El reino de Dios está en vosotros - Lev Tolstói - E-Book

El reino de Dios está en vosotros E-Book

Lev Tolstói

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Beschreibung

"El reino de Dios está en vosotros me abrumó. Me marcó para siempre." Con estas palabras definió Gandhi esta obra tan polémica, por la cual se reconocerá a Tolstói no sólo como a un genio de la literatura, sino también como a un pensador que influyó en los movimientos pacifistas de todo el mundo. En este texto, Lev Tolstói, para quien la no resistencia constituye la esencia del cristianismo, muestra cómo la Iglesia ha pervertido las enseñanzas de Jesús y ha hecho posible conciliar dos conceptos totalmente incompatibles: violencia y religión. El escritor ruso rechaza todos los episodios relacionados con los milagros que encontramos en el Nuevo Testamento, porque considera que estos milagros no son más que añadidos posteriores, reflejo de que los hombres no comprendieron la fuerza de la doctrina de Cristo y recurrieron a toda clase de milagros mágicos para justificar su divinidad. La obra fue censurada en Rusia, aunque circuló clandestinamente, fue ampliamente discutida por la crítica rusa, y rápidamente publicada en Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. En 1901 Tolstói fue excomulgado por el Santo Sínodo. Esta edición castellana, cuidadosamente traducida del ruso y por vez primera en su versión íntegra, incluye la correspondencia que mantuvieron Tolstói y Ghandi.

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Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual.

Título original: Tsarstvo Bozhie Vnutrí Vas

© de la traducción: Joaquín Fernández-Valdés Roig-Gironella© de la edición en castellano:2010 by Editorial Kairós, S. A.www.editorialkairos.com

Primera edición: Enero 2010Primera edición digital: Enero 2011

ISBN: 978-84-7245-708-9ISBN epub: 978-84-7245-917-5

Composición:Replika Press Ltd. Std. India

Todos los derechos reservados.Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación públicao transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorizaciónde sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

SUMARIO

     Prefacio del traductor

     El reino de Dios está en vosotros

Desde que se fundó el cristianismo sólo una minoría de personas ha profesado y profesa la doctrina de la no resistencia al mal con la violencia

Consideraciones de creyentes y ateos sobre la cuestión de la no resistencia al mal con la violencia

La comprensión errónea del cristianismo por parte de los creyentes

La comprensión errónea del cristianismo por parte de los hombres de ciencia

La contradicción entre nuestra vida y nuestra conciencia cristiana

La actitud de la gente de nuestro tiempo hacia la guerra

El sentido del servicio militar obligatorio

La gente de nuestro tiempo debe aceptar inevitablemente la doctrina cristiana de la no resistencia al mal

La aceptación de la concepción cristiana de la vida libera a los hombres de las desgracias de nuestra vida pagana

La inutilidad de la violencia estatal como instrumento para suprimir el mal. El avance moral de la humanidad se logra no sólo mediante el conocimiento de la Verdad, sino también mediante el surgimiento de una opinion pública

En nuestra sociedad ya ha surgido una opinión pública cristiana que inevitablemente pondrá fin al orden establecido basado en la violencia. ¿Cuándo llegará ese día?

Conclusión: Arrepentíos porque el reino de Dios está cerca, a las puertas

     Apéndice: correspondencia entre Tolstói y Gandhi

PREFACIO DEL TRADUCTOR

A pesar de que las novelas de Lev Tolstói (1828-1910) se sitúan entre las mejores obras de la literatura universal, su prosa religiosa y filosófica es poco conocida en nuestro país, si bien, en los últimos años, se han traducido al castellano algunos de sus ensayos que muestran el creciente interés que suscita el escritor no sólo como novelista, sino también como pensador religioso.

Al finalizar su magistral novela Anna Karénina, Tolstói sufre una terrible crisis existencial y espiritual que lo sume en una profunda depresión, y que lo lleva al borde del suicidio. Tolstói se siente en un abismo, y necesita encontrar un sentido a su vida. Busca frenéticamente respuestas a su atormentador vacío existencial en la ciencia y en la filosofía primero, y en la Iglesia ortodoxa después. Muy decepcionado por lo que halla en todas ellas, investiga entonces en la fuente original del cristianismo –las Sagradas Escrituras–, y con el fin de leerlas en el original, estudia griego y hebreo.

Poco a poco, Tolstói va llegando a la conclusión de que las doctrinas eclesiásticas poco tienen que ver con las enseñanzas de Cristo, que para el escritor se resumen en el Sermón de la Montaña. Por ello, elabora un nuevo modo de concebir la religión alejada de los dogmas, despojada de todos los elementos irracionales que contenga (milagros, divinidad de Jesús, Santísima Trinidad, etcétera), y que sirva a los hombres como un modelo de perfección moral a seguir en la vida.

Abandona entonces la literatura de ficción que tanta fama y dinero le había procurado, y se dedica en cuerpo y alma a la creación de prosa religiosa, didáctica y moralizante, entre la que encontramos títulos como Confesión, ¿En qué consiste mi fe?, Crítica a la teología dogmática, El Evangelio abreviado, y el tratado que nos ocupa.

El reino de Dios está en vosotros (1890-1893) es una obra fundamental para comprender el pensamiento religioso de Tolstói. Inicialmente, su idea era escribir una pequeña introducción a la traducción de Catecismo de la no resistencia del americano Adin Ballou, férreo defensor de la doctrina de la no resistencia al mal con la violencia. Sin embargo, Tolstói se fue enfrascando cada vez más en este trabajo, que se acabó convirtiendo en un extenso tratado sobre cuestiones religiosas, históricas y antropológicas. Esta obra fue censurada en Rusia por los poderes laicos y religiosos, aunque corrió de mano en mano clandestinamente y fue muy discutida por la crítica rusa, y rápidamente traducida y publicada en el extranjero (Alemania, Francia, Inglaterra y los Estados Unidos).

Tolstói carga contra dos instituciones que a lo largo de la historia, en su opinión, han perjudicado enormemente a la humanidad y a la comprensión cristiana de la vida, porque se fundamentan en el empleo de la violencia: la Iglesia y el Estado.

Tras repasar la historia de la doctrina de la no violencia llevada a la práctica por sectas cristianas y exponer su visión sobre esta cuestión, el escritor, para el que la no resistencia constituye la esencia del cristianismo (Mateo 5, 39), muestra cómo la Iglesia ha pervertido las enseñanzas de Jesús y ha hecho posible conciliar dos conceptos totalmente incompatibles: violencia y religión. Según Tolstói, la tarea de la Iglesia ha consistido tan sólo en mantener a los hombres engañados, en ocultar el verdadero mensaje de Cristo, en hipnotizar al pueblo e idiotizarlo, y en alentar el paganismo más burdo en forma de adoración de los ídolos. El autor de Guerra y paz recha za todos los episodios relacionados con los milagros que encontramos en el Nuevo Testamento, porque considera que estos milagros no son más que añadidos posteriores, reflejo de que los hombres no comprendieron la fuerza de la doctrina de Cristo y recurrieron a toda clase de milagros mágicos para justificar su divinidad.

Tolstói sitúa el inicio de la perversión y corrupción de la Iglesia en el momento en que ésta se unió al poder estatal (siglo IV), ya que a partir de entonces, la Iglesia se movió por unos intereses puramente terrenales que nada tenían que ver con las enseñanzas de Jesús. En este tratado encontramos la siguiente afirmación:

«Por muy extraño que pueda parecer, las Iglesias –como Iglesias que son– han sido siempre y no pueden dejar de ser instituciones no sólo ajenas a las enseñanzas de Cristo, sino incluso hostiles a ellas. No en vano Voltaire calificó a la Iglesia como l’infame (la infame); no en vano todas o casi todas las llamadas sectas cristianas han considerado que la Iglesia es la “Gran Ramera” profetizada en el Apocalipsis; no en vano la historia de la Iglesia es una historia de terribles crueldades y atrocidades».

Tolstói considera que nuestra vida es una pura contradicción, porque nos hacemos llamar cristianos pero obligamos a la juventud a servir en el ejército, a luchar en unas guerras que sólo responden a unos intereses de ciertas personas que se encuentran en el poder. El servicio militar es anticristiano y antinatural, y los cristianos tendrían que revelarse pacíficamente y negarse a ser cómplices de toda esta maquinaria bélica.

Para el autor, el Estado, aun si admitimos que en un tiempo fue necesario para agrupar a los individuos en comunidades y así defenderlos de enemigos externos, actualmente ha dejado de tener sentido. Hoy en día tan sólo sirve para, mediante la violencia, oprimir a la población y mantener un orden social que beneficia a unos pocos en detrimento de una inmensa mayoría. Tolstói afirma sobre el Estado: «Ni la banda de malhechores más despiadada y aterradora es tan terrible como una organización estatal así». Cree firmemente que hay que abolir este orden social, pero nunca mediante la violencia, tal y como pretenden los revolucionarios y los anarquistas, sino mediante la resistencia pasiva y un modo de vida basado en los auténticos principios cristianos, que conducirán al establecimiento del reino de Dios en la Tierra.

Tolstói, siguiendo la estela de su admirado Henry David Thoreau, llama a la desobediencia civil, a la insumisión ante un Estado que nos exige con sus leyes modos de actuar contrarios a la ley de Dios. Porque existen, por un lado, las leyes estatales, hechas por los hombres, que son temporales, cambiantes y arbitrarias; y existe, por otro lado, la ley divina del amor, que es eterna e inmutable. El cristiano sólo debe someterse a esta ley divina, y no debe infringirla en ninguna circunstancia, aunque con ello desobedezca –siempre pacífica-mente– las leyes estatales.

Para el escritor, la doctrina de Cristo representa movimiento: un cristiano no puede dejar de caminar, de avanzar hacia la perfección. La inmovilidad es lo más abominable, y el bien está en el movimiento, en avanzar, equivocarse, caer, ponerse en pie y seguir caminando hacia la perfección inalcanzable mostrada por Jesús.

Las concepciones religiosas de Tolstói, su crítica al Estado y a la Iglesia –en 1901 fue excomulgado por el Santo Sínodo–, tuvieron amplia resonancia en su tiempo, y aunque contó con el apoyo de apasionados defensores –como el de los llamados «tolstoístas», que vivían según los principios por él propugnados–, el autor tuvo también numerosos detractores que no tomaban muy en serio su vertiente religiosa. Como ejemplo interesante citaremos al escritor Iván Turguéniev, que aunque se maravillaba de la genialidad literaria de Tolstói –en su lecho de muerte le escribió una carta donde le rogaba que regresara a la literatura–, lamentaba su faceta de profeta y moralizador: «Cuando Tolstói se pone a filosofar, no hace más que dar palos de ciego».

EL ESTILO Y LA TRADUCCIÓN

El reino de Dios está en vosotros es un tratado prácticamente inédito en España, ya que la única traducción que existe, que data de 1902, es extremadamente resumida y a todas luces no directa del ruso.

En la prosa religiosa de Tolstói se percibe con claridad que al escritor no le preocupa demasiado el valor literario, sino única y exclusivamente la plasmación y exposición de sus ideas. Es decir, el Tolstói artista queda relegado a un segundo plano y cede todo el protagonismo al Tolstói profeta.

A menudo, el autor repite con obstinación una misma idea o palabra, probablemente por el afán de que su contenido quede claro al lector. Las repeticiones, pues, tienen una intencionalidad muy concreta, y por ello se han tratado de respetar al máximo en la traducción. Hay que destacar también la compleja construcción sintáctica de las frases, muy extensas y con numerosas subordinadas, lo que dificulta su comprensión. Este rasgo estilístico, característico del autor, se ha intentado asimismo conservar siempre que ha sido posible.

La presente traducción se ha realizado a partir del volumen 28 de las Obras completas en noventa volúmenes. Lev Nikoláyevich Tolstói (Goslitzdat, Moscú, 1928-1958).

Hemos creído oportuno incluir en esta edición la breve correspondencia que mantuvieron Tolstói y Mahatma Ghandi. Este último, profundamente impresionado por el contenido de este tratado y, especialmente, por la exposición de la cuestión de la no resistencia al mal con la violencia, que más tarde aplicaría con éxito en su lucha contra la ocupación inglesa de la India, escribe en su autobiografía:

«El reino de Dios está en vosotros me abrumó. Me marcó para siempre. Comprender su pensamiento independiente, su profunda moralidad y la veracidad de este testimonio, hizo que todos los libros que antes me había dado Mr. Coates me resultaran insignificantes».*

Y bien, al cumplirse el centenario de la muerte de Lev Tolstói, esperamos que el lector reconozca al escritor ruso no sólo como a un genio de la literatura, sino también como a un pensador importantísimo de nuestro tiempo, que tanto influyó con sus ideas en los movimientos pacifistas de todo el mundo.

JOAQUÍN FERNÁNDEZ-VALDÉS ROIG-GIRONELLA

*Autobiography. The story of my experiments with Truth, Mohandas K. Gandhi. Dover Publications, Inc., Nueva York, 1983.

Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.

(Juan 8, 32)

Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas elalma no pueden matar. Temed más bien a aquelque puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno.

(Mateo 10, 28)

Por precio fuisteis comprados; no os hagáisesclavos de los hombres.

(1 Corintios 7, 23)

EL REINO DE DIOSESTÁ EN VOSOTROS,OEL CRISTIANISMO NO COMOUNA DOCTRINA MÍSTICA, SINOCOMO UNA NUEVA CONCEPCIÓNDE LA VIDA

En 1884 escribí un libro titulado ¿En qué consiste mi fe?, en el cual expuse verdaderamente mis creencias.

Al exponer mis creencias en las enseñanzas de Cristo no pude dejar de expresar los motivos por los que no creo en la doctrina de la Iglesia –habitualmente llamada cristianismo–, y por qué razón considero que esta doctrina es errónea.

Entre las muchas desviaciones de esta doctrina respecto a las enseñanzas de Cristo señalé cuál es la principal, esto es, el no reconocer el mandamiento sobre la no resistencia al mal con la violencia, que es la desviación más evidente que muestra la tergiversación que la doctrina de la Iglesia ha hecho de las enseñanzas de Cristo.

Sabía muy poco, como todos nosotros, acerca de lo que se había hecho, preconizado y escrito en el pasado respecto a la cuestión de la no resistencia al mal. Conocía lo que han manifestado sobre esta materia los Padres de la Iglesia –Orígenes, Tertuliano y otros–, así como la existencia de las llamadas sectas menonitas, la Comunidad de Herrnhuter y los cuáqueros, que no aceptan que los cristianos recurran a las armas y que se niegan a servir en el ejército. Pero lo que estas llamadas sectas habían hecho para dilucidar esta cuestión me era poco conocido.

Mi libro, como era de esperar, fue prohibido por la censura rusa, pero en parte por mi reputación como escritor y, en parte, porque el tema suscitaba interés entre la gente, fue difundido en Rusia en forma de manuscritos y litografías, y fue traducido en el extranjero. Esto originó que los que comulgan con mis ideas me hicieran llegar una serie de informaciones acerca de ensayos escritos sobre esta misma materia y, por otro lado, generó una serie de críticas a las ideas que yo había expuesto en mi libro.

Tanto lo uno como lo otro, más los sucesos históricos de los últimos tiempos, me han ayudado a comprender muchas cosas, y me han llevado a nuevas conclusiones que quiero formular a continuación.

En primer lugar hablaré sobre las informaciones que he recibido acerca de la historia de la cuestión de la no resistencia al mal; después, sobre las opiniones respecto a esta materia por parte de los críticos, tanto religiosos (es decir, que profesan la religión cristiana) como laicos (es decir, que no profesan la religión cristiana). Finalmente hablaré sobre las conclusiones a las que he llegado gracias a los unos, a los otros y a los sucesos históricos que se han producido en los últimos tiempos.

L. TOLSTÓI

I. DESDE QUE SE FUNDÓ EL CRISTIANISMO SÓLO UNA MINORÍA DE PERSONAS HA PROFESADO Y PROFESA LA DOCTRINA DE LA NO RESISTENCIA AL MAL CON LA VIOLENCIA

Las primeras cartas que recibí tras la aparición de mi libro fueron las de los cuáqueros americanos. En estas cartas, los cuáqueros, que expresaban su interés por mis opiniones acerca de la ilegitimidad para todo cristiano de cualquier tipo de guerra y violencia, me proporcionaron detalles sobre su así llamada “secta,” que lleva más de doscientos años predicando las enseñanzas de Cristo acerca de la no resistencia al mal con la violencia, y cuyos miembros nunca han recurrido, ni recurren a día de hoy, a las armas para defenderse. Junto con las cartas, los cuáqueros me mandaron folletos, revistas y libros a través de los cuales comprendí hasta qué punto, desde hacía muchos años, se había demostrado de un modo irrefutable el deber de todo cristiano de cumplir el mandamiento de la no resistencia al mal con la violencia, y cómo había sido ya denunciada la falsedad de la doctrina de la Iglesia, que admite las ejecuciones y las guerras.

Con toda una serie de razonamientos y textos que demuestran que la religión, fundada sobre el espíritu de paz y la benevolencia con las personas, es incompatible con la guerra –es decir, con la mutilación y el asesinato de seres humanos–, los cuáqueros afirman que nada ha contribuido tanto al oscurecimiento del mensaje y la verdad de Cristo a los ojos de los paganos, ni nada ha perjudicado tanto a la expansión del cristianismo por el mundo, como el hecho de que personas que dicen llamarse cristianas no reconozcan este mandamiento y admitan para los cristianos la guerra y la violencia.

«Las enseñanzas de Cristo –dicen los cuáqueros–, que han penetrado en las conciencias de las personas no a través de la espada y la violencia, sino a través de la no resistencia al mal, la mansedumbre, la resignación y el espíritu de paz, sólo pueden expandirse por el mundo con el ejemplo de la paz, la armonía y el amor entre sus discípulos.»

«El cristiano, según las enseñanzas de Dios, puede obrar únicamente con espíritu de paz con respecto a sus semejantes, y por ello no hay autoridad alguna que pueda obligarle a actuar en contra de las enseñanzas de Dios ni en contra de la naturaleza de todo cristiano.»

«Las leyes de un Estado pueden hacer que aquellos que por sentido práctico intentan conciliar lo inconciliable traicionen la ley de Dios, pero para un cristiano, que cree sinceramente que seguir las enseñanzas de Cristo le llevará a la salvación, estas leyes no pueden tener ningún valor.»

Al conocer la labor de lo cuáqueros y sus obras (Fox, Penn y especialmente un libro escrito por Dymond en 1827) comprendí que no solamente hace mucho que hay conciencia de la incompatibilidad entre el cristianismo, la violencia y la guerra, sino que esta incompatibilidad hace tiempo que fue demostrada de manera clara e inequívoca, y sólo cabe sorprenderse de que la Iglesia haya propugnado y siga propugnando esta conjunción imposible entre doctrina cristiana y violencia.

Además de estas informaciones que obtuve de los cuáqueros, me llegaron sobre la misma época otras similares también procedentes de América, pero de fuentes distintas, totalmente desconocidas para mí hasta entonces.

El hijo de William Lloyd Garrison, un famoso luchador por la libertad de los negros, me escribió que al leer mi libro y encontrar en él ideas parecidas a las que había formulado su padre en 1838, supuso que me resultaría interesante conocer este hecho, y por ello me envió la «Declaración o Proclamación de la No Resistencia,» la non-resistance, redactada por su padre cincuenta años antes.

Esta proclamación apareció en las siguientes circunstancias: William Lloyd Garrison, que en 1838 formaba parte de una sociedad que tenía como fin la consecución de la paz entre los hombres y el cese de las guerras, llegó a la conclusión de que el establecimiento de la paz mundial podía basarse únicamente en un claro reconocimiento del mandamiento de la no resistencia al mal con la violencia (Mateo 5, 39), con todo lo que ello conllevara, del mismo modo que lo entienden los cuáqueros, con los que le unían lazos de amistad. Cuando Garrison llegó a esta conclusión, redactó y propuso a su sociedad la siguiente declaración, que fue suscrita por muchos de sus miembros.

DECLARACIÓN DE LOS PRINCIPIOS ADOPTADOS POR LOS MIEMBROS DE LA SOCIEDAD FUNDADA PARA LA CONSECUCIÓN DE LA PAZ EN EL MUNDO (Boston, 1838)

Nosotros, los abajo firmantes, creemos que es nuestro deber con relación a nosotros mismos, a esta causa que tanto estimamos, al país en el que vivimos y al resto del mundo proclamar nuestro credo, establecer sus bases, los objetivos que perseguimos y los medios a los que estamos dispuestos a recurrir para alcanzar una revolución mundial pacífica. He aquí nuestro credo.

No reconocemos a ningún gobierno. Reconocemos a un solo rey, una autoridad, un juez y gobernador sobre la Tierra. Nuestra patria es el mundo y nuestros compatriotas, la humanidad entera. Amamos a nuestra patria tanto como amamos al resto de países. Los intereses y derechos de nuestros conciudadanos no son más importantes que los intereses y derechos del resto de la humanidad. Por este motivo, no aceptamos que ningún sentimiento patriótico justifique la venganza por las ofensas y daños inflingidos a nuestro pueblo…

Creemos que una nación no tiene derecho a defenderse ni a atacar a sus enemigos, así como tampoco ningún individuo tiene derecho a hacerlo. Una unidad no puede ser más importante que el conjunto de todas ellas. Si un Estado no tiene derecho a ofrecer resistencia contra los agresores foráneos, cuyo objetivo es devastar nuestra patria y fustigar a nuestros ciudadanos, tampoco debe ofrecer resistencia con la fuerza contra los individuos que alteren el orden público y amenacen la seguridad privada. La doctrina que propugna la Iglesia acerca de que todos los Estados de la Tierra han sido establecidos con la aprobación Dios, y que los Gobiernos de los Estados Unidos, Rusia y Turquía están constituidos de acuerdo con la voluntad de Dios es tan absurda como blasfema. Esta doctrina presenta a nuestro Creador como a un ser parcial, que instituye y alienta el mal. Nadie puede afirmar que los gobiernos de ningún Estado actúen frente a sus enemigos de acuerdo con las enseñanzas y según el ejemplo de Cristo. En consecuencia, la actividad de estos gobiernos no puede ser aceptada por Dios, ni éstos pueden estar constituidos conforme a Su voluntad. Por ello, los gobiernos deben ser derrocados, pero no con la violencia, sino mediante un renacimiento espiritual en las personas.

Reconocemos como anticristianas e ilegales no sólo la guerras –tanto las ofensivas como las defensivas–, sino todos sus preparativos: constitución de arsenales, fortificaciones, navíos de guerra; reconocemos como anticristianas e ilegales la existencia de cualquier ejército regular, cualquier mando militar, cualquier monumento erigido para conmemorar las victorias o las derrotas del enemigo, cualquier trofeo conseguido en un campo de batalla, cualquier celebración de las hazañas bélicas, cualquier usurpación mediante las armas; reconocemos como anticristiano e ilegal cualquier decreto del gobierno que exija a sus súbditos servir en el ejército.

En consecuencia, consideramos que para nosotros no sólo es imposible servir en el ejército, sino también ocupar cualquier cargo que nos obligue a forzar a otros a comportarse bien bajo amenazas de cárcel o pena de muerte. Por tanto, nos excluimos de manera voluntaria de cualquier institución gubernamental, renunciamos a la política, a honores terrenales y a cargos de poder.

Así como no nos reconocemos con el derecho de ocupar ningún cargo en instituciones gubernamentales, tampoco nos reconocemos con derecho a participar en la elección de otras personas. Del mismo modo, no tenemos derecho a pleitear con nadie para hacer que nos devuelva lo que nos haya usurpado. Consideramos que debemos entregar el caftán a quien nos haya arrebatado la camisa, y en ningún caso podremos someterle al castigo. (Mateo 5, 40).

Creemos que la ley del talión del Antiguo Testamento, «Ojo por ojo, diente por diente», fue abolida por Jesucristo. Conforme al Nuevo Testamento, todos sus discípulos han predicado el perdón al enemigo en vez de la venganza, en todos los casos y sin excepción alguna. Es evidente que exigir dinero mediante la violencia, encarcelar, deportar o ejecutar no constituye un perdón a las ofensas, sino una venganza.

La historia de la humanidad está llena de evidencias que demuestran que la violencia física no es compatible con el renacimiento moral, que la inclinación a pecar de las personas puede ser vencida únicamente con el amor, que el mal puede ser destruido solamente con el bien, que no debemos confiar en la fuerza de las manos para defendernos del mal, que la verdadera seguridad se encuentra en la bondad, en la paciencia infinita y en la misericordia, que sólo los dóciles heredarán la tierra, y que los que alcen la espada, a espada morirán.

Y para salvaguardar la vida, la propiedad, la libertad, el orden público, el bien individual de las personas, y para cumplir la voluntad del que es Rey de reyes y Señor de señores, tomamos de todo corazón la «no resistencia al mal con el mal» como dogma fundamental porque creemos firmemente que este dogma, que da respuesta a todos los azares posibles y que expresa la voluntad de Dios, acabará triunfando sobre las fuerzas malignas. No propugnamos una doctrina de la revolución, pues el espíritu de la revolución es el espíritu de la venganza, de la violencia y el asesinato, y éste no teme a Dios, ni respeta al individuo. Y lo que deseamos nosotros es estar llenos del espíritu de Dios. Fieles a nuestra doctrina de la no resistencia al mal con el mal, no conspiraremos, ni urdiremos revueltas, ni generaremos violencia. Nos someteremos a toda ley y a toda imposición del gobierno, exceptuando aquellas exigencias que sean contrarias al Evangelio. Mostraremos una total sumisión si nos es impuesto un castigo por insubordinación. Así como nuestra intención es soportar todos los ataques que recibamos sin ofrecer resistencia alguna, también lo es combatir sin tregua el mal que reina en el mundo, allá donde estuviere, en las altas o bajas esferas, en los ámbitos político, administrativo y religioso, haciendo todos los esfuerzos posibles para conseguir que el reino de la Tierra se funda con el reino de nuestro Señor Jesucristo.

Consideramos como una verdad incuestionable que todo aquello que es contrario al Evangelio y a su espíritu está destinado a la destrucción y, en efecto, debe ser destruido inmediatamente. Por tanto, creemos en la profecía de que llegará un tiempo en el que de las espadas se hagan arados y de las lanzas, hoces, y debemos contribuir a esta causa con todas nuestras fuerzas, sin demora alguna. Todo aquel que fabrica, vende, hace uso de armas, o el que contribuye a su difusión, se está armando contra el dominio de la paz del hijo de Dios en la Tierra.

Una vez establecidos nuestros principios exponemos a continuación el modo con el confiamos alcanzar nuestro objetivo. Esperamos vencer mediante la «locura de la predicación».

Trataremos de difundir nuestras ideas entre todas las personas, sea cual sea su nacionalidad, religión, o estrato social. Para ello organizaremos lecturas públicas, repartiremos folletos, crearemos una sociedad y presentaremos peticiones en todas las instituciones gubernamentales. Perseguiremos con todos los medios que estén en nuestra mano un cambio radical en las opiniones, sentimientos y acciones de nuestra sociedad con relación a la pecaminosidad que supone el uso de la violencia contra el enemigo, ya sea interno o foráneo. Al embarcarnos en esta gran empresa comprendemos perfectamente que nuestra sinceridad se verá sometida a pruebas muy duras. Nuestra misión nos acarreará injurias, ofensas, sufrimiento e incluso la muerte. Nos aguardan la incomprensión, las tergiversaciones y las calumnias. Una tempestad se cernirá sobre nosotros y todo puede unirse en contra de nosotros: el orgullo y fariseísmo del gobierno y el poder, su ambición y crueldad; todos se unirán para destruirnos. Así es como actuaron frente al Mesías, al cual intentamos emular en la medida de lo posible. Pero ninguno de estos horrores nos atemoriza. No confiamos en las personas, sino en Dios todopoderoso. Y si hemos renunciado a la protección de los hombres, ¿en qué nos vamos a sostener, sino es en la fe que triunfará en el mundo? No nos harán vacilar las pruebas a las que seamos expuestos y nos hará dichosos ser dignos de compartir los sufrimientos de Cristo.

Por todo esto entregamos nuestras almas a Dios, porque creemos que quien abandona su hogar, sus tierras, a sus hermanos, hermanas, padre, madre, mujer e hijos por la voluntad de Cristo, recibirá cien veces más y obtendrá la vida eterna.

Así pues, y a pesar de todo lo que contra nosotros se pueda cernir, creemos firmemente que los fundamentos que hemos expresado en esta declaración triunfarán en todo el mundo; declaración que firmamos, confiando en la inteligencia y la conciencia de la humanidad, pero sobre todo en la fuerza de Dios, al cual nos encomendamos.

A esta declaración le seguía una revista titulada Non-resistant, en la cual se propugnaba la doctrina de la no resistencia al mal con todo su significado y consecuencias, del mismo modo que se había expresado en la proclamación. Conocí el destino que tuvo la sociedad y la revista gracias a una excelente biografía sobre W.L. Garrison, escrita por sus hijos.

Tanto la sociedad como la revista tuvieron una corta existencia: la mayoría de los colaboradores de Garrison en la lucha contra el esclavismo, temiendo que las exigencias demasiado radicales expresadas en la revista Non-resistant apartaran a la gente de la causa de la liberación de los negros, renunciaron a la doctrina de la no resistencia, tal como había sido expuesta en la proclamación.

Esta declaración de Garrison, que había expresado de un modo tan firme y elocuente una profunda profesión de fe, parecía que tenía que sorprender a la gente, darse a conocer en todo el mundo y convertirse en objeto de profundas discusiones. Pero nada de esto ocurrió. No sólo pasó inadvertida en Europa, sino también entre los americanos, a pesar de tener en tan alta estima la memoria de Garrison.

La misma suerte corrió otro defensor de la no resistencia, el americano Adin Ballou, fallecido recientemente, y que durante cincuenta años propugnó esta doctrina. Algo que nos demuestra hasta qué punto ha pasado inadvertido todo lo relacionado con esta doctrina lo vemos en el hecho de que el hijo de Garrison, que ha escrito una maravillosa biografía sobre su padre en cuatro grandes tomos, a mi respuesta sobre si existe en la actualidad esta «Sociedad de la no Resistencia» y si tiene seguidores, me contestó que, por lo él que sabe, esta sociedad se disolvió y ya no quedan seguidores de esta doctrina. Y eso a pesar de que por aquel entonces yo había recibido cartas de Adin Ballou, que vivía en Hopedale (Massachusetts), y que había participado en los trabajos de Garrison y dedicado cincuenta años de su vida a la prédica, tanto oral como escrita, de la doctrina de la no resistencia.

Más tarde recibí una carta de Wilson, un discípulo y ayudante de Ballou, con el cual finalmente entablé conocimiento. Escribí a Ballou, y éste me respondió enviándome algunas de sus obras. He aquí un extracto de ellas:

«Jesucristo es mi señor y maestro –escribe Ballou en uno de sus artículos, en el que denuncia la contradicción entre ser cristiano y reconocer al mismo tiempo el derecho a la autodefensa y a la guerra–. Prometí abandonarlo todo para seguirle a él, en lo bueno y en lo malo, hasta la hora de mi muerte. Pero soy ciudadano de la república democrática de los Estados Unidos, a la que juré fidelidad, y también juré que defendería la Constitución de mi país con mi vida si era necesario. Cristo me exige que haga a los otros lo que querría para mí mismo. La Constitución me exige que haga con dos millones de esclavos [antes se trataba propiamente de esclavos, en la actualidad, sin duda alguna, su lugar ha sido ocupado por los obreros] lo contrario de lo que me gustaría que hicieran conmigo, es decir, contribuir a la perpetuación de la esclavitud. A pesar de ello sigo participando en elecciones para elegir o para ser elegido, ayudo a gobernar, y estoy dispuesto incluso a ser escogido para cualquier puesto gubernamental. Pero esto no me impide ser cristiano. Continúo profesando la fe, y no encuentro dificultades en cumplir al mismo tiempo con los preceptos de Cristo y con los de mi gobierno.

»Jesucristo me prohíbe resistirme a los que hagan el mal mediante el “ojo por ojo, diente por diente, sangre por sangre, o vida por vida”.

»Mi gobierno me exige justamente lo contrario, y basa su autodefensa en la horca, el fusil y la espada, que utilizaré contra el enemigo interno y contra el foráneo. Por consiguiente, mi país se pertrecha de horcas, prisiones, arsenales, buques de guerra y soldados.

»A la vez que mantenemos y empleamos estos carísimos y mortíferos dispositivos podemos, con suma facilidad, practicar la virtud de “perdonar a nuestros ofensores, amar al enemigo, bendecir a quien nos maldiga y hacer el bien a quien nos odie”. Para este fin contamos con los sacerdotes cristianos: para que recen por nosotros y reconozcan como una bendición de Dios nuestros asesinatos sagrados. Soy consciente de todo esto (es decir, de la contradicción que existe entre la profesión de fe y la vida), pero sigo profesando la fe y formando parte del gobierno, y me enorgullezco de ser al mismo tiempo un cristiano devoto y un entregado servidor a mi gobierno. No quiero convenir con ese disparatado concepto de la “no resistencia”. No puedo renunciar a mi influencia y con ello permitir que gente inmoral esté al mando de mi gobierno. La Constitución establece que el gobierno tiene derecho a declarar la guerra, y estoy de acuerdo con este principio y lo respaldo, y juro que lo apoyaré. Pero no por eso dejo de ser cristiano, porque la guerra es también una demanda cristiana. ¿O acaso no es cristiano matar a cientos de miles de hermanos, violar a mujeres, destruir y quemar ciudades y cometer toda clase de atrocidades? Es hora de abandonar estos falsos sentimentalismos, porque éste es el medio más auténtico de perdonar las ofensas y de amar al enemigo: no existe nada más cristiano que el asesinato indiscriminado si está basado en el sentimiento del amor».

En otro folleto titulado ¿Cuántos hombres son necesarios para que un crimen se convierta en virtud? escribe:

«Un individuo no debe matar. Si mata, es un criminal, un asesino. Si esto mismo lo hacen dos, diez o cien personas, también son asesinos. Sin embargo, un Estado o una nación puede matar todo lo que le venga en gana, y esto ya no será considerado como un asesinato, sino como algo grande y noble. Basta con reunir a muchos hombres para que la masacre de decenas de miles de personas se convierta en algo inocente. ¿Pero exactamente cuántos hombres son necesarios para que esto ocurra? He aquí la cuestión. Uno solo no puede robar, saquear, pero una nación entera sí que puede. ¿Pero cuántos individuos son necesarios? ¿Por qué uno, diez o cien hombres no deben violar la ley de Dios, y en cambio muchos de ellos juntos sí pueden hacerlo?».

He aquí el catecismo de Ballou que escribió para sus parroquianos:

CATECISMO DE LA NO RESISTENCIA*

Pregunta: ¿De dónde procede la expresión de la «no resistencia»?

Respuesta: Del versículo «no resistáis al mal» (Mateo 5, 39).

P: ¿Qué significa esta expresión?

R: Expresa la máxima virtud cristiana dispuesta por Cristo.

P: ¿Hay que entender la expresión «no resistencia» en un sentido amplio? Es decir, ¿nos indica que no hay que oponer ningún tipo de resistencia al mal?

R: No, hay que comprenderla en el sentido estricto de las enseñanzas del Salvador, es decir, no se debe pagar el mal con el mal. El mal se ha de combatir con acciones virtuosas, pero nunca con el mal.

P: ¿En qué vemos que Cristo le otorgue este sentido a la «no resistencia»?

R: En las palabras que dijo al respecto: «Oísteis que fue dicho: ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: no resistáis al que es malo. Al contrario, si alguno te abofetea en una mejilla, preséntale también la otra. Y al que quiera pleitear contigo para robarte la túnica, cédele también el manto».

P: ¿A quién se refería cuando decía «oísteis que fue dicho»?

R: A los patriarcas y a los profetas, y a lo que éstos anunciaron en el Antiguo Testamento, al que los judíos suelen denominar Ley y profetas.

P: ¿A qué precepto entendía Cristo que concernían las palabras «os fue dicho»?

R: A los preceptos conforme a los cuales Noé, Moisés y otros profetas admiten el derecho a causar el mal a quien lo haya inflingido, para así castigarlo y acabar con las acciones malignas.

P: Denos algún ejemplo de tales preceptos.

R: «El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada» (Génesis 9, 6).

«El que hiriere a alguno, haciéndole así morir, él morirá.» «Mas si hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe» (Éxodo 21, 12, 23-25).

«Asimismo el hombre que hiere de muerte a cualquier persona, que sufra la muerte.» «Y el que causare lesión en su prójimo, según hizo, así le sea hecho: rotura por rotura, ojo por ojo, diente por diente» (Levítico 24, 17, 19-20).

«Y los jueces inquirirán bien; y si aquel testigo resultare falso, y hubiere acusado falsamente a su hermano, entonces haréis a él como él pensó hacer a su hermano.» «Y no le compadecerás; vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie» (Deuteronomio 19, 18, 21).

Estos son los preceptos a los que se refiere Jesús.

Noé, Moisés y los profetas nos enseñaron que aquel que mate, mutile o atormente a sus semejantes, hace el mal. Para resistirse a este mal y destruirlo, hay que castigar a quien lo haga con la muerte, la mutilación o con cualquier tormento. La ofensa debe ser respondida con otra ofensa, el asesinato con el asesinato, la tortura con la tortura y el mal con el mal. Así es como nos lo enseñaron Noé, Moisés y los profetas. Pero Jesucristo rechaza todos estos preceptos y nos dice en el Evangelio: «Yo os digo que no resistáis al que es malo, no respondáis a la ofensa con otra ofensa, mas soportad las ofensas del que haga el mal». Lo que se había permitido, se prohíbe. Cuando comprendemos el tipo de resistencia que los profetas predicaban entendemos perfectamente qué tipo de resistencia nos enseña Jesús.

P: ¿Permitían los profetas resistir a la ofensa con otra ofensa?

R: Sí, pero Jesús nos los prohibió. Un cristiano no tiene ningún derecho a quitar una vida o a infringir una ofensa a un semejante que haya hecho el mal.

P: ¿Puede un cristiano matar o mutilar a otro para defenderse?

R: No.

P: ¿Puede acudir a un tribunal con el fin de que el ofensor sea castigado?

R: No, pues lo que se hace a través de otros, lo está haciendo en realidad uno mismo.

P: ¿Puede luchar en un ejército contra el enemigo extranjero, o contra motines dentro de su país?

R: En absoluto. No puede tener ningún tipo de participación en la guerra o en preparativos bélicos. No puede hacer uso de armas mortíferas, no puede resistir a las ofensas con otra ofensa, independientemente de si lo hace en solitario o junto con otros, e independientemente de si lo hace él mismo o a través de otros.

P: ¿Puede ayudar de forma voluntaria al gobierno en el reclutamiento de soldados y en la formación de tropas?

R: No puede hacer nada de esto si quiere ser fiel a la ley de Cristo.

P: ¿Puede aportar dinero de manera voluntaria a un gobierno que se fundamenta en la fuerza militar, en la pena de muerte y la violencia?

R: Sólo en el caso de que este dinero vaya a ser destinado a alguna causa justa, cuyos objetivos y medios sean para hacer el bien.

P: ¿Puede un cristiano pagar impuestos a un gobierno así?

R: No, no debe pagarlos voluntariamente, pero tampoco debe resistirse a su recaudación. El gobierno exige a sus súbditos pagar impuestos, ya sea a favor o en contra de su voluntad, por lo que es imposible negarse a ello sin recurrir a la violencia. Dado que el cristiano no puede recurrir a la violencia, no debe oponerse a la pérdida de sus propiedades, exigidas por las autoridades.

P: ¿Puede un cristiano votar en unas elecciones, formar parte de un tribunal o de algún órgano gubernamental?

R: No, porque al hacerlo toma parte en la violencia que genera el gobierno.

P: ¿Cuál es el auténtico sentido de la doctrina de la no resistencia?

R: Su sentido es que sólo ella permite arrancar el mal de raíz, tanto del corazón de uno mismo, como del corazón de un semejante. Esta doctrina prohíbe hacer aquello que perpetúa y multiplica el mal en el mundo. Aquel que ataca a otra persona o que le causa alguna ofensa está encendiendo su odio, raíz de todo mal. Ofender a un semejante porque éste nos ha ofendido –como si vencer al mal consistiera en repetir esa misma mala acción sobre tu semejante o sobre ti mismo– significaría engendrar (o por lo menos liberar y alentar) al mismo demonio al que intentamos desterrar. Satán no puede ser desterrado por Satán, la mentira no puede ser limpiada con la mentira, y el mal no puede ser vencido con el mal.

La auténtica no resistencia es la única resistencia real al mal, porque destroza la cabeza de la serpiente, y mata y extirpa definitivamente el sentimiento maligno.

P: Pero si éste es el auténtico sentido de esta doctrina, ¿puede ser ésta llevada a la práctica?

R: Sí, del mismo modo que las otras acciones de bien que nos dicta la ley de Dios. El bien no puede ser practicado en todas las circunstancias sin abnegación, privaciones, sufrimiento y, en último extremo, sin la pérdida de la propia vida. Pero aquel que valora más su propia vida que el cumplimiento de la voluntad de Dios ya está muerto para la única vida auténtica. Una persona así, al tratar de salvar su vida, está perdiéndola. Además, allí donde la no resistencia se cobra el sacrificio de una vida o de un bien material, la resistencia se cobra miles de sacrificios.

La no resistencia salva; la resistencia destruye.

Es incomparablemente más seguro actuar de manera justa que hacerlo de manera injusta, y soportar una ofensa que resistirse a ella con la violencia. Es incluso más seguro para la vida del individuo. Si nadie resistiera al mal con el mal, nuestro mundo sería dichoso.

P: Pero si sólo unos pocos obran de este modo, ¿qué será de ellos?

R: Si así obrara un hombre, aunque fuera uno solo y los demás decidieran crucificarlo, ¿no sería más noble morir en el triunfo del amor de la no resistencia, perdonando al enemigo, que vivir portando la corona de un César, salpicado de la sangre de los adversarios? Pero si una o mil personas deciden firmemente no resistir al mal con el mal, ya sea entre gente ilustrada o entre salvajes, estarán mucho más a salvo de la violencia que aquellos que confían en ella. El bandido, el asesino y el embustero les dejarían tranquilos a ellos antes que a aquellos que resisten con las armas. Los que alzan las espadas mueren bajo éstas, pero los que buscan la paz, y actúan de manera fraternal e inofensiva, olvidando y perdonando las ofensas, en su mayor parte disfrutan de la paz, y si mueren, lo hacen bendecidos por Dios.

De este modo, si todos los hombres siguieran el mandamiento de la no resistencia, no habría ni ofensas ni crímenes. Si fueran mayoría, establecerían el mandato del amor y la benevolencia incluso entre los ofensores, sin resistir al mal con el mal, y sin recurrir a la violencia. Si estos hombres formaran una minoría suficientemente numerosa, producirían una influencia moral tan reeducativa en la sociedad que todos los castigos serían abolidos, y la violencia y la discordia serían reemplazadas por la paz y el amor. Si formaran una minoría poco numerosa, rara vez sufrirían algo peor que ofensas del mundo; sin embargo, el mundo, sin ser consciente ni mostrar agradecimiento, se volvería poco a poco más sabio y bueno gracias a esta influencia secreta. Y si en el peor de los casos, algunos de los miembros de esta minoría fueran perseguidos hasta la muerte, estos mártires de la verdad dejarían tras de sí sus enseñanzas, iluminadas por su sangre santificada.

Que la paz esté con quien la busque, y que el amor triunfal sea la herencia imperecedera de toda alma que voluntariamente se someta a la ley de Cristo: «No resistáis al mal con la violencia».

Durante cincuenta años, Ballou escribió y editó libros principalmente sobre la cuestión de la no resistencia al mal con la violencia. En estas obras, magníficas por la claridad de sus ideas y la belleza con la que están formuladas, la cuestión está analizada desde todos los ángulos posibles. En ellas Ballou establece como exigencia el mandamiento de la no resistencia para todo cristiano que crea en la Biblia como en una revelación divina. Cita las principales objeciones que se hacen en el Antiguo y en el Nuevo Testamento a este mandamiento –como, por ejemplo, la expulsión del templo, etcétera–. Muestra que, con independencia de las Escrituras, es muy sensato llevar esta conducta a la práctica, expone las objeciones que se le suelen hacer y, finalmente, las rebate.

Así, en un capítulo de una de sus obras aplica la no resistencia al mal a situaciones excepcionales, y afirma que si hubiera casos en los que fuera imposible aplicar esta norma, se evidenciaría su inconsistencia. Pero Ballou demuestra que es precisamente en estas situaciones excepcionales cuando recurrir a la no resistencia es lo más útil y razonable. No hay ni un solo aspecto de esta cuestión, tanto desde el punto de vista de sus defensores como del de sus detractores, que no haya sido examinado en estas obras. Digo todo esto para mostrar el indudable interés que estos escritos tendrían que haber despertado entre la gente que profesa el cristianismo, que la labor de Ballou tendría que haber tenido una gran resonancia, y sus ideas tendrían que haber sido aceptadas o refutadas. Sin embargo, nada de esto sucedió.

La labor de Garrison padre, con la fundación de la «Sociedad de la no Resistencia» y su Declaración, me convenció –aún más que mi correspondencia con los cuáqueros– de que el divorcio entre el cristianismo oficial y las enseñanzas de Cristo es algo que se viene denunciando desde hace mucho, y que muchas personas trabajan y siguen trabajando para denunciar este hecho. La labor de Ballou me confirmó aún más todo esto. Pero los destinos de Garrison y, especialmente, de Ballou, desconocido a pesar de haber dedicado cincuenta años de trabajo obstinado y continuado a esta cuestión, me confirmaron que existe un acuerdo tácito pero muy firme de acallar todas estas ideas sobre la no resistencia al mal con la violencia.

Ballou murió en 1890, y su necrológica salió publicada en una revista americana de tendencia cristiana (Religio-Philosophical Journal, August 23). En esta elogiosa necrológica se alude a su labor como pastor de una parroquia, se menciona que pronunció entre ocho y nueve mil sermones, que casó a mil parejas y que escribió alrededor de quinientos artículos, pero no se dice ni una sola palabra sobre la labor a la que Ballou dedicó toda su vida, ni siquiera se menciona la expresión “no resistencia”.

Es como si todo lo que los cuáqueros llevan doscientos años proclamando, la labor de Garrison (la fundación de la sociedad y de la revista, la Declaración) y la obra de Ballou no existieran y nunca hubieran existido.

Un asombroso ejemplo de la falta absoluta de difusión que han sufrido las obras dedicadas a difundir la no resistencia al mal con la violencia y a acusar a aquellos que no reconocen este mandamiento, lo tenemos en la suerte que ha corrido un libro del checo Chelcicky, que recientemente ha salido a la luz y que aún hoy en día sigue sin publicarse.

Poco después de que mi libro apareciera traducido al alemán recibí una carta de un profesor de la Universidad de Praga en la que me hablaba de la existencia de una obra que nunca había sido publicada, titulada La red de la verdadera fe, escrita por un teólogo checo del siglo XV llamado Chelcicky. En esta obra –me escribía el profesor–, Chelcicky había expuesto cuatro siglos antes las mismas ideas que yo había defendido en mi libro ¿En qué consiste mi fe?, acerca del auténtico y el falso cristianismo. Esta obra iba a salir publicada en checo por primera vez en la revista de la Academia de las Ciencias de San Petersburgo. Puesto que no logré encontrarla, me interesé en conocer lo que se había escrito sobre Chelcicky, información que obtuve gracias a un libro alemán que me envió un profesor de París, y también al historiador literario Pypin que, en su Historia de la literatura checa, dice:

«La red de la verdadera fe es la doctrina de Cristo, que debería arrancar al hombre de las oscuras profundidades de lo mundano y de sus mentiras. La auténtica fe consiste en creer en la palabra de Dios, pero en estos tiempos los hombres toman la auténtica fe por una herejía, y por este motivo corresponde al raciocinio mostrarnos en qué consiste esta fe cuando alguien la ignora. La gente ya no reconoce la auténtica ley de Dios porque las tinieblas nos la han ocultado.

»Para explicar esta ley Chelcicky se fija en la estructura del cristianismo primitivo, estructura, afirma el autor, que actualmente es considerada por la Iglesia romana como una herejía abominable.

»Para Chelcicky, la estructura social ideal se basa precisamente en esta Iglesia primitiva, formada sobre los principios de igualdad, libertad y fraternidad. Según el autor, el cristianismo contiene aún estos tres elementos, y sólo es necesario que la sociedad retome esta doctrina primigenia. Cuando esto ocurra, cualquier estructura social que necesite de reyes y de papas resultará inútil, porque nos bastará con la ley única del amor…

»Desde un punto de vista histórico, Chelcicky relaciona la decadencia del cristianismo con los tiempos de Constantino el Grande, al que el papa Silvestre introdujo en el cristianismo junto con todas sus costumbres paganas y su estilo de vida. A su vez, Constantino colmó al Papa de riquezas mundanas y de poder. A partir de ese momento, no dejaron de ayudarse mutuamente, con el único objetivo de lograr la gloria. Los doctores, los magistrados y el clero empezaron entonces a preocuparse únicamente en someter al mundo bajo su imperio, armaron a las personas para que se mataran y robaran entre sí, y acabaron aniquilando por completo la esencia del cristianismo, tanto en la fe como en la vida. Chelcicky repudia el derecho a la guerra y a la pena de muerte, porque cualquier guerrero, incluso si se trata de un “caballero” no es más que un violador, un canalla y un asesino».

Estas mismas ideas las encontramos en el libro alemán sobre Chelcicky, que aporta además detalles biográficos y citas extraídas de su correspondencia.

Después de haber conocido la esencia de la doctrina de Chelcicky esperé con gran impaciencia la publicación de La red de la verdadera fe en la revista de la Academia, pero pasaron uno, dos y tres años, y el libro seguía sin aparecer. En 1888 me enteré de que habían empezado a imprimir esta obra, pero que finalmente habían decidido no concluirla. Pude conseguir las galeradas de lo que sí habían impreso, y así fue cómo logré leer el libro. Se trata de una obra magnífica desde todos los puntos de vista, y Pypin había transmitido su contenido de un modo absolutamente fiel.

La idea fundamental de Chelcicky consiste en que el cristianismo, al unirse con el poder en tiempos de Constantino y evolucionar bajo estas condiciones, acabó por corromperse y dejó de ser cristianismo. Chelcicky toma el título de La red de la verdadera fe de un versículo del Evangelio acerca del llamamiento que se hace a los discípulos a convertirse en «pescadores de hombres» y, continuando con esta metáfora, afirma:

«Gracias a los discípulos, Cristo atrapó en su “red de la fe” al mundo entero, pero los peces grandes perforaron la red, saltaron fuera de ella, y, a través de los agujeros que habían hecho, escaparon los demás peces, con lo que la red quedó casi vacía».

Los peces grandes que perforan la red son los soberanos, emperadores, papas y reyes que, al no haber renunciado al poder, no abrazaron el cristianismo, sino solamente su disfraz.

Chelcicky predica lo mismo que predicaban y predican hoy en día los menonitas, cuáqueros y, antes que ellos, los bogomilitas, paulicianos, y otros. Afirma que el cristianismo –que exige a sus fieles docilidad, resignación, misericordia, perdón por las ofensas recibidas, poner la otra mejilla al recibir un golpe y amar al enemigo– es incompatible con la violencia, condición esencial de todo poder o autoridad.

Según la interpretación que hace Chelcicky, los cristianos no sólo deben renunciar a ser jefes o soldados, sino que tampoco pueden formar parte en ningún modo de los órganos de gobierno, ni ser comerciantes ni terratenientes; únicamente pueden ser artesanos o agricultores.

Ésta es una de las escasas obras que han logrado sobrevivir a las quemas de libros que cuestionaban el cristianismo oficial. Los libros como éste, considerados heréticos, ardieron en la hoguera junto a sus autores, de modo que han llegado hasta nosotros poquísimas obras que denuncien la aberración del cristianismo oficial. Este hecho le confiere a esta obra un interés muy especial.

Además de tratarse de un libro interesante desde todos los puntos de vista, también es una de las obras más admirables del pensamiento humano por la profundidad de sus ideas, por la increíble fuerza y belleza del lenguaje popular con el que está escrito, y por su antigüedad. Sin embargo, tras más de cuatro siglos sigue sin ser publicado ni ser conocido por el público, con la excepción de los estudiosos y eruditos en la materia.

Parecería que trabajos como los de los cuáqueros, Garrison, Ballou y Chelcicky, que afirman y demuestran mediante el Evangelio que nuestro mundo interpreta de un modo erróneo la doctrina de Cristo, tendrían que suscitar interés, generar revuelo, polémica y discusión tanto entre los pastores de la Iglesia como entre sus feligreses. Obras como éstas, que tratan de la esencia misma de la doctrina cristiana, tendrían que ser estudiadas y reconocidas como justas, o bien ser repudiadas y rebatidas. Pero nada de esto ha ocurrido, y con todas ellas se repite lo mismo: todo el mundo, sea cual sea su forma de pensar, tanto creyentes como ateos liberales –y esto último es sorprendente–, guarda absoluto silencio sobre el tema, como si se tratara de una conspiración, y todos los esfuerzos que se han hecho para explicar el auténtico sentido de las enseñanzas de Cristo han pasado desapercibidos o han sido olvidados.

Pero aún más sorprendente es el desconocimiento que hay acerca de dos obras que leí tras la aparición de ¿En qué consiste mi fe?; se trata de un libro titulado On war («Sobre la guerra»), escrito por Dymond y editado por primera vez en Londres en 1824, y de otro titulado Sobre la no resistencia, escrito por Daniel Musser en 1864. Este desconocimiento es sorprendente porque, aparte de las cualidades innegables de estos libros, ambos tratan de la actitud que debe adoptar el cristianismo frente al servicio militar, y no sólo desde un punto de vista teórico, sino llevando la teoría a la vida real, algo especialmente importante e interesante ante el sistema del servicio militar obligatorio que impera en el mundo.

Tomemos la siguiente pregunta: ¿cómo debe actuar un ciudadano que cree que la guerra es incompatible con su religión, pero cuyo gobierno le exige que sirva en el ejército?

Ésta es una cuestión candente, que necesita ser respondida en vista del sistema actual que obliga a realizar el servicio militar. Todos los hombres –o al menos la mayoría– son cristianos, y todos ellos son llamados a filas. ¿Cómo debe responder entonces un cristiano ante este deber?

He aquí la respuesta de Dymond:

«Su deber es negarse de forma pacífica pero firme a servir en el ejército».

Hay gente que, por algún motivo y sin haber reflexionado al respecto, llega a la conclusión de que la responsabilidad de las medidas que adopta un Estado recae únicamente en quien da las órdenes, que el gobierno y los soberanos deciden lo que es bueno o malo para sus súbditos, y éstos están obligados a acatar las órdenes. Creo que un razonamiento como éste ofusca la conciencia de las personas: «No puedo negarme a obedecer las órdenes de mi gobierno, por con siguiente no soy responsable de sus crímenes». Esto es cierto, no somos responsables de los crímenes de los gobernantes, pero sí los somos de nuestros crímenes. Y los de ellos se convierten en los nuestros si, a pesar de saber que se trata de crímenes, colaboramos en su perpetración… Aquellos que consideran que están obligados a obedecer a su gobierno y que la responsabilidad de los crímenes que cometen se transfiere a sus gobernantes, se están engañando a sí mismos.

Afirman: «Sometemos nuestros actos a la voluntad de otras personas, y por tanto estos actos no pueden ser ni malos ni buenos; en nuestras acciones no hay ni méritos por lo bueno, ni responsabilidades por lo malo, ya que no las realizamos por propia voluntad».

Es remarcable el hecho de que esto mismo esté presente en la instrucción militar que se da a los soldados, y que éstos deben aprender de memoria: el superior es el único responsable ante las consecuencias que acarreen sus órdenes.

Pero esto es injusto. Una persona no puede librarse de las consecuencias de sus actos. Esto lo vemos en lo siguiente: si un superior os ordenara matar al hijo de vuestro vecino, a vuestro padre o a vuestra madre, ¿le obedeceríais? Si la respuesta es que no, vuestro razonamiento queda invalidado, porque si podéis desobedecer a vuestros gobernantes en un caso concreto, ¿dónde vais a situar el límite hasta el que estáis dispuestos a acatar las órdenes? No existe otro límite que aquel que ha establecido el cristianismo, y este límite es razonable y factible.

Por eso creemos que es un deber de todo hombre que considere que la guerra es incompatible con el cristianismo, negarse de forma pacífica pero firme a realizar el servicio militar.

A todos aquellos que tengan que actuar de este modo, que recuerden que tienen sobre sus espaldas un gran deber: el destino de la humanidad depende de su fidelidad a la religión, en la medida en que ésta depende de los hombres. Que profesen sus convicciones y que las defiendan, y no sólo con palabras, sino con sufrimientos si es necesario. Si creéis que Cristo prohibió el asesinato, no hagáis caso de las opiniones, ni de las órdenes de aquellos que os inciten a colaborar en los crímenes. Con esta firme negativa a ser cómplices de la violencia obtendréis la bendición que se otorga a aquellos que escuchan estas palabras y las cumplen, y llegará un día en que el mundo os honrará por haber sido partícipes en el renacimiento de la humanidad.

El libro de Musser, publicado en 1864, se titula Afirmación de la no resistencia o División entre el reino de Cristo y el reino de este mundo (Non-resistance asserted o Kingdom of Christ and Kingdom of this World Separated). Está dedicado a esta misma cuestión y fue escrito cuando el Gobierno americano impuso a sus ciudadanos servir en el ejército durante la Guerra Civil. Aporta a esta materia un sentido plenamente actual al dilucidar las condiciones en las que la gente debe y puede negarse a servir en el ejército. En la introducción, dice el autor:

«Es bien sabido que en los Estados Unidos hay mucha gente que rechaza de manera consciente la guerra. Suelen ser calificados como cristianos “no resistentes” [non-resistant] o “indefensos” [defendeless]. Estos cristianos se niegan a defender su país, a empuñar un arma y a luchar contra el enemigo por exigencia de su gobierno. Hasta ahora, estas convicciones religiosas eran respetadas por el gobierno, y aquellos que las manifestaban quedaban exentos del servicio militar. Pero desde el inicio de la Guerra Civil este hecho ha indignado a la opinión pública. Es natural que aquellas personas que consideran como un deber soportar el peso y los peligros de la guerra para defender su patria sientan hostilidad hacia aquellos que durante largo tiempo han disfrutado del amparo y beneficios del gobierno, y en tiempos de necesidades y amenazas no quieren cumplir con las tareas, ni exponerse a los peligros que conllevan defender la patria.

Es natural incluso que consideren esta actitud como algo insensato, monstruoso y sospechoso».

Fueron muchos los oradores y escritores –dice el autor– que alzaron la voz contra actitudes como éstas e intentaron demostrar, a través del sentido común y de las Escrituras, que la “no resistencia” era una injusticia. Esto es completamente natural, y en muchos casos estos escritores tenían razón. La tienen cuando se refieren a aquellas personas que si bien se niegan a realizar el servicio militar, no rechazan los beneficios que les procura su gobierno; pero no la tienen cuando se refieren al principio mismo de la “no resistencia”. Ante todo, el autor demuestra el deber que todo cristiano tiene ante el precepto de la no resistencia, aduciendo que éste es sumamente claro, y que nos fue transmitido por Cristo sin posibilidad de tergiversaciones.

«Juzgad vosotros mismos si es justo obedecer al hombre antes que a Dios», dijeron los apóstoles Pedro y Juan. De este mismo modo debe posicionarse cualquier hombre que desee ser cristiano ante la exigencia de luchar en una guerra, ya que Cristo nos dijo: «No resistáis al mal con la violencia».

Con esto, el autor considera que la cuestión misma de la “no violencia” queda resuelta. En cuanto a la segunda cuestión, sobre si un individuo que ha disfrutado de los beneficios que su gobierno le ha proporcionado mediante el uso de la fuerza tiene derecho a negarse a servir en el ejército, el autor, tras analizarla con detalle, concluye que un cristiano que sea fiel a la ley de Cristo, y que por ese motivo se niegue ir a luchar a la guerra, tampoco puede participar en ningún tipo de institución gubernamental: ni en los tribunales ni en las elecciones, y tampoco puede recurrir a las autoridades, a la policía o a la justicia para solventar un asunto privado.

El libro analiza también la relación entre el Antiguo y Nuevo Testamento, el sentido de un gobierno para alguien que no sea cristiano, y asimismo expone las principales objeciones que se le hacen a la doctrina de la no resistencia, y las refuta. El autor concluye el libro afirmando:

«Los cristianos no necesitan ningún gobierno, y por ello no pueden ni obedecerlo en aquello que sea contrario a las enseñanzas de Cristo, ni tampoco ser su cómplice.