Algo tan irresistible - Jill Shalvis - E-Book
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Jill Shalvis

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Beschreibung

Quizá Dimi Anderson fuera una estrella de la televisión, pero nunca había tenido el carisma de su hermana gemela. Y carisma o, en otras palabras, sex-appeal, era precisamente lo que Mitchell Knight, el nuevo productor echaba de menos en el programa de Dimi. Así que a ella no le quedaba más remedio que hacer un cambio radical y, además, hacerlo al lado de su nuevo y sexy compañero de trabajo...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Jill Shalvis

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Algo tan irresistible, n.º 1664 - julio 2019

Título original: Eat Your Heart Out

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-438-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NOS QUEDAN veinticinco segundos para estar en el aire!

Dimi no le prestó atención ni a la regidora ni a la maquilladora, que le estaba empolvando el rostro. En vez de eso, se concentró en Suzie.

Esta consultó su carpeta, chascó los dedos para dos personas que estaban sin hacer nada y luego suspiró, refiriéndose a Dimi.

–Mira, querida, la verdad duele.

–Pero lo he intentado. ¡Lo he intentando todo!

–¿Has puesto un anuncio en un periódico? –preguntó Suzie, con una expresión de duda en el rostro.

–¡Veinte segundos!

–Solo los chalados ponen anuncios en los periódicos, pero he probado todo lo demás –respondió Dimi, sin apartar los ojos de Suzie–. Agencias matrimoniales on-line, agencias matrimoniales tradicionales, el supermercado, el zoo… Todas partes. Me he inventado que estaba saliendo con un espectador virtual, y nada.

Aquello era frustrante. Le disgustaba profundamente fracasar. Tal vez era por los siete divorcios de su padre o la naturaleza tan controladora de su madre. Tal vez era el hecho de que todos las personas que conocía tenían alguien esperándoles al llevar a casa, excepto ella. No sabía cómo arreglarlo. Patético.

–El señor Perfecto no existe en ninguna parte.

–¡Quince!

–Te he visto en la Hora Feliz.

–¿Y?

–Estabas más interesada por los aperitivos que por los macizos que había en el bar.

Efectivamente, le gustaba la comida. Y mucho.

–De todos modos, a los macizos del bar solo les interesa una cosa –dijo Dimi antes de fruncir los labios para que la maquilladora le aplicara brillo sobre ellos.

–Lo mismo te ocurre a ti. Solo te interesa una cosa –replicó Suzie, colocándole el micrófono–. Después de todo, estamos hablando de tener relaciones sexuales, ¿no?

Dimi estuvo a punto de tragarse la lengua y la maquilladora se echó a reír.

–¡Diez!

–No es eso exactamente –musitó Dimi, evitando algunas miradas interesadas del equipo.

La verdad era que quería más, mucho más, que un alivio físico. Aunque, si lo pensaba bien, aquello también sería muy agradable. Resultaba algo vergonzoso admitir, especialmente para una mujer soltera, con éxito, del nuevo milenio, que lo que más deseara fuera una casita con jardín, un vehículo monovolumen y su 2,4 en la tasa de hijos por familia. Quería que, por la noche, la reconfortaran unos brazos fuertes, cálidos. Y sí. Tal vez también quería alguien que le sacara la basura por la noche. ¿Y qué? Lo quería todo.

–Si no es sexo, ¿qué es lo que quieres? –preguntó Suzie, levantando una ceja–. Sé de buena tinta que tú hace años que no…

–¡Eh! Solo dos.

–Años –reiteró Suzie, como si Dimi hubiera cometido un delito–. Cielo, un cuerpo como el tuyo se hizo para el sexo tórrido y apasionado.

Dimi se estiró su sobrio traje, que había sido la única prenda que se había podido poner aquella mañana sin tener que contener el aliento todo el día. No comer donuts para desayunar la ayudaría mucho, pero aquello significaba que necesitaba ir a hacer la compra, y aquello era mucho peor que sacar la basura.

–¿Has probado ir a la lavandería a las ocho de la tarde cualquier día de la semana?

–¿Qué tiene que ver la lavandería con todo esto? –preguntó Dimi, sin comprender.

–Es una exposición de hombres.

–¿La lavandería? Eso es algo muy desesperado. Ya nadie va allí a ligar.

–¿Quieres apostarte algo? –le preguntó Suzie, inclinándose sobre ella para inspeccionarle el rostro. Chascó la lengua y, antes de que Dimi pudiera parpadear, le estaban empolvando de nuevo la nariz. Otra vez.

–Cinco, cuatro…

–Estoy cansada de intentarlo –anunció Dimi.

–Eres demasiado seria –respondió Suzie, con ojos firmes y amables a la vez–. Tanto en la vida como en conseguir un hombre. Tienes que relajarte un poco.

–Tengo que admitir que, tal vez, sea demasiado seria, pero no pienso cambiar mi actitud en esto. No quiero más perdedores. Ni más citas.

–¡Todo el mundo fuera del plató!

Todos los miembros del equipo se marcharon precipitadamente. Todos, menos la persistente ayudante de Dimi.

–No puedes rendirte –protestó Suzie.

–Mírame –replicó Dimi, levantando la barbilla–. Lo digo en serio, Suzie. No quiero más hombres. Nunca más.

Lo afirmó como si fuera de una vez por todas en el momento exacto en el que Suzie salía finalmente del plató. En ese mismo instante, el director levantó un dedo, lo que indicaba que estaban en el aire. La luz roja se había encendido en la cámara que le estaba enfocando directamente a ella.

La cámara a la que acababa de anunciar, en directo, que había jurado mantenerse permanentemente alejada de los hombres. Desde el otro lado del plató, Suzie estaba llorando de la risa. Sí, muy divertido. Sin embargo, Dimi Anderson, ex reina de la belleza en el instituto y aficionada al fútbol, no había llegado donde estaba rindiéndose a la humillación pública.

Era la anfitriona del programa de cocina La hora de los alimentos, que se transmitía por el canal en directo de la televisión por cable. Dimi forzó una sonrisa y dijo:

–Solo quería saber si estabais atentos, mis queridos espectadores. Bienvenidos al programa de hoy –añadió decididamente, tras aclararse la garganta.

Detrás de la cámara, aunque justamente delante de Dimi, la decidida Suzie levantaba su carpeta, en la que estaba escrito:

¡Una mujer necesita orgasmos habitualmente!

Dimi sintió que le fallaban las fuerzas, pero, tan profesional como siempre, disimuló con una sonrisa.

–Hoy vamos a preparar…

Suzie estaba muy ocupada, garabateando sobre un trozo de papel. Entonces, volvió a levantar la carpete.

¡Y no mediante algo que funciona con pilas!

Dimi sintió que se le hacía un nudo en la garganta, pero volvió a disimular con otra sonrisa. Sin embargo, no pudo evitar tener que repetirse para volver a tomar el hilo.

–Hoy vamos a…

¡Vamos a asegurarnos de que consigas uno! ¡En este milenio!

–… preparar Carbonara Flamande y una tarta de limón que están para morirse –terminó Dimi, firmemente. Había decidido no volver a mirar a Suzie.

 

 

De alguna manera, Dimi se las arregló para terminar el programa, a pesar de los ocasionales comentarios obscenos que Suzie le hacía por medio de su carpeta. Había preparado la Carbonara Flamande con un nuevo estilo y la tarta de limón había quedado perfecta y deliciosa. Al menos, eso era lo que esperaba. En cualquier caso, a ella le había parecido exquisita.

Tenía todas las razones para saberlo. Se había guardado tres trozos, algo que no era demasiado bueno. De todos modos, ningún hombre le notaría unos kilos de más en las caderas. Además, había renunciado para siempre a los hombres.

Las cosas le iban bien. Tenía una casa muy bonita para vivir y un trabajo que le permitía estar comiendo todo el día. ¿Qué más podía pedir?

Aparentemente, mucho más, dada la extraña sensación de soledad que la embargaba por dentro mientras iba conduciendo hacia su casa, en dirección al lago Donner, a través de la histórica ciudad de Truckee. Podía, como siempre había hecho, ir a la casa de su hermana gemela, que estaba unos pocos metros más abajo. Podrían compartir una bolsa entera de patatas fritas a la barbacoa o tal vez unas galletas de chocolate. Eso si Cami había ido a la compra.

Sin embargo, ya ni siquiera eso era lo mismo. Cami tenía a Tanner. Él la alimentaba y, dada la constante expresión de felicidad en el rostro de su hermana, no solo con comida. En realidad, era un milagro, dado que Cami no había tenido más suerte en el amor que Dimi hasta que una serie de citas a ciegas con un final poco favorable le había cambiado la buena fortuna.

Dimi no sentía envidia por la recién encontrada felicidad de su hermana. En absoluto. Solo quería un poco para sí misma, aunque, por el momento, resultaba poco posible.

Bueno, por lo menos tenía a Brownie, su hámster, y también tenía los trozos de tarta que le habían sobrado. Como ni siquiera había comprado muebles después de mudarse de la casa de Cami meses antes, se sentó en el suelo de su vacía cocina, con la lata que contenía la tarta en el regazo. Se preparó para aquella patética fiesta y tomó un tenedor.

Tras meterse un buen trozo de tarta en la boca, giró la cabeza y miró a la jaula de Brownie, que estaba en el suelo, a su lado.

–Deberías saber que hoy he dejado de lado a los hombres. No pienso suministrarte un papá.

El hámster, que era blanco y marrón, sacó la nariz de su pequeña cabaña de madera y miró con curiosidad a Dimi.

–Y nada menos que en directo, en la televisión. Deberías haberlo visto. Sin duda, fue una actuación merecedora de un Emmy.

Brownie arrugó la nariz y sus ojillos oscuros se dirigieron rápidamente a la tarta que Dimi tenía en el regazo.

–¡Ah! Ya has decidido lo importante. ¡Qué chica más lista! –exclamó, tomando un poco de pastel, que le ofreció al roedor. Brownie lo agarró y desapareció raudo en la cabaña–. Ni siquiera un hámster quiere mi compañía.

Dimi se preguntó en el estupor que se había inducido por un exceso de azúcar en qué se había equivocado tanto. ¿Qué era exactamente lo que le faltaba en su vida? Sin embargo, sabía la respuesta a ello. Amor, del de verdad, del que es capaz de detener el corazón. Eso era de lo que carecía.

Se terminó hasta la última miga de la tarta, mientras se aseguraba de que no podía echar de menos lo que nunca había tenido.

 

 

Dimi descubrió que haber renunciado a su sueño de tener alegría marital delante de todo el mundo tenía una ventaja. Aunque lo hubiera intentado, aquella tarde no podría haber estado sola dado que todos los que la conocían la llamaron por teléfono.

Primero sus amigas, una a una. Todas ellas pensaron que aquella pequeña proclamación era histérica. Luego su hermana.

–Vaya manera de hacer las cosas –dijo Cami–. Vaya manera de arruinar cualquier posible relación que pudieras haber tenido.

–No había posibilidad alguna de tener una relación –le recordó Dimi–. Ahora, vuelve con tu prometido.

Le encantó colgar con todas sus ganas. Sin embargo, era imposible tener paz. El teléfono volvió a sonar inmediatamente.

–¡Dios mio! Has renunciado a los hombres –aulló su madre–, ¿cómo has podido?

–Mamá… veo que lo has visto.

–Claro que lo he visto. Siempre te veo.

Aquello le resultó tan agradable que Dimi se quedó sin palabras.

–Es decir –añadió su madre–, te veo durante los anuncios de Debbie Dee.

La competencia. La basura del programa debate de Debbie Dee. Dimi se colocó la cabeza en las rodillas.

–Sí, claro, gracias mamá.

–Bueno, ¿qué es esto de los hombres? ¡Quiero nietos, Dimi!

–Mamá…

–Tu hermana es una buena chica y se ha enamorado. ¿Por qué no puedes hacerlo tú?

Los momentos desesperados requerían medidas desesperadas, así que empezó a hacer ruidos, como si hubiera interferencias en la linea.

–¡Vaya! ¿Oyes eso, mamá? El móvil debe tener poca cobertura, mamá… Ya hablaremos en otra ocasión.

–¡Dimi Anderson! ¡No tienes teléfono móvil en tu casa!

–¿Has oído eso? ¡Es el timbre!

Sin embargo, justo cuando Dimi colgaba el teléfono, su madre suspiró.

–A mí no me puedes engañar –gruñó–. Sé que tampoco tienes timbre.

 

 

Cuando Dimi llegó al estudio a la mañana siguiente, se encontró a todo su equipo en el aparcamiento, más solemnes de lo habitual.

–¡Eh, chicos! Alegraos. Solo porque yo haya renunciado a los hombres…

–Por una vez, los hombres están tomando un segundo plano –le informó Suzie.

–¡Vaya! ¿De verdad? –preguntó ella, estudiando los serios rostros de todos–. En ese caso, debe de ser algo importante.

–Los niveles de audiencia están bajando –le dijo Ted, el cámara–. Bajando, bajando, bajando.

–¿Cómo puede ser eso? –replicó Dimi, pensando en todas las llamadas que había recibido tras el programa del día anterior–. Todo los que yo conozco nos estaban viendo.

–¿Cómo? ¿Las dos personas que conoces? –se mofó Ted.

–¡Oye! Conozco a más de dos personas –respondió Dimi, sintiéndose insultada.

Grace, su asesora culinaria, se estaba retorciendo las manos.

–El hecho que hayas renunciado a los hombres es el menor de nuestros problemas. Se rumorea que van a rodar cabezas. Hoy.

–Es un hecho, Dimi –afirmó Ted–. Estamos en una mala situación.

Ella no desperdició el tiempo preguntándose por qué todo el mundo siempre sabía aquellas cosas antes que ella. La rumorología era una ciencia propia en el mundo del espectáculo y estar a casi mil kilómetros de Hollywood solo lo empeoraba.

Todo el mundo miró a Dimi, como si ser la presentadora del programa la convirtiera en su líder.

–Bueno, eso es lo que ocurre cuando nos comparan con El programa de Debbie Dee. Ayer, el debate se tituló «Cómo mi hermano se casó con mi hermana y tuvieron perritos». No podemos competir con eso.

–Sí. Y hoy es «Cómo los vídeos pornográficos rejuvenecieron nuestro matrimonio» –dijo Suzie, sacudiendo la cabeza con tristeza–. Hoy también vamos a perder, esto está seguro, a menos que… ¿Tienes alguna otra cosa emocionante que anunciar?

–¡No!

Desde algún lugar a sus espaldas, se oyó un rugido como un trueno, como si los cielos estuvieran de acuerdo con las pobres perspectivas de su adorado programa. Sin embargo, ni una sola nube cubría el cielo. Solo había rayos de sol, brillantes y llenos de optimismo.

Fue entonces, cuando se pudo vislumbrar una Harley que acababa de dar la vuelta a la esquina. El conductor, vestido completamente de cuero y con anchos hombros, desconectó el motor y aparcó en una plaza que estaba a cierta distancia.

Todo volvió a quedar en silencio. Los miembros del equipo se miraron los unos a los otros.

–Tal vez podamos cambiar el tono del programa –sugirió Leo, el que diseñaba los decorados–. Ya sabéis, preparar algo más… No sé –añadió, haciendo gestos con las manos–… Más… aventurero.

–No –se apresuró Dimi a contestar–. Los espectadores esperan un programa de cocina serio por nuestra parte.

Además, a ella le gustaban las cosas serias. Ella era seria.

–Venga –dijo Ted, tratando de animarlos–. ¿Qué os parece esto? «¡ La hora de los alimentos se moderniza! ¡Hoy venid a cocinar con nosotros completamente desnudos!» –añadió, mirando de un modo algo lascivo a Dimi.

–Desnudo no se puede freír el beicon –comentó Leo, que estaba siempre muy preocupado por cuestiones de seguridad–. No me parece buen plan.

–No es el tono de nuestro programa lo que está haciendo que baje la audiencia –protestó Dimi–. Es el hecho de que nos veamos forzados a preparar comidas decadentes y llenas de grasa cuando lo que nuestros espectadores quieren ver son recetas culinarias de fabuloso sabor, bajas en calorías y muy sencillas, que puedan preparar muy fácilmente después de pasarse un largo día en el trabajo.

Para Dimi, aquello estaba muy claro y se preguntaba cuándo se darían cuenta de ello los que dirigían el programa. Probablemente, cuando este desapareciera de la programación. ¿Es que no sabían que, después de haber renunciado a los hombres, lo único que le quedaba era el programa?

–Ritchie no ha llegado todavía –comentó Suzie, bajando la voz y mirando por encima del hombro para asegurarse de que nadie de importancia la estaba escuchando–. Dicen que… lo han despedido.

Todos los que estaban presentes contuvieron el aliento.

–También he oído que tenemos un nuevo productor.

–¿Quién? –preguntó todo el mundo, al unísono.

–Mitchell Knight.

Todos menos Dimi, que nunca había oído hablar de él, gruñeron.

–Oh, es una mala persona –susurró Grace.

–Es guapísimo –murmuró Leo, abanicándose.

–Sí, muy guapo pero malo. Malo de verdad –comentó Ted, aterrorizado–. Le gusta despedir a la gente.

–Es el tipo de persona que se encarga de descubrir los puntos débiles de un programa –explicó Suzie a Dimi, que no tenía ni idea de quién estaban hablando–. Lo llaman cuando un programa está en las últimas. Despide a todo el mundo y vuelve a empezar.

–Sí –comentó Leo, sin dejar de abanicarse–. Es malo, cielo. Malo hasta el tuétano.

–Es el terror personificado, eso es lo que es –le corrigió Suzie–. Y dicen que hoy viene hacia aquí.

–Creo que eso es correcto.

Una voz muy masculina sonó a espaldas del grupo. Cuando todos se volvieron, vieron al conductor de la Harley. Tenía una constitución fuerte, con desarrollados músculos y piel curtida. Su largo cabello, despeinado por el viento, le caía hasta los hombros y llevaba un pequeño pendiente con un diamante, que parecía hacerles un guiño desde la oreja. Unas gafas de aviador devolvían el reflejo de las aturdidas expresiones de todo el equipo. Bajo una cazadora de cuero, que llevaba abierta, tenía una camiseta negra y pantalones aún más negros. En conjunto, y sobre todo como productor, su productor, tenía un aspecto… peligroso.

Dimi no podía hablar por los demás, pero mirar a aquel hombre le hizo sentir una extraña sensación en el vientre, como si se estuviera hundiendo.

Y muy rápido.

Al ver que no respondían, el motorista levantó una mano y movió ligeramente los dedos en su dirección.

–¿Hay alguien despierto?

Todos, menos Dimi, dieron un paso atrás y luego se separaron, como si nunca hubieran estado hablando. Llevaban en el rostro expresiones de culpabilidad.

El hombre asintió a Dimi, dado que ella era la única que había permanecido allí, como un cervatillo aturdido por los faros de un coche. Ella deseó llevar también gafas de espejo, dado que sentía cómo sus ojos estaban devorando a aquel desconocido. No parecía poder evitarlo. Aquella cazadora se extendía a lo ancho de sus hombros. Sus pantalones, de aspecto suave, cubrían unas piernas que parecían no compartir la misma cualidad. Sin embargo, a pesar de haber llegado allí en moto, no había una mota de polvo en su atuendo. En ninguna parte.

Dimi no dejaba de mirar. Todo en aquel hombre parecía delatar seguridad en sí mismo. Peligro. Resultaba extraño que a ella nunca le hubiera gustado el aspecto rebelde y, sin embargo, en aquellos momentos, se estuviera rindiendo ante él. O al menos, sus hormonas lo estaban haciendo.

Desgraciadamente, había llegado en mal momento, dado que acababa de renunciar al género masculino en su totalidad, aunque decidió consolarse con el dicho de Suzie de que los hombres más guapos resultaban amantes muy pobres.

Entonces, muy lentamente, él empezó a quitarse las gafas de sol. Unos ojos oscuros la miraron directamente. Tenía el rostro enjuto, bronceado. Con experiencia. Muy atractivo. Sin embargo, no sonrió.

–Mitch Knight –dijo–. Soy vuestro nuevo productor. Por cierto –añadió, mirando a Ted–, me gusta la idea del programa de cocinar desnudos, aunque, probablemente, la cadena no estaría de acuerdo. Sigue intentándolo.

Ted sonrió, pero Dimi estaba furiosa.

–¿Qué le ha pasado a Ritchie? –preguntó ella, bruscamente.

Él inclinó la cabeza, pero siguió sin sonreír.

–¿De verdad lo quieres saber?

Dimi decidió que, probablemente, era mejor que no. Su nuevo productor se metió las gafas en el bolsillo. Estaba de pie, con las piernas separadas y las manos en las caderas. Parecía que era el dueño del mundo. Y lo era. Al menos del mundo de Dimi.

–Supongo que no le interesa la cocina californiana baja en calorías, ¿verdad? –preguntó, esperanzada.

–Me interesan los índices de audiencia –replicó él, con voz baja y directa, llena de autoridad–. ¿Qué sabe sobre conseguir buenos índices de audiencia?

–Aparentemente, no mucho –musitó ella, mirando con fiereza a sus compañeros, que se estaban marchando uno a uno como gusanos.