Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
En la década de los sesenta, dos científicos descubren por casualidad uno de los mayores hitos de la física moderna. Paco Cabrales y Elisa San Javier logran confirmar la existencia de los puentes Einstein-Rosen, también llamados agujeros de gusano, combinando sus investigaciones en un laboratorio bajo el control del ejército. Por suerte o por desgracia, estos experimentos dan lugar a un mundo microscópico, alojado en una placa de Petri, al que solo se puede llegar a través de los mencionados agujeros. Un accidente, hará que el protagonista y su hijo, Beltrán, queden atrapados dentro del experimento poco antes de que el coronel Prado, militar al mando del proyecto, se vea obligado a inocular un virus mortal en ese diminuto universo. Cada segundo será crucial para lograr escapar de ese extraño lugar. Una historia llena de acción y suspense que nos explica cómo se formó Vidmar, el país dentro de una botella de cerveza en el que se desarrollan sus precuelas: "La casa blanca de las babosas gigantes" y "El príncipe, la bruja y el campesino".
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 139
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
La avenida estaba abarrotada. Cientos de personas se apiñaban alrededor de las barracas con tómbolas y juegos de feria, mientras los niños revoloteaban cerca de las atracciones mecánicas, observando el vaivén de estas y comiéndose las uñas a la espera de su turno. Clara tiraba de mí sin parar para que la acompañase a visitar el máximo número posible de puestos, me pedía que le comprase dulces típicos de las fiestas, que jugase a los engañosos juegos que proponían los feriantes, presionándome sutilmente para que le consiguiese alguno de los trastos que ofrecían como premio. Las luces y el ambiente estival la hacían retroceder a su infancia y la llenaban de ilusión, provocando que se comportase como si tuviese diez años. Lo curioso del asunto era que, a nuestro hijo de diez años, Beltrán, no le gustaba demasiado todo aquello. El ruido de los fuegos artificiales le asustaba y pasaba las horas festivas, temeroso de que alguno de aquellos petardos pudiese explotar cerca de sus oídos. Tampoco le entusiasmaban las chucherías, los payasos ni los juegos de habilidad o fuerza que habían tomado por unos días, las calles de nuestra ciudad.
-¡Paco, mira! ¡Un artista callejero! ¡Hazte un retrato!
-Clara…, para qué queremos un retrato mío, ¿no será mejor que te lo haga a ti?, eres mucho más bonita a la vista.
Sonreí a mi mujer, que me devolvió una mirada de cariño mientras tiraba de mi mano para que cediese a su capricho.
Cada año pasábamos por lo mismo, Clara desbocada, apresurándonos para probar todas y cada una de las atracciones, puestos y comidas de las fiestas mientras mi hijo y yo la seguíamos como podíamos hasta caer exhaustos. Para más inri, este año contaba con un problema añadido, su avanzado estado de gestación impedía que se desplazase entre el gentío con la destreza de otras ocasiones.
-¡Madre de Dios, qué cosa más horrenda!
-¿Pero qué dices? Te ha clavado.
Aquel dibujante me había inmortalizado portando un cetro y una corona, como si fuese el rey de algún tipo de reino medieval. Aunque a mí me parecía bastante impreciso, Clara insistió en conservarlo. Bromeó con enmarcarlo y exponerlo en nuestro salón, como si se tratase del retrato del soberano de nuestro particular imperio doméstico.
Ese momento se convertiría en uno de los momentos determinantes en la historia. Un instante que hoy por hoy, borraría de la existencia si pudiera, dadas las implicaciones que tendría y la cantidad de personas que verían sus vidas destrozadas por culpa de un pedazo de papel pintado a carboncillo por un supuesto artista, que se ganaba la vida retratando a la gente en ferias itinerantes. Por suerte, me habré muerto antes de vivir en mis carnes las consecuencias de aquel acto.
¿Qué cómo voy a morir? Para dar una respuesta a esa pregunta debemos remontarnos al año 1973. Yo acababa de obtener un ascenso en mi trabajo como investigador en la universidad. Estudiaba un invento novedoso, un haz de luz de una sola longitud de onda producido por un cristal de rubí al que se le aplica un voltaje. Un concepto bastante técnico y con muchas aplicaciones potenciales, a mi juicio. Normalmente, iba del laboratorio a casa y viceversa, tratando de aprovechar mis escasos momentos de ocio con mi hijo y mi esposa. Ni era el más brillante de los investigadores de mi generación, ni tenía intención de serlo. Solo deseaba terminar mi jornada laboral, llevar a cabo mis experimentos, sacar mis conclusiones e irme a mi hogar, a ser verdaderamente feliz. Hasta que una mañana de octubre ocurrió algo que cambió mi vida y la de los que me rodeaban para siempre. Me hallaba en el laboratorio, llevando a cabo una serie de pruebas rutinarias, cuando escuché una serie de carreras por el pasillo. Me asomé a ver qué estaba pasando y casi me atropella una manada de estudiantes que iban a toda velocidad hacia la planta baja. Allí se celebraba una charla a cerca de un mineral que el equipo de arqueólogos de la universidad había encontrado en la tumba de no sé qué faraón egipcio o maya, o de alguna civilización antigua, de las que solo se oye hablar en este tipo de charlas.
-¡Vamos Paco! ¡Vamos a ver qué ocurre!
Mi compañero de laboratorio, Óscar me instaba a que dejase mis experimentos a medias para ir con él a escuchar una aburrida exposición a cerca de un pedrusco. No estaba dispuesto a perder mi valioso tiempo con semejante estupidez, así que dije que no.
-¡Venga hombre! ¡Pasas demasiado tiempo con esa “lucecita”! ¡Distráete un poco!
A regañadientes, accedí a bajar, aunque solo fuese para fumarme un cigarro, ya que al contar mi laboratorio con balas de oxígeno y otros gases, me estaba prohibido hacerlo dentro.
Descendimos la escalera, rodeados de la marabunta de estudiantes a los que poco más que a mí les debía interesar la charla, ya que estaba claro que solo iban para escaquearse un rato de alguna clase tediosa. Nos colocamos en la parte de atrás, pues tenía la idea de desaparecer en cuanto la cosa se pusiese más aburrida de lo que fuese capaz de soportar, pero al final no me fui. El que habían descubierto era un material con una configuración molecular extrañísima. Físicamente, era imposible que aquel pedazo de cristal pudiese existir, según los datos que había recabado el equipo de investigación que lo había examinado. Se trataba de átomos de un elemento superpesado, con una configuración electrónica del todo imposible. Sin carga y sin ningún tipo de enlace entre sus moléculas. Era imposible, desde el punto de vista de la ciencia que aquello estuviese allí y fuera estable, pero, de hecho, allí estaba, ante nuestros atónitos ojos. La mayor parte de los estudiantes bromeaba tirando de los escuetos conocimientos que habían adquirido. Bromeaban a cerca de materia exótica o negativa, términos referidos a moléculas que solo existen a nivel teórico y de las que, evidentemente no tenían la formación necesaria para atreverse a clasificar. Qué atrevida es la ignorancia.
Los siguientes minutos estuve demasiado absorto en mis pensamientos a cerca de aquel material tan peculiar como para darme cuenta de que la sala se había quedado completamente vacía. Solamente quedábamos la ponente, que recogía distraída los materiales de su exposición y yo, que continuaba de pie, apoyado cerca de la puerta. Hasta Óscar me había dado por imposible y se había ido a continuar con su trabajo, mientras yo seguía dándole vueltas a posibles explicaciones para la existencia de aquel cristal.
-Doctor Cabrales, ¿está usted bien?
Ante mí una mujer muy morena de cara delgada y mirada intensa, que me observaba desconcertada ante mi aparente crisis de ausencia.
-Sí, disculpe. Una ponencia fascinante. Me he quedado maravillado con cómo ha abordado los análisis del material.
-¡Gracias!, es mucho viniendo de usted. Quería preguntarle algo…
-Usted dirá.
-He estado haciendo muchas pruebas con el mineral, tratando de determinar sus propiedades físicas, pero no he llegado a nada concluyente.
Sospecho que puede actuar como una especie de prisma, dividiendo los haces de luz blanca en rayos con distintas longitudes de onda, creo que usted trabaja con una especie de emisores de rayos de luz de una sola frecuencia o algo así.
Me encendí un cigarro. No me apetecía nada explicar en qué consistían los experimentos que estaba llevando a cabo, pero aun así me vi obligado a hacerlo por cortesía.
-Entonces, ¿usted cree que podríamos llevar a cabo una prueba con el mineral que yo traigo?
Si hubiera dicho que no tenía tiempo para juegos, o me hubiese inventado cualquier excusa, todos los acontecimientos que destrozaron mi vida y la de tantos otros nunca habrían tenido lugar.
Por desgracia, mi educación me obligó de nuevo a acceder a las peticiones de mi colega.
-Muchísimas gracias, señor Cabrales. Soy Elisa San Javier. Encantada de conocerle.
Elisa estaba muy emocionada. Llevaba años estudiando aquel pedrusco sin obtener ningún resultado y aquella era la primera vez que podría llevar a cabo algo realmente novedoso. Estaba harta de experimentos cuyos resultados eran predecibles.
Iba de un lado a otro del laboratorio preguntado para qué servía absolutamente todas y cada una de las piezas del equipo, cómo funcionaba a todos los niveles, pues se trataba de una científica muy curiosa e inteligente con una gran perspicacia. En seguida comenzó a desentrañar cada uno de los aspectos de mi trabajo. Deducciones que a mí me habían llevado meses de ecuaciones y rompeduras de cabeza, para ella eran pura lógica y me las soltaba sin tapujos, mientras yo la observaba boquiabierto.
-Entonces qué alcance tiene…, ¿cómo lo ha llamado?
-El láser. “Light amplification by stimulated emission of radiation"
-Increíble.
-No tanto. No deja de ser un ingenio. Lo interesante es tratar de darle más potencia para ver qué se puede llegar a hacer con él.
-¿Y qué cree que ocurrirá cuando lo disparemos a mi cristal?
-Pues si le digo la verdad, no tengo ni idea. La estructura molecular que usted asegura que tiene este elemento es, desde el punto de vista de la física y la química, del todo imposible.
-No perdamos el tiempo entonces. Estoy ansiosa.
Me puse a calibrar el equipo. Tardé semanas en diseñar y ensamblar cada una de las piezas del que, esperaba fuera un emisor de luz de una sola frecuencia con una potencia nunca vista hasta el momento. Coloqué el cristal de Elisa justo en la trayectoria del haz de luz que emitiría la máquina y encendí el interruptor.
-Tarda unos segundos en calentar. - Expliqué.
De pronto el rayo de luz roja salió del extremo de la máquina impactando en el mineral, pero no ocurrió nada.
-¿No puedes darle más intensidad?-Preguntó ella, visiblemente decepcionada.
Yo cumplí su capricho, girando el potenciómetro que regulaba la intensidad, haciendo que la fina línea roja se pudiese observar con nitidez. Seguía sin pasar nada.
Estábamos a punto de tirar la toalla cuando observamos un destello detrás de la piedra, como si hubiese explotado un diminuto petardo de San Juan. Nos acercamos con cautela. Le había explicado a Elisa que aquella luz roja podía llegar a dañarle las retinas si la observaba fijamente, aun así, dirigió su vista hacia ella sin llevar puesta ninguna protección ocular.
Una luz diminuta, tan pequeña como el ojo de una aguja refulgía dentro del cristal. Estaba claro que el láser provocaba una reacción en el interior de la estructura traslúcida que rodeaba la extraña materia del interior.
-Dale un poco más de potencia, Paco.
Obedecí intrigado. Sin tener en cuenta los posibles riesgos, puse el potenciómetro en el máximo. La máquina emitía un silbido agudo, como si fuese a estallar en cualquier momento, pues estaba claro que no estaba preparada para tal desarrollo energético. Pero funcionaba. La luz en el interior de la roca brillaba con fuerza e iba en aumento. A los pocos segundos alumbraba toda la habitación. Alumbraba de una forma que nunca habíamos visto antes, llegando a obligarnos a taparnos los ojos para no sufrir daños. Aumentaba de manera exponencial hasta hacer que los colores de los objetos de alrededor parecieran distorsionarse, como si estuviese emitiendo tanta potencia que desplazase la luz reflejada en aquellos trastos de laboratorio.
Entonces dejó de aumentar y a los pocos segundos, lo que arrojaba tanta energía que casi nos deja ciegos se volvió oscuro. De un negro tan profundo que no sería capaz de explicarlo con palabras. Aquel punto en el interior del cristal comenzó a hacer que la habitación se tornase de pronto sombría, como si hubiésemos corrido las cortinas. El ambiente era absolutamente lúgubre y carente de color. Parecía que estuviésemos en una habitación en blanco y negro con mala iluminación, a pesar de que fuera de la estancia el sol calentaba con fuerza.
Tras un leve chasquido, el punto de oscuridad creció hasta salirse de la piedra como si la estructura que lo rodeaba no existiese. Un frenético viento nos empujaba con muchísima fuerza hacia aquel punto negro del espacio, que se tragaba todo lo que entraba en él, independientemente de su tamaño. Mesas, sillas, material de laboratorio…, todo entraba en aquel vórtice y todo se comprimía y desaparecía dentro de él. Yo me agarré a la columna que sostenía el piso superior con todas mis fuerzas. Siempre me había parecido del todo inoportuna, pues impedía que tuviese visibilidad total de la estancia, pero en aquella ocasión fue lo que me salvó la vida.
Elisa volaba hacia la anomalía. Literalmente, el viento levantó su cuerpo y ella estaba siendo arrastrada con fuerza hacia el interior del punto oscuro cuando agarré su mano. Tiré con todas mis fuerzas para que ella misma pudiese aferrarse a la columna y a continuación, decidí actuar.
Con una mano me agarraba al cemento mientras que estiraba la otra, tratando con todas mis fuerzas de alcanzar el potenciómetro de la intensidad del rayo láser. Con suerte apagando el equipo todo se acabaría.
Elisa se dejó caer al tiempo que se aferraba a mi bata de laboratorio. Había intuido mi idea y quería que la sujetase para formar una cadena humana y que ella pudiese acceder al potenciómetro.
Finalmente, lo consiguió, aunque no apagó totalmente el equipo, sino que bajó la intensidad del láser al mínimo y el vórtice que amenazaba con tragarnos, quedó reducido a un pequeño agujero de color negro, no más grande que un guisante de tamaño medio. Su fuerza de atracción no era suficiente para ponernos en peligro siempre que no nos aproximásemos demasiado, así que pude acercarme lo bastante como para inspeccionar el resultado de nuestro experimento. De algún modo se habían generado dos puntos en la trayectoria de mi láser. Uno era de color negro y ejercía una poderosa fuerza de succión y el otro de un blanco muy brillante, casi cegador, que tenía el efecto contrario: parecía apartar cualquier elemento que se acercase. El cristal estaba rajado, pero conservaba su forma y aún se intuía en su interior lo que fuese que albergaba. Estaba claro que disparándole un rayo láser no íbamos a descubrir su composición, sin embargo, habíamos dado con algo muchísimo mejor.
-¿Qué acaba de pasar?
Elisa aún jadeaba. Estaba de cuclillas, agarrándose con fuerza las rodillas como si fuese un niño que acaba de tener una horrible pesadilla.
-Es pronto para sacar conclusiones, pero creo que algo que en teoría existe, aunque nadie ha sido capaz de demostrar. -Dije, mientras ella se esforzaba por mantenerse atenta a mi explicación - ¿Sabes lo que son los puentes Einstein -Rose?
-Me suena, aunque no estoy familiarizada en profundidad.
-En teoría, debería poder crearse un puente entre un agujero negro y otro blanco…
-¿Agujero blanco?
-Sí. Un agujero negro es un punto del espacio que atrae todo lo que se acerca, incluyendo la luz. En el centro debería hallarse la singularidad, o el punto de máxima densidad posible. Mientras que un agujero blanco sería justo lo contrario, un lugar en el espacio que expulsa todo lo que se le acerca, ¿entiendes?
-Pero ¿eso existe?
-Bueno, eso sugieren las matemáticas. - Sonreí – en teoría, estos dos puntos del espacio deberían poder conectarse mediante un túnel, los llamados “agujeros de gusano”. A través de un agujero de gusano se podría viajar instantáneamente de un punto a otro del espacio independientemente de la distancia que los separase, incluso se podría llegar a viajar en el tiempo.
-¿En serio?
-Repito que esto es teoría. Nadie ha sido capaz de demostrar nada parecido. Ni siquiera sabemos si los agujeros de gusano serían lo suficientemente estables para soportar que nada pasase a su través.
-Y crees que eso es lo que tenemos aquí…
-Pensarás que estoy loco…
-¿Cómo podemos averiguarlo?
Sin molestarme en contestar, cogí una silla que tenía a mi derecha. Un mueble barato de estos que parece que llevan ahí desde antes de que la universidad hubiese abierto sus puertas. La alcé sobre mi cabeza y la tiré directamente al vórtice. Al instante desapareció como si entrase en una habitación a oscuras y dejásemos de ser capaces de percibirla. Era lo que esperaba. Ya había visto durante el incidente que aquello era lo que ocurría con lo que se acercaba a la zona negra, pero en aquella ocasión no pretendía ver cómo la silla desaparecía, sino el diminuto destello del lado blanco. No fui capaz de percibir nada físico, pero sí una reacción, un flash como el de una cámara fotográfica que se había disparado justo en el instante en que la silla desapareció.
Acelerado, daba vueltas por el laboratorio, en busca de materiales. No sin dificultad, coloqué varias placas de Petri cerca de la zona blanca, empujándolas con una escoba que había cerca, de tal manera que quedasen repartidas bajo la anomalía. Hice lo propio con todos los mecheros Bunsen que fui capaz de recopilar entre mi laboratorio y el de química, a otro lado del pasillo, en el que por suerte, nadie trabajaba en aquel momento.
-Tiene que ser estéril, si no, no será concluyente. – Dije.