Alicia en el país de las maravillas - Lewis Carroll - E-Book

Alicia en el país de las maravillas E-Book

Lewis Carroll

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Beschreibung

Presentamos una edición ilustrada de Alicia en el País de las Maravillas, clásico imprescindible tanto para niños como para adultos. La historia nos introduce en un mundo subterráneo, anárquico y maravilloso. Abundan los personajes insólitos, los juegos de lógica, los dobles sentidos en las palabras empleadas y las situaciones absurdas.

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Seitenzahl: 137

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Lewis Carroll

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Ilustraciones de

Fernando Vicente

Traducción de

Humpty Dumpty

En una dorada tarde

el agua ociosos nos lleva,

pues son bracitos de alambre

los que reman, reman, reman,

ya que intentan, siempre en balde,

que la barca no se tuerza.

Son tres niñas en la barca,

pero insisten como cien,

aburridas de la calma,

piden un cuento a la vez;

contra una insistencia tanta,

¿qué otra cosa puedo hacer?

La primera exige terca

que no tarde en empezar.

La segunda, muy alerta,

que refleje la verdad.

La tercera estará atenta

y no me interrumpirá.

Por fin se ha hecho el silencio

e impera la fantasía,

arrastrándonos a un cuento

que es país de maravillas,

donde hablan los conejos

y bailan las pescadillas.

Y si yo, pobre de mí,

el relato interrumpía,

aplazando su final

hasta el siguiente día,

«hoy es mañana», las tres

a coro me repetían.

Así fue surgiendo el cuento,

poco a poco; y, una a una,

las partes del argumento

que forman esta aventura.

De volver llega el momento:

regresemos con premura.

Para ti es este cuento,

para ti, querida Alicia,

guárdalo junto a tus sueños

entre otras flores marchitas,

cual peregrino andariego

que atesora sus reliquias.

Capítulo I

En la madriguera del Conejo

Alicia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río, sin nada que hacer: había echado un par de ojeadas al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos. «¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?», se preguntaba Alicia.

Así pues, estaba pensando (y pensar le costaba cierto esfuerzo, porque el calor del día la había dejado soñolienta y atontada) si el placer de tejer una guirnalda de margaritas la compensaría del trabajo de levantarse y coger las margaritas, cuando de pronto un Conejo Blanco de ojos rosados pasó corriendo a su lado.

No había nada de muy extraordinario en esto, ni tampoco le pareció a Alicia muy extraño oír que el Conejo se decía a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!». (Cuando pensó en ello después, decidió que, desde luego, hubiera debido sorprenderla mucho, pero en aquel momento le pareció lo más natural del mundo). Pero cuando el Conejo se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo miró y se alejó a toda prisa, Alicia se levantó de un salto, porque constató de golpe que nunca había visto un conejo con chaleco ni con reloj que sacarse de él, y, ardiendo de curiosidad, echó a correr tras el Conejo por la pradera, y llegó justo a tiempo para ver cómo se precipitaba en una madriguera que se abría al pie del seto.

Un momento más tarde, Alicia se metía también en la madriguera, sin pararse a considerar cómo se las arreglaría después para salir.

Al principio, la madriguera se extendía en línea recta como un túnel, pero después torció bruscamente hacia abajo, tan bruscamente que Alicia no tuvo siquiera tiempo de pensar en detenerse y se encontró cayendo por lo que parecía un pozo muy profundo.

O el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a suceder después. Primero intentó mirar hacia abajo y ver adónde iría a parar, pero estaba todo demasiado oscuro para distinguir nada. Después miró hacia las paredes del pozo y observó que estaban cubiertas de armarios y estantes para libros: aquí y allá vio mapas y cuadros, colgados de clavos. Cogió, a su paso, un tarro de los estantes. Llevaba una etiqueta que decía: «mermelada de naranja», pero vio con desencanto que estaba vacío. No le pareció bien tirarlo al fondo, por miedo a matar a alguien que anduviera por allí, y se las arregló para dejarlo en otro de los estantes mientras seguía descendiendo.

«¡Vaya! —pensó Alicia—. ¡Después de una caída como esta, rodar por las escaleras me parecerá algo sin importancia! ¡Qué valiente me creerán todos! ¡Ni siquiera lloraría aunque me cayera del tejado!». (Y era verdad).

Abajo, abajo, abajo. ¿No acabaría nunca de caer? «Me gustaría saber cuántas millas he descendido ya —se dijo en voz alta—. Tengo que estar bastante cerca del centro de la tierra. Veamos: creo que está a cuatro mil millas de profundidad…». Como veis, Alicia había aprendido algunas de estas cosas en las clases de la escuela, y, aunque no era un momento muy oportuno para presumir de sus conocimientos, ya que no había nadie allí que pudiera escucharla, le pareció que repetirlo le servía de repaso. «Sí, esta debe de ser la distancia…, pero me pregunto a qué latitud o longitud habré llegado». (Alicia no tenía la menor idea de lo que era la latitud, ni tampoco de lo que era la longitud, pero le pareció bien decir unas palabras tan bonitas y altisonantes). No tardó en reanudar sus cavilaciones. «¡A lo mejor caigo a través de toda la tierra! ¡Qué divertido sería salir donde vive esta gente que anda cabeza abajo! Los antipáticos, creo… (Ahora Alicia se alegró de que no hubiera nadie escuchando, porque esta palabra no le sonaba del todo bien). Pero entonces tendré que preguntarles el nombre de su país. “Por favor, señora, ¿dónde estamos, en Nueva Zelanda o en Australia?”. (Y mientras decía estas palabras, ensayó una reverencia. ¡Reverencias mientras caía por el aire! ¿Creéis que es posible?). ¡Y qué criaja tan ignorante voy a parecer! No, mejor será no preguntar nada. Ya lo veré escrito en alguna parte».

Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer y Alicia empezó enseguida a hablar otra vez. «¡Temo que Dina me echará mucho de menos esta noche! (Dina era la gata). Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Dina, guapa, me gustaría tenerte aquí conmigo! En el aire no hay ratones, claro, pero podrías cazar algún murciélago, y se parecen mucho a los ratones, sabes. Pero me pregunto: ¿comerán murciélagos los gatos?». Al llegar a este punto, Alicia empezó a adormecerse y siguió repitiendo como en sueños: «¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?». Y a veces: «¿Comen gatos los murciélagos?». Pues, como no sabía contestar a ninguna de las dos preguntas, no importaba mucho cuál de las dos se formulara. Se estaba durmiendo de veras y empezaba a soñar que paseaba con Dina de la mano y que le preguntaba con mucha ansiedad: «Ahora, Dina, dime la verdad, ¿te has comido alguna vez un murciélago?», cuando de pronto, ¡cataplum!, fue a dar sobre un montón de ramas y hojas secas. La caída había terminado.

Alicia no sufrió el menor daño, y se levantó de un salto. Miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro. Ante ella se abría otro largo pasadizo, y alcanzó a ver en él al Conejo Blanco, que se alejaba a toda prisa. No había momento que perder, y Alicia, sin vacilar, echó a correr como el viento, y llegó justo a tiempo para oírle exclamar mientras doblaba un recodo: «¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!». Iba casi pisándole los talones, pero, cuando dobló a su vez el recodo, no vio al Conejo por ninguna parte. Se encontró sola en una larga sala, iluminada por una hilera de lámparas que colgaban del techo.

Había puertas alrededor de la sala, pero todas estaban cerradas con llave, y, cuando Alicia hubo dado la vuelta, bajando por un lado y subiendo por el otro, probando puerta a puerta, se dirigió tristemente al centro de la habitación y se preguntó cómo se las arreglaría para salir de allí.

De repente se encontró ante una mesita de tres patas, toda de cristal. No había nada sobre ella, salvo una diminuta llave de oro, y lo primero que se le ocurrió a Alicia fue que debía de corresponder a una de las puertas de la sala. Pero, ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes, o la llave era demasiado pequeña, lo cierto es que no pudo abrir ninguna. Sin embargo, al dar la vuelta por segunda vez, descubrió una cortinilla que no había visto antes, y detrás había una puertecita de unos dos palmos de altura.

Probó la llave de oro en la cerradura, y vio con alegría que encajaba bien.

Alicia abrió la puertecita y se encontró con que daba a un estrecho pasadizo, no más ancho que una ratonera. Se arrodilló y al otro lado del pasadizo vio el jardín más maravilloso que podáis imaginar. ¡Qué ganas tenía de salir de aquella oscura sala y de pasear entre aquellos macizos de flores multicolores y aquellas frescas fuentes! Pero ni siquiera podía pasar la cabeza por la abertura. «Y aunque pudiera pasar la cabeza —pensó la pobre Alicia—, de poco iba a servirme sin los hombros. ¡Cómo me gustaría poderme encoger como un telescopio! Creo que podría hacerlo, solo con saber por dónde empezar». Y es que, como veis, a Alicia le habían pasado tantas cosas extraordinarias aquel día que comenzaba a pensar que casi nada era en realidad imposible.

De nada servía quedarse esperando junto a la puertecita. Así pues, volvió a la mesa, casi con la esperanza de encontrar sobre ella otra llave, o, en cualquier caso, un libro de instrucciones para encoger a la gente como si fueran telescopios. Esta vez encontró en la mesa una botellita («que desde luego no estaba aquí antes», dijo Alicia), y alrededor del cuello de la botella había una etiqueta de papel con la palabra «bébeme» hermosamente impresa en grandes caracteres.

Está muy bien eso de decir «bébeme», pero la pequeña Alicia era muy prudente y no iba a beber aquello por las buenas.

«No, primero voy a mirar —se dijo— si lleva o no la indicación de veneno». Porque Alicia había leído preciosos cuentos de niños que se habían quemado, o habían sido devorados por bestias feroces, u otras cosas desagradables, solo por no haber querido recordar las sencillas normas que las personas que buscaban su bien les habían inculcado: como que un hierro al rojo te quema si no lo sueltas enseguida, o que si te haces un corte muy hondo en un dedo con un cuchillo suele salir sangre. Y Alicia no olvidaba tampoco que si bebes mucho de una botella que lleva la indicación «veneno», terminará, a la corta o a la larga, por hacerte daño.

Sin embargo, aquella botella no llevaba la indicación «veneno», y Alicia se atrevió a probar el contenido, y, encontrándolo muy agradable (tenía, de hecho, una mezcla de sabores a tarta de cerezas, almíbar, piña, pavo asado, caramelo y tostadas calientes con mantequilla), se lo acabó en un santiamén.

«¡Qué sensación más extraña! —se dijo Alicia—. Me debo de estar encogiendo como un telescopio».

Y así era en efecto: ahora medía solo veinticinco centímetros, y su cara se iluminó de alegría al pensar que tenía la talla adecuada para pasar por la puertecita y meterse en el maravilloso jardín. Primero, no obstante, esperó unos minutos, para ver si seguía disminuyendo de tamaño, y esta posibilidad la puso un poco nerviosa. «No vaya a consumirme del todo, como una vela —se dijo para sus adentros—. ¿Qué sería de mí entonces?». E intentó imaginar qué ocurría con la llama de una vela, cuando la vela se apagaba, pues no podía recordar haber visto nunca una cosa así.

Después de un rato, viendo que no pasaba nada más, decidió salir enseguida al jardín. Pero, ¡pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, descubrió que había olvidado la llavecita de oro y, cuando volvió a la mesa para recogerla, constató que no le era posible alcanzarla. Podía verla claramente a través del cristal, e intentó con ahínco trepar por una de las patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza. Y, cuando se cansó de intentarlo, la pobre niña se sentó en el suelo y se echó a llorar.

«¡Vamos! ¡De nada sirve llorar de esta manera! —se dijo Alicia a sí misma con bastante firmeza—. ¡Te aconsejo que dejes de llorar ahora mismo!». Alicia se daba por lo general muy buenos consejos a sí misma (aunque rara vez los seguía), y algunas veces se reñía con tanta dureza que se le saltaban las lágrimas. Se acordaba incluso de haber intentado una vez tirarse de las orejas por haberse hecho trampas en un partido de cróquet que jugaba consigo misma, pues a esta curiosa niñita le gustaba mucho comportarse como si fuera dos personas a la vez. «¡Pero de nada me serviría ahora comportarme como si fuera dos personas! —pensó la pobre Alicia—, ¡cuando ya se me hace lo bastante difícil ser una sola persona como Dios manda!».

Poco después su mirada se posó en una cajita de cristal que había debajo de la mesa. La abrió y encontró dentro un diminuto pastelillo, en el que se leía la palabra «cómeme» deliciosamente escrita con grosella. «Bueno, me lo comeré —se dijo Alicia—, y si me hace crecer, podré coger la llave, y si me hace todavía más pequeña, podré deslizarme por debajo de la puerta. De un modo o de otro entraré en el jardín, y eso es lo que importa».

Dio un mordisquito y se preguntó nerviosísima a sí misma: «¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde?». Al mismo tiempo, se llevó la mano a la cabeza para comprobar si crecía o disminuía, y quedó muy sorprendida al advertir que seguía con el mismo tamaño. En realidad, esto es lo que sucede normalmente cuando se da un mordisco a un pastel, pero Alicia estaba tan acostumbrada a que todo cuanto le sucedía fuera extraordinario, que le pareció muy aburrido y muy tonto que la vida discurriese por cauces normales.

Así pues, pasó a la acción, y en un santiamén dio buena cuenta del pastelito.

Capítulo II

La balsa de lágrimas

«¡Curioso y rarífico!», exclamó Alicia (estaba tan sorprendida que por un momento se olvidó incluso de hablar correctamente). «¡Ahora me estoy estirando como el telescopio más largo del mundo! ¡Adiós, pies!», gritó, porque cuando miró hacia abajo vio que sus pies quedaban ya tan lejos que parecía fuera a perderlos de vista. «¡Oh, mis pobrecitos pies! ¡Me pregunto quién os pondrá ahora vuestros zapatos y vuestros calcetines! ¡Seguro que yo no podré hacerlo! Voy a estar demasiado lejos para ocuparme personalmente de vosotros: tendréis que arreglároslas como podáis…». «Pero voy a tener que mostrarme amable con ellos —pensó—, ¡o a lo mejor no querrán llevarme en la dirección en que yo quiera ir! Veamos: les regalaré un par de zapatos nuevos todas las Navidades».

Y siguió planeando cómo iba a llevarlo a cabo: «Tendrán que ir por correo. ¡Y qué gracioso será esto de mandarse regalos a los propios pies! ¡Y qué chocante va a resultar la dirección!

Al Sr. Pie Derecho de Alicia,

Alfombra de la Chimenea,

Junto al Guardafuegos

(con un abrazo de Alicia).

»¡Dios mío, qué tonterías tan grandes estoy diciendo!».

Justo en este momento su cabeza chocó con el techo de la sala: en efecto, ahora medía más de dos metros. Cogió rápidamente la llavecita de oro y corrió hacia la puerta del jardín.

¡Pobre Alicia! Lo máximo que podía hacer era tumbarse de lado en el suelo y mirar el jardín con un solo ojo; entrar en él era ahora más imposible que nunca. Se sentó en el suelo y volvió a llorar.

«¡Debería darte vergüenza! —se reprochó Alicia—. ¡Una niña tan grande como tú (ahora sí que podía decirlo) y ponerse a llorar de este modo! ¡Para inmediatamente!». Pero siguió llorando como si tal cosa, vertiendo litros de lágrimas, hasta que se formó una verdadera balsa a su alrededor, de unos diez centímetros de profundidad, que cubría la mitad del suelo de la sala.

Al poco rato oyó un ruidito de pisadas a lo lejos, y se secó rápidamente los ojos para ver quién llegaba. Era el Conejo Blanco, que volvía espléndidamente vestido, con un par de guantes blancos de cabritilla en una mano y un gran abanico en la otra. Se acercaba trotando a toda prisa, mientras rezongaba para sí: «¡Oh! ¡La Duquesa, la Duquesa! ¡Cómo se pondrá si la hago esperar!». Alicia se sentía tan desesperada que estaba dispuesta a pedir socorro a quien fuera. Así pues, cuando el Conejo estuvo cerca de ella, empezó a decir tímidamente: «Por favor, señor…».

Pero el Conejo se llevó un susto tremendo, dejó caer los guantes de cabritilla y el abanico, y escapó a todo correr en la oscuridad.