Albert - Lev Tolstói - E-Book

Albert E-Book

Lev Tolstói

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Beschreibung

Albert es un artista en el violín, un muy buen hombre, pero digno de lástima, sus miembros son delgados y débiles. Quienes lo conocen consideran que tiene un gran talento que se pierde en su desdichada figura. Afligido y consumido por el alcohol, logra transformarse cuando toca el violín, y al mismo tiempo anima a quien lo escucha a explorar en sus recuerdos y sentimientos con la contemplación de un apasionado instante feliz, de una ilimitada necesidad de poder y esplendor o de un sentimiento de sumisión, amor no correspondido o tristeza. El violín de Albert no se escucha con los oídos sino con el alma. Salvar la magia de la música que produce su violín es el reto que Tolstói presenta en este increíble cuento, traducido por Selma Ancira, a sus personajes, a Albert y al mismo lector.

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Seitenzahl: 53

Veröffentlichungsjahr: 2024

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LEV TOLSTÓI

Traducción SELMA ANCIRA

 Ilustraciones IDALIA CANDELAS

Primera edición, 2023 [Primera edición en libro electrónico, 2023]

Distribución mundial

D. R. © 2023, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel. 55-5227-4672

Coordinador de la colección: Luis Arturo Salmerón Sanginés Ilustración de interiores y portada: Idalia Candelas

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-16-8097-6 (rústica)ISBN 978-607-16-8163-8 (ePub)ISBN 978-607-16-8158-4 (mobi)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

  

I

II

III

IV

V

VI

VII

 

    I

 PASADAS las dos de la madrugada, cinco muchachos jóvenes y ricos llegaron a una mancebía petersburguesa dispuestos a divertirse.

La mayor parte de los señores eran muy jóvenes, las muchachas bonitas, y el piano y el violín tocaban incansablemente una polka tras otra. Se había bebido ya mucha champaña y los bailes y la algarabía no cesaban; pero se percibía un cierto tedio y una cierta incomodidad. Por alguna razón, todos sentían (como ocurre a menudo) que aquello no era lo que debía ser y que era innecesario.

En varios momentos se habían esforzado por mostrarse alegres, pero la alegría fingida resultaba peor que el tedio.

Uno de los cinco jóvenes, el que más descontento se sentía consigo mismo, con los demás y con la velada, se levantó con desazón, buscó su sombrero y salió dispuesto a irse a hurtadillas.

En el vestíbulo no había nadie, pero en la habitación contigua, detrás de la puerta, oyó dos voces que discutían. El joven se detuvo y se quedó escuchando.

—Imposible, hay invitados —decía la voz femenina.

—¡Déjeme salir, por favor, estoy bien! —suplicaba una débil voz masculina.

—No le permitiré pasar sin la autorización de la madama —decía la mujer—. ¿Adónde va? ¡Pero qué hombre éste!

La puerta se abrió de par en par y apareció en el umbral una extraña figura masculina. Al ver a los invitados, la criada dejó de retenerlo. La extraña figura, una vez que hubo saludado tímidamente, avanzó bamboleándose sobre sus piernas torcidas y entró en la habitación. Era un hombre de mediana estatura, de espalda estrecha y encorvada, y con una melena larga y desgreñada. Llevaba puesto un abrigo corto y unos pantalones ceñidos y rotos sobre unas sucias botas de piel rugosa. La corbata la tenía arrollada como una cuerda, atada a su largo cuello blanco. Los sucios puños de la camisa asomaban por debajo de las mangas del abrigo cayendo sobre las enjutas manos. Pero, pese a la extrema delgadez del cuerpo, su rostro era dulce, blanco y, por encima de la rala barba negra y las patillas, un fresco carmín retozaba en sus mejillas. Los despeinados cabellos, echados hacia atrás, dejaban al descubierto una frente no muy ancha pero extraordinariamente despejada. Los cansados ojos negros miraban al frente dulces, obsequiosos y al mismo tiempo serios. Su expresión se fundía de una forma deliciosa con la de sus labios frescos, de comisuras curvas, que asomaban por detrás del escaso bigote.

Después de dar unos cuantos pasos, se detuvo, se volvió hacia el joven y sonrió. Sonrió como si le costara trabajo; pero cuando la sonrisa iluminó su rostro, el joven —sin saber él mismo por qué— también sonrió.

—¿Quién es? —preguntó en voz baja a la criada, cuando la extraña figura entró en la habitación donde sonaba la música de baile.

—Del teatro, un músico loco —respondió la criada—, a veces viene a ver a la señora.

—¿Dónde estás, Delésov? ¿Dónde te has metido? —gritaban en ese momento en el salón.

El joven, que se apellidaba Delésov, volvió al salón.

El músico estaba junto a la puerta, observando a las personas que bailaban. Con su sonrisa, su mirada y los movimientos de sus pies expresaba la satisfacción que ese espectáculo le procuraba.

—¿Por qué no se une usted al baile? —le preguntó uno de los invitados.

El músico hizo una reverencia y dirigió una mirada inquisitiva a la anfitriona.

—Sí, sí, vaya usted. Si los señores lo invitan, ¿por qué no? —dijo ella.

Los miembros delgados y débiles del músico de pronto entraron en un movimiento incontenible y él, guiñando un ojo, sonriendo y contoneándose, torpe, desmañado, se puso a bailotear cabriolando por el salón. En mitad de una cuadrilla, un oficial achispado que bailaba con donaire y armonía golpeó, sin querer, la espalda del músico. Las piernas débiles, cansadas, no consiguieron mantener el equilibrio y el músico, tras dar unos cuantos pasos trastabillantes, cayó al suelo cuan largo era. Pese al ruido brusco y seco que produjo la caída, casi todos se echaron a reír en un primer momento.

Pero el músico no se levantaba. Los invitados guardaron silencio, incluso el piano dejó de sonar, y Delésov y la anfitriona fueron los primeros en correr hacia él. Estaba apoyado en un codo y miraba el suelo con expresión apagada. Cuando lo levantaron y lo sentaron en una silla, se retiró el cabello de la frente con un movimiento rápido de su huesuda mano y sonrió, sin responder a las preguntas.

—¡Señor Albert! ¡Señor Albert! —decía la anfitriona—. ¿Se ha hecho usted daño? ¿Dónde? Ya decía yo que no debía bailar. ¡Está tan débil! —continuó dirigiéndose a los invitados—. Si apenas camina, ¡y ponerse a bailar!

—¿Quién es? —preguntaban a la anfitriona.

—Un pobre hombre, un artista. Es un muy buen hombre, pero digno de lástima como ustedes pueden ver.

Lo decía sin ningún empacho frente al músico. Éste se recobró y, como asustado por algo, se hizo un ovillo, alejando a quienes lo rodeaban.

—¡No es nada! —dijo de pronto y, con un esfuerzo visible, se levantó.

Y, para demostrar que no sentía ningún dolor, caminó hasta el centro de la sala y quiso dar un salto, pero se tambaleó y se habría caído de nuevo si no lo hubiesen sostenido.

Todos se sintieron incómodos; lo veían sin proferir palabra.

La mirada del músico se apagó de nuevo y él, que parecía haberse olvidado de quienes lo rodeaban, se sobó la rodilla con la mano. De pronto levantó la cabeza, adelantó una pierna insegura, se retiró los cabellos con el mismo gesto trivial de antes y, acercándose al violinista, le quitó su instrumento.

—Todo esto no es nada —dijo de nuevo, agitando el violín—. ¡Señores, hagamos un poco de música!

—¡Qué personaje tan curioso! —comentaban los invitados.

—Quizá sea un gran talento el que se pierde en esta desdichada criatura —aventuró uno de los huéspedes.

—Sí, sí, da pena verlo —comentó otro.