Agua Salada - Soledad Benítez - E-Book

Agua Salada E-Book

Soledad Benitez

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Beschreibung

Agua Salada narra la historia de Clara y su abuela Lucia, una joven profesional que lleva una vida bastante organizada y una mujer adulta que transita sus días de manera tranquila y monótona, hasta que un hecho provoca que todo aquello que han ido construido tome un rumbo totalmente diferente a lo planeado. Una pequeña familia, dos historias que se encuentran, una enfermedad terminal y un desenlace que cambiara todo lo que ellas tenían planeado para siempre. A veces es necesario escuchar la historia desde ambos lados para entender el porqué de lo sucedido, a veces a necesario aprender que todo en la vida es efímero y que solo hay que vivirla.

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Agua Salada

Soledad Benitez

A mi abuela Julia,

la persona que siempre confió en mí.

A veces, es necesario escuchar las dos campanas.

A veces, la historia no es contada de la misma manera por todos sus protagonistas.

A veces, es fundamental ponerse en los zapatos del otro.

Benitez, Soledad

Agua salada / Soledad Benitez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-8492-32-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Realistas. 3. Enfermedades. I. Título.

CDD A863

Imagen de tapa: Freepik.com

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

ISBN 978-987-8492-32-2

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

Parte I

Algunas veces, la vida te pone en situaciones que no estás preparada para vivir, se vuelve complicada de repente. La calma que antecede a la tormenta era mi parte favorita de vivir, pero tuve que aprender a luchar contra el clima, que no me hizo fácil la supervivencia. Cuando una persona muy importante en tu vida queda bajo esa tormenta, no importa que esta no sea tuya: te aventuras con ella para que todo sea más liviano, para que todo pese menos.

Mi abuela era lo único que tenía en la vida, mi abuela y mi profesión, claro, pero la profesión la había conseguido gracias a su apoyo, por lo cual todos los caminos de mi vida conducían a ella. Lucía era la persona que había estado siempre, desde el momento en que mi madre se había ido, pero esa es otra historia. Por eso, cuando la vida nos puso frente a la tormenta más grande y más complicada de nuestras vidas, cada noche pedía que volviera a salir el sol, y que lo hiciera con mucha fuerza. La tormenta, para nosotras, era sinónimo de pérdida, y el sol…, el sol significaba vida. Y yo tenía muchas ganas de vivir todavía; por eso, no me iba a rendir tan fácilmente, haría hasta lo imposible por conseguir verlo brillar, aunque eso significara sacrificar hasta lo último que había conseguido en mi corta vida. Había hecho una promesa, y las promesas se cumplen, pase lo que pase.

Capítulo 1

Miré por la ventana: afuera llovía como si fuera a caerse el cielo. Me dirigí a la cocina en busca de algo para tomar. Preparé un vaso de leche tibia y volví para acomodarme en el sillón que se encontraba al lado de la ventana. Siempre que llovía me gustaba admirar el paisaje.

El reloj marcaba las 6 p. m. del martes; el tiempo parecía que no iba a mejorar. Me coloqué los auriculares y, al ritmo de Té para tres, de Gustavo Cerati, me sumergí en mi mundo, mientras tomaba mi leche tibia. Afuera, el cielo parecía desvanecerse; adentro…, adentro había mucha calma, de esas que, muchas veces, dicen, antecede a la tormenta.

Té para tres dejó de sonar y, de repente, una canción en inglés que no conocía invadió mis oídos. Me resultaba atractiva, así que la dejé y me dejé llevar por su ritmo. El inglés no era mi fuerte, pero la canción me fascinaba, por lo que intentaba entender su letra. Algo pasó en la reproducción automática; en un momento, se detuvo y, luego, una vez más, Té para tres estaba sonando. Quizás era una señal de la vida, pero no la supe escuchar, no cambié la canción, pues era de mis favoritas, aunque la historia detrás de ella no era la mejor.

Levanté la vista: afuera la lluvia no daba tregua. Miré mi taza: era de color azul intenso y estaba adornada, en uno de sus lados, con un pequeño símbolo del infinito. Ya no había nada más dentro. Me incorporé del sillón para dirigirme a la cocina, lavé el pocillo donde había calentado la leche y otros utensilios que se encontraban en la pileta, ordené un poco lo que había alrededor. De repente, un refucilo iluminó el cielo en su totalidad; me estremecí.

Entonces el reloj marcó las 7 p. m. Aún había bastante día por delante, pero muchos planes no podían hacerse a la intemperie. La lluvia era buena compañía para actividades de interiores. Me dispuse a ordenar un poco las cosas de la casa, pues le huía a tocar la computadora en mi día libre, no quería caer en la rutina. Al cabo de unos minutos, ya había puesto todo en su lugar; nunca hay mucho para ordenar si vives sola y eres una persona bastante obsesiva. A veces, me gustaría ser un poco más desordenada para tener con qué entretenerme en los días de lluvia.

La noche llegaba y, con ella, la tormenta comenzó a amainar. Desaparecieron los refucilos y la lluvia caía más lentamente. Mi día libre llegaba casi a su final y, para coronarlo, pensé en preparar una tarta de esas que me gustan mucho. Era tanto mi fanatismo por dicha comida que me sabía los ingredientes de memoria e iba recitando la receta en voz alta, tal cual me la había enseñado mi querida abuela.

Para prepararla, se necesitaban:

2 cebollas;1 lata de choclo cremoso;1 lata de choclo en grano;4 cucharadas de crema de leche o queso crema;1 cucharada de almidón de maíz;1 taza de queso rallado;2 huevos;sal y pimienta (a gusto);masa de pascualina.

Abrí la heladera y comencé a recolectar los ingredientes: choclo cremoso y en grano, queso crema (porque crema de leche no tenía), queso rallado y huevo. Busqué las dos cebollas y la masa de pascualina. Mi abuela preparaba ella la masa, pero yo no era tan fan de la cocina y, al final, era masa lo mismo. Obvié la cucharada de almidón de maíz porque ya no quedaba más, no cambiaba mucho y la tarta se podía comer igual; puse la sal sobre la mesada de la cocina y el pimiento lo dejé afuera de mis ingredientes, no me gustaba demasiado. Controlé una vez más tener todo lo necesario y comencé a repasar la receta en mi cabeza.

En una sartén, saltear la cebolla cortada en cubitos con un poco de aceite hasta verla traslúcida.Agregar el choclo cremoso y en granos, mezclar bien y cocinar unos minutos. Salar.Agregar el queso crema y cocinar un minuto. Retirar del fuego.Dejar entibiar y luego incorporar los huevos y el queso.Estirar la masa en una bandeja, distribuir el relleno preparado, cerrar la tarta y colocarla en el horno. Cocinar durante aproximadamente treinta minutos.

Con la tarta ya en el horno y un poco pendiente del reloj para no olvidarme de sacarla a tiempo (suelo olvidarme), encendí el televisor y comencé a hacer zapping: necesitaba encontrar algo bueno para ver. Afuera ya no llovía, pero el cielo se encontraba muy cubierto, estaba casi segura de que iba a seguir lloviendo. Por un momento, me olvidé de qué buscaba en la tele y no hacía más que presionar, sin rumbo, el botón del control remoto, navegando entre los canales.

Los minutos pasaron y la tarta ya casi iba a estar lista. Seguía sin encontrar algo interesante para ver. De improviso, me detuve en un canal. La película que estaban pasando era Sinsajo, ya la había visto varias veces, pero aún la encontraba entretenida. Me dirigí hasta el horno y lo apagué.

Me encontraba a punto de sacar la tarta cuando el teléfono sonó. Ya sabía quién era, había una sola persona que llamaba a mi teléfono fijo y a cualquier hora.

Capítulo 2

—¡Hola, abuela!

—¡Hola, niña! —respondió la voz del otro lado del teléfono. Hacía mucho que había dejado de ser una niña, en mi espalda ya cargaba con treinta años, pero mi abuela seguía llamándome así y, a veces, hasta me trataba como tal.

—¿Cómo estás tú? —interrogué.

—Primero, cuéntame cómo estás tú, querida Clara —me respondió ella, a lo que contesté que me encontraba bien.

Se produjo un silencio extraño y yo sentí correr un escalofrío por todo mi cuerpo; entonces interrumpí ese vacío en el teléfono y volví a preguntar cómo estaba. Mi abuela suspiró. Yo sospeché que algo no estaba del todo bien, ella nunca hacía pausas tan largas al hablar por teléfono, tampoco sembraba suspenso. Ella era de esas mujeres que siempre tenía algo para decir, algo para contar. Le encantaba comunicar las cosas que le habían sucedido en su día, llamaba a diario para hacerlo, pero esa noche la encontraba distinta.

—¡Abuela! —exclamé. Y ella comenzó a contar.

—¡Ay, mi niña! Debo decirte algo, algo que no es muy agradable, y que nunca me hubiera gustado contarte. Deberías sentarte si aún no lo estás. Y, por favor, prométeme que no llorarás a través del teléfono.

—Ya detente con tanta introducción y por favor dime —interrumpí, un poco nerviosa porque no sabía de qué se trataba.

Pero ella hablaba de llorar, y yo no lloraba por cualquier cosa, la vida me había golpeado tantas veces que era una persona bastante fuerte. A mis diez años, en un trágico accidente, mi mamá había perdido su vida, y eso me había hecho madurar repentinamente, aunque nunca me quedé sola, porque mi abuela siempre había estado conmigo. El crecer con la ausencia de una madre no había sido fácil, a mí siempre me había faltado una voz amiga que me dijera qué hacer cuando la vida se ponía difícil o el abrazo que dan cuando saben que algo no anda bien. ¡Sí!, mi abuela me había dado todo el amor que había podido, me había educado y me había permitido ser una buena persona, pero una madre es una madre. Mi padre…, a él poco lo conocía; vivía viajando por negocios y, aunque su apoyo económico nunca me había faltado, de su cariño nunca había sabido nada. Era mi padre, pero era un padre bastante ausente. No llevaba en mi memoria ningún cumpleaños en el que hubiera estado allí para soplar las velas conmigo, tampoco lograba visualizarlo en alguno de mis actos escolares durante mis años de colegio, ni mucho menos cuando me recibí, a mis veinticinco años, luego de haberme esforzado tanto. ¡Sí!, él estaba bastante ausente. A veces tenía la sensación de no conocerlo y de, poco a poco, ir olvidando su rostro con el pasar del tiempo.

Me ponía nerviosa pensar que mi abuela, mi todo, mi pilar, tenía que contarme algo que ella creía que me iba a hacer llorar. Yo casi no lloraba, y ella lo sabía.

—¡Ay, mi niña! —volvió a exclamar, y prosiguió—: No quisiera ser yo la que te cuente esto por teléfono, pero tengo que hacerlo. Esto no debería hablarse por teléfono, pero no tengo opción.

Tenía razón, no había mucha alternativa; por cuestiones de trabajo, yo vivía a ciento cincuenta kilómetros de la ciudad donde había crecido, a ciento cincuenta kilómetros de la casa de mi abuela. En su momento, cuando la vida me llevó a mudarme tan lejos, le había propuesto a ella que se fuera conmigo. Sin embargo, fiel al estilo de las personas mayores, no quería abandonar la casa en la que había vivido toda su vida, la casa que tantas historias tenía dentro, y se rehusó a mudarse. Por eso, llegamos al acuerdo de que yo, cada fin de semana, cuando mi trabajo me diera tregua, viajaría a verla para pasar tiempo con ella y de que cada día hablaríamos para mantenernos en contacto. Al principio, nos costó, estábamos acostumbradas a estar una bien cerquita de la otra. Con el tiempo, nos amoldamos a esa vida y, aunque nos extrañábamos, sabíamos que las decisiones eran parte de la vida y así debía ser por el momento.

Suspiré hondo y ella continuó hablando.

—¡Ay, niña!, no te lo conté antes porque no estaba segura y no quería alertarte antes de tiempo, pero me he estado haciendo estudios.

—¿Estudios? —interrogué; yo no sabía que estaba enferma, ni siquiera lo parecía; siempre que la veía, ella estaba feliz.

—Sí, mi niña, hace un tiempo comencé con molestias en el cuerpo, molestias nada cómodas, y Martina accedió a acompañarme al médico para sacarnos la duda de qué estaba sucediendo conmigo. —Martina era una gran amiga de mi abuela Lucía; ellas se conocían desde que ambas eran jóvenes y vivían a un par de cuadras la una de la otra. Compartían todo, y entre ellas eran muy compañeras, pasaban muchas horas juntas. Martina era un gran pilar para mi abuela desde que las pérdidas familiares habían comenzado en su vida, por mi abuelo y, luego, mi madre. Ella prosiguió contando—: Mi médico propuso hacerme unos estudios para descartar dudas y ver qué sucedía conmigo. Llevo varias semanas con este tema y hoy por fin tengo el resultado.

Mi abuela hizo una pausa en su relato.

—¡Abuela, basta de vueltas! —exclamé, ya comenzaba a perder la paciencia y a sentirme más angustiada.

—Lo siento mucho, niña mía, siento tener que darte esta noticia. Los resultados me han dado no muy favorables. Me han detectado cáncer en los huesos. —Se produjo un silencio, un silencio incómodo, un silencio estremecedor y doloroso. Mis manos comenzaron a transpirar y no podía emitir sonido. Por primera vez en mucho tiempo, sentí miedo, el mismo que había sentido aquella noche cuando mi madre perdió la vida, solo que ahora podía entender el miedo que me corría por el cuerpo—. ¿Niña, estás ahí?

—Sí, abuela, sigo aquí y siempre voy a estar a tu lado. Juntas vamos a luchar contra esto y vamos a ganar. —Evité que ella notara mi nerviosismo y mi angustia, no necesitaba eso en ese momento, y continúe—: Mañana mismo viajo para allá, así podemos comenzar con el tratamiento; no estás sola. —Me sequé una lágrima que rodaba por mi mejilla y agregué—: Te quiero, abuela.

En ese momento, algo se rompió dentro de mí, y afuera comenzó a llover de nuevo, como si el cielo se fuera a caer, como si todo estuviera mal y el cielo lo supiese. ¡Todo estaba mal!

—¡Clara! —exclamó mi abuela—, quiero que te quedes tranquila. Esta noche no estaré sola, Martina se quedará conmigo, y lo hará por el tiempo que tú necesites para acomodar tus cosas allá. Hazlo tranquila y, cuando todo esté en orden, te espero aquí—. Mi abuela no sabía que, desde el momento en que ella me había dado esa noticia, mi vida había dejado de estar en orden.

—Está bien, abuela, todo estará bien, lo prometo. Solo descansa, que yo estaré muy pronto en casa.

La casa de mi abuela hacía tiempo había dejado de ser mi casa, pero, en mi interior, sabía que siempre iba a serlo. y acababa de prometerle que todo iba a estar bien, y yo no rompía mis promesas.

—¡Buenas noches! —dijo ella.

—¡Buenas noches! —respondí.

y la llamada se cortó.

Capítulo 3

Me quedé inmóvil por unos segundos, acababa de tener la llamada más difícil de mi vida; hubiera afirmado que habían sido los quince minutos más largos y dolorosos. Aún intentaba entender algunas palabras. Aún intentaba asimilar la situación. Lloré.

Llovía a baldes, como si el cielo llorara conmigo; afuera, el cielo se caía; adentro, mi vida se partía. Yo, todavía parada al lado del teléfono, intentaba entender por qué la vida era tan complicada, por qué a veces dolía tanto. Intentaba encontrar alguna respuesta que me ayudara a entender.

Me dirigí en silencio hacia la cocina y me dejé caer sobre la silla donde minutos antes había estado sentada buscando algo para ver en el televisor. Fijé la mirada en un punto y me perdí en mis pensamientos. Comencé a preguntarme muchas cosas, a enojarme con la vida, a insultar al techo; no entendía cómo todo podía cambiar en tan pocos minutos. La calma que antecede a la tormenta. De repente, el cielo se iluminó, y yo volví desde mis adentros hasta la realidad; vi que la película estaba bastante avanzada. Me acordé de la tarta que había preparado para cenar, aún se encontraba en el horno, ¡el horno! Menos mal que lo había apagado antes de atender el teléfono, si no, la historia sería otra.

Me incorporé de la silla y me dirigí al horno, saqué la tarta y la coloqué en un plato ideal para eso. Era bastante más chato de lo común, color tiza, con unos pequeños detalles en el borde de flores celestes con pétalos verde claro, y sus terminaciones hacían como unas pequeñas ondas que le daban un toque bastante particular. Ese plato me lo había obsequiado mi abuela, ¡mi abuela!, ¡oh, mi abuela! Mis ojos comenzaron a empañarse, y mi pecho, a sentir un dolor extraño. Llevé la tarta a la mesa, pero ni siquiera la corté. Me volví a sentar en la silla. Tomé el control y, una vez más, estaba haciendo zapping: la película había terminado. Al cabo de unos segundos, levanté la vista hacia el reloj, que se encontraba colgado en la pared a mi derecha; las agujas marcaban las 11 p. m. No entendía cómo, en tan poco tiempo, todo podía derrumbarse. Me quedé paralizada. No sabía qué hacer. No comprendía cómo encarar la situación. Todo me dolía. Apagué la tele; dejé la cena servida sin tocar, pues no tenía apetito; agarré mi celular, y me trasladé al sillón mientras escuchaba llover. Pensar que horas antes me encontraba en el mismo lugar, en el mismo espacio, pero con la vida un poco más feliz, con el peso liviano y el corazón menos roto. Me quedé en silencio. Miraba por la ventana y solo quería salir corriendo, huir de todo, o despertar y que todo fuera un mal sueño.

Odiaba llorar, no solo porque me sentía débil, sino porque creía que no ganaba nada haciéndolo, aunque a veces era necesario y las lágrimas me ganaban. No pude aguantar y me inundé en un mar de lágrimas, no soportaba tanto dolor, no podía ver con claridad nada y solo deseaba que fuera un sueño. Lloré tanto que dejé de escuchar la lluvia de afuera, ya no sabía si la tormenta no estaba o seguía ahí. Sentí frío y me acurruqué.

Al cabo de unos minutos y cansada por el llanto, por el dolor y las preguntas que yo misma me hacía, me coloqué los auriculares. Debía ser fuerte y estar bien para el día siguiente, yo tenía que ser el pilar de Lucía, y no podía fallarle esta vez. Di play a mi reproductor de música y comenzó a sonar en la canción en la que lo había dejado antes.

El eclipse no fue parcial

y cegó nuestras miradas.

Te vi que llorabas,

te vi que llorabas

por él.

Té para tres.

Un sorbo de distracción

buscando descifrarnos.

No hay nada mejor,

no hay nada mejor

que casa...

Me perdí entre sus melodías, «¡y pensar que esta canción había sido escrita en un momento de dolor como este!», me murmuré a mí misma. Y yo, yo ni siquiera quería moverme de ese sillón. Me dejé llevar por la música y el clima que había a mi alrededor. Me quedé dormida.

Desperté asustada por la fuerza de un rayo que cayó cerca de casa, o eso creí. No me agradaban las tormentas eléctricas, y esa noche parecía que el cielo estaba más eléctrico que nunca. Me levanté del sillón. Miré la hora en mi teléfono y marcaba las 3 a. m.: aún quedaba mucha noche por delante. Caminé hacia la cocina, me serví un vaso con agua y apagué la luz. La tarta seguía sobre la mesa, pero no tuve ganas de guardarla; me dolía el cuerpo, me dolía el alma. Salí de la cocina y, al pasar por el living que conducía a mi habitación, apagué la luz del velador que se encontraba al lado del sillón. Continué mis pasos hasta llegar a la cama, apoyé el vaso de agua en mi mesa de noche y, casi sin fuerzas, me dejé caer entre las sábanas. Me acurruqué tan rápido que no recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que me quedé dormida. El cansancio me había ganado la batalla, ya no tenía más lágrimas que secar, más bien el proceso era interno.

Capítulo 4

Sonó el despertador y parecía que lo hacía más fuerte que otras veces. Quizás la aturdida era yo, tal vez necesitaba dormir un poco más, la noche había sido demasiado corta para alguien que buscaba solucionar su presente y futuro durmiendo. Las agujas del reloj marcaban las 7 a. m. Me quejé en silencio por no ser una persona adinerada y poder quedarme un rato más en la comodidad de mi cama, aunque en mi mente me decía que, si las personas adineradas lo eran, se debía a que toda su vida se habían sacrificado. O tal vez no, aunque quería creer que sí. Sacudí la cabeza y disolví esos pensamientos, había cosas más importantes en qué pensar. Me senté en la cama, me desperecé e intenté adivinar cómo podía estar el clima fuera. Tal vez había mejorado, no lograba oír la lluvia. Me incorporé y abrí la ventana de mi habitación para confirmar mis dudas. Claramente, ya no llovía, pero el día estaba nublado, un poco triste, se parecía a mí.

Desde la ventana, podía observar que la ciudad comenzaba a despertar. No vivía en una avenida principal ni mucho menos, pero la calle de mi casa tenía bastante circulación, podía observar cómo la gente salía a correr al parque que se encontraba del otro lado de la calle. ¡Correr!, se me hacía tarde para mi entrenamiento diario. Desde hacía un tiempo, todas las mañanas corría cuarenta y cinco minutos para arrancar mi día con energía. Así que me apresuré a cambiarme y colocarme las zapatillas, me hice un rodete un poco desprolijo para sujetar el pelo y que no me molestara, y salí de casa. Crucé la calle y comencé mi rutina diaria. Creo que, de todas las comodidades que tenía vivir donde vivía, la que más me fascinaba era que solo tuviera que caminar un par de pasos para disfrutar de la naturaleza y la calma, además de la posibilidad de respirar un poco de aire, distinto al del centro. Me agobiaba un poco la gente, pero este parque era perfecto para desconectar de la ciudad.

El parque era bastante grande, abarcaba por lo menos dos manzanas, o quizás tres, no soy muy buena para los números. En su extensión, se podían apreciar espacios recreativos, con juegos adaptados para niños; espacios verdes, donde la gente solía ir a hacer picnics y disfrutar del ambiente; espacios con juegos saludables para aquellos que, como yo, preferían ir a hacer algo de ejercicio evitando los gimnasios. En el centro del parque, incluso, se levantaba una importante fuente, que casi nunca funcionaba, pero, cuando lo hacía, era fantástica. Estaba rodeada de bancos para que los espectadores pudieran tomarse un tiempo y sentarse a observarla. Quizás ese parque fuera de mis lugares favoritos desde que vivía aquí; cada vez que me sentía agobiada, me gustaba escaparme a ese lugar.

Corrí por cuarenta y cinco minutos por los senderos que estratégicamente se encontraban distribuidos por el espacio. Estiré los músculos y me dispuse a volver a casa, tenía los minutos contados para ir al trabajo. Me esperaba un largo día. Había mucho que acomodar. Presentía que muchas cosas iban a cambiar.

Ingresé al porche de mi pequeña pero acogedora casa y me quité las zapatillas. La tormenta de la noche anterior había dejado barro acumulado en algunos sectores y lo último que quería era ensuciar el interior. Sujeté las zapatillas entre los dedos y me deslicé hacia adentro un poco apresurada para no perder tiempo. Las llevé hasta el lavadero, donde se encontraban algunas otras cosas para lavar, y las coloqué al lado del lavarropas. Me saqué la ropa e hice exactamente lo mismo, solo que coloqué las prendas en el interior del canasto de la ropa sucia. Rápidamente me dirigí al baño para darme una ducha. El agua estaba deliciosa y reconfortante. Por un minuto, deseé sentirme así de aliviada siempre. Comencé a navegar por mis pensamientos mientras me lavaba el pelo, que bastante maltratado se encontraba.

Al cabo de unos minutos, estaba cambiada y, mientras esperaba que se calentara el agua para el desayuno, me realicé un peinado sencillo pero prolijo para quedar un poco más presentable. De pronto, la pava comenzó a silbar y me preparé, en mi taza favorita, un té con algo de leche. Busqué unas galletas en la alacena, no había mucho para elegir. «Debí haber ido al súper», pensé, y me senté a desayunar.

No me demoré demasiado, no tenía mucho tiempo libre. En ese momento, pensé cómo iban a cambiar las cosas desde entonces. Quizás esa fuera mi última mañana de rutina, al menos por un tiempo. Mi alarma sonó. ¡Sí!, tenía la mala costumbre (o la buena) de colocar alarmas para casi todo, para tener el tiempo perfectamente calculado. Mis amigos pensaban que era demasiado obsesiva, yo le llamaba responsabilidad. Me incorporé de la silla y me apresuré a tomar lo que necesitaba para salir de casa. Corroboré que todo estuviera en su lugar; cerré la única ventana que había abierto y puse la taza en el lavaplatos para luego, al regresar, lavarla.

Salí de prisa hacia el garaje. No hacía mucho, con unos ahorros, había conseguido comprarme un automóvil. Era pequeño, pero, para mí, estaba bien: podía ir donde quisiera y, además, era bastante económico, por lo que me parecía más encantador aún. Era un Ford k color blanco y llevaba los vidrios polarizados. Su anterior dueña así lo había preferido, y a mí no me disgustaba para nada, es más, adoraba mi auto porque me permitía llegar a tiempo a todos lados, sin tener que depender del transporte público, que tantos dolores de cabeza me había traído en el pasado.

Me subí a mi auto, acomodé las cosas en su interior y, luego de abrir y cerrar rápidamente el portón del garaje, me encontré en la calle, lista para partir.

Mi trabajo se encontraba a diez minutos de casa, siempre y cuando no hubiera demasiado tránsito. A veces demoraba unos cinco minutos más, pero esa mañana estaba tranquila. Trabajaba en una oficina que se encontraba en el segundo piso de un edificio bastante imponente, donde funcionaban oficinas de varios rubros, y la gente entraba y salía todo el tiempo. Cada piso correspondía a una especialidad, pero el edificio pertenecía a una sola compañía. El mío se especializaba en leyes; yo había estudiado derecho laboral durante mi paso por la facultad y a eso me dedicaba, básicamente, a solucionarles la vida a las demás personas. Pero me gustaba. Me apasionaba mi trabajo y me encontraba muy a gusto en ese lugar. La gente, en casi su totalidad, era amable y muy compañera. Digo así porque, en todo ambiente o entorno de la vida, siempre hay alguien empeñado en complicarle la vida a alguien más. En este edificio, estaba Alicia; era bastante especial y muchas personas se quejaban de ella, de sus actitudes y de su carácter. Yo, particularmente, había aprendido a lidiar con ella, aunque admito que al principio me había sido un poco difícil y su presencia me había generado más de un dolor de cabeza. Pero ahora, que ya habían pasado casi cinco años desde que había entrado a trabajar en ese lugar, pasaba por alto sus comentarios y le seguía la corriente, a tal punto que ella pensara que llevaba la razón. Así, dejaba de fastidiar con sus cosas. Me funcionaba muy bien, me ahorraba gastar energía en ella.

El camino a la oficina se me hizo más corto de lo normal. Llegué al aparcamiento del edificio y estacioné mi automóvil en el lugar que me correspondía. ¡Sí!, cada empleado que prestaba servicios en este edificio tenía su espacio para estacionar el vehículo; el mío era el 2C, así estaban identificados. El número correspondía al piso donde trabajaban y la letra se entregaba por orden de llegada de cada empleado, al ingresar por primera vez al trabajo. Esta organización evitaba todo tipo de malentendidos entre las personas y, a mi parecer, que era una mujer superordenada con todo, la idea era fantástica.

Luego de estacionar el auto, caminé hacia el ascensor, apreté el número dos y subí directo a mi lugar de trabajo. El edificio contaba con seis ascensores; a cuatro de ellos solo se tenía acceso desde la puerta principal, donde primero debías pasar por la mesa de entrada. Generalmente, eran usados por gente ajena al edificio, por clientes que iban a buscar asesoramiento o por los empleados que se manejaban en transporte público y no tenían necesidad de acceder al estacionamiento; por mucho tiempo, yo había utilizado esos ascensores. Los otros dos se encontraban en la parte del estacionamiento; estos eran utilizados exclusivamente por el personal del lugar y, sobre todo, por quienes nos conducíamos en auto.

Llegué al piso que me correspondía. Al lado de la puerta del ascensor, se encontraba un tablero con los distintos nombres de los empleados que se desempeñaban en ese piso y una ranura donde se colocaba una tarjeta magnética, que marcaba el horario de ingreso y egreso de cada uno. Al marcar el ingreso, este se reflejaba en el tablero principal, que se encontraba en la recepción de la planta baja del edificio. Así, la secretaria que ocupaba ese cargo sabía quién estaba en su puesto de trabajo y quién no y, con esa información, podía indicarles a quienes iban en busca de asesoramiento a dónde dirigirse. Estaba todo perfectamente organizado. Yo adoraba eso.

Apenas bajé del ascensor, coloqué mi tarjeta y marqué mi ingreso. Eran las 9 a m. Puntual como siempre, o casi siempre, ya que, por culpa del tráfico, a veces llegaba cinco minutos tarde. Aunque la tolerancia era de quince, yo odiaba atrasarme.

Capítulo 5

—¡Hola! Buenos días, señorita Clara —exclamó una voz que ya me era familiar.

—¡Buenos días, Sara! —respondí girando la cabeza para observarla y volverme hacia su escritorio. Sara era la recepcionista de mi piso y quien se encargaba de que todo estuviera en orden día a día. Era una joven muy amable, con su cabello perfectamente peinado y sedoso, que caía por sus hombros, y su camisa blanca perfecta, que hacía que su tez bronceada luciera aún más. Nunca estuve segura de cómo hacía para mantener ese color de piel durante todo el año. Sara era una de las caras que más iba a extrañar en los cambios que se aproximaban. Luego de tantos años trabajando juntas, ya me había acostumbrado a ella—. ¿Hay algo para mí? —interrogué mientras me acercaba a su escritorio.

Ella se apresuró a agarrar dos carpetas amarillas, prolijamente ordenadas y rotuladas, y asintió con la cabeza.

—Esto es para ti, Clara, son casos nuevos que tienes que revisar. Me las han dejado en el día de ayer… Ah, y además recuerda que hoy a las 10:30 a. m. hay reunión sobre el caso «Fernández».

«¡Genial, lo había olvidado!», pensé.

—Perfecto, muchas gracias, revisaré las carpetas —atiné a responder—. Avísame cuando falten quince minutos para la reunión, así me preparo. Y, Sara, por favor, ¿puedes coordinarme para reunirme con Alfredo en algún momento de la mañana? Muchas gracias, estaré atenta a que me avises —le indiqué, y me dirigí a mi oficina, mientras ella afirmaba con la cabeza y respondía al mismo tiempo: «¡Claro!».

Alfredo era mi jefe, el jefe de área, para ser más precisa. No era el dueño de la compañía, pero era el encargado de todo el piso dos y a quien debíamos dirigirnos siempre que necesitábamos realizar alguna queja o comentario con respecto a nuestros trabajos. Era un tipo bastante alto, canoso, y superaba los cincuenta años. Su puesto lo había obtenido por el excelente desempeño que tenía en el ámbito laboral y por su profesionalidad a la hora de resolver sus tareas diarias. Era bastante simpático, para ser sincera, y no se notaba que su lugar en la empresa se encontraba por encima del nuestro. Siempre había sido bastante cordial y solidario con sus dependientes. Alfredo, además de ser mi jefe, había sido mi mentor por mucho tiempo y quien me había ayudado a ingresar a trabajar en esta empresa. Con el correr de los años, podía decirse que se había convertido en un muy buen amigo y, por sobre todo, un gran apoyo para mí. Él siempre estaba ahí cuando lo necesitaba, quizás era la imagen paterna que nunca había tenido.