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«Alberto el jugador» (1860), calificada como novela de costumbres, fue la primera novela de Rosario Orrego, que publicó por entregas en la revista «Pacífico», bajo el seudónimo de «Una madre». Alberto dirige una casa de apuestas que atrae a los buscadores de fortuna, capaces de las peores bajezas morales para saldar sus deudas.
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Seitenzahl: 239
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Rosario Orrego
Saga
Alberto el jugador
Copyright © 1860, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726641165
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Las asociaciones literarias han dado siempre oríjen a las revelaciones del talento y servido de estímulo a injenios que sin ellas no se habrían lanzado a cultivar el bello campo de las letras; terreno doblemente ingrato en América, donde es sabido que la literatura ofrece gran copia de sinsabores y ningun provecho. Solo un sentimiento de nacionalismo, el entusiasmo que inspira el amor a lo bello, y el anhelo de buscar tregua a las tormentas del tráfago de la vida abstrayendo el espíritu en el espacio de la idealidad, pueden ser los móviles que ponen la pluma en manos del escritor obligándolo a sacudir la apatia e indiferencia, para desempeñar una mision en la que muchos son los llamados y pocos los escojidos.
Valparaiso ha visto nacer y tomar de dia en dia mayor incremento a la Sociedad de Amigos de la Ilustracion. Si ella ha correspondido o nó a las esperanzas que abrigaron sus fundadores no somos nosotros ni éste el lugar en que debemos decirlo. Pero en honor al pueblo de Chile cúmplenos declarar que el favor incesante que dispensa a la Revista de Sud América, anales de ese círculo literario, es una manifestacion espléndida de que los trabajos de sus socios alcanzan algun aprecio, sirviéndoles esta buena acojida de premio para no desmayar. Desde que se estableció, ha sido el periódico de la Sociedad un palenque abierto para todas las intelijencias que quisieran llevar a él su continjente de ideas y bajo sus auspicios han salido a luz los primeros cantos de una poetiza cuya modestia la obligó por largo tiempo a ocultar su nombre con el simpático seudónimo de Una Madre , esa blanca azucena del desierto de la vida como la ha llamado un amigo nuestro. La Sra. Da. Rosario Orrego de Uribe ensayó su pluma en la novela nacional pudiendo aplicarse a Alberto el Jugador, su primera producción, el pareado del trájico frances:
Mes pareilles à deux coupsnese font pas cannaìtre
Et pour leurs coups d’essaí donent des coups des maitre.
La Sociedad de Amigos de la Ilustracion recibió con entusiasmo el romance y para cumplir la mision que se ha impuesto de premiar el verdadero mérito y estimular el cultivo de las letras, ha ordenado la publicacion del presente volúmen, honrándonos con el encargo de escribir estas líneas en las que la buena voluntad suplirá en mucho a nuestra insuficiencia.
Si el romance histórico tiene el indisputable mérito de presentar a nuestros ojos palpitantes, por decirlo así, las escenas del pasado, escenas que sirven a los pueblos de útil leccion, la novela de costumbres ejerce sobre las sociedades una mision mas alta y moralizadora. En la primera la fantasia puede vagar a su capricho alterando casi siempre la verdad tradicional. La segunda es la copia fiel de un presente en que todos somos actores y por eso su desempeño es mas difícil. Reproducir con exactitud nuestros hábitos, evitar confundir lo natural con lo chocarrero y herir los vicios y preocupaciones dominantes, es en nuestro concepto trabajo menos hacedero y que requiere mayor fuerza de injenio que la narracion de un hecho envuelto ya en el polvo de las edades que fueron y cuyos personajes parecen fabulosos a nuestra raquítica jeneracion.
Alberto el Jugador pertenece a la nueva escuela conocida con el nombre de realista y cuyo carácter distintivo consiste en tomar las escenas de la vida actual tales como ellas pasan, sin recurrir a exajeraciones ni a pinturas de tipos caprichosos. Esa escuela que ha creado a Margarita Gautier, purificando por el amor a la mujer caida, si es verdad que ensancha las heridas del corazon es solo para curarlas deificando sus buenos instintos, y declarando guerra sin tregua al vicio.
No cumple a nuestro propósito desmenuzar el argumento del romance para descender a la autopsia de cada uno de sus interesantes capítulos y episodios. En nuestra estética literaria rara vez buscamos la belleza en los detalles, aparte de que tal sistema de crítica es del todo inútil desde que el lector tiene el libro a la vista y conduciria solo a disminuir en su ánimo a curiosidad que hubiera de inspirarle.
¿Satisface la novela que examinamos un fin moral? Es innegable que sí. El vicio del juego, tan fatal para la felicidad doméstica como funesto para la organizacion social, es en ella vigorosamente combatido. Aquellas imajinaciones sobre las que la vista de un naipe y de los dados imprime una exaltacion febricitante, se sentirán un tanto calmadas despues de la lectura de esta obra que los padres deberian poner en manos de sus hijos como provechosa enseñanza para que huyan de una pasion que jamas deja en pos de si la dicha sino vergüenza, lágrimas y remordimientos. El vicio, como la sirena de la fábula que hechizaba con la melodia de su voz, se presenta siempre atractivo, y su resbaladiza pendiente está cubierta de flores que impiden ver el precipicio. Por eso en Alberto el jugador ha cuidado la autora de mostrar constantemente el abismo despojando de flores el sendero que a él conduce. No hai una línea que no sea para anatematizar ese vicio corruptor por exelencia y ante cuyas terribles emociones el hombre olvida relijion y patria y dignidad. Nuevo Prometeo, la sed del oro roe las entrañas del jugador y esa sed insaciable y creciente lo arroja mas o menos tarde en los brazos del crímen. Y cuando los gobiernos o las instituciones son impotentes para estirpar la gangrena del mal no puede desconocerse la conveniencia de libros que como éste hablan al espíritu con sobrado imperio y justicia.
El amor, esa aspiracion sublime de la humanidad en todos los siglos que naciendo en la beatitud del Paraiso vino a jerminar sobre la tierra, ha sido tratado en el romance bajo sus faces mas interesantes. ¿Buscais el amor del espíritu, vaga y misteriosa encarnacion de otra vida en nuestra vida y de los latidos de otro corazon en el nuestro? Teneis las nobles figuras de Hermójenes y Valentina--- ¿Conoceis el amor maldito de Satanás, la fiebre ardorosa de los sentidos sobreescitados, amor egoista y que cifra su felicidad en la posesion no de una alma sino de una bella estatua? Buscadlo en el delirio de Alberto por la esposa de Aramayo, y admirad a la vez la delicadeza de colorido con que ha sabido reflejarlo la autora: ni una palabra impropia ni una tinta clara y fuerte alarmarán el pudor mas austero. Y si de este contraste de amores pasais al afecto respetuoso de la hija que se sacrifica aceptando la mano de un marido a quien no ama y que sin embargo fortifica su ánimo en la conciencia del deber, el tipo de Carmela resalta siempre digno y puro como un ánjel.
La Sra. Orrego de Uribe hará con su libro brotar en los corazones sensibles tiernas y castas afecciones despertando en las almas adormidas el noble amor a la virtud. Su novela no es escrita para los espíritus gastados por el hielo del esceptismo: ¡no hay ya un Cristo que inocule el aura vital en los cadaveres! Recomendamos sus pájinas, a las que dá no poco brillo la sencillez elegante del estilo, a todos los que se interesen en el progreso literario de Sud América, seguros de que hallarán en ellas contentamiento y solaz y esa poética y melancólica dulcedumbre que vive solo en la pluma de una señorita. En cuanto a nosotros, felicitamos muy cordialmente a la jóven escritora que despreciando las mezquinas prevenciones con que el egoismo del hombre ha pretendido cerrar al bello sexo el templo de las letras, se arroja con la confianza del verdadero talento en un campo donde hay tantas espinas punzadoras y tan escasas flores. A la autora de Alberto han cabido en suerte los aplausos y los laureles y abrigamos completa fé en que si continúa con laboriosidad y empeño cultivando la novela, su nombre alcanzará a ser una de las mas relevantes ilustraciones de su patria. ¡Quiera Dios apartar de su alma la desesperanza y la duda y darla horas bonancibles y brisas perfumadas!
Ricardo Palma.
Valparaiso, Octubre 28 de 1861.
LA CASA DE JUEGO.
Era una noche del mes de setiembre, de ese mes primaveral de brisa tibia y aromática, de cielo puro y despejado, de ese mes que aparece a nuestra vista coronado de flores y cruzando por sobra una alfombra de verdura.
Era el 17, víspera del aniversario de la indipendencia de Chile. Esa noche la ciudad de Santiago presentaba un golpe de vista hermosísimo con sus calles rectas cortadas a escuadra por edificios mas o menos suntuosos, pero todos blancos como la nieve. Desde la casa de mas humilde aparencia hasta el palacio presidencial, todo parecia haber tomado cuerpo y animádose por una misma idea. El estuque, la cal, la pintura aparecian frescos, lucientes, exhalando ese olor agradable que da el aseo hasta a las cosas inanimadas.
La noche era oscura, precisamente a propósito para hacer resaltar la multitud de luces o luminarias que adornaban los edificios. No se encontraba una casa, un balcon que no ostentase brillante hilera de farolillos de formas y color caprichosos. La enseña simpática de la República pendiente de su hasta piramidal se elevaba sobre cada casa inclinándose con gracioso abandono y acariciando en sus ondulaciones las murallas de esa ciudad, antes esclava, hora libre a la sombra del pabellon tricolor. Todo este conjunto daba un aspecto brillante, encantador a la ciudad de Santiago, de ordinario tan séria y fria.
El reloj de la iglesia de la Compañia daba las ocho y el sereno, atalaya de la noche, la anunciaba a los alegres paseantes con su relijiosa cantinela «Ave Maria Purísima! Un mundo de curiosos se dirijia a la plaza de Armas, donde daban principio los fuegos artificiales.
Dos mujeres vestidas de negro tomaban la misma direccion, la una de aspecto humilde, la otra, aunque cubierta con espeso velo, dejaba ver por su traje y porte distinguido que pertenecia a la alta sociedad. Llegaron a la plaza confundidas entre la multitud que bulliciosa y alegre se precipitaba en masa al espectáculo.
Nuestras dos mujeres en vez de detenerse alli, como era natural, se escabullen ácia la calle de la Merced. En el momento que se ven libres del jentio, se detienen, y la que parece ser sirviente de su compañera dirije a esta la palabra arreglándole al mismo tiempo el vestido, descompuesto por el roce de la jente.
—Señorita, ¿no le parece inútil ir mas allá? yo creo que el caballero se encuentra en la plaza.
—No, Ines, te engañas, sé que en vez de perder el tiempo en otra parte iría al instante a tranquilizarme. Mas no he podido resistir: la esperanza de encontrarlo en el camino, o como tú dices en la plaza, me ha hecho penetrar en ella y arrostrar la curiosidad insolente de la multitud..... Pero apresurémonos antes que las calles se vuelvan a poblar.
Y diciendo esto echan a andar mas que de prisa. Despues de haber caminado cerca de media hora se detienen al pié del cerro de Santa Lucia, calle de Breton, delante de una casa de facha antigua y apariencia conventual. Penetran en ella sin dificultad por estar la puerta principal completamente abierta. El patio parecia pertenecer a una casa inhabitada, tanto por la yerba que libre crecía entre la menuda piedra, como por el silencio que alli reinaba. Las dos mujeres se dirijen a una puerta que daba a un pasadizo. La que hemos oido nombrar Inés llama cautelosamente, la puerta se abre y un hombre como de cincuenta años, con blanco delantal y gorro en mano, aparece en ella:
—Buenas noches, señorita, dice, dirijéndose a la dama, la esperaba. Me dijo Inés esta mañana que la señorita vendria temprano.
—Siento, mi buen José, haberte hecho aguardar, dijo la señora encubierta, con una voz tan armoniosa que mas bien parecia un canto. ¡Cómo recompensarte este servicio!
— ¡Oh, señorita, estoi mui pagado! su señora madre fué tan buena conmigo!
Y diciendo esto, abre la puerta de una habitacion interior, en la que penetran las recien llegadas.
La dama encubierta hasta ahora, se sienta, echa su velo atras y deja ver a la luz suave de una lámpara un rostro interesante y conocido.
Es Luisa Alvarez, mujer de 24 años, tan bella como buena, casada hace un año con Enrique Maldonado.
Luisa es hija ùnica de D. Juan Alvarez, caballero respetado y querido por todos los que tienen la fortuna de tratarle.
D. Juan, como tantos otros, en 1830 habia sido arrojado de su patria por el huracan político. Partió desterrado ai Perù, dejando en Chile una madre anciana y una jóven prometida suya.
D. Juan contaba solo 30 años, y sin mas caudal que su juventud, ni mas consuelo que la esperanza de regresar a su patria, se encontró en el estranjero sin familia, sin relaciones, ni medio alguno de subsistencia.
Dos años pasaron, dos años mortales de miseria y desesperacion para el jóven desterrado. En este tiempo tuvo la noticia de la muerte de su madre y del desposorio de su novia.
Y sin embargo, aquella alma noble y fuerte no maldijo una patria que tan cruelmente lo habia arrojado de su seno.
Al contrario, pasó a Méjico donde la suerte le fué mas propicia. Allí se ocupó de estudios literarios, que mas tarde debian servir a sus jóvenes compatriotas.
Después de diez años de ausencia, D. Juan desembarca en Valparaiso, trayendo a su patria una fortuna adquirida por su laboriosidad y constancia, un nombre sin mancha y una esposa digna de él, madre de una hermosa niña.
Esta es Luisa, que, como hemos dicho, hace un año contrajo matrimonio con Enrique Maldonado, jóven bueno, interesante, de figura distinguida y maneras agradables, sin otro defecto que el de carecer de una educacion séria.
El jóven Enrique, huérfano de padre, tuvo la desgracia de heredar desde temprano una fortuna bastante regular. Su madre, buena y santa señora, cuidaba mas de los altares de la iglesia que de la educacion de su hijo.
Enrique fué educado en el mejor colejio de Santiago; mas, embargaban preferentemente su atencion los placeres del campo y un gusto singular por el caballo, las trillas y rodeos, que habia adquirido desde pequeño en una hacienda de su familia situada a los alrededores de Santiago.
Esto era para él mucho mas agradable que el colejio con sus estudios áridos y su monotonia insoportable.
Sin enmbargo, a los 25 años Enrique era un joven completo. El poseia bastantes dotes naturales para ocultar los defectos de una educacion descuidada.
Veintiocho años cumplia cuando se encontró con Luisa. La vió y la amó. Luisa correspondió a este amor con su corazón y su mano.
El cielo parecia haber unido esta pareja tan bella, tan joven, tan amante. ¿Quién al verlos no les hubiese pronosticado un porvenir encantado por el amor y la dicha?
Y asi habria sido si el destino, ese fantasma misterioso que se complace en abatir el orgullo de los felices de la tierra, no se hubiese interpuesto entre Enrique y Luisa.
Seis meses despues de este matrimonio, la bella e interesante desposada era la mujer mas digna de compasion.
Hoi la encontramos en una noche del 17 de setiembre, atravesando las calles de Santiago, sola, en compañia de una sirviente y ocultándose de todas las miradas.
Mientras el circulo en que antes ha brillado se divierte, ella llora y suspira; mientras sus amigas entran al teatro alegres, felices en compañia de sus esposos o rodeadas de sus amigos, ella llena de angustia y de temor entra a una casa retirada y al parecer sospechosa.
¿Qué va hacer? Como he dicho, José, antiguo sirviente de los padres de la joven, la introduce en una pieza de esta casa.
El buen hombre, compadecido de la desgracia de Luisa la dice en tono paternal y cariñoso.
— ¿Quiere la señorita que llame al Sr. D. Enrique?
— José, he cambiado de resolucion, o mas bien, no tengo ninguna ya. Tiemblo a la sola idea de disgustar a mi Enrique. Creí haber tenido valor para sacarlo de esta casa; pero las fuerzas me faltan, me voi y que él ignore siempre que yo he dado este paso. Mas, espera... ¿cómo marcharme sin verlo un instante? ¿No puedes proporcionarme este placer sin comprometerte y sin que él me vea?
— Sí, señorita Luisa; inmediato al salon que ocupan los caballeros hai dos piezas que prestan todo seguridad. Sígame Vd.
Luisa fué introducida en una habitacion ricamente a mueblada, alumbrada escasamente por el resplandor de una luz que penetraba al traves de una larga cortina de tafetan verde que cubria un tabique de vidrio.
Luisa se dirije instintivamente ácia estelado, entreabre con una mano la cortina y con la otra comprime los latidos de su corazon.
Una escena dolorosa hiere su vista: inmediato al lugar en que ella se encuentra yacencuatro hombres al redador de una mesa jugando los dados.
Dos de estos son mui conocidos de Luisa: uno era el marido de una amiga suya, padre de nueve hijos, en el otro conoció al cajero de una de las casas de comercio mas fuertes de la capital.
Luisa aparta la vista con horror de aquellos semblantes escualidos y elementados para fijarla al otro estremo del salon. Allí, en una gran mesa ovalada cubierta con una carpeta de paño verde, forman grupos varios caballeros.
Estos ocultan en parte a los que están sentados alredador y al otro estremo de la misma mesa; dos candelabros con fina esperma esparcen viva luz sobra esta escena.
Mudos e inmóviles parecen estos hombres inclinados sobre una tumba mas bien que sobre un tapete. De improviso un inmenso clamor resuena en la sala, uno de ellos levanta sobre todas las cabezas una sota de bastos... El silencio se vuelve a restablecer. Solo se oye el ruido de las cartas que una mano diestra desliza con lentitud. Aunque Luisa entiende poco de juego, bien conoció que era monte lo que allì jugaban. Ella busca en vano a su marido entre aquellas cabezas desgreñadas y rostros palidos, y, en el momento en que va a ritirarse para interrogar a José, se apartan dos hombres de la mesa de juego, y se dirijen a una mesita de escribir. Es Enrique con Alberto N... Alberto presenta una pluma a Enrique que escribe rapidamente sobre un papel y se lo presenta a este. Alberto no parece satisfecho y hace observaciones. Enrique vuelve a escribir, arroja la pluma y se deja caer en un sofá con muestras de la mayor desesperacion.
Luisa no puede resistir mas: lanza un jemido y cae sin conocimiento.
EL JUGADOR.
Alberto N..., en cuya casa se encuentra Luisa atraida por el amor que profesa a su marido, es uno de esos hombres difíciles hasta para ser descritos.
Por fortuna tales hombres aparecen mui a lo lejos entre nosotros. Felizmente hombres con una alma como la de Alberto pasan como el rayo, aunque como este, destrozando cuar to encuentra en su camino.
¿Quién es Alberto N...? No se sabe. Chileno se le cree, mas nadie le conoce, no hai quien sepa dar noticia de su familia, o que le haya visto crecer. Apareció como una planta venenosa en medio de un desierto. Ninguna mano amiga la ha cultivado.
Su estatura es alta; sus movimentos vivos y desenvueltos. Posee una fisonomia franca y despejada que sirve de anzuelo para todo incauto que tenga la desgracia de caer en sus manos. En sociedad es entretenido, habla mucho y con desembarazo: tan pronto trata de historia como de ciencias, ora de metalurjia u horticultura. Todo lo sabe: mas, paralas jentes sensatas y observadoras, es todo oropel, todo arte, siendo en el fondo un hombre lleno de vicios y pasiones desenfrenadas.
Su vocacion y oficio es el juego. Por este medio ha adquirido una fortuna considerable. La casa en que le hemos dejado es su casa de juego: especie de hotel donde se refujian algunos vagos de buena sociedad que forman parte de su séquito.
A mas de esta, tiene otra en la calle del Estado, linda y lujosa morada digna de mejor posedor. Allí es donde se cree que vive, siendo la otra todavia un misterio.
Cuando Luisa vuelve de su desmayo causado por tantas emociones dolorosas, se encuentra en un coche sostenida por Inés. El movimiento del carruaje y el fresco de la noche la reaniman, y desháciendose de los brazos que la sujetan, dice débilmente:
—¿A dónde vamos?
—A casa, señorita, ya hemos llegado ..... Pára cochero.
Luisa encuentra en su casa a su padre que la esperaba. D. Juan Alvarez, al ver que su hija viene sostenida por su sirviente y al notar la palidez que desfigura su precioso semblante, se abalanza ácia ella con la lijereza de un jóven, la estrecha, le hace mil preguntas sosteniendo en su pecho aquella cabeza tan bella y tan querida.
Luisa no encuentra que responderle. ¡Cómo aflijir a un anciano amante y amado! ¡Como amargar los últimos años de su vida!
D. Juan la sienta en un sofá, hace una indicacion a Inés, quien se retira, pone un cojin a los piés de su hija, la cubre con su propia capa y se sienta a su lado.
—Luisa, dame tu mano, habla con franqueza a tu padre, a tu amigo. No me ocultes nada, hija mia. ¿Qué puede aflijirte tanto? Hace mucho tiempo te veo triste y abatida.
—¡Como, papá, Vd. lo ha notado?
—Mas que notarlo, lo he sabido todo. Hace seis meses que sufro junto contigo. He visto el esmero con que tú has procurado ocultarme tus pesares y no he querido con una esplicacion aflijirte mas aún. ¿A dónde has ido esta noche?
—A buscar a Enrique.
—¿Lo has visto?
—Sí; ojalá no lo hubiese visto jamas!
—¿En qué casa estaba?
¿No lo adivina Vd., papá?
—Es que son varias las casas dónde se juega.
—Enrique está en una de las casas de Alberto N...
—¡Ah! ¿y te has atrevido a descender hasta allí, Luisa? ¿Y cómo es que no ha venido contigo?
—Cuando salí de aquí iba resuelta a sacarlo de esa casa; mas estando allí me faltó el valor, solo tuve fuerzas para divisarlo ..... y despues no supe mas.
—Comprendo ahora por qué has llegado en ese estado. ¿Cuándo salió Enrique?
—Hace tres dias. Una tarde despues de la comida me abrazó, diciéndome: hasta luego, y no ha vuelto mas.
—Tres dias, tres siglos para tí, pobre hija mia! Y yo que creí ayer tu enfermedad una indisposicion natural, ¿y diré que tengo un corazon de padre? ¿y no he previsto toda la estension de tu desgracia?
—¡Mi querido papá!
—¡Oh, niña! es preciso que cobres valor para dar fin a este estado angustiado y tormentoso.
—¿Qué quiere Vd. decir?
—Escucha, Luisa, ha llegado el momento de esplicarnos. Hace tres meses que hablé a tu marido sobre lo mismo que nos ocupa. Le hablé como a un amigo, le aconsejé como a un hijo. El me prometió no jugar mas, bajo su palabra. Me confesó la suma que ha perdido, que es mas de lo que tiene; todo se arregló entre los dos. Yo estreché su mano en la confianza que no volveria a tocar en adelante los naipes del jugador. Enrique no solo ha faltado a su palabra como hombre de honor .....
—¡Papá mio!
—Sí, te comprendo, no hablemos de él, solo se trata de tí en este moment o, de tu felicidad. Si tu esposo, desconociendo los deberes de hombre y jefe de familia, te abandona como lo hace, te queda tu padre, Luisa, tu padre que te adora. Nos iremos de aquí, te haré viajar. Verás otro mundo, otras jentes, iremos á dónde tú quieras y sino alcanzo a distraerte, llorarás en mis brazos, tus lagrimas correran con mas tranquilidad que aquí.
—¿Cómo podré separarme de Enrique, mi querido papá? ¡Es imposible! asi como jamas podria separarme de Vd.! Los dos me sois necesarios para mi felicidad. Amo a Enrique, soi su mujer, y, creedme, no tiene otra falta que la que lamentamos.
—Es verdad, todo lo olvido cuando pienso que no eres feliz, que tu porvenir es tan triste y oscuro como lo es mi pensamiento en este instante. Yo soi viejo, puedo morir pronto y ¡tù! ¡tu!.... Mas yo te aflijo inúltilmente, no llores Luisita, mañana hablaré por segunda vez a Maldonado. Espero que esta entrevista tenga mejores resultados que la primera. Recojete, hija mia. Adios hasta mañana.
Luisa abrazó a su padre y se quedó inmóvil a la puerta de su habitacion hasta que se perdió en el espacio el ùltimo ruido de sus pisadas.
LA CITA.
Las doce dan las campanas de las iglesias, y al último golpe de los relojes de las torres, se levanta el clamoreo de los serenos que anuncian a la ciudad la hora de la media noche. Las calles están ya solas y oscuras. Una que otra luminaria se ve a lo lejos próxima a dar su último aliento.
El teatro salía mas o menos a la misma hora. La concurrencia habia sido numerosa y brillante. Esa noche se daba el Hernani por primera vez en Santiago.
La Rossi y la Pantanelli habian cantado divinamente. Sus notas puras y claras, sus aires, ya armoniosos ya tiernos, arrobaban el alma, influenciando poderosamente a la sorprendida concurrencia.
Parecia que esa noche se habia dado cita en el viejo teatro de la Universidad, todo lo que encanta, todo cuanto hace feliz: la gloria, la belleza, el amor, el lujo.
Las lindas santiaguinas, graciosamente instaladas en sus palcos, se asemejaban con sus vestidos de color blanco, rosa o celeste, a esas fantásticas nubes brillantes y áreas, que aparecen en el cielo de Santiago en las hermosas tardes del verano.
Unos de estos palcos llamaba sobre todos la atencion y era objeto de las conversaciones de entre-acto.
Era el de D. Pablo Aramayo, a quien se podia ver arrinconado en una comoda poltrona, al parecer indiferente a cuanto pasaba a su alredador.
Dos mujeres le acompañaban y eran Carmela su esposa, y Valentina su hija.
Estas eran las que atraian las miradas de la platea y los anteojos de los palcos.
Carmela de Aramayo, hermosa y elegante, altiva e imponente, ha sido la mujer mas bella de su tiempo, y aun lo es. Mas ya su belleza se encuentra en esa hora de lucha, como un bello dia en la hora del crepúsculo, en el que la luz hace un esfuerzo supremo para no ser absorvida por las tinieblas. Así está Carmela en lucha con los 35 quele arrebatan su juventud y belleza. Mas esta reaparece reflejándose con todo su esplendor en su hija Valentina, jóven de 17 años, admirable retrato de su madre.
Las dos llevan trajes blancos; solo que Carmela ostenta una rica diadema de brillantes en su hermosa cabeza que le da un aspectoso berano, y Valentina una bella rosa blanca colocada con buen gusto en su gracioso peinado.
Si se juzga por las apariencias, bien se puede asegurar que estas dos mujeres son muy felices. Asi aparece por la espresiva alegria de sus ojos, por la coqueta ondulacion de sus cabezas por el agradable murmullo que forman con sus abanicos y sobre todo por sus hermosos ramos que llevan a cada momento a sus làbios como para ocultar sus maliciosas sonrisas.
Mas, ¿quièn puede penetrar en los insondables misterios del corazon de la mujer? ¡Cuántas veces esos mismos ramos en lugar de ocultar una sonrisa sirven para recojer una lágrima! ¡Qué de veces el abrir y cerrar de un abanico no se halla en perfecta armonia con los violentos latidos del corazon!
La ópera tocaba a su fin cuando la familia de D. Pablo Aramayo salía de su palco, dejando en el proscenio a las distinguidas artistas envueltas en una nube de flores y palomas encintadas que el entusiasmado publico les arrojaba con profusion.
Un jóven abandona su luneta al mismo tiempo que la familia Aramayo sale del palco.