Agresión - Jesper Juul - E-Book

Agresión E-Book

Jesper Juul

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Beschreibung

¿Cómo comprender y afrontar la agresividad en el entorno familiar y educativo? La agresividad se ha convertido en un nuevo tabú, como sucedía antes con la sexualidad: o no se afronta, o se afronta con prejuicios morales. Es además un tabú peligroso, porque pone en juego la salud emocional de los niños, su autoestima y su confianza. En nuestra sociedad existe la tendencia a rechazar la expresión de cualquier emoción intensa que no sea "la felicidad". La misma idea motiva a los padres a alejarse de su condición humana y convertirse en meros actores para mantener su imagen de personas buenas y triunfadoras, ocultando incluso su propia agresividad. A menudo, niños y jóvenes con conductas agresivas son etiquetados como "niños problemáticos", cuando en realidad solo necesitan expresar lo que sienten. Según Jesper Juul, debemos comprender esas conductas como exteriorizaciones de una rabia y frustración internas, y ayudar a estos niños a identificar su frustración y expresarla de un modo menos destructivo, e incluso constructivo. Por otro lado, el adulto necesita ayuda para definir sus límites personales y defenderlos con autoridad y respeto. "La agresividad constructiva es como la sexualidad o el amor, tres pulsiones que posibilitan la vida, enriquecen nuestras relaciones, ofrecen enfoques más profundos y mejoran la calidad de nuestras vidas. Abraza internamente estos tres aspectos y estarás en condiciones de formar a esos niños y jóvenes anhelantes, que confían en recibir tu empatía y tu consejo".

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JESPER JUUL

Agresión

¿Un nuevo y peligroso tabú?

Traducción de

Ana Schulz

Herder

Título original: Aggression. Warum sie für uns und unsere Kinder notwendig ist

Traducción: Ana Schulz

Diseño de portada: Arianne Faber

Edición digital: José Toribio Barba

© 2012, Jesper Juul

Pubicado mediante acuerdo con Leonhardt & Høier Literary Agency A/S, Copenague

1.ª edición digital, 2015

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3332-0

Depósito legal: B-13022-2015

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

Prólogo

1. Anímicamente sano

Tomar conciencia de uno mismo

La agresividad de los adultos

2. ¡Rechazamos la violencia!

¿Cómo se definen la agresividad y la violencia?

«Si haces esto, entonces...»

La agresividad entre los niños

3. Los orígenes de la agresividad

La autoestima

Cuando estalla la agresividad

¿Quién es responsable?

Los niños son «víctimas»

Cómo cooperan los niños

Los orígenes de la provocación

4. Integrar la agresividad

Agresividad constructiva y destructiva

Los verdaderos abusones

Los padres «abusones»

La rivalidad entre hermanos

5. ¿Moral o existencia?

Los cinco pasos

El camino es la meta

Incorporar al entorno personal

6. La empatía: el antídoto contra la violencia

7. Si su hijo es agresivo

8. Conclusión

Epílogo de Ingeborg Szöllösi

Prólogo

¿Se ha hecho un tabú de la pulsión emocional que la psicología define como agresividad?, ¿y es esto peligroso? Mi respuesta a las dos preguntas es un rotundo «sí», y es el motivo por el que he decidido centrarme en ello en este libro.

Recuerdo exactamente el momento en que esta evolución de los pedagogos, educadores, psicólogos, terapeutas y padres me llamó la atención por primera vez. Fue hace alrededor de quince años, cuando asesoraba al personal educativo de una institución para los así llamados niños difíciles. En el proceso de analizar una a una las dificultades que encontraban los educadores en el trato con estos niños, me presentaron personalmente a algunos de ellos. Y lo hacían con las siguientes palabras: «Este es Johann y tiene un problema de agresividad».

Después de escuchar varias veces esta presentación, y como no conocía ese vago diagnóstico, decidí preguntar: «¿Pero qué tiene?». Su primera reacción fue repetir el «diagnóstico» de forma casi literal, y al tratar de averiguar algo más, solo obtuve la respuesta impaciente de los pedagogos: «Es agresivo». Al preguntarles para quién suponía esto un problema, casi se dan por vencidos conmigo. Lo que para ellos era evidente para mí era algo extraño.

La siguiente vez que me topé con este «diagnóstico», aproveché la oportunidad para preguntar directamente: «¿Alguno de ustedes le ha preguntado al chico (en el 95 % de los casos eran varones) por qué o con quién está enfadado?». Todos me miraron asombrados, sin creer lo que oían y volvieron a sumergirse en sus informes negando con la cabeza. Nunca nadie les había planteado la pregunta más evidente.

Más adelante, cuando fui conociendo mejor el trasfondo de estos chicos y chicas, pude demostrar que casi era un milagro que hasta ese momento no hubieran asesinado a nadie. La cantidad de padres, padrastros, abuelos y profesores violentos y maltratadores con los que habían tenido que lidiar en su corta vida era sorprenderte; sí, espeluznante. Y a pesar de ello, se los juzgaba, con todas sus consecuencias, por su conducta agresiva.

Estos niños y jóvenes no eran violentos en un sentido tradicional del término: no habían atacado a ningún educador o profesor con bates, con cuchillos o con sus puños. Simplemente habían dado un golpe o un empujón a algún compañero, cuando la gota había colmado el vaso. Al fin y al cabo, tenían un nivel de autocontrol mucho mayor que el de los adultos cuando se salen de sus casillas. Y aún así, estaban en tratamiento a causa de su agresividad. Podría compararse con una persona que tiene una pulmonía grave a la que le recetan un jarabe para la tos en vez de un antibiótico. O, digámoslo así, es como si aconsejáramos a una persona un tratamiento por tener sentimientos legítimos como estar enamorado, feliz, triste o en duelo por la pérdida de un ser querido. La conducta agresiva revela una carencia y una falta de cariño, y los niños y jóvenes que exteriorizan su ira y frustración son quienes ya han experimentado este tipo de abandono en sus primeros años de vida.

En muchos países hemos llegado a un punto en el que la incompetencia de los pedagogos es más decisiva que la que puedan padecer los niños y jóvenes en sus familias. Sin embargo, la opinión pública lo ve de otra manera: se habla de que cada vez hay más niños y jóvenes con «necesidades especiales», «trastornos de conducta» o «falta de competencias sociales». Lo que está claro es que precisamente los profesionales que trabajan con niños y jóvenes son los responsables de estas negligencias, y son ellos los que al mismo tiempo publican todo tipo de estadísticas sobre los crecientes trastornos de conducta de los niños.

Un estudio danés de candente actualidad (2012),1 en el que por primera vez en la historia de las ciencias sociales los niños en edad de guardería2 han podido dar su opinión, revela que el 24 % de los chicos no se encuentra especialmente a gusto en la guardería. Este porcentaje lo han confirmado las cuidadoras (la mayoría mujeres), que afirman que el 22 % de los varones son «niños problemáticos» porque «descargan» toda su rabia y frustración.

De hecho, según esto, uno de cada cuatro niños de entre 3 y 6 años es caracterizado como «niño problemático», y puedo garantizar que muy pocos de estos niños han sido víctimas reales de abandono o abusos en sus familias. Se trata de un escándalo tanto profesional como nacional, de un sistema que además se percibe como un modelo para otros países. Me siento en la obligación de formular una dura crítica: estamos avanzando en una dirección muy peligrosa. Debemos tener esto muy presente y pensar en soluciones constructivas para tratar el fenómeno de la agresividad; si no, seguiremos provocando lesiones en cada vez más personas.

«¡Te entendemos, de verdad, pero, por favor, no te pongas así de furioso!».

Pedagogos y educadores, es decir, precisamente los que deberían saber mejor cómo comunicarse, siguen emitiendo, en nombre de la terapia y la curación, este tipo de mensajes a miles de niños y jóvenes maltratados y abandonados. ¡Y eso sí que me pone a mí furioso! Y aunque esté haciendo todo lo posible por cambiar la perspectiva de muchos padres, ellos también siguen esta moda.

En los últimos quince años ha aumentado, en las escuelas y demás instituciones, la tendencia a discriminar a los niños que expresan rabia y frustración, y la agresividad se ha convertido en un tabú. Algo parecido sucedía hasta hace muy poco con la sexualidad: solo se afrontaba con prejuicios morales. Era prácticamente imposible tener un acercamiento profesional o mostrar un enfoque más humano. Es más, el nuevo tabú, el tabú de la agresividad, puede llegar a ser mucho más peligroso que el tabú sexual, incluso a pesar de que este último ha causado grandes estragos, negando a muchas personas la experiencia del deseo, la alegría y la cercanía. El nuevo tabú pone en juego la salud emocional de los niños, su autoestima y su confianza.

Para la preparación de este libro buscamos posibles argumentos científicos que, de algún modo, justificaran el hecho de que las instituciones que trabajan con niños y jóvenes no estén dispuestas a afrontar la agresividad desde un punto de vista más razonable y constructivo. No obstante, no encontramos ninguno. Nos topamos con varios tratados muy teóricos, con ejemplos muy elaborados, en los que no se diferenciaba entre adultos violentos y niños agresivos. Además, hacían un acercamiento puramente moral al tema de la agresividad.3 El pediatra y psicoanalista inglés Donald W. Winnicott4 es una excepción, posiblemente porque se ha dedicado con intensidad a la observación del desarrollo de los niños.

¿Entonces, si no existe el respaldo de ninguna teoría científica, por qué se da esta resistencia a tratar la cuestión de la agresividad? En este libro intento responder a esta pregunta. Además, voy a tratar de dibujar una línea clara entre la agresividad destructiva y la constructiva, puesto que, sin lugar a dudas, las dos existen, y la primera no enriquece la vida de nadie ni supone beneficio alguno para ninguna sociedad civilizada. Cuando un alumno de 9 años agrede a su profesor o a sus padres, sea de forma verbal o incluso física, es evidente que las dos partes necesitan ayuda. Al chico hay que ayudarle a identificar su frustración y a expresarla de un modo menos destructivo (que también es siempre autodestructivo). Y el adulto necesita ayuda para definir sus límites personales y defenderlos con autoridad y respeto.

Este es el punto clave con el que se enfrenta tanto la terapia familiar como la teoría sistémica y la neurobiología: la agresividad es una reacción social que emana de nuestro cerebro. En ningún caso está genéticamente determinada. La capacidad de descifrar la conducta agresiva de un individuo, al margen de su edad, equivale a la capacidad de ver más allá de la moral y la arrogancia.

Mi trabajo diario se desarrolla en alrededor de una docena de países, todos con su historia y su cultura particulares. Una y otra vez compruebo que muchas personas están marcadas por la experiencia bélica y por traumas colectivos (que, al fin y al cabo, son los efectos duraderos de las guerras). Por consiguiente, las personas de nacionalidades diferentes dan explicaciones diferentes a la tendencia a rechazar la agresividad y prohibir a los hijos las conductas agresivas. Muchos pretenden evitar, con ello, que se produzcan más guerras. Sin embargo, ningún país ha sido capaz de tratar de forma adecuada a sus veteranos de guerra, lo que provoca aún más violencia y autodestrucción, y esta energía destructiva se transmite de una generación a otra. Por esta razón, tampoco es extraño que genere una actitud antiagresiva generalizada, y la explicación en este caso no varía mucho de la de los chicos y chicas ingresados en las instituciones para niños difíciles que mencioné al principio.

Tratar de encontrar las verdaderas raíces de la ira, el rencor, la violencia y el odio, y tratar de encontrar el mejor camino para lidiar con las emociones fuertes en las familias, guarderías y calles de nuestras ciudades son dos cuestiones muy diferentes. Mis cuarenta años de experiencia clínica y pedagógica me han dado algunas respuestas prácticas sobre esto, que presentaré al final del libro.

Mi propio aprendizaje se inició, entre otras cosas, en una sesión con un chico norteamericano de 11 años notablemente violento y agresivo. El chico mostraba una conducta por completo inadecuada y era totalmente inaccesible. Nuestra conversación empezó con la categórica frase: «Jamás volveré a aceptar ninguna mierda de nadie, ¡jamás!, ¿le ha quedado claro, Mister?».

Su mensaje era inequívoco. Lo que quería darme a entender es: «Si quieres que te tome en serio, demuéstrame que me tienes en consideración. No me des ninguna charla sobre quién soy yo, ¡y mucho menos sobre quién debería ser! Si alguien tiene derecho a hacer una definición de mí mismo, ese soy yo, ¡así que mejor ni lo intentes!».

En los últimos tiempos no solo la agresividad de niños y jóvenes se califica de «problemática». Existe la tendencia a no querer ningún tipo de emoción intensa surgida en nuestros hogares o instituciones, a excepción de «la felicidad». La misma idea de fondo es la que motiva a los padres a alejarse de su condición humana y convertirse en meros actores. Y esto no responde a ninguna sabiduría presente o del pasado, ni a ningún descubrimiento reciente sobre lo que es beneficioso para el ser humano. Sin embargo, conforma nuestra imagen de la persona «buena» y «triunfadora». He decidido llamar a este fenómeno el «síndrome del botox del alma», y espero conseguir muchos adeptos para que a los seres humanos nos vaya algo mejor en el futuro.

La agresividad constructiva es como la sexualidad o el amor, tres pulsiones que posibilitan la vida, enriquecen nuestras relaciones, ofrecen enfoques más profundos y mejoran la calidad de nuestras de vidas. Abraza internamente estos tres aspectos y estarás en condiciones de formar a esos niños y jóvenes anhelantes, que confían en recibir tu empatía y tu consejo.

1 Thomas Nordahl, Kvalitet i dagtilbuddet – set med børneøjne [Calidad en la guardería: desde la perspectiva de un niño], Frederikshavn, Dafolo, 2012.

2 En los países nórdicos las guarderías acogen a niños de hasta 6 años. (N. de la T. )

3 Un ejemplo sacado de la literatura especializada: «La huida y el ataque son dos formas de conducta relativamente primitivas. Protestar, gritar, patalear, y demás, es fácil. Cualquier persona, incluso los niños pequeños están “capacitados” para ello, lo tienen en su “repertorio de conductas”. Frente a esto, las alternativas constructivas (la argumentación, la resolución de conflictos) son, en mayor o menor grado, más exigentes. Esto es así sobre todo cuando se produce una fuerte exaltación, que aunque libera los impulsos físicos, dificulta los procesos complejos de reflexión. […] Todo esto significa que la superación constructiva de acontecimientos adversos, por regla general, requiere procesos de aprendizaje más exigentes que las reacciones agresivas» (Hans-Peter Nolting, LernfallAggression.Wie sie entsteht – wie sie zu vermindern ist [Estudio de caso de la agresión: cómo surge, cómo mitigarla], Hamburgo, Rowohlt, 1999, p. 85). Un enfoque tan polarizado y teórico podría reafirmar a los educadores o maestros en su rechazo indiferenciado de la agresividad: reaccionar con agresividad es primitivo y pobre, en cambio, argumentar es noble y constructivo, sean niños o adultos.

4 «La actitud antisocial es un indicio de esperanza. La característica principal del niño desahuciado, que, como es evidente, no es única y exclusivamente antisocial, es la falta total de esperanza. Sin embargo, cuando atraviesa etapas de esperanza, el niño sí suele actuar de forma antisocial» (Donald W. Winnicott, Aggression – Versagen der Unwelt und antisoziale Tendenz, Stuttgart, Klett-Cotta, 1988, p. 161 [trad. cast.: Deprivación y delin­cuencia, Buenos Aires, Paidós, 1990]).

1. Anímicamente sano

La Organización Mundial de la Salud (World Health Organization, who) define la salud como «el estado de pleno bienestar físico, anímico y social» y no solo «la falta de enfermedad». No es necesario explicar por qué la salud física y anímica es tan importante para el individuo y la sociedad, así que seré breve.

La falta de salud es dolorosa. Reduce la calidad de vida del individuo y, en consecuencia, la de su círculo familiar más cercano. El nivel de salud de cada persona y de la sociedad en general es determinante para el gasto público. Se puede discutir mucho sobre la relación entre los valores y el modo de funcionar de las sociedades, por un lado, y la salud individual y familiar, por el otro. Lo que está claro es que la sociedad en su conjunto tiene mucho más poder de influencia que cada uno de nosotros de forma individual.

Por ejemplo, si una comunidad decide reducir los gastos en guarderías, obligando de esta forma a que una única persona esté al cuidado de 28 niños de entre 3 y 6 años durante siete horas al día, tal vez con el apoyo de otra persona las dos horas del mediodía para acostar a los más pequeños, se trata de una circunstancia objetiva que afecta a todos los implicados. (Si cree que es un ejemplo un tanto extremo, le recomiendo que viaje al sur de Europa o bien a Suecia, donde la pauta oficial es que dos adultos se ocupen de un máximo de 18 niños). Esta situación no solo es una amenaza para la salud de los niños, también lo es para la del resto de los implicados, familias y cuidadores.

Una educadora que pasa cinco horas al día sola con 28 niños y que no puede renunciar a su trabajo porque su familia depende de sus ingresos posiblemente se sienta abrumada por sentimientos de culpa, por no poder hacer bien su trabajo. Perderá la energía original que la llevó a trabajar con niños y, además, será una compañera y madre menos cariñosa. A esto último se lo llama Burn-out-Syndrom,1 lo que puede llegar a provocar su separación y su divorcio. El escenario más «optimista» sería que cambiara de empleo y dejara de trabajar como educadora. Sin embargo, la sociedad pierde así definitivamente la motivación original por la que invierte en su formación.

Los niños reaccionan ante este tipo de circunstancias con actitudes agresivas y/o hiperactivas, o con resignación. Los niños, o bien luchan por conseguir la atención y el apoyo que necesitan, o bien renuncian y se convierten en individuos «que funcionan». Los que pertenecen al primer grupo enseguida son catalogados como niños con «necesidades especiales» y enviados a un grupo especial, que además genera elevados costes. Aquí es donde entran en juego los psicólogos, pedagogos especiales, terapeutas de conducta, fisioterapeutas y terapeutas conversacionales. Todos se consuelan con la idea de querer «ayudar» a los niños, lo que, aunque no deja de ser un objetivo noble, no siempre se ajusta a su ética e integridad profesional.

En muchos países hemos llevado esta situación aún más lejos: hemos emprendido una agenda política que prevé la «integración» de todos los niños en las instituciones y escuelas. Los políticos consiguen, en nombre de la humanidad, «vender» este tipo de medidas porque saben que, al fin y al cabo, lo que quieren los padres es tener un «niño normal». Sin embargo, esto es cínico e insuficiente, además de muy costoso.

Tener un «niño disfuncional» es la peor pesadilla de la mayoría de los padres. Esta catalogación les exige un elevado sacrificio, que lastra además su matrimonio, sus capacidades y su profesión. La vergüenza y el sentimiento de culpa son tan grandes que muchos prefieren sufrir en silencio, como si fueran culpables de algo. Las inversiones que la comunidad hace en salud y bienestar son enormes. Sin embargo, no se hace ningún estudio científico sobre este fenómeno; los gobiernos de los diferentes países tienen mucho cuidado al elegir los estudios que han de financiar.

El otro grupo de niños, los que se resignan y son «de trato fácil y buen conformar», generalmente no suponen una carga económica para la sociedad hasta que llegan a la pubertad. Es entonces cuando un alarmante número acaba en centros psiquiátricos para niños y jóvenes. No solo cuentan con la primera experiencia en guarderías, también han pasado ya por la escuela, donde los profesores siguen creyendo que los niños de trato fácil son los niños sanos. Este grupo lo forman principalmente chicas. Las encontramos en países en los que la emancipación de la mujer avanza de forma muy lenta y su derecho a expresarse y desarrollarse todavía no es algo obvio. Ahora ya tienen entre 35 y 45 años, visitan demasiado a su médico de cabecera, se divorcian, sufren depresiones, episodios de miedo y muchos otros síntomas generados por una calidad de vida deficitaria.

He tratado de resumir lo que pueden llegar a ocasionar las políticas de ahorro mal dirigidas. Si queremos ahorrar gastos y ponemos en riesgo con ello el nivel de las guarderías, debemos asumir que habrá consecuencias. Las medidas de ahorro se basan en la idea equivocada de que la calidad genera costes elevados, y así se ignora que la falta de calidad provoca costes aún mayores. Y los verdaderos gastos los provoca la gestión política sin sentido ni responsabilidad, orientada a períodos de un máximo de cuatro años.

Aunque puedo llegar a entender que los pedagogos y educadores acepten este statu quo, debo reconocer que ¡no me gusta nada! Los pedagogos, educadores, especialistas y expertos han gozado de mucho protagonismo en las últimas tres décadas y han ganado mucho poder. Ya es hora de que asumamos nuestra responsabilidad social y nos involucremos en un sentido político.

Hasta aquí lo referido a la relación entre el individuo y la sociedad, y en relación, a su vez, con la salud. A continuación seré menos político y me centraré en el individuo y su familia. Voy a analizar el papel que le corresponde al individuo y a la familia al crear y conservar la salud psíquica.

Yo soy psicoterapeuta y, en un sentido histórico, mi profesión es muy reciente, apenas ha dado sus primeros pasos. Muchos de los «descubrimientos» psicoterapéuticos del siglo pasado simplemente confirmaban viejas creencias heredadas, pero desde una perspectiva diferente y en parte basada en resultados científicos. Como terapeuta familiar también me ocupo de la calidad de las relaciones interpersonales. Por ello, puedo concluir que intervengo ante un fenómeno relativamente nuevo: la importancia de cada individuo y de ciertos valores en las relaciones basadas en el amor.

Todo empieza con la familia, o al menos con esa relación personal y determinante para la existencia que es la relación entre padres (o uno de ellos) e hijos. La calidad de estas relaciones y las del niño con otros «cuidadores» fundamentales condiciona esencialmente el bienestar general del niño. Evidentemente, los factores socioeconómicos como la alimentación y la educación también son importantes, al igual que los factores políticos, como el acceso a las medidas de prevención general de la salud. Los padres, educadores y profesores son la fuente principal de salud psíquica y social en la vida del niño desde que nace hasta los 14 años.

Por ello, quisiera plantear la cuestión de qué hemos aprendido hasta hoy sobre la salud psíquica y social y cómo fomentar su desarrollo en nuestros hijos.

Para ello tendríamos que reunir en un gran estadio de fútbol a todos los psicoterapeutas, terapeutas familiares y parte de los psicólogos y plantearles las dos preguntas siguientes:

¿Cuál es el origen más común de los problemas de tus clientes, tanto consigo mismos como con sus allegados, parejas, hijos, jefes y amigos?¿Cómo ha sido el proceso de aprendizaje que ha permitido a tus clientes salir de estos problemas?

Estoy convencido de que hay un consenso generalizado sobre la respuesta a estas dos preguntas: el grado de toma de conciencia es determinante y, por consiguiente, la capacidad de definir e identificarse con las necesidades y limitaciones personales de cada uno. Y unido a esto, la capacidad de decir que no cuando se quiere decir que no, y de decir que sí cuando se quiere decir que sí.

Esta es la clave de la salud psíquica y social, aunque la tradición quiera hacernos creer otra cosa. ¡Tan sencillo y complicado a la vez!

Tomar conciencia de uno mismo

¿Qué ha ocurrido entonces con la agresividad? ¿Por qué se ha convertido en un tabú?