Ecos de Crimea y del Cáucaso - Lev Tolstoi - E-Book

Ecos de Crimea y del Cáucaso E-Book

Lev Tolstói

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Este volumen está compuesta por cuatros relatos de Lev N. Tolstói: Relatos de Sebastopol (1855), El prisionero del Cáucaso (1872), Después del baile y Hadzhí Murat, de 1903, en los que la experiencia vital del autor es clave para trasladar una base histórica desde la que vehicular el mensaje pacifista que reina en toda su obra, donde el sufrimiento se reparte desigualmente entre las clases sociales que componen el ejército zarista. Los Relatos de Sebastopol son tres crónicas «periodístico-literarias» que detallan el terrible asedio a esta ciudad durante la Guerra de Crimea, que duró de 1853 a 1856, y que Tolstói vivió como alférez de artillería. El prisionero del Cáucaso, Después del baile y Hadzhí Murat están ambientados en el contexto de las guerras del Cáucaso de mediados del siglo xix, en Chechenia. En Después del baile, además, plantea con mucha profundidad un dilema moral a través de dos sentimientos experimentados en una misma noche: el amor y la barbarie. Hadzhí Murat (1903), su última novela, narra la historia de un prófugo perseguido por sus antiguos camaradas chechenos, que ofrece sus servicios a los rusos a cambio de ayuda. En todos estos relatos, la guerra, los combates, las conversaciones, los bailes, las traiciones, los amores o las venganzas representaron al final un escenario, el del género humano, con sus pasiones y ambiciones, un vasto mundo que se extendía ante los ojos de quien sabía leerlo e interpretarlo como pocos: el enorme observador, conocedor y narrador del alma humana que fue Lev. N. Tolstói.

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Akal / Clásicos de la Literatura / 39

Lev N. Tolstói

Ecos de Crimea y del Cáucaso

Cuatro relatos

Traducción y notas: Sergio Hernández-Ranera

Introducción: Ernesto Calabuig

Ecos de Crimea y del Cáucaso está compuesta por cuatro historias de Lev N. Tolstói: Relatos de Sebastopol (1855), El prisionero del Cáucaso (1872), Después del baile y Hadzhí Murat (1903). Inspirados en conflictos de su tiempo, en ellos su experiencia vital es clave para trasladar una base histórica desde la que vehicular el mensaje pacifista que subyace en toda su obra. Relatos de Sebastopol constituyen tres crónicas «periodístico-literarias» que detallan el terrible y cruento asedio a esta ciudad durante la Guerra de Crimea, que duró de 1853 a 1856, y que Tolstói vivió como alférez de artillería. El prisionero del Cáucaso, Después del baile y Hadzhí Murat están ambientados en las guerras del Cáucaso de mediados del siglo XIX. En Después del baile, además, Tolstói plantea, con mucha profundidad, un dilema moral a través de dos sentimientos experimentados en una misma noche: el amor y la barbarie. Hadzhí Murat (1903), su última novela, narra la historia de un líder prófugo checheno que ofrece sus servicios a los rusos a cambio de ayuda y protección.

En todos estos relatos, la guerra, los combates, las conversaciones, los bailes, las traiciones, los amores o las venganzas representaron al final un escenario, el del género humano, con sus pasiones y ambiciones, un vasto mundo que se extendía ante los ojos de quien sabía leerlo e interpretarlo como pocos: el enorme observador, conocedor y narrador del alma humana que fue Lev. N. Tolstói.

Lev N. Tolstói (1828-1910) es considerado co­mo uno de los más grandes autores de la literatura universal de todos los tiempos. Su obra es fundamental para entender el desarrollo de la novela contemporánea, siendo el principal representante del movimiento realista. Nacido dentro de una familia aristocrática, Tolstói cursó estudios de Derecho y Lenguas Orientales, pero los abandonó sin un objetivo definido, llevando una vida diletante y derrochando el dinero de su familia. Durante la Guerra de Crimea, Tolstói sirvió en el frente, y comenzó a escribir sus primeras obras. Alcanzó una gran popularidad, no solo en Rusia sino también en el resto del mundo, gracias a novelas tan fascinantes como Guerra y paz, Ana Karenina, Los cosacos o La muerte de Iván Illich. Concluyó una obra autobiográfica, Infancia, en 1852, a la que siguieron otras dos, Adolescencia (1854) y Juventud (1856). Realizó viajes por el extranjero (en 1857 y 1861), visitando escuelas alemanas y francesas y, más adelante, en Yásnaia Poliana creó para sus campesinos escuelas y centros de trabajo. Con el tiempo, Tolstói desarrolló una fuerte visión espiritual del mundo, vinculada a los primeros cristianos y la figura de Jesucristo, algo que le llevó a manifestarse públicamente como pacifista, además de escribir varios libros que fueron de gran influencia en el pensamiento sobre la no violencia en todo el mundo. En Confesión (1882), se culpó de llevar una existencia vacía y autocomplaciente y emprendió una larga búsqueda de valores morales y sociales. Tolstói murió en 1910, a los ochenta y dos años, aquejado de una fuerte neumonía. A su entierro acudieron miles de personas desde todos los rincones de Rusia para acompañarle en su último viaje.

Diseño de portada

RAG

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Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Ilustración de cubierta: Detalle de la Defensa de Sebastopol 1854-1855, por Franz Rouband, Sebastopol, Museo Panorámico sobre el asedio

© Ediciones Akal, S. A., 2023

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5331-6

Tolstói en Yásnaya Poliana en 1908.Fotografía de Serguei Prokudin-Gorskii, Museo Estatal Lev Tolstói.

INTRODUCCIÓN

Los ecos del Cáucaso

No es posible lanzarse sin más a escribir una introducción a estas cuatro auténticas joyas «bélicas» del gran genio de la literatura que fue Lev Tolstói sin detenerse antes a plantearse un par de preguntas que casi pertenecen al terreno del autoanálisis, pero, sobre todo, pienso, a un obligado ejercicio de honestidad. En primer lugar, ¿puedo abstraerme del hecho de que, tanto el día que recibí el encargo de este prólogo como en estos otros días en los que trato de redactar un texto que esté a la altura, ucranianos y rusos se desangran literalmente en una espantosa y prolongada guerra? El pequeño tictac del teclado de un portátil en la mañana de verano parece insignificante y nimio frente al macabro y terrorífico estruendo de las explosiones que arrancan o cambian para siempre el destino de tantas vidas de uno y otro lado. Escribir tiene que ver con crear y construir, con poner en pie algo nuevo, pieza a pieza, pero el trasfondo que se nos impone en estos días aciagos habla solo destrucción, derribo, derrumbe, aniquilación. Tolstói conoció la guerra, especialmente los horrores de la guerra del Cáucaso, y salvo Después del baile, los textos que el lector va a encontrar aquí lo van a situar en el fragor de los combates. Como bien sostiene el traductor de las obras de este volumen, lo que es seguro que es que, en 2022, el gran autor hubiera abrazado de nuevo un pacifismo sin reservas, esa revolución no violenta y despojada en la que el creador de Guerra y paz trató de profundizar hasta el día de su muerte. Resulta atrevido, valiente (y, añadiría, necesario) reivindicar y celebrar también con estas cuatro maravillas literarias al gran escritor ruso precisamente en un ambiente general de rusofobia ciega e indiscriminada, en un mundo de pensamiento único y de noticias teledirigidas. Lo cierto es que ningún lector que se sumerja en obras maestras como los Relatos de Sebastopol, El prisionero del Cáucaso, Después del baile y Hadzhí Murat –tan unidos de fondo por su claro mensaje antibelicista– saldrá de la experiencia sin quedar afectado en lo más profundo de su alma, y cómo no referirse al alma tratándose, nada menos, que de Lev Tolstói.

Una segunda pregunta/reflexión, que también me parece obligada, alude al lugar donde se sitúa el autor de un prólogo cuando se arranca a escribir y a acometer este proyecto: vérselas con el gigante literario de Tolstói y con el trasfondo bélico de entonces y de ahora conduce casi de inmediato a preguntarse, pero ¿quién soy yo?, o incluso, pero ¿cómo me atrevo? Y, más allá de lo estrictamente literario: ¿debería tomar algún tipo de postura aquí, como ciudadano del mundo en el siglo XXI? El caso es que no soy un historiador, ni un politólogo, ni un expolítico, ni un militar/estratega, sino un filósofo, escritor y crítico literario, y esas son mis herramientas, mi ángulo, mi particular mirada a la hora de situarme ante estos hermosos cuatro escritos de Tolstói. Dos de ellos, Después del baile y Hadzhí Murat, de su última época (1903-1904), son piezas excepcionalmente maduras y magistrales. La segunda incluso es toda una novela póstuma, que solo se publicó sin censura a partir de 1917. Como sucede con el prodigioso autor ruso, relatos o novelas cortas que recrean peripecias y aventuras, ocultan y contienen una fuerte carga de profundidad por los asuntos humanos y morales que plantean.

Hablando de asuntos y dilemas morales, es fascinante el que ofrece Después del baile –obra, como hemos señalado, de 1903– en una misma narración, a través de dos hechos aparentemente tan opuestos como el amor y la barbarie. Ya en el inicio, con ese recurso tolstoiano de hacer memoria de algo que sucedió tiempo atrás y merece ser relatado, pregunta, por boca de Iván Vasílievich, qué razón o circunstancia nos hace distinguir entre el bien y el mal, ¿es el entorno, la mera contingencia…? Aquí aparece de modo literario y no teórico-ensayístico, la convicción de Tolstói de que solo se logrará una sociedad justa si de verdad se cambian las condiciones de vida de la gente, hacia un mundo de iguales. «El entorno abruma», se declara al comienzo. El protagonista, Iván Vasílievich, desgrana ante un grupo una historia, un antiguo suceso que ocurrió en una madrugada en sus tiempos de joven y rico estudiante. Algo que le afectó de una tremenda forma y lo cambió para siempre. Enamorado de una tal Várenka, describe una fiesta, la invitación a un hermoso y prolongado baile. Pero en el plazo de unas pocas horas, de sentir amor y ternura (no solo por la dama sino por todos sus semejantes y las promesas del mundo), de percibir incluso todo lo que le rodea como «agradable y significativo», pasará a que –por un despreciable suceso del amanecer– se vea frente a la violencia y la brutalidad que, ineludiblemente, también forman parte del ser humano.

El asunto de la no-violencia es capital en el autor de Guerra y paz. Como bien precisa el filósofo Iván de los Ríos en su prólogo al Tolstói, pensador radical de Stefan Zweig (publicado en Errata Naturae) se trata además de la no violencia activa. De los Ríos señala, cómo Zweig en ese texto de 1937 (desde el absoluto desamparo y desde la contemplación del terrible derrumbe de Europa y de su mundo personal y social con el ascenso del nazismo) supo ver que Tolstói, al final de su vida, «arrojado al precipicio de la fe, descubre que no hay forma de existencia más excelsa que la beatitud construida en el interior del alma humana mediante una revolución pacífica y moral», más allá de unos poderes fácticos que, en opinión del escritor ruso, existen desde siempre para perpetuar la injusticia y la desigualdad. El ensayo de Zweig sobre Tolstói constituye una gran reflexión acerca de la revolución personal y social hacia la que derivó el creador de Anna Karénina. Zweig pone el foco sobre un Tolstói sumido en la melancolía, la angustia y el «descarrilamiento interior», que ha tomado el camino hacia una ética mística en momentos en que Turguéniev, en su lecho de muerte, le pide por carta que regrese a la literatura. Zweig señala cómo Guerra y paz supone toda una filosofía de la historia. El autor ruso buscó el sentido vital primero en la filosofía, después en la religión. Su preocupación central terminó siendo cómo vivir, tanto él como el género humano. Zweig cuenta cómo la interpretación del evangelio primitivo por parte del escritor ruso entró en conflicto con la censura y más tarde con el poder eclesial, hasta el punto de ser excomulgado en 1901 por la Iglesia ortodoxa. Su radicalidad lo convirtió nada menos que en enemigo del Estado y de la Iglesia, e hizo de él una especie de anarquista-anticolectivista. La comprensión de la permanente injusticia sobre los pobres dice el novelista austriaco que lo conduce a una llamada a la revolución moral, no violenta. Nada que ver con un comunismo sanguinario radical, por mucho que Tolstói también pidiera la abolición de la propiedad privada por otros medios.

Los que vamos teniendo una edad recordamos nuestra infancia y adolescencia de primeras lecturas entre aquellas novelas ilustradas, sobre todo de la colección «clásicos de juventud» de Bruguera o de Ediciones Molino, que combinaban la posibilidad de la lectura en texto con su seguimiento en viñetas. Allí no faltaba Emilio Salgari (El corsario negro, Sandokan…), Daniel Defoe y su Robinson Crusoe o tantos títulos de Julio Verne, pero tampoco el fascinante El prisionero del Caucaso de Tolstói, obra de 1872 que también se presenta en este volumen en la ágil y hermosa versión de su traductor. Tan apasionante resulta la historia del oficial y noble Zhilin en medio de las guerras del Cáucaso como el ritmo con el que se cuenta. La peripecia se inicia esta vez con la carta de su madre anciana, ya enferma, que le pide que regrese de los combates para visitarla y tal vez para casarse, un viaje arriesgado que pone de manifiesto el dilatado odio entre los rusos y los temibles y crueles tártaros, de religión musulmana. La única posibilidad que tenían los militares rusos para desplazarse seguros entre estepas, valles y montañas era hacerlo mediante convoyes escoltados (caballos y carromatos) en medio de páramos donde, tanto el calor como el frío eran además terribles. El temor a las emboscadas era constante, pues caer en manos del enemigo solía significar una muerte segura, o, con suerte, la posibilidad de salvarse previo pago de un rescate, pero tal vez padeciendo torturas y condiciones de esclavitud. Tolstói, buen conocedor del conflicto, deslumbra con su conocimiento de la geografía, las costumbres de unos y de otros, las vestimentas, las aldeas tártaras y sus habitantes, su manera de hablar... El texto es pura aventura trepidante, pero aflora en él una gran reflexión sobre la condición humana en situaciones límite: cómo mantener la dignidad, cómo seguir sintiéndose útil para sobrevivir, cómo no renunciar nunca al derecho inalienable de la libertad humana y al deseo de escapar de cualquier reclusión o limitación que se nos inflija. La comparación de Zhilin con el modo de ser del otro oficial, compañero de cautiverio, Kostilin, constituye un hermoso cuadro acerca de valores tan necesarios en el ser humano como el compañerismo, la generosidad, el altruismo o la solidaridad, cuando se vive en permanente amenaza.

De las cuatro obras que presenta este volumen de Akal en la traducción fluida y precisa de Sergio Hernández-Ranera, la más temprana de todas, por el año de publicación, son los Relatos de Sebastopol, de 1855-1856. La Guerra de Crimea duró del 1853 al 1856 y Tolstói vivió los combates del sitio de Sebastopol como alférez de artillería. Él llegó en noviembre de 1854. Aquel episodio duró casi un año, once meses, el tiempo que el mermado ejército ruso pudo resistir desde sus bastiones las andanadas de una poderosa alianza franco-anglo-turca. Sus Relatos de Sebastopol se estructuran en tres crónicas «periodístico-literarias» que, si en un principio entusiasmaron al zar Alejandro II según aparecían en la prensa, fueron más tarde criticadas y censuradas. No estaban dispuestos a tolerar que los aires victoriosos iniciales se transformaran en el relato minucioso de una derrota y de un absurdo que llevó a tantos y tantos combatientes al matadero. Una versión íntegra solo pudo aparecer en 1928. Tolstói toma en estas crónicas la voz como una especie de enviado especial, reportero de guerra, o guía de los lectores y, como se aprecia en el desarrollo de sus textos (Sebastopol en diciembre, Sebastopol en mayo y Sebastopol en agosto) pasa –como los propios militares protagonistas‒ del inicial orgullo patriótico a la desconfianza y la repulsa de la violencia armada «con pólvora y sangre». Desde la pura acción, el gran novelista sabe ir ahondando en lo que más le interesaba: la psicología humana y las respuestas de unos y otros ante la devastación de la guerra. El primero de los textos (Sebastopol en diciembre) se inicia con una gran puesta en escena basada en prodigiosas descripciones, donde se perciben con intensidad las imágenes, los aromas, los sonidos, los colores, la enorme bahía, el paisaje, los barcos hundidos, las carretas, los caballos reventados en combate abandonados por las calles, los disparos y cañonazos lejanos, el trasiego incesante de marineros, comerciantes, mujeres… El guía Tolstói se dirige directamente a un usted que es el lector, como parte activa de toda la representación. Al principio sabe subrayar el sentimiento de valentía y de orgullo en medio de las rutinas cotidianas que no se interrumpen pese al cerco impuesto, pues, tal como se dice, lo que no se encuentra allá es «disposición a morir». Habla de la «firmeza de espíritu» y la «dignidad personal» de muchos de los heridos. La gente continúa sus tareas, una mujer se remanga un vestido para no mancharlo ante un gran charco. El espectáculo de la sangre, los muertos y mutilados en medio del horror de los hospitales de campaña, empieza, sin embargo, a hacer mella. El autor ruso ya anticipa y (re)transmite la situación real: «Verá la guerra, no en su vertiente cabal, bella y brillante, con su música y tamborileo, con los estandartes ondeando y los generales cabriolando a caballo, sino la guerra en su expresión verdadera: con sangre, sufrimientos y muerte». Especialmente difícil es la supervivencia en el mitológico cuarto bastión, entre cañonazos aterradores y proyectiles de mortero, aunque aún prevalece el heroísmo y el «amor a la patria» de los defensores rusos ante el asedio. Tolstói firma esta primera parte, centrada en el mes de diciembre, el 25 de abril de 1855. Así lo firma en la entrega a la prensa.

La acción de Sebastopol en mayo comienza cuando llevan seis meses de combate en esta ciudad y los tintes heroicos se atenúan ante la barbarie continuada. En el retrato que nos llega prevalece el desencanto y una idea muy clara arraigada en Lev Tolstói, que «una cuestión no resuelta por los diplomáticos, menos aún se resuelve a base de pólvora y sangre». El escritor acentúa lo irracional de la guerra y seguimos a los militares protagonistas como en prodigiosos golpes de cámara donde nos vemos, por ejemplo, acompañando al oficial Mijailov mientras sube una cuesta y desentraña el contenido de una carta donde que nos habla de una mujer deseada, de la buena vida dejada atrás... El enorme talento descriptivo lleva a que el lector se sumerja en la narración con el sentimiento de que cada uno de los personajes es absolutamente real. Los bailes de oficiales en pleno conflicto crean una sensación de irrealidad, tanta como los militares aún deseosos de condecoraciones y honor antes de saltar literalmente por los aires, todo un retrato de la naturaleza humana, de nuestros afanes y obstinaciones. Por todas partes «vanidad, vanidad y nada más que vanidad, incluso al borde de la tumba», lamenta. Se acrecienta el presentimiento generalizado de que pronto morirán en uno de los bastiones, bombardeados de forma implacable por un enemigo que los revienta y que inutiliza sus piezas de artillería. El dominio narrativo del Tolstói hace que sujete con suavidad las riendas del texto mientras dirige con astucia al lector, incluyéndolo, asomándolo o retirándolo del lugar de los hechos: «Y se puso alegremente a relatar con ingenio y animación una historia de amor que obviaremos, puesto que ahora no es de nuestro interés». O: «Y con estas palabras pasó con Kalunguin a ver al general, adonde nosotros ya no le seguiremos». O, más adelante, «mejor fíjese el lector en ese niño de diez años que…».

En el frente, los combates se alternan con la tentativa de­sesperada de mantener aún algún tipo de normalidad y vida cotidiana. El príncipe Galtsin, dirigiéndose a sus amigos oficiales, comenta: «Se hace raro pensar que estemos en una ciudad asediada: un piano, te con nata y una vivienda que, la verdad, ya me gustaría tener una así en Petersburgo». ¿Puede normalizarse el horror? La costumbre de los combates nocturnos hace confesar a un personaje: «¿Sabes? Hay veces que es imposible distinguir las estrellas de las bombas». Si hay algo que resalta Tolstói es cómo el sufrimiento de los soldados rusos acaba afectando a todos, independientemente de su clase social, se extiende y se reparte de manera igualitaria. Conforme avanzan las hostilidades, los rusos se fueron viendo superados por los proyectiles turcos y franceses que caían precisos y constantes sobre los bastiones, centenares de heridos deambulaban, crecía el horror en el hospital y en los puestos de socorro. Tosltói subraya con maestría el miedo, el desencanto en las trincheras, los últimos pensamientos de los soldados y oficiales en el combate antes de morir, las órdenes absurdas, la dificultad de asumir el puro azar en que todo consiste, la búsqueda delirante de condecoraciones y aplauso público. Sebastopol en mayo lo firma el 26 de junio de 1855.

Sebastopol en agosto de 1855 es la tercera entrega que Tolstói llevó a cabo de su crónica del asedio. Esta vez nos invita a seguir los pasos de un teniente (Kozeltsov) y lo hacemos desde el inicio con curiosidad, gusto e interés. Se trata de un oficial que había sido herido en mayo y que, aún no recuperado del todo, decide regresar a su regimiento a bordo de una carreta. Prevalece ya definitivamente una atmósfera y una conciencia de derrota inminente en el ánimo de la tropa rusa y en los mandos. Hay toda una amalgama caótica, un imaginario que es mezcla de incertidumbre, penalidades, destrucción, burocracias atascadas, miedo, e incluso pura cobardía tras el arrojo y el ardor guerrero inicial. Tolstói nos habla de oficiales que se demoran por el camino deliberadamente, para no acudir a los combates y a la cita con una muerte segura. Hablando de uno de ellos, escribe: «procuraba viajar con la mayor tranquilidad posible, pues consideraba estos días como los últimos de su vida… se alegraba cuando no le daban caballos». La crónica de Tolstói propicia el encuentro casual del protagonista con su hermano menor en una posada del camino, el joven e inexperto Volodin, que pronto comprueba qué clase de matadero es al que se dirige. En el texto van surgiendo reflexiones muy interesantes acerca de en qué consiste la verdadera autoridad y el carisma. Deja aflorar Tolstói su tesis de que la autoridad y el respeto deben estar necesariamente guiados por auténticos principios morales y por la experiencia, no por intereses de cualquier clase. Uno debe someterse o subordinarse, viene a decir, solo cuando se reconocen virtudes morales en quien ostenta el mando. El pesimismo lo invade todo a estas alturas: «Mal, vueseñoría –contesta un soldado‒. Los franceses nos están superando». De nuevo el escritor ruso mide al detalle y lleva las riendas con dominio para acercar o alejar al lector de los asuntos que considera importante mostrar. No es raro que, en el contexto y cenit de una pelea entre oficiales que juegan y apuestan a las cartas, borrachos y bravucones ya, Tolstói escriba: «Pero corramos un tupido velo sobre esta escena tan triste». Pues añade que, después de todo, cada uno de los que ahí están reunidos morirán como héroes al día siguiente. Deslumbra con el gran detalle y caracterización de los combatientes en su vida en los bastiones, con un intercalado de frases de fino estilista: «hablaba un ruso excelente, pero de una manera demasiado correcta y bella para un ruso». Como en el conjunto de las obras de Tolstói que aparecen en esta edición, también aquí las valiosas notas explicativas del traductor, tan buen conocedor del idioma y de las costumbres de los pueblos eslavos, nos llevan de la mano. Sebastopol en agosto es, en realidad ya, el relato de una espera desesperada, la de la inevitable e inminente derrota y el desastre de la muerte y la desbandada de los supervivientes tras once meses de hostilidades. Este último texto lo firma para su publicación en prensa el 27 de diciembre de 1855 en Petersburgo.

La última obra de Tosltói que se presenta en este volumen, Hadzhí Murat, es también su última novela, escrita en 1904, cuando solo le quedaban seis años de vida. Una vez más, nos atrapa con su ambientación inicial, esos extensos campos en la mitad del verano, descritos con tanta precisión y belleza, donde de paso se plantea el difícil asunto de la relación de dominio y destrucción del hombre con la naturaleza. A propósito de esa contemplación y reflexión, al viajero-narrador le viene a la memoria «una vieja historia del Cáucaso, parte de la cual yo mismo presencié, parte la escuché de boca de testigos oculares y parte me la imaginé», unos hechos reales, ocurridos en 1851, para los que, por cierto, como bien nos cuenta el traductor en el cuerpo de notas, Tolstói se documentó a fondo, llegando a entrevistarse con familiares de los oficiales que tomaron parte en esa peripecia tremenda. La gran figura de esta novela es un guerrero, Hadzhí Murat, musulmán, lugarteniente, héroe en batallas contra los rusos (unas veces descritos como «perros rusos» otras como «cerdos rusos»). Por un giro del destino, Hadzhí trata de pasarse al otro bando. Al inicio llega a caballo a una aldea acompañado por sus guardias más fieles. Pronto sabremos que pende sobre él una orden de captura, vivo o muerto, pero no desde el bando ruso sino por obra de su antiguo jefe Shamil, mando de los montañeses/chechenos. El genio de Tolstói hace que tras desgranar las atrocidades de los rusos, estos también se vean humanizados a través de las conversaciones de muchos pobres soldados zaristas a los que allí les ha tocado servir. Sus conversaciones mientras comparten una pipa a escondidas en la guardia nocturna sin lanzar destellos, revelan las penalidades de la vida militar dentro y fuera de la fortaleza y los muchos riesgos que corren a diario. De paso nos enteramos de cuestiones como que el jefe de la compañía, con deudas de juego, «ha vuelto a meter la mano en la caja», algo que desestabiliza la economía de todo el destacamento. Aventura, noche, temores, encuentros de rusos y chechenos en la oscuridad… elementos que atrapan desde el comienzo a los lectores, que también se sumergen en la forma de vida de unos oficiales que matan el tiempo jugando a las cartas y bebiendo vodka y cerveza. En medio de la peripecia surgen asuntos tan tolstoianos y filosóficos como la posibilidad o imposibilidad de la libertad humana. El sirviente Vavilo dice en un pasaje, hablando de su señor: «Me ha prometido liberarme cuando regresemos del Cáucaso. ¡Pero a dónde voy yo con mi libertad! ¡Perra vida!». Hadzhí Murat es, pues, un prófugo perseguido por sus antiguos camaradas chechenos, que además han capturado a la familia del protagonista para forzar su regreso y acabar con su vida. Él ofrece sus servicios a los rusos a cambio de ayuda. La desconfianza de unos por otros, el miedo a las traiciones, crea una atmósfera adictiva durante toda la historia. Por el camino encontramos muchas de las maravillas reflexivas del escritor ruso, como sus pensamientos ante la muerte de un general: «Nadie veía en aquella muerte el aspecto más trascendental de esta vida; su término y el regreso adonde había surgido». El texto está plagado de observaciones curiosas: «Durmió dieciocho horas seguidas, como habitualmente hacen los que pierden en el juego» y otras que sobrecogen: «fumaban, bebían y bromeaban sin preocuparse de que la muerte podía sorprender a cada uno de ellos en cualquier instante». Toda la novela retrata un micromundo descrito de manera prodigiosa, se trate del campamento checheno en la montaña, del destacamento ruso, o de los dramas de muchas familias campesinas cuyos hijos mueren en el combate «defendiendo al zar, la patria y la fe ortodoxa». Precisamente, un largo pasaje nos sitúa incluso en el Palacio de Invierno, con el temible zar Nicolás, en su arbitrario ejercicio del poder y también capaz de la crueldad máxima. Se describe el infierno de la guerra contra los chechenos («los chechenos, pueblo inconstante y frívolo», lamenta incluso su propio líder Shamil). Hablando de crueldad, no es menos la que se relata de la aldea musulmana, con la estricta aplicación de la sharía sobre los supuestos ladrones y asesinos.

Una figura muy interesante, antes de caer en desgracia, es la del oficial ruso Butler, con su capacidad de admiración por el otro, y tan deseoso de entendimiento y comprensión entre pueblos diferentes. El pacifismo de Tolstói y su voluntad de desenmascarar los absurdos de cualquier enfrentamiento bélico quedan de manifiesto en las palabras de María Dmítrievna, cuando alguien le comenta «Así es la guerra» y ella responde: «¿Qué guerra? Sois unos asesinos. Eso es todo». La parte final de Hadzhí Murat es un increíble, vibrante y trágico crescendo lleno de fuerza y de imágenes poderosas. Una gran frase de despedida sabe cerrar el ciclo de esta sobrecogedora novela y llevarnos de vuelta al origen, al observador inicial de los campos inmensos tras la cosecha. Después de todo, como bien señaló el filósofo Antonio Ríos en su Lev Tolstói publicado en Rialp, más allá de la épica y el heroísmo de los personajes del Cáucaso, para el escritor ruso «esos personajes son el espejo en que se reflejan dos temas fundamentales: el poder y belleza de la naturaleza salvaje y la vida cotidiana de los hombres, ya sean cosacos, rusos o chechenos». La guerra, los combates, las conversaciones, los bailes, las traiciones, los amores o las venganzas representaron al final un escenario, el del género humano, con sus pasiones y ambiciones, un vasto mundo que se extendía ante los ojos de quien sabía leerlo e interpretarlo como pocos: el enorme observador, conocedor y narrador del alma humana que fue Lev N. Tolstói.

Ernesto Calabuig

Cronología

1828: Lev Nikoláievich Tolstói nace el 28 de agosto en el dominio de Yásnaya Poliana, cerca de Tula (Rusia), en una antigua familia perteneciente a la nobleza rusa.

1830: Fallece su padre y, cuando tenía nueve años, muere su madre. Los hermanos Tolstói fueron confiados a la tutela de dos tías paternas.

1841: Lev pasó a vivir con una de sus tías en la ciudad de Kazán.

1844: Comienza a estudiar Derecho y Lenguas Orientales en la Universidad de Kazán, pero pronto abandona sus estudios y regresa a Yásnaya Poliana, para luego pasar gran parte de su tiempo entre Moscú y San Petersburgo.

1851: Se alista en el ejército y entra en contacto con los cosacos, que se convertirían en los protagonistas de algunas de sus novelas.

1852: Su primer relato, Infancia, es un gran éxito. En esta línea autobiográfica, escribirá Adolescencia (1854), y Juventud (1855). Sus prometedores comienzos como escritor no convencieron a Tolstói de abandonar su carrera militar.

1854: Estalla la Guerra de Crimea. Tolstói ingresa a la brigada de artillería como suboficial y participa en las batallas de Sebastopol. Este episodio le inspira los Relatos de Sebastopol, una colección de tres cuentos que describen su experiencia de la guerra.

1857: Realiza viajes por el extranjero (también en 1861), visitando escuelas alemanas y francesas y, más adelante, en Yásnaya Poliana crea para sus campesinos escuelas y centros de trabajo.

1859: Escribe Felicidad conyugal.

1862: Se casa con Sophie Behrs, una joven dieciséis años menor que él con quien tiene catorce hijos en quince años.

1863: Escribe Los cosacos, donde describe la vida de este pueblo.

1869: Publica una de las principales novelas de su obra, Guerra y paz (1865-1869), obra que retrata con gran realismo la historia de Rusia en la época de Napoleón. Su capacidad para transcribir con precisión la vida del pueblo ruso en la época de los zares le valió un renombre considerable.

1873-1877: Escribe otra gran novela, Anna Karenina, que relata la historia del amor adúltero y el trágico destino de Anna, una joven de la nobleza rusa. Entonces, en el apogeo de su gloria, las preocupaciones religiosas y sociales de Tolstói se acentúan.

1877: Al día siguiente de la publicación de Anna Karenina, Tolstói decide convertirse al cristianismo. A través de sus libros que combinan reflexiones filosóficas y morales, Tolstói aboga por el antimaterialismo y defiende la no violencia. Escritor comprometido, también toma partido contra todas las formas de injusticia, denuncia la hipocresía religiosa y social y lucha por mejorar la condición de los siervos.

1882: Escribe La confesión, donde se culpa de llevar una existencia vacía y autocomplaciente, y emprende una larga búsqueda de valores morales y sociales.

1884-1885: Narra cuentos de carácter edificante, reunidos en el volumen Historias para el pueblo, y obras destinadas a lectores cultos, en las que se permite un mayor espacio para desarrollar su poderosa inventiva. La muerte de Iván Ilich, de 1885,es uno de los cuentos de más éxito.

1888: Escribe la obra teatral El poder y las tinieblas, una tragedia.

1889: Publica La Sonata a Kreutzer, un cuento sobre la educación sexual y el matrimonio.

1894: Compone el ensayo Amo y criado.

1898: En el ensayo ¿Qué es el arte?, realiza una condena de casi todas las formas de arte, y aboga por un arte inspirado en la moral, en donde el artista comunicara los sentimientos y la conciencia religiosa del pueblo.

1899: Publica Resurrección, una larga novela que condensa toda su teoría social y filosófica y da testimonio de sus últimas consideraciones religiosas.

1901: Al levantarse contra la actitud de la Iglesia ortodoxa, complaciente con la guerra y la pena de muerte, el escritor es excomulgado.

1909: Tolstói escribe en su postrer libro Últimas palabras, en el que aboga por una vida según la ley de Cristo: amándonos los unos a los otros, siendo vegetarianos y trabajando la tierra con nuestras propias manos.

1910: Con ochenta y dos años, atormentado por la disparidad entre sus criterios morales y su riqueza material, y por las disputas con su mujer, que se oponía a deshacerse de sus posesiones, Tolstói, acompañado por su médico y la menor de sus hijas, se marcha de casa a escondidas en medio de la noche. Tres días más tarde, cae enfermo de neumonía y, el 20 de noviembre de 1910, fallece en una estación de ferrocarril en Astápovo (hoy Lev Tolstói), provincia de Lípetsk.

1912: Se publica, póstumamente, Hadzhí Murat.

RELATOS DE SEBASTOPOL

SEBASTOPOL EN DICIEMBRE

La alborada apenas comienza a tintar el horizonte sobre la colina Sapún[1]. La superficie azul del mar ya se ha despojado de la oscuridad de la noche y aguarda al primer rayo para jugar con su alegre destello. De la bahía llega frío y niebla. No hay nieve, todo está negro, pero la penetrante helada matutina golpea el rostro y cruje bajo los pies. Y solo el rumor lejano e incesante del mar, rara vez interrumpido por el fragor de los disparos en Sebastopol, quiebra el silencio de la mañana. En los barcos un tañido sordo marca la octava media hora[2].

En la bahía Sévernaya[3], la actividad diurna empieza poco a poco a dar relevo al sosiego de la noche; allá donde ha tenido lugar un cambio de guardia, haciendo tintinear los fusiles; acá un médico ya va con prisa al hospital; allá un soldado sale de su barraca, se lava con agua helada su cara broncínea y, volviéndose hacia el este purpúreo, se persigna con rapidez y reza a Dios; aquí una madzhara[4] alta y pesada tirada por camellos se arrastra a duras penas, chirriando hacia el cementerio para enterrar los cadáveres ensangrentados de los que va casi atiborrada… Es acercarse a los muelles y un particular olor a hulla, estiércol, humedad y carne de vaca le golpea; miles de cosas de lo más variado (leña, carne, gaviones, harina, hierro, etc.) se amontonan junto a las dársenas; soldados de diferentes regimientos, con sacos y fusiles, o sin sacos ni fusiles, se apiñan aquí, fuman, maldicen y acarrean cargamentos pesados hasta el barco, que permanece humeante junto al embarcadero; chalanas particulares atestadas de gente de toda condición (soldados, marineros, comerciantes, mujeres) atracan y desatracan en el muelle.

―¿Vueseñoría va a Gráfskaya[5]? Tenga la bondad –le ofrecen sus servicios dos o tres marineros retirados, poniéndose de pie en sus chalanas.

Elige usted la que está más cerca, pasa por encima de un cadáver semiputrefacto de un caballo bayo que yace en el fango junto a las barcas, llega hasta el timón y suelta amarras. A su alrededor, el mar ya brilla a la luz del sol de la mañana. Delante, un marinero viejo con abrigo de camello y un joven de pelo claro reman en silencio con ahínco. Contempla las moles rayadas de los barcos, dispersos aquí y allá por toda la bahía; esos pequeños puntos negros, las chalupas, que se mueven por el refulgente azul; las hermosas y luminosas construcciones de la ciudad, que se divisan desde este lado y que los rayos rosados del sol de la mañana ya colorean; la espumeante línea blanca de la barrera flotante[6] y de los barcos hundidos, de los que en algún punto sobresalen tristemente los extremos oscuros de sus mástiles; la lejana flota enemiga, que se perfila en el horizonte cristalino; y los chorros de espuma, de los que saltan las burbujas de agua salada que levantan los remos. Escucha usted el ruido rítmico que producen los remos; el rumor de las voces, que le llegan a través del agua; y el majestuoso fragor del cañoneo que, a su parecer, se intensifica sobre Sebastopol.

Es imposible que ante la idea de estar en Sebastopol no le atraviese el alma un sentimiento de cierta valentía y orgullo, y que la sangre no empiece a correr más rápido por sus venas…

―¡Vueseñoría! ¡Va directo hacia el Kistentín![7] –le dirá el viejo marinero, volviéndose para comprobar la dirección que usted le ha dado a la barca–. Vire a babor.

―Pues todavía tiene los cañones –advertirá el muchacho de pelo claro, al pasar junto al buque, y observarlo.

―Claro, era nuevo, en él vivía Kornílov[8] –señalará el viejo, echando también un vistazo al barco.

―¡Mira dónde estalló! –dirá el muchacho tras guardar silencio durante unos momentos, mientras ojea una nubecilla blanca de humo que se dispersa, surgida de repente sobre la bahía Sur y acompañada del ruido seco de la explosión de una bomba.

―Es él quien tira ahora desde la nueva batería –añadirá el viejo, escupiéndose con indiferencia las manos–. Venga, rema con todas tus fuerzas, Mishka, y adelantaremos a la barcaza–. Y su chalana avanza más rápido a través de la marejada de la bahía, adelanta en efecto la pesada barcaza en la que se apilan unos costales y donde soldados desmañados reman de manera desacompasada, y aborda el muelle de Gráfskaya entre los numerosos botes de todo tipo allí amarrados.

En el malecón se mueve ruidosamente una muchedumbre de soldados grises, marineros oscuros y mujeres coloridas. Estas venden molletes y hombres con samovares gritan «¡Aloja caliente!». Y allí mismo, en los primeros escalones, se diseminan proyectiles oxidados, bombas, metralla y cañones de hierro colado de distintos calibres. Un poco más adelante se halla una gran superficie donde se amontonan unos travesaños enormes, cureñas y soldados durmiendo. Hay caballos, carretas, cañones enmohecidos y cajas, pabellones de fusiles. Soldados, marineros, oficiales, mujeres, niños y comerciantes pululan por el lugar. Circulan carretas cargadas de heno, sacos y barriles. En alguna parte pasan a caballo un cosaco y un oficial, un general lo hace en coche ligero. A la derecha, la calle está obstaculizada por una barricada en cuyas troneras se han emplazado unos cañones pequeños. Al lado se sienta un marinero, fumando una pipa. A la izquierda aparece una bonita casa con números romanos en su frontón, bajo el cual hay soldados y camillas ensangrentadas. Por doquier ve usted las molestas huellas del campamento militar. Su primera impresión será, necesariamente, de lo más desagradable: la extraña mezcla entre la vida urbana y la del campamento, entre una hermosa ciudad y un sucio vivac que no solo es feo, sino que se antoja un desastre repugnante. Incluso le parecerá que todos andan atemorizados y ajetreados sin saber qué hacer. Pero observe más de cerca el rostro de las gentes que se mueven a su alrededor y verá algo completamente diferente. Mire al menos a ese soldadito del convoy[9], el que lleva un tiro de tres bayos para darles de beber y va tarareando algo tan tranquilo. Es evidente que no se extraviará entre esta variopinta muchedumbre, que para él no existe, y cumplirá a toda costa con su cometido: dar de beber a los caballos o llevar armas con la misma tranquilidad, aplomo e indiferencia que si hiciera esto mismo en algún lugar de Tula o Saransk. La misma expresión verá usted en la cara de ese oficial con guantes impecablemente blancos que pasa por su lado; en la del marinero que fuma sentado en una barricada; en la de los soldados obreros que aguardan con camillas a la entrada de la antigua Asamblea; y en la de esa muchacha que, temiendo ensuciarse su vestido rosa, cruza la calle saltando por las piedras.

¡Sí! Seguramente quede usted decepcionado si es la primera vez que viene a Sebastopol. En vano buscará, en un solo rostro siquiera, huellas de agitación, perplejidad o incluso entusiasmo. Tampoco disposición a morir ni firmeza; nada de esto. Verá usted gente común tranquilamente ocupada en sus quehaceres cotidianos. De modo que tal vez se reproche a sí mismo un exceso de arrebatamiento y dude acaso de la validez del concepto de heroísmo que se ha formado de los defensores de Sebastopol a partir de relatos y descripciones, así como del aspecto de la ciudad y los sonidos desde el lado Norte. Pero antes de que le asalten las dudas, vaya a los bastiones, vea a los defensores de Sebastopol en sus puestos defensivos o, mejor aún, entre un momento directamente enfrente, en el edificio de la antigua Asamblea de Sebastopol, en cuyo soportal aguardan unos soldados con camillas. Allí podrá ver a los defensores de Sebastopol. Verá espectáculos horribles y tristes, grandiosos y divertidos, pero igualmente admirables, de los que elevan el alma.

Entre en el gran salón de la Asamblea. Apenas abra la puerta, la repentina visión y el olor de cuarenta o cincuenta amputados y heridos graves, algunos en catres, la mayoría en el suelo, le aturdirán. No ceda a la sensación que le retiene en el umbral de la sala; es un mal presentimiento. Siga adelante, no se apure por que le parezca haber llegado para contemplar a los sufridores, no tenga vergüenza de acercarse y conversar con ellos; a los desdichados les agrada ver un rostro humano condescendiente, les agrada contar sus sufrimientos y escuchar palabras de afecto e interés. Pase usted por en medio de los camastros y busque una cara de expresión menos grave y doliente, y resuelva acercarse para conversar.

―¿Dónde te han herido? –le pregunta usted indeciso y apocado a un soldado viejo y demacrado que, sentado en el catre, le sigue con una mirada bondadosa, como invitándole a acercarse. Y digo «apocado» porque los sufrimientos, aparte de una profunda condescendencia, por alguna razón infunden un miedo a ofender y una alta estima por el que los padece.

―En la pierna –contesta el soldado. Y justo en ese momento usted mismo advierte por los pliegues de la manta que no tiene pierna más allá de la rodilla–. Gracias a Dios –añade–, ya me dan el alta.

―¿Y hace mucho que te hirieron?

―Pues hace ya más de seis semanas, vueseñoría.

―Bueno, ¿y te sigue doliendo?

―No, ya no, nada. Únicamente cuando hace mal tiempo me duele un poco la pantorrilla. Pero aparte de eso, nada.

―¿Y cómo te hirieron?

―En el quinto bastión, vueseñoría, durante el primer bombardeo. Había apuntado con el cañón, de manera que empezaba a retirarme a otra tronera. Entonces me dio en la pierna, fue como si cayera en un agujero. Miro, y ya no tenía pierna.

―¿Acaso no te dolía en ese momento?

―Nada. Era solo como si me tocaran con algo caliente.

―¿Y después?

―Después, tampoco. Solo cuando se pusieron a estirar la piel, sentí una especie de escozor. Lo principal, vueseñoría, es no pensar mucho. Si no piensas, no te afecta. Todo afecta más cuando lo piensas.

En ese instante se acerca a usted una mujer con un vestido gris a rayas y cubierta con un pañuelo negro. Se inmiscuye en su conversación con el marinero y empieza a contarle cosas de él; sus sufrimientos, la desesperada situación en la que ha estado durante cuatro semanas, que ya herido retuvo la camilla para contemplar las salvas de nuestra batería, que grandes príncipes han hablado con él y le han donado 25 rublos y que, tal y como les dijo, quiere volver de nuevo al bastión para instruir a los jóvenes si él ya no pudiera trabajar. Mientras dice todo esto sin tomar aliento, la mujer les mira alternativamente a usted y al marinero, quien de espaldas y como si no la escuchara, deshilacha la almohada mientras sus ojos brillan con un deleite especial.

―¡Es mi señora, vueseñoría! –le indica el marinero con una expresión que parece decir: «Perdónela. Ya sabe, cosas de mujeres, dice tonterías».

Comienza usted a entender a los defensores de Sebastopol; por algún motivo empieza a sentirse avergonzado frente a este hombre. Le gustaría decirle muchas cosas para expresarle su condescendencia y asombro, pero no encuentra las palabras o no está satisfecho con las que le vienen a la cabeza. Y lleno de pudor se inclina en silencio ante esta silente e inconsciente grandeza y firmeza de espíritu, ante semejante dignidad personal.

―Bueno, Dios quiera que te recuperes pronto –le dice usted, y se detiene ante otro enfermo tumbado en el suelo y que parece aguardar la muerte entre un sufrimiento insoportable.

Es un hombre de pelo claro y rostro rollizo y pálido. Yace boca arriba, con la mano izquierda echada hacia atrás, en una posición que denota un sufrimiento atroz. Su boca abierta, seca, a duras penas deja escapar un aliento estertoroso; sus ojos azules, empañados, están en blanco; y bajo la manta que se le cae a un lado asoman los restos de su mano derecha, envuelta en vendas. Un insoportable olor a muerto le golpea aún más fuerte, y el fuego interno que consume y atraviesa todos los miembros del doliente, parece penetrar también en usted.

―¿Qué le pasa? ¿Está inconsciente? –le pregunta a una mujer que va detrás de usted y que le mira con igual ternura que a un pariente.

―No, todavía oye, pero está muy mal –susurra–. Le di té hace un rato (bueno, aunque sea un extraño, hay que mostrar piedad), pero apenas se lo ha tomado.

―¿Cómo te sientes? –le pregunta usted. El herido vuelve sus pupilas al oír su voz, pero no lo ve ni le comprende.

―El corazón mearde[10].

Un poco más allá ve a un soldado viejo que está cambiando las sábanas. Su cara y su cuerpo, escuálidos como los de un esqueleto, son como de color marrón. Le falta un brazo, está amputado desde el hombro. Se encuentra animado, está restablecido. Pero a juzgar por su mirada mortecina y apagada, por su terrible escualidez y las arrugas de su rostro, comprende que este ser ha pasado la mejor parte de su vida entre padecimientos.

En el otro lado verá en un catre a un sufrido rostro de mujer, pálido y delicado, pero en cuyas mejillas ha prendido un rubor febril.

―El día 5[11] una bomba le dio en la pierna a nuestra marinera –le dirá su guía–. Iba al bastión a llevarle la comida a su marido.

―¿Qué pasó? ¿Amputaron?

―Por encima de la rodilla.

Ahora, si tiene estómago, entre por esa puerta a la izquierda. Es la habitación donde ponen vendajes y operan. Verá allí a médicos con las manos ensangrentadas hasta los codos y el semblante pálido y sombrío, atareados en torno a un catre donde, con los ojos abiertos y como delirando, diciendo palabras sin sentido, aunque a veces sencillas y conmovedoras, yace un herido bajo los efectos del cloroformo. Los doctores se hallan ocupados en la repulsiva, pero benefactora, tarea de amputar. Verá cómo un cuchillo curvo y afilado entra en un cuerpo blanco y sano; verá cómo el herido vuelve de repente en sí con un grito terrible y desgarrador, maldiciendo; verá cómo el enfermero arroja a un rincón el brazo seccionado; verá cómo en esa misma sala, otro herido en una camilla, al contemplar cómo operan a su camarada, se retuerce y gimotea no tanto por el dolor físico como por el tormento moral de la espera; verá espectáculos horribles, de los que estremecen el alma; verá la guerra no en su vertiente cabal, bella y brillante, con su música y tamborileo, con los estandartes ondeando y los generales cabriolando a caballo, sino la guerra en su expresión verdadera: con sangre, sufrimientos y muerte…

Cuando salga de esta casa del sufrimiento, experimentará sin falta una sensación placentera, tomará una bocanada de aire fresco con más fuerza y sentirá satisfacción al ser consciente de su salud. Pero al mismo tiempo, al contemplar estos padecimientos, ganará conciencia de su insignificancia y con calma, sin vacilación, se dirigirá a los bastiones…

«¿Qué significan la muerte y las penas de un gusano insignificante como yo en comparación con tantas muertes y tanto sufrimiento?». Aunque la visión de cielo límpido, del sol brillante, de la hermosa ciudad, de la iglesia abierta y del gentío uniformado moviéndose en todas direcciones pronto sumirá su ánimo en un estado normal de ligereza, de preocupaciones mezquinas y de pasión únicamente por el presente.

Tal vez se tope con los funerales de algún oficial, con su ataúd de color rosado, su música y sus estandartes ondeando. Tal vez llegue hasta sus oídos el ruido de los cañones proveniente de los bastiones, aunque esto no le llevará de vuelta a sus pensamientos anteriores. Los funerales le parecerán un espectáculo marcial muy bello y el cañoneo un sonido marcial muy hermoso, y no relacionará este espectáculo y estos sonidos con la idea que claramente ha asumido acerca del sufrimiento y de la muerte, como sí hizo en el puesto de socorro.

Al atravesar la iglesia y la barricada, entrará en la parte más animada de la ciudad, la de mayor vida interna. A ambos lados verá letreros de tiendas y tabernas. Comerciantes, mujeres con sombrero y pañuelo, oficiales lechuguinos… Todo habla a las claras de la firmeza de ánimo, aplomo y seguridad de sus habitantes.

Pase a esa taberna de la derecha si desea escuchar los chismes de los marineros y los oficiales; seguramente estén hablando de lo sucedido la noche anterior, de un tal Fenka, de los combates del día 24[12], de lo caros que están los filetes rusos y de lo mal que los sirven, y de que han matado a tal o cual camarada.

―¡Qué mal lo estamos pasando ahora, demonios! –dice con voz gutural un oficial naval rubito y barbilampiño que lleva una bufanda verde de punto.

―¿Dónde? –le pregunta otro.

―En el cuarto bastión[13] –responde el oficial jovencito–. Y usted, con gran atención e incluso cierto respeto, mirará sin falta al oficial rubito mientras este responde «en el cuarto bastión». Su desparpajo excesivo, su braceo, su voz y risa sonoras que le habrán parecido una insolencia, se le mostrarán ahora con ese particular estado de ánimo propio de los duelistas, el cual adquieren las personas muy jóvenes pasado el peligro. Sin embargo, usted pensará que se pondrá a contarle lo mal que se pasa en el cuarto bastión debido a las bombas y a las balas. ¡Pero nada de eso! Lo malo es el barro. «No se puede entrar en la batería» –le dirá, mostrándole sus botas, cubiertas de barro casi hasta la rodilla. «Pues hoy nos han matado a nuestro mejor artillero, le dieron en toda la frente» –dirá otro. «¿Quién? ¿Mitiujin?» «No… Pero, bueno, ¿me van a traer los filetes o no? ¡Menudos canallas! –le soltará a uno de los sirvientes del mesón–. Mitiujin no, Abrósimov. Un valiente, participó en seis ataques por sorpresa».

En la otra esquina de la mesa, tras unos platos de filetes rusos con guisantes y una botella de vino agrio de Crimea al que llaman burdeos, están sentados dos oficiales de infantería: uno, joven, con cuello rojo y dos estrellas en su capote, le cuenta al otro, mayor, con cuello negro y sin estrellas, la batalla de Almá[14]. El primero ya está un poco bebido y, a juzgar por las interrupciones que hace en su relato, por su mirada indecisa que expresa la duda de que le estén creyendo y, sobre todo, por el papel demasiado grande que se atribuye en todo aquello, demasiado terrible, se nota que se está desviando bastante de la narración rigurosa de la verdad. Pero usted no está para esos cuentos, que aún habrá de escuchar por mucho tiempo en todos los rincones de Rusia. Usted más bien quiere ir a los bastiones, en concreto al cuarto, del que tantas y tan variadas cosas le han contado. Cuando alguien dice que ha estado allí, lo dice con especial satisfacción y orgullo. Si alguien comenta: «Voy al cuarto bastión», seguramente advertirá en esa persona una pequeña agitación o una indiferencia excesiva. Cuando se quiere gastar una broma a alguien, se dice: «Deberían enviarte al cuarto bastión». Cuando ven a alguien en camilla y le preguntan: «¿De dónde vienes?», la mayoría de las veces responden: «Del cuarto bastión». En general existen dos opiniones completamente distintas acerca de este terrible lugar: la de aquellos que nunca estuvieron en él y están convencidos de que el cuarto bastión es una tumba segura para todo aquel que vaya allí; y la de aquellos que viven en él, como el alférez de navío rubito, y que al hablar de él solo le dirán si está seco o embarrado, si en las barracas hace frío o calor, etcétera.

Durante la media hora que ha pasado en la taberna, el tiempo ha cambiado: la niebla se ha extendido por el mar y formado fastidiosos nubarrones grises y húmedos que tapan el sol. Una triste llovizna cae y moja los tejados, las aceras y los capotes de los soldados…

Si atraviesa otra barricada más, sale usted por una puerta a la derecha y sube por una calle grande. Detrás de esa barricada, las casas a ambos lados de la calzada están deshabitadas; no hay letreros, las puertas están tapiadas con tablas y las ventanas están rotas. Aquí la esquina de un muro está arrancada, allá un techo está hundido. Las construcciones se asemejan a viejos veteranos que vienen de soportar todo tipo de penalidades y privaciones, y parecen mirarle con altivez y cierto desprecio. Por el camino tropieza con un proyectil tirado en el suelo y con los cráteres llenos de agua que las bombas han abierto sobre el empedrado. Por la calle se encuentra y rebasa a destacamentos de soldados, plastunes[15] y oficiales. Rara vez verá a una mujer o a un niño, y si ve a una ya no es una mujer con sombrerito, sino una marinera con una pelliza vieja y botas altas de soldado. Continúa caminando por esa calle y, bajando una pequeña cuesta, advierte que ya no hay casas a su alrededor, sino unos extraños montones de escombros y cascotes, tablas, maderos y barro. Delante de usted, en una loma de pendiente escarpada, verá una extensión negra y embarrada, surcada de zanjas. Pues eso que tiene delante es el cuarto bastión… Aquí se topará con menos gente aún y ya no verá a ninguna mujer. Los soldados andan deprisa, por el camino encontrará gotas de sangre, seguramente a cuatro soldados con una camilla y en esta a un herido de rostro pálido y macilento, con su capote ensangrentado. Si pregunta: «¿Dónde le han herido?», los camilleros, enojados y sin volverse a usted, le dirán que en la pierna o en el brazo si la herida es leve. Pero guardarán un silencio hosco si la cabeza no asoma por la camilla y el soldado está muy grave o ya está muerto.

El silbido lejano de las balas o las bombas le sorprenderá de forma desagradable en el preciso instante en que se dispone a subir la loma. De golpe comprenderá, y de forma completamente diferente a como lo había hecho antes, el sentido de ese ruido de disparos que se oye desde la ciudad. Un recuerdo sereno y agradable fulgurará de repente en su imaginación. Empezará a ocuparse más de su persona que de sus observaciones. Prestará menos atención a todo lo que le rodea y una desagradable sensación de indecisión se apoderará súbitamente de usted. Pese a esa infame vocecita interior que le empieza a hablar ante la visión del peligro, usted, especialmente tras ver a un soldado que pasa por su lado corriendo cuesta abajo a paso ligero por el fango riéndose, agitando los brazos y haciendo muecas, usted decide acallar esa voz, de­sencorva el pecho, alza la cabeza y empieza a trepar por esa ladera resbaladiza y arcillosa. Apenas se ha encaramado un poco, las balas empiezan a silbar a diestro y siniestro, y usted tal vez se quede pensando si no sería mejor ir por la trinchera que discurre en paralelo al camino. Pero la trinchera está llena hasta la rodilla de un fango tan líquido, amarillo y pestilente, que seguramente escoja el camino que discurre por la ladera, más aún cuando ve que todos van por él. Cuando haya recorrido unos doscientos pasos, entrará en un espacio sucio y con surcos, rodeado por todas partes de gaviones, cuevas, bateas y barracas, donde se ubican los cañones grandes de hierro colado y los proyectiles ordenados en montones. Le parecerá que todo esto está apilado sin ningún sentido, sin orden ni concierto. En una batería hay un montón de marineros sentados; en mitad de una plazoleta, medio hundido en el barro, un cañón destrozado; y allá hay un soldado de infantería que cruza la batería con el fusil al hombro y a duras penas despega las piernas del fango pegajoso. Pero por doquier, en todas partes y por todos lados, verá cascajos, bombas sin explotar, balas y vestigios del campamento. Y todo hundido en ese fango viscoso. No muy lejos de donde está, le parece oír el impacto de un proyectil, por todas partes cree oír diferentes sonidos de bala: ora zumban, como las abejas; ora silban rápidas y aullantes, como las cuerdas de un instrumento musical. Escucha el terrible estruendo de un cañonazo, que estremece a todos y a usted le parece absolutamente aterrador.

«¡Así que este es el cuarto bastión, ese lugar terrible y realmente espantoso!» –piensa para sus adentros–, experimentando un pequeño sentimiento de orgullo y una gran sensación de miedo reprimido. Pero desengáñese: esto aún no es el cuarto bastión. Es el reducto Yazónovski, un lugar relativamente seguro y para nada terrible. Para ir al cuarto bastión, vaya a la derecha por esa trinchera estrecha, donde a duras penas avanzaría un soldado encorvado. En esta trinchera tal vez se vuelva a encontrar camilleros, marineros y soldados con palas. Verá a zapadores, barracas embarradas en las que solo pueden meterse dos personas agachándose, también verá allí a plastunes de los batallones del mar Negro cambiándose de calzado, comiendo y fumando en pipa. Viviendo, en definitiva. Y de nuevo verá por doquier el mismo fango pestilente, vestigios del campamento y trozos de hierro colado en todas sus formas posibles. Recorriendo otros trescientos pasos, sale otra vez a la batería, a la plazoleta surcada de fosos y orlada de gaviones llenos de tierra, con cañones en sus plataformas y terraplenes. Aquí quizá verá a cinco marineros jugando a las cartas tras un parapeto y a un oficial naval que, habiendo advertido que usted es nuevo y tiene curiosidad, gustoso le enseña su utillaje y todo lo que a usted le pueda parecer interesante. Sentado sobre el cañón, este oficial se lía un emboquillado con papel amarillo con tanta calma, deambula de una tronera a otra con tanta tranquilidad, y conversa con usted con tanto sosiego y sin la menor afectación, que a pesar de las balas que silban sobre sus cabezas con más frecuencia que antes, usted mismo adquiere esa sangre fría y le interroga, escuchando con atención lo que le cuenta. Este oficial le hablará (pero solamente si se lo pregunta) del bombardeo del día 5, le contará cómo en su batería tan solo funcionaba un cañón y que de todos los artilleros solo quedan ocho. Y también le contará que, sin embargo, a la mañana siguiente la batería pudo tirar[16] con todos sus cañones; le relatará cómo el 5 cayó un proyectil en una barraca y acabó con once marineros; desde la tronera le mostrará las baterías y trincheras del enemigo, situadas no más allá de treinta o cuarenta sazhenes[17]. Lo único que temo es que, bajo el influjo del zumbido de las balas, cuando se asome por la tronera para ver al enemigo, usted no vea nada. Y si acaso ve algo, se sorprenderá mucho de que ese terraplén pedregoso y blanquecino que está tan cerca de usted y del que emanan nubecillas de humo blanco por las deflagraciones, precisamente ese terraplén blanquecino, sea el enemigo, él, como lo llaman los soldados y los marineros.

Incluso es muy probable que, a ese oficial de la marina, por vanidad o sencillamente por darse el gustazo, le apetezca disparar un poco en su presencia. «Envíen al artillero y a los sirvientes al cañón», y unos catorce marineros se acercan al cañón con brío y alegría, unos guardando sus pipas en el bolsillo, otros terminando de masticar unos picatostes, todos taconeando con sus botas herradas por la plataforma, y lo cargan. Escrutará sus caras, su apostura y sus ademanes. En cada arruga de ese rostro pomuloso y curtido, en cada músculo, en la anchura de sus hombros, en el grosor de sus piernas, cuyos pies calzan unas botas enormes, en cada movimiento, sosegado, firme y calmoso, se perciben los principales rasgos que componen la fuerza de los rusos: la sencillez y la obstinación. Pero aquí, a cada rostro que ve usted, le parece que el peligro, la maldad y los sufrimientos de la guerra, aparte de esas cualidades principales, han trazado más huellas de la conciencia de su dignidad, de sus elevados pensamientos y de sus sentimientos.