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«Los busca-vida» (1862), calificada como novela de costumbres, fue la segunda novela de Rosario Orrego, publicada por entregas en la revista «Sudamérica». La historia está ambientada en la región de Atacama, durante la conocida como «Edad de Plata», tras el descubrimiento del yacimiento de Chañarcillo, y narra los peligros asociados a la búsqueda de fortuna.
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Seitenzahl: 110
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Rosario Orrego
Saga
Los busca-vida
Copyright © 1862, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726641158
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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UN PUEBLO DE INDIOS.
––––––––––
El pueblo de indios es una pequeña aldea situada entre el desierto de Atacama y la ciudad que lleva este nombre. La poblacion está formada por unas cuatrocientas cabañas en un valle estéril, cuya naturaleza pesa como una mano de bronce sobre el corazon del hombre que no ha nacido entre aquellas arenas o que no ha visitado en todas estaciones aquellos cerros que parecen llevar sobre sí un luto eterno. Ni una planta, ni un arbusto verde adorna las oscuras cimas; solo de cuando en cuando aparecen, como momias de pasados siglos, algunos árboles secos para aumentar aun más la tristeza que infunden las jigantescas colinas cruzadas de vetas minerales.
Alli, en aquel valle, encajonado por los cerros, aislado del todo, perdido, puede decirse, en el desierto, ha permanecido este resto de los aboríjenes de esas comarcas. Asi no es estraño se hayan conservado allí hasta ahora poco, las costumbres, tipo y jenial carácter del primitivo indíjena.
El descubrimiento de las colosales riquezas encerradas en las entrañas de los cerros de Atacama trajo a los habitantes del pueblo de indios una luz civilizadora.
Teniendo a su espalda el gran mineral de Chañarcillo, y al frente una ciudad industriosa y próspera como la de Copiapó, forzoso les fué al fin a los desgraciados indios sobreponerse al justo tradicional horror que les inspiraban los rostros pálidos, y despo jarse de su nativa terquedad.
Una de las vias principales para el trasporte de los productos minerales atraviesa por el pequeño pueblo: la vista de las tropas cargadas de tesoro, el ruido de los coches de viaje, que hacia ya estremecer aquel tranquilo suelo, destinado mas tarde a sostener la línea férrea, y más que todo, el vario aspecto de los numerosos viajeros que lo traficaban diariamente, acabó por familiarizarlos y estinguir en ellos el odio que conservaban por la raza española.
Hacia cincuenta y ocho años que un indio de una tribu de Bolivia habia llegado a ésta, y, habiéndose casado en el pueblo, formó parte de la familia indiana.
Godileo, que es el nombre del indio, habitaba con su mujer y dos hijos en un casucho de esta apartada aldea. Godileo pasaba entre su tribu adoptiva por el mas sabido y valiente. Su vigoroso desarrollo físico, sus fuerzas hercúleas, le habian constituido en una autoridad; pero este indio no abusaba en perjuicio de los suyos de las ventajas con que lo dotó la naturaleza; nó, era allá en los desiertos, en las serranias, donde Godileo se mostraba terrible luchando cuerpo a cuerpo con las fieras, y en las pampas entregado a la caza de llamas y arrostrando años enteros los peligros de una vida salvaje.
Los años, y más que todo, el poderoso iman de la familia, que atrae y rinde a las naturalezas, por salvajes que sean, hizo que el indio dejase sus montaraces costumbres por la vida mas tranquila del leñador, que es en la ocupacion en que lo encontramos a la época en que tuvieron lugar los hechos que vamos a referir.
Era ya entrada la noche: Mónica, mujer de Godileo, tejia un chamal a la luz de una fogata; Gala, su hija, molia el maiz para la cena. Gala era una india de veinte años, de color pálido oscuro, frente estrecha e invadida por una espesa cabellera negra, ojos del mismo color, labios abultados y graciosamente recojidos, mirada franca y espresion bondadosa. Madre e hija vestian una pollera corta de lana, tejida por ellas mismas. La parte superior del cuerpo la cubrian con un petillo de percal rojo, y tanto los piés como los brazos los llevaban desnudos, apesar del intenso frio del mes de junio.
—Gala, dijo la india a su hija, sin interrumpir su labor; arrima la pierna de cabrito al fuego, que ya vendrá tu padre.
―¡Dónde habrá ido a leñar padre que tanto tarda! esclamó la muchacha apresurándose a obedecer. Mientras mas veces se pone el sol, mas escaso se hace el palo: ¡ya se ve; hai tantos pobres como nosotros que viven de su venta!
—No tanto como nosotros, hija. Si tu padre, como lo temes, no pudiera cortar chañar, siendo la mejor leña y la sola que nos queda, no sé cómo hariamos para mercar pan y maiz; y todo porque los señores blancos se han hecho dueños de los campos, de los árboles y hasta de las piedras que esconde la tierra!
—Quizas padre haria bien, se aventuró a decir Gala. Han puesto multa al que corte un chañar de la hacienda.
—Los tiempos no mejoran! esclamó la madre suspirando. Los españoles de hoi se asemejan a los que encadenaron y oprimian a nuestros abuelos. Muchos soles y muchas lunas han pasado desde el día en que, compadecido del duro tratamiento que se nos daba, el rei eximió a sus indios de la encomienda. Mas ya era tarde! Nada o mui poco hemos mejorado. Envilecidos, errantes, con el corazon lleno de lágrimas, sin techo ni pan, ¿qué uso harian de su libertad los que antes habian sido dueños y señores de esta tierra?
El ladrido de un perro interrumpió a la india.
—Ya están aquí, esclamaron a la vez las dos mujeres.
En efecto, Godileo, acompañado de su hijo Silo, entró a la cabaña.
Era Godileo un indio de rostro atezado, surcado de hondas arrugas, sin barba, a no ser que se le dé este nombre a unos escasos pelos blancos que llevaba hácia la estremidad del rostro. Su cabeza, calva en la parte superior, mostraba hácia la nuca una gruesa trenza, aun de color gris. Su estatura era jigantesca, anchas sus espaldas, el pecho fornido, la mirada viva y penetrante. Debia contar largos años a juzgar por su cuerpo ya algo inclinado y lo tardo de su paso.
En cuanto a Silo, que parecia mayor que Gala, reflejaba en su indiana fisonomia toda la vivacidad del indíjena unida al estúpido candor que imprimen la ignorancia y la miseria.
—Gala, ayuda a tu hermano a descargar, dijo Godileo tirando unas andrajosas alforjas en un rincon y acercándose a la lumbre. Y tú, mujer, dame la cena, añadió, que la jornada ha sido larga y el trabajo duro.
—Han demorado tanto en este viaje, que creí habian bajado al desierto en busca de monte, dijo la india socarronamente, poniendo en un banco de piedra una fuente de barro llena de maiz molido y cuatro panes de harina candeal.
—Nó, contesto Godileo, partiendo con satisfaccion uno de los panes. No hemos bajado; nos hemos encumbrado a unas cimas trabajosas para un viejo como yo. A fé que les ha de costar a los cateadores el poner un talon en aquellas puntas.
—Parece haberles entrado fiebre a las jentes de los poblados, que se desatan en bandadas a tomar los aires en estas serranias, dijo Mónica.
—Asi, mujer, te he visto a tí dias enteros en los páramos calcinados por el sol, hollando las arenas para desenterrar papillas que con tanto gusto comian nuestros pequeñitos; asi, digo, esos hombres que tú ves desparramados por estos alrededores arrostrando los rigores del tiempo y buscando los tesoros que se ocultan bajo esta tierra, quizá tengan tambien pequeñuelos a quienes alimentar.
—Bien podian dejarnos en paz, que harto tienen ya. Ellos viven bajo hermosos techos donde no penetra el sol ni la lluvia; ellos tienen adornos brillantes y vestidos siempre nuevos; ¿qué les falta, pues?
—Calla, mujer! yo he vivido algunas horas en poblado, y en tan corto tiempo he visto muchas cenizas que el fuego, dias há, no habia calentado; he visto rostros angustiados por la necesidad; he visto niños que pedian pan y madres que lloraban por no podérselo dar: y éstos no eran pobres como nosotros, nó; los he visto con trajes brillantes y pisando en telas mui blandas y sentarse en asientos mui bellos. Mira, tú sabes que no tengo el corazon de nata, pero me he sentido mal al ver aquello... Pasa el cabrito, mujer. Pero, ¿qué estás buscando?
—Una piedra, contestó Mónica, para asentar este cántaro.
—En mis alforjas hallarás unas.
La india se dirijió a éstas, y tomó dos grandes piedras que colocó en el fuego, poniendo en seguida encima de ellas un jarron de barro lleno de leche de cabra.
Gala y Silo entraron en ese instante y se sentaron a cenar junto a su padre. Poco despues el indio y su familia reposaban en ese sueño tranquilo y feliz que solo es dado al pobre disfrutar.
Al amanecer del siguiente dia, cuando aun las estrellas no eran del todo apagadas por la tenue claridad del alba, un hombre se apeaba de un caballo flaco, y al parecer estenuado, a la puerta de la cabaña de Godileo.
Largo rato hacia que la familia del indio estaba en movimiento y que Gala y Silo habian marchado a la ciudad tras de sus burros cargados con la leña que debían vender en ese dia.
—Buen dia amigo, dijo el viajero al desmontarse.
—Asi se los dé Dios a usted, contestó el indio, sacándose por deferencia un bonete lacre que cubria su cabeza, distincion entonces del minero, pero que él llevaba por costumbre.
—Me dareis permiso para descansar aqui y tomar un mate?
—Cómo nó, señor! ¿Cuándo esto se niega en el rancho de Godileo? Entre usted.
—Qué horrible frio! esclamó el desconocido, atando la rienda de su caballo a una caña que sobresalia del techo; luego agachándose cuanto pudo, entró. Mónica, que habia oido nombrar el mate, corrió hácia el hogar, y con unos cuantos soplidos formó una hermosa fogata. Godileo acercó su banco al huésped, el que se sentó junto ala cumbre.
Era este un jóven como de treinta y cinco años, aunque representaba mayor edad porque poseia una de esas fisonomías demacradas sin parecer enfermizas, sello que imprime en el hombre, o el asiduo trabaja, o una vida de ajitacion y de desórden. Sus cabellos largos y rubios los llevaba con gracioso descuido. Sus ojos eran de un oscuro azul. No usaba patilla ni bigote, y su cutis, blanca en otro tiempo, estaba tostada por los aires de Atacama. Llevaba sobre sus vestidos una fina y larga manta, que solo dejaba ver la parte inferior del pantalon, ajustado a unas botas de campo pardas de polvo y roidas por el uso.
Unas grandes espuelas de plata y un sombrero de paja blanca y fina completaban el traje del recien llegado.
—¿Va usted a las minas, señor? le preguntó el indio.
—Vengo de un largo cateo.
—Y ¿cómo anda la suerte? Dicen que todos los dias se hacen nuevos descubrimientos.
Rosario Orrego de Uribe .
( Continuará.)
No quiero tus treguas ¡oh! mónstruo; adelante!
Mi altiva entereza no harás sucumbir;
Catástrofes siembra, nada hai que me espante;
Mas rudas tormentas me has visto sufrir.
Terrífico ajita tu eléctrica hoguera,
Potente derriba mi débil mansion;
A un alma que sufre, que nada ya espera,
Temblores de tierra, qué valen! qué son!
Rosario Orrego de Uribe.
—Ah! el señor no es del pais?
—Nó, he venido atraido por la fama de las minas, y aunque la vida que llevo aquí es la de Satanas, he jurado vencer o morir en el campo de batalla.
—Segun parece, usted es mui minero, señor.
—Tan minero soi ahora como militar era tres años há. Conozco ya las calidades de las vetas tan bien como conocia entónces los vicios de mis soldados. Pero, la vida de militar en tiempo de paz es mas tranquila que ésta. Aquí se vive en continua ansiedad, como si siempre estuviésemos en víspera de dar batalla o de tomar una plaza por asalto.
Mónica entre tanto habia preparado el mate, y se lo presentó al huésped con respetuoso encojimiento. Gracias, le dijo éste; y llevando la bombilla a la boca, prosiguió con mayor animacion su interrumpida charla de minero.
—Como le iba diciendo, dijo dirijiéndose a Godileo, el demonio de la ambicion entra por todos los poros del cuerpo, una fiebre maligna se apodera del corazon y lo hace a uno soñar que está pisando sobre piedras de plata maciza.
Un dia, nada menos, he desenladrillado el piso de mi cuarto siguiendo el rumbo de una veta que me pareció le atravesaba desde el patio.
—¡Vaya! Vaya! dijo el indio.
—Esto es nada, interrumpió el huésped, chupando con mas ahinco su sabrosa bebida y dando sorbo tras sorbo hasta que arrancó ese sonido ronco por el que avisa el estenuado mate que el vacío se ha hecho en sus entrañas. Entrado asi en calor, y como si se le hubiese tocado la cuerda sencilla, el jóven, preparándose para contar su vida entera, sacó un cigarro, se inclinó a encenderle y al punto retrocedió asombrado.
—¿Qué sucede? dijo Godileo, poniéndose de pié.
—¿Y esas piedras? esclamó el jóven, indicando las dos que en la noche anterior habia Mónica arrimado el fuego, mas no ya terrosas y negruzcas como Godileo, las recojió del cerro, sino pulimentadas como dos joyas preciosas.
El indio se puso boca abajo como para examinarlas, y violas en parte derretidas. Varios glóbulos y figurillas caprichosas, a manera de filigrana, adornaban los cortornos de aquella pasta hirviente tan maravillosamente trasformada por la accion del calor.