una mitad subjetiva torpe y mala, solo da lugar a una realidad y un presente malos, igual que un bello paisaje con mal tiempo o en el reflejo de una mala camera obscura. O, hablando de forma más llana: cada uno está metido en su conciencia como en su pie!, y solo en ella vive inmediatamente: de ahí que nada exterior pueda ayudarle mucho. Sobre el escenario uno representa al príncipe, el otro, al consejero, un tercero, al sirviente, al soldado, al general, etc. Pero esas diferencias no existen más que en el exterior: en el interior, como núcleo de tal fenómeno, se encierra en todos lo mismo: un pobre comediante con sus penas y miserias. En la vida es también así: las diferencias de rango y riqueza dan a cada cual un papel que desempeñar; pero en modo alguno corresponde a este una diferencia interna de felicidad y bienestar, sino que también aquí se halla en cada cual el mismo pobre diablo, con sus miserias y penas, que en su materia bien pueden ser distintas en cada uno, pero en la forma son las mismas en todos, aunque con diferencias de grado que, sin embargo, en modo alguno se ajustan al rango y riqueza, es decir, al papel. En efecto, dado que todo lo que existe y sucede para el hombre solo existe inmediatamente en su conciencia y solo para ella sucede, está claro que lo esencial es ante todo la índole de su conciencia, y en la mayoría de los casos importa más ella que las formas que en ella se representan. Todos los lujos y placeres, reflejados en la confusa conciencia de un tonto, son muy pobres frente a la conciencia de Cervantes cuando escribió El Quijote en una incómoda prisión. — La mitad objetiva del presente y de la realidad está en manos del destino y es, por consiguiente, variable: la subjetiva somos nosotros mismos: de ahí que sea en esencia inmutable. En consecuencia, la vida de cada hombre, pese a todos los cambios externos, lleva sin excepción el mismo carácter y es comparable a una serie de variaciones sobre un tema. Nadie puede salir de su individualidad. Y así como el animal, en todas las situaciones en las que se le ponga, sigue limitado al estrecho círculo que la naturaleza ha trazado a su esencia — y de ahí que, por ejemplo, nuestros esfuerzos por hacer feliz a un animal al que amamos tengan que mantenerse siempre dentro de un estrecho campo precisamente debido a los límites de su ser y su conciencia — , lo mismo ocurre con el hombre: la medida de su posible felicidad está determinada de antemano por su individualidad. Y, en especial, los límites de sus capacidades intelectuales han fijado de una vez por todas su capacidad para un placer elevado (véase E! mundo como voluntad y representación vol. 2, p. 73 [3.a ed., p. 79]). Si son estrechos, todos los esfuerzos exteriores, todo lo que los hombres o la suerte hagan por él es incapaz de hacerle superar la medida de la común y semi — animal felicidad y bienestar del hombre: él permanece dependiente del placer sensorial, de la confortable y apacible vida de familia, de ia trivial vida social y de los vulgares pasatiempos: ni siquiera la instrucción es capaz en conjunto de ampliar mucho aquel círculo, aunque sí algo. Pues los placeres más elevados, los más variados y duraderos, son los espirituales, por mucho que en la juventud nos engañemos al respecto; pero estos dependen principalmente de la capacidad innata. — A partir de aquí se hace claro hasta qué punto depende nuestra felicidad de lo que somos, de nuestra individualidad, mientras que en la mayoría de los casos solo tenemos en cuenta nuestro destino, solo aquello que tenemos o lo que representamos. Mas el destino puede mejorar y además, cuando se tiene riqueza interior, no se exigirá mucho de él: en cambio, un tonto sigue siendo hasta el final un tonto, y un zoquete, un zoquete, aunque esté en el paraíso y rodeado de huríes. Por eso dice Goethe:

Pueblo, siervos y señores

Declaran en todo tiempo

Que la suma felicidad de los hijos de la tierra

Es solo la personalidad.

W O. Divan"

Que de cara a nuestra felicidad y nuestro placer lo subjetivo es sin comparación más esencial que lo objetivo se confirma en todo: desde en que el hambre es la mejor cocinera y el anciano mira con indiferencia a la diosa de La juventud, hasta en la vida del genio y el santo. En especial la salud prevalece sobre todos los bienes exteriores hasta el punto de que un mendigo sano es verdaderamente más feliz que un rey enfermo. Un temperamento tranquilo y alegre nacido de una plena salud y una feliz organización, un entendimiento claro, vivaz, penetrante y de acertada captación, una voluntad moderada, benigna y, en consecuencia, una buena conciencia moral: esas son ventajas que ningún rango o riqueza puede suplir. Pues lo que uno es por sí mismo, lo que le acompaña en la soledad y lo que nadie puede darle o quitarle, es claramente más esencial para él que lo que pueda poseer o ser a los ojos de los demás. Un hombre de espíritu ingenioso en total soledad tiene un excelente entretenimiento en sus propios pensamientos y fantasías, mientras que en un hombre torpe el continuo cambio de compañías, espectáculos, paseos y diversiones no es capaz de ahuyentar el atormentador aburrimiento. Un carácter bueno, moderado y tranquilo puede estar satisfecho en situación de indigencia, mientras que uno ansioso, envidioso y malvado no lo está ni con todas las riquezas. Mas a aquel que disfruta continuamente del placer de una individualidad extraordinaria, intelectualmente eminente, la mayoría de los placeres generalmente ansiados le resultan superfinos y hasta molestos y gravosos. Por eso dice Horacio de sí mismo:

Gemas, mármol, marfil, figutas tirrenas, tablas

Plata, ropas de Getulia tênidas de púrpura,

Hay crecido al punto y sin pausa

Según la ley en la que fuiste originado.

Así has de ser, de ti no puedes escapar

Así lo dijeron ya las sibilas, así los profetas;

Y ningun tiempo y ningún poder rompe

La forma impresa que viviente se desarrolla.

Goethe

Y Sócrates dijo, al ver un lujoso artículo expuesto a la venta: "Cuántas cosas hay que no necesito".

Por consiguiente, lo absolutamente primero y más esencial para nuestra felicidad vital es aquello que somos, la personalidad, ya por el hecho de que ella está activa constantemente y en toda circunstancia: pero además ella no está sometida al destino como los bienes de las otras dos rúbricas, y no nos puede ser arrebatada. Su valor puede denominarse, en esa medida, absoluto, en oposición al meramente relativo de los otros dos. De aquí se desprende que al hombre le puede venir de fuera mucho menos de lo que cree. Solo el omnipotente tiempo ejerce aquí su derecho: a él sucumben poco a poco las ventajas corporales y las espirituales: únicamente el carácter moral permanece inaccesible también a él. En este sentido, los bienes de las dos últimas rúbricas, que no son inmediatamente arrebatados por el tiempo, tendrían una ventaja sobre los de la primera. Una segunda ventaja podría encontrarse en que, al estar ubicadas en lo objetivo, son asequibles por naturaleza y todos tienen al menos la posibilidad de alcanzar su posesión; mientras que, por el contrario, lo subjetivo no está en nuestro poder sino que, surgido jure divino, está inalterablemente fijado para toda la vida, de modo que aquí rigen, inexorablemente, estos versos:

Como en el día que te trajo al mundo

Estaba el Sol para saludar a los planetas,

Has crecido a! punto y sin pausa

Según la ley en la que fuiste originado.

Así has de ser, de ti no puedes escapar

Así lo dijeron ya las sibilas, así los profetas;

Y ningún tiempo y ningún poder rompe

La forma impresa que viviente se desarrolla.

(Goethe)

Lo único que a este respecto está en nuestro poder es utilizar la personalidad dada en el mayor provecho posible; en consecuencia, perseguir solamente las aspiraciones conformes a ella y buscar un tipo de instrucción que le sea exactamente apropiado evitando cualquier otro, y así elegir el puesto, la ocupación y la forma de vida que le vengan bien.

Un hombre hercúleo, dotado de una inusual fuerza muscular, que por circunstancias externas está obligado a dedicarse a una ocupación sedentaria, a un nimio y penoso trabajo manual, o bien a realizar estudios y trabajos intelectuales que exigen capacidades de otro tipo que son inferiores en él, teniendo así que dejar inutilizadas precisamente las fuerzas en las que sobresale: ese hombre se sentirá desgraciado toda su vida; pero más aún aquel cuyas capacidades intelectuales son muy predominantes y las ha de dejar sin desarrollo ni uso para desempeñar una ocupación vulgar que no las requiere o un trabajo manual para el que su fuerza no alcanza. Sin embargo, aquí se ha de evitar, sobre todo en la juventud, el peligro de pretender atribuirse un exceso de capacidades que no se tiene.

Pero del claro predominio de nuestra primera rúbrica sobre las otras dos se infiere que es más sabio trabajar por conservar la propia salud y cultivar las propias capacidades que por adquirir riquezas; lo cual no se debe malinterpretar en el sentido de que se deba desatender la adquisición de lo necesario y razonable. Pero la verdadera riqueza, es decir, la gran abundancia, poco es capaz de hacer por nuestra felicidad; de ahí que muchos ricos se sientan infelices; porque carecen de auténtica formación intelectual, de conocimientos y, por ende, de cualquier interés objetivo que les capacite para una ocupación del espíritu. Pues lo que puede lograr la riqueza más allá de la satisfacción de las necesidades reales y naturales tiene escaso influjo sobre nuestro verdadero bienestar: antes bien, este es perturbado por los muchos e inevitables cuidados que genera la conservación de un gran patrimonio. No obstante, los hombres se afanan mil veces más en adquirir riqueza que formación intelectual, cuando es totalmente cierto que lo que uno es contribuye mucho más a su felicidad que lo que tiene. Por eso vemos que algunos, en incesante ajetreo y laboriosos como la hormiga, se afanan de la mañana a la noche en incrementar la riqueza que ya tienen. No conocen nada que no sea el estrecha campo de visión de la esfera de los medios para ello: su espíritu está vacío, y por ello insensible a todo lo demás. Los placeres más elevados, los espirituales, les resultan inasequibles: ellos intentan en vano sustituirlos por los placeres pasajeros, sensibles, baratos en tiempo pero costosos en dinero, que se permiten de vez en cuando. Al final de su vida y como resultado de la misma, si la suerte fue buena, tienen realmente ante sí un gran cúmulo de dinero que entonces confían a sus herederos para que lo aumenten todavía más, o bien lo despilfarren. Una vida así, por muy serios y graves ademanes con que se desarrolle, es exactamente tan necia como alguna otra que tuvo directamente por símbolo el gorro con los cascabeles.

Así pues, lo que uno tiene en sí mismo es lo esencial para su felicidad en la vida. Solo porque eso es de ordinario tan exiguo, es por lo que la mayoría de quienes están más allá de la lucha contra la necesidad se sienten en el fondo tan infelices como los que están aún envueltos en ella. El vacío de su interior, lo insustancial de su conciencia, la pobreza de su espíritu, les impulsan a la sociedad, que sin embargo está formada por otros como ellos; porque similis simili gandet. Entonces se realiza una persecución común de la diversión y el entretenimiento, que se busca ante todo en los placeres sensoriales, en el esparcimiento de todas clases y, finalmente, en los vicios. La fuente del pernicioso derroche con el que algunos hijos de buena familia, ricos de nacimiento, han disipado su gran herencia en un tiempo increíblemente corto no es en realidad sino el aburrimiento nacido de la pobreza y el vacío de espíritu que acabamos de describir. Un joven fue traído al mundo rico por fuera pero pobre por dentro, y se afanaba en vano por suplir la pobreza interior con la exterior, pretendiendo recibirlo rodo de fuera — igual que los viejos que intentan fortalecerse con la transpiración de las muchachas jóvenes. De este modo, la pobreza interior produjo también la exterior.

No necesito recalcar la importancia de las otras dos rúbricas de los bienes de la vida humana. Pues el valor del patrimonio es hoy en día tan generalmente reconocido que no precisa recomendación. Incluso la tercera rúbrica tiene una naturaleza muy etérea frente a la segunda, ya que solamente consiste en la opinión de otros. Sin embargo, todos han de aspirar al honor, es decir, al buen nombre; al rango, solo aquellos que sirven al Estado; y a la fama, muy pocos. Entretanto, el honor es considerado un bien inestimable, y la fama, lo más preciado que el hombre puede alcanzar, el vellocino de oro de los elegidos: en cambio, solo los necios prefieren el rango a las posesiones. Por lo demás, las rúbricas segunda y tercera están, por así decirlo, en interacción, por cuanto el "habes, habereis" de Petronio tiene su razón y, a la inversa, la buena opinión de los otros en todas sus formas contribuye a menudo a la riqueza.

CAPÍTULO II — DE LO QUE UNO ES

Que esto contribuye a su felicidad mucho más que lo que tiene o lo que representa lo hemos visto ya en general. Lo importante es siempre lo que uno es y, por lo tanto, tiene en sí mismo: pues su individualidad le acompaña siempre y en todo lugar, y de ella está teñido todo lo que vive. En todo y con todo él solo disfruta primariamente de sí mismo: esto rige ya en los placeres físicos y mucho más en los espirituales. De ahí que el inglés to enjoy one"s self sea una acertada expresión con la que, por ejemplo, se dice: he enjoys himselfat París, es decir, no "él disfruta París" sino "el disfruta de sí en París". — Pero si la individualidad es de mala condición, entonces todos los placeres son como vinos exquisitos en bocas teñidas de hiel. Por consiguiente, en lo bueno y en lo malo, y dejando aparte las desgracias graves, lo que uno se encuentre y le suceda en la vida importa menos que el modo en que lo sienta, es decir, el tipo y grado de su sensibilidad en todos los respectos. Lo que uno es en sí y tiene en sí mismo, en suma, la personalidad y su valor, es lo único inmediato de cara a su felicidad y bienestar. Todo lo demás es mediato; de ahí que pueda impedirse su acción, pero nunca la de la personalidad. Precisamente por eso la envidia dirigida a la preeminencia personal es la más irreconciliable, como también la que con más cuidado se disimula. Además, la índole de la conciencia es lo único permanente y duradero, y la individualidad actúa de forma incesante y sostenida más o menos a cada instante: todo lo demás, en cambio, actúa solo a veces, ocasional y transitoriamente, y además está sometido al cambio y la alteración: por eso dice Aristóteles: "Pues es permanente la naturaleza, no las obras".

 A esto se debe el que soportemos con mayor serenidad una desgracia sobrevenida de fuera que una de la que somos culpables: pues el destino puede cambiar; pero la propia índole, nunca. Así pues, los bienes primeros y más importantes para nuestra felicidad son los subjetivos, como un carácter noble, una mente capaz, un temperamento feliz, un ánimo alegre y un cuerpo totalmente sano y bien constituido; es decir, en general Una mente sana en un cuerpo sano (Juvenal, Sat. X, 356); por eso deberíamos pensar más en su fomento y conservación que en la posesión de bienes y honores externos.

Pero, de todo aquello, lo que nos hace felices de forma más inmediata es la alegría de ánimo: pues esa buena cualidad se recompensa a sí misma al instante. El que está contento tiene siempre causa para estarlo: precisamente esa, que lo está. Nada como esa cualidad puede reemplazar tan plenamente cualquier otro bien, mientras que ella misma no puede ser sustituida por nada. Por mucho que uno sea joven, bello, rico y respetado, cuando se quiere juzgar sobre su felicidad se plantea la pregunta de si está contento de serlo: en cambio, si está contento da igual que sea joven o viejo, erguido o jorobado, pobre o rico; es feliz. Cuando era joven una vez abrí un libro que decía: "Quien ríe mucho es feliz, y quien llora mucho es infeliz" — una observación muy simple pero que yo, debido a su sencilla verdad, no he podido olvidar, por mucho que sea el superlativo de un truismn. Así pues, debemos abrir las puertas a la alegría allá donde se presente, pues nunca llega en mal momento, en vez de, como hacemos a menudo, vacilar en permitirle la entrada porque queremos saber primero si tenemos en todo respecto causa para estar contentos; o bien porque tememos ser molestados en nuestras serias reflexiones e importantes preocupaciones: pero lo que mejoramos con estas es muy incierto; en cambio, la alegría es una ganancia inmediata. Solo ella es, por así decirlo, el dinero en efectivo de la felicidad y no, corno todo lo demás, la simple letra de cambio; porque solo ella hace inmediatamente feliz en el presente; por eso es el supremo bien para seres cuya realidad tiene la forma de un presente indivisible entre dos tiempos infinitos. En consecuencia, deberíamos anteponer a cualquier otra aspiración la adquisición y fomento de este bien. Mas es cierto que nada contribuye menos a la alegría que la riqueza y nada más que la salud: en las inferiores clases Trabajadoras, sobre todo las que cultivan la tierra, están los rostros alegres y satisfechos; en las ricas y distinguidas se encuentran las caras malhumoradas. En consecuencia, deberíamos esforzarnos ante todo por mantenernos en el mayor grado de plena salud, como florescencia de la cual se produce la alegría. Los medios para ello son, como es sabido, evitar todos los excesos y desórdenes, todas las emociones violentas y desagradables, como también todo esfuerzo intelectual excesivo o demasiado sostenido; dos horas diarias de movimiento rápido al aire libre, muchos baños fríos y medidas dietéticas parecidas. Uno no se puede mantener sano sin un adecuado ejercicio diario: para desarrollarse adecuadamente, rodos los procesos requieren movimiento, tanto de las partes en las que se realizan como del conjunto. Por eso dice Aristóteles con razón. La vida consiste en el movimiento y tiene su esencia en él. En todo el interior del organismo domina un movimiento rápido e incesante: el corazón, en su complicada sístole y diástoie, late enérgica e incesantemente; con veintiocho de sus latidos ha impulsado toda la masa sanguínea a través de todo el sistema circulatorio mayor y menor; el pulmón bombea sin interrupción como una máquina de vapor; los intestinos se retuercen continuamente en el motus peristálticus — , todas las glándulas absorben y segregan constantemente, e incluso el cerebro tiene un doble movimiento con cada pulsación y cada aspiración. Si aquí, como ocurre en la forma de vida totalmente sedentaria de innumerables hombres, falta el movimiento exterior, surge una manifiesta y nociva desproporción entre el reposo exterior y el tumulto interno. Pues el continuo movimiento interno requiere incluso ser apoyado en algo por el externo: mas aquella desproporción resulta análoga a cuando a consecuencia de algún afecto este bulle en nuestro interior pero nosotros no podemos permitir que se vea nada de él desde fuera. Hasta los árboles necesitan ser movidos por el viento para crecer. Aquí rige una regla que se puede expresar en su mayor brevedad en latín: omnis / motus, quo celerior, eo magis motus"Un movimiento es más movimimento cuanto más rápido" — Hasta qué punto nuestra felicidad depende de la alegría del ánimo y ésta del estado de salud lo enseña la comparación de la impresión que ejercen sobre nosotros las mismas situaciones o acontecimientos externos en días de salud y vigor, con la que producen cuando el estado enfermizo nos ha puesto de mal humor y aprensivos. No lo que las cosas son objetiva y realmente, sino lo que son para nosotros, en nuestra captación, es lo que nos hace felices o infelices: justamente eso dice Epicteto: No pertuban a los hombres las cosas sino las opiniones sobre las cosas. Mas en general las nueve décimas partes de nuestra felicidad se basan exclusivamente en la salud. Con ella todo se convierte en una fuente de placer: en cambio, sin ella ningún bien externo, de la clase que sea, puede disfrutarse, y hasta los restantes bienes subjetivos, las cualidades del espíritu, del ánimo y del temperamento, se abaten y decaen en gran medida con el estado enfermizo. En consecuencia, no carece de razón el que la gente se pregunte mutuamente ante todo por el estado de salud y se deseen unos a otros que se encuentren bien: pues realmente esa es con mucho la cuestión principal para la felicidad humana. De aquí se sigue que la mayor de todas las necedades es sacrificar la propia salud por lo que sea: por el lucro, el ascenso, la erudición, la fama, por no hablar de la voluptuosidad y los placeres efímeros: antes bien, se debe posponer todo a ella.

Mas por mucho que contribuya la salud a la alegría, tan esencial para nuestra felicidad, no la condiciona en exclusiva: pues también con una plena salud puede existir un temperamento melancólico y un ánimo predominantemente triste. La razón última de ello está sin duda en la índole originaria y por lo tanto invariable del organismo, y principalmente en La relación más o menos normal de la sensibilidad con la irritabilidad y la fuerza reproductiva. Un predominio anómalo de la sensibilidad provocará un ánimo desigual, periodos de alegría excesiva y una preponderancia de la melancolía. Pero, dado que también el genio está condicionado por un exceso de la fuerza nerviosa, es decir, de la sensibilidad, Aristóteles ha observado acertadamente que todos los hombres insignes y superiores son melancólicos. " Todos los hombres que han destacado en la filosofia, en la politica, en poesia, o en las artes parecen ser melancólicos" Sin duda este es el pasaje que tenía Cicerón a la vista en su informe, frecuentemente citado: Aristóteles ait, omnes ingeniosos melancólicos esse (Tuse. I, 33). — La gran diversidad innata del ánimo fundamental que aquí hemos examinado la ha descrito Shakespeare con mucha gracia:

La naturaleza ha creado personajes extraños a su tiempo:

Algunos que siempre mirarán fijamente a través de sus ojos,

y se reirán, como loros, de un gaitero;

y otros de aspecto tan avinagrado,

que no mostrarán los dientes al sonreír,

¡aunque Néstor jure que la broma es risible!

Merch. of Ven. Sc. 1.

Precisamente esa diferencia es lo que designa Platón con las expresiones "Malhumorado y de buen humor". Esta se puede reducir a la muy distinta sensibilidad que se da en diferentes hombres para impresiones agradables y desagradables, a consecuencia de la cual el uno se ríe con lo que al otro casi le lleva a la desesperación: y, ciertamente, la sensibilidad a las impresiones agradables suele ser más débil cuanto más fuerte es la de las desagradables, y a la inversa. A igual posibilidad de! desenlace feliz o infeliz de un asunto, se enojará o afligirá con el desenlace infeliz pero no se alegrará con el feliz; , en cambio, no se enojará ni se afligirá con el infeliz pero se alegrará del feliz. Si al le salen bien nueve proyectos de diez, no se alegra de ellos sino que se enoja por el único que ha fracasado: en el caso inverso, es capaz de consolarse y animarse con el único logrado. — Pero como no es fácil que un mal carezca de toda compensación, también aquí resulta que los es decir, los caracteres sombríos y medrosos, han de soportar más desgracias y sufrimientos imaginarios, pero a cambio menos desdichas reales, que los alegres y despreocupados: pues quien todo lo ve negro siempre teme lo peor y, por consiguiente, siempre toma precauciones y no se equivoca en sus cálculos tan a menudo como el que siempre da a las cosas un tinte y aspecto alegres. — No obstante, cuando una afección patológica del sistema nervioso o de los órganos digestivos contribuye a la innata, esta puede alcanzar el grado en que el continuo disgusto genere el hastío de la vida y surja así la tendencia al suicidio. Entonces hasta las más nimias contrariedades pueden provocarlo, e incluso, en los grados más altos de la afección, ni siquiera se necesitan; antes bien, el suicidio se decide como consecuencia del disgusto crónico y entonces es llevado a cabo con tan fría reflexión y tan firme resolución que el enfermo, en la mayoría de los casos ya bajo vigilancia, y siempre tendente a él, aprovecha el primer instante de descuido para aferrarse sin vacilación, lucha ni estremecimiento a aquel medio de alivio que ahora le es natural y bienvenido. Esquirol, en Des matadles mentales, ofrece detalladas descripciones de ese estado. Pero por supuesto, también el hombre más sano y hasta el más alegre pueden, según las circunstancias, resolver suicidarse si la magnitud de los sufrimientos o de la desgracia que ineludiblemente les amenaza supera el horror ante la muerte. La diferencia se encuentra únicamente en la distinta magnitud del motivo que para ello se requiere, y que está en proporción inversa. Cuanto mayor es esta, menor podrá ser aquel, e incluso reducirse al final a nada; en cambio, cuanto mayor es la salud que la fomenta, tanto más ha de haber en el motivo. Según ello, existen innumerables grados de casos entre los dos extremos del suicidio, en concreto, entre el que nace de un incremento patológico innata y el del hombre sano y alegre, debido solo a razones objetivas.

Parcialmente afín a la salud es la belleza. Si bien esta ventaja subjetiva no contribuye a nuestra felicidad de forma inmediata sino simplemente mediata, a través de la impresión sobre los demás, es de gran importancia, también en el varón. La belleza es una abierta carta de recomendación que nos hace ganarnos de antemano los corazones: por eso vale especialmente de ella el verso de Homero:

No son despreciables los eximios dones de los dioses

Que solo ellos conceden y nadie obtiene por su voluntad

La ojeada más general nos muestra que los dos enemigos de la felicidad humana son el dolor y el aburrimiento. Además se puede observar que en la medida en que logramos alejarnos de uno de ellos nos aproximamos al otro, y viceversa; de modo que nuestra vida representa realmente una oscilación más o menos fuerte entre ellos. Esto se debe a que ambos se hallan en un doble antagonismo: uno externo u objetivo, y uno interno o subjetivo. En efecto, externamente la necesidad y la privación producen el dolor; la seguridad y la abundancia, en cambio, el aburrimiento. Conforme a ello, vemos a la clase inferior del pueblo en una continua lucha contra la necesidad, es decir, contra el dolor; y al mundo rico y distinguido, por el contrario, en una lucha continuada y a menudo realmente desesperada contra el aburrimiento. Mas el antagonismo interno entre ambos se basa en que en el hombre individual la sensibilidad a uno de ellos está en proporción inversa con La del otro, por cuanto está determinada por la medida de sus capacidades intelectuales. En efecto, la torpeza del espíritu está sin excepción unida a la torpeza de la sensación y la falta de irritabilidad, condición esta que nos hace menos sensibles a los dolores y aflicciones de toda clase y magnitud: justamente de esa torpeza de espíritu nace, por otro lado, aquel vacío interior marcado en innumerables rostros y que se delata en la atención continuamente despierta hacia todos los acontecimientos del mundo externo, incluso los más nimios; un vacío este que constituye la verdadera fuente del aburrimiento y que está siempre ávido de estímulos externos para poner en movimiento el espíritu y el ánimo con alguna cosa. Por eso no es fastidioso en la elección de aquellos, como atestigua la lamentable condición de los entretenimientos a los que se ve aferrarse a los hombres, como también su clase de vida social y de conversación, y no menos los muchos porteros y mirones de ventanas. Principalmente de ese vacío interior surge el afán de compañía, distracción, diversiones y lujos de todas clases, que lleva a muchos al derroche y después a la pobreza. Nada preserva con tanta seguridad de ese extravío como la riqueza interior, la riqueza del espíritu: pues cuanto más se aproxima este a la eminencia, menos lugar deja al aburrimiento. Mas la inagotable actividad de los pensamientos, su juego que se renueva constantemente en los variados fenómenos del mundo interno y externo, la fuerza y el impulso de realizar combinaciones siempre distintas de los mismos, colocan a la mente eminente totalmente fuera del dominio del aburrimiento, excepción hecha de los momentos de relajación. Pero, por otra parte, la inteligencia elevada tiene como condición inmediata una sensibilidad incrementada y como raíz una mayor vehemencia de la voluntad, es decir, del apasionamiento: de su unión con estas surge una intensidad mucho mayor de todos los afectos y una alta sensibilidad a los dolores espirituales y hasta a los corporales, e incluso una mayor impaciencia ante todos los obstáculos o simples molestias; a aumentar todo eso contribuye poderosamente la vivacidad de todas las representaciones, también las adversas, que nace de la fuerza de la fantasía. Lo dicho vale proporcionalmente de todos los grados intermedios que llenan el amplio espacio desde la más embotada estupidez hasta el máximo genio. Por lo tanto, cada cual está, tanto objetiva como subjetivamente, más próximo a una fuente de los sufrimientos de la vida humana cuanto más alejado de la otra. Conforme a ello, su tendencia natural le llevará a acomodar en lo posible lo objetivo a lo subjetivo en este sentido, es decir, a tomar precauciones frente a la fuente de sufrimiento para la que él tiene una mayor sensibilidad. El hombre de ingenio aspirará ante todo a la ausencia de dolor, a no ser importunado, a la calma y el ocio; en consecuencia, buscará una vida tranquila, moderada, pero con el menor estorbo posible; y así, tras algunos tratos con los llamados "hombres", elegirá la vida retirada y, en [ el caso de un gran espíritu, la soledad. Pues cuanto más tiene uno en sí mismo, tanto menos necesita de fuera y también tanto menos pueden ser los demás para él. Por eso la eminencia del espíritu conduce a la insociabilidad. De hecho, si la calidad de la compañía pudiera sustituirse por la cantidad, valdría la pena incluso vivir en el gran mundo: pero, por desgracia, cien mentecatos en grupo no dan un hombre inteligente. — Por el contrario, el que se halla en el otro extremo, tan pronto como la necesidad le dé un respiro, buscará a toda costa distracción y compañía, y se dará por satisfecho con todo, no huyendo de nada tanto como de sí mismo. Pues en la soledad, donde cada cual es remitido a sí mismo, es donde se muestra lo que tiene en sí mismo: ahí el tonto vestido de púrpura suspira bajo la ineludible carga de su individualidad; mientras que el de altas dotes llena y vivifica con sus pensamientos el entorno más desértico. Por eso tiene una gran verdad lo que dice Séneca: Toda estupidez padece por el fastidio de sí misma {Ep. 9); como también la sentencia del Eclesiástico: "La vida del necio es peor que la muerte". En consecuencia, en conjunto encontraremos que cada cual es sociable en la medida en que es intelectualmente pobre y, en general, vulgar. Pues en el mundo no se tiene mucho más que la elección entre soledad y vulgaridad. Los hombres más sociables de todos suelen ser los negros, que son también los de menor categoría intelectual: según informes procedentes de Norteamérica aparecidos en periódicos franceses (Le commerce, 19 de octubre de 1837), los negros, tanto libres como esclavos, se recluyen juntos en gran número dentro del lugar más angosto, porque no pueden ver repetida con suficiente frecuencia su negra cara de nariz chata.