Alto en el cielo - Juan Pablo Bertazza - E-Book

Alto en el cielo E-Book

Juan Pablo Bertazza

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Beschreibung

En esta novela, precuela de Síndrome Praga, Katka Fůrstová llega a la capital argentina, para localizar un gran emblema de la cultura praguense que, en pleno ascenso nazi, traficó un grupo de iniciados en el misticismo judío. La misión que, de a poco, la lleva hacia uno de los rincones más céntricos y, a la vez, secretos de Buenos Aires muta y tambalea casi tanto como su ánimo, a medida que va absorbiendo los extraños códigos de la vida porteña. Reveladora, poética y divertida, esta lúcida precuela de Síndrome Praga hace convivir el Barolo y el Palacio de Aguas Corrientes con parrillas de barrio, novelas góticas de Gustav Meyrink y la popular euforia de Natalia Oreiro. Con su inusual extranjería, Alto en el cielo logra una de las metas de toda novela: el poder de resignificar, tanto la trama de su novela anterior, como los lazos culturales con Europa Central, la condición de Buenos Aires como inagotable metrópolis literaria y, además, esa extraña resistencia ―que, en esta historia, encarnan los artistas apartados―, hecha de ironía y talento, siempre ocupada en digerir tantos años de cíclicas repeticiones como las que, según la leyenda, marcan el regreso del Golem.

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Bertazza, Juan Pablo

Alto en el cielo / Juan Pablo Bertazza. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-8388-62-5

1. Literatura Argentina. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD 863

la lengua / novela

Editor: Fabián Lebenglik

Maqueta original: Eduardo Stupía

Diseño: Gabriela Di Giuseppe

Producción: Mariano García

1ª edición en Argentina

© Juan Pablo Bertazza, 2021

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2021

www.adrianahidalgo.com

ISBN: 978-987-8388-62-5

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

Índice
Portadilla
Legales
Seis
I
II
III
IV
V
Cinco
I
II
III
IV
V
Cuatro
I
II
III
IV
V
VI
Tres
I
II
III
IV
V
VI
Dos
I
II
III
IV
V
Uno
I
II
III
IV
Muchísimas gracias
Acerca de este libro
Acerca del autor
Otros títulos

Para Mejunje y Florencio II

Ser argentino no es nada del otro mundo,

le puede pasar a cualquiera.

Rodolfo Braceli, Células de identidad

Se lo relega al ámbito de la leyenda hasta que algún hecho,

de repente, lo resucita.

Gustav Meyrink, El Golem

Juraría que no sé bien lo que quiero.

Natalia Oreiro, Cambio dolor

Seis

I

En pleno despegue, al ver los puentes sobre el río Moldava, Katka se dio cuenta de que se había olvidado el rito. Cada vez que debía enfrentar un cambio le gustaba atravesar el Puente de las Legiones para exorcizar cualquier miedo. Recorrerlo de punta a punta y tratando de pensar muy bien en lo que estaba por venir era para ella la mejor forma de combatir la ansiedad. Lo había hecho por primera vez con su padre, a los once años, al tener que ir a un nuevo colegio. Y haberlo olvidado ahora que el cambio implicaba no sólo mudarse de país sino también de hemisferio le provocó una mezcla de bronca y amargura, aun cuando no se consideraba una persona supersticiosa.

Lo peor era que lo había tenido en cuenta: estaba entre las tareas pendientes anotadas en un cuaderno diez días antes del viaje pero, con tanto para hacer, se le había pasado.

Como se lo distinguía perfectamente bien desde esa ubicación, además de conocerlo en detalle, trató de verse a sí misma, desde las alturas, atravesándolo. Pero apenas lo intentó, giraron en diagonal, el puente quedó totalmente tapado por una de las alas y el avión ingresó en una nube densa y profunda que sacudió la estabilidad.

Los pasajeros más fastidiosos, esos que en pleno vuelo se ponen de pie para buscar algo en sus bolsos o recorren sin ningún propósito los pasillos, empezaban a quedarse sentados.

El avión siguió su ascenso, dejó abajo la nube y miró de frente al sol que comenzaba a despedir el verdadero color del atardecer.

Era la primera vez que se olvidaba de hacer el rito ante un cambio fuerte y era la primera vez que Katka dejaba Praga sin saber cuándo iba a volver. De repente, la misión le pareció ridícula, como si desde el aire pudiera ver todo mejor. Para tranquilizarse recordó que había aceptado el viaje también por un impulso cada vez más intenso, algo entre la necesidad de alejarse y el deseo de descubrir qué hay más allá.

Con la mirada extraviada, y sin poder mirar el puente, se distrajo tocando la pantalla de su asiento, que se dividió entre títulos de películas casi nuevas, canciones con las que regresaban artistas olvidados y un menú de juegos que iba desde el clásico buscaminas hasta un test de cultura general que, en la pantalla de presentación, preguntaba quién había sido el primero en clasificar como elementos fundamentales el agua, el aire, la tierra y el fuego.

Luego de identificar la respuesta correcta entre otras dos opciones bastante ridículas, Katka recordó que, aunque algunas veces se había hecho esa pregunta, nunca lograba elegir con certeza cuál era su elemento preferido. Cambiaba de acuerdo a las circunstancias. El aire, en todo caso, le resultaba tentador. Quizás por ser el elemento más inhabitable: bajo el agua es posible permanecer algún tiempo, en la tierra ni hablar y el fuego permite cierta cercanía, a tal punto que es posible tocarlo un instante sin quemarse, como si su poder destructivo dependiera más de la duración que del contacto. El aire, en cambio, le resultaba excluyente y enigmático: sólo se lo podía atravesar, como ahora, mediante la ayuda de algún transporte aéreo, pero no de manera directa. Y esa imposibilidad la atraía.

Aire. Estaba yendo a una ciudad que llevaba el aire en su nombre: BA como NY que también es BA, Big Apple: una hoja en blanco, una ciudad totalmente nueva de la que sólo conocía lo que mostraba el universo musical de Evita bajo el filtro de Madonna. Un lugar en el que, según le habían dicho, reina el caos, pero quizás por eso mismo hace que una pueda sentirse más viva.

Todas esas frases que tenían como objetivo hacer entender un lugar antes de conocerlo le parecían terriblemente estúpidas. Intentaba anularlas y hacerse, en cambio, preguntas que tuvieran que ver con su propio modo de transitar la incertidumbre, esa incertidumbre que de haberse olvidado del rito del puente se había vuelto incluso más grande: ¿qué es lo que la haría reír de Argentina? ¿Cómo serían el cielo y los olores de una ciudad que se hace llamar Buenos Aires? Pero, sobre todo, ¿qué le esperaría en ese lejano país donde, si todo ese delirio terminaba siendo cierto, alguien había llevado el más extravagante souvenir de Praga?

Un rápido movimiento en el cielo le llamó la atención. Giró la cabeza y vio por la ventanilla la estela de un avión que iba en dirección contraria.

Le asombró la rapidez con la que se movía, aun cuando quizás fuera la misma que mantenía su propio avión. Pero la velocidad es algo que no puede observarse en uno mismo.

A pesar de que ya estaba bastante lejos reconoció que era de Czech Airlines y, por lo tanto, estaba yendo a Praga. Mientras empezaba el desfile de las azafatas ofreciendo comidas y bebidas neutras, Katka imaginó su eventual regreso: alguna vez, no sabía cuándo, y no terminaba de entender qué se suponía que debería haber hecho para ese entonces. ¿Cómo debía ser, en términos generales, su vuelo de regreso a Praga para poder decir que cumplió con éxito su misión? ¿Con un paquete gigantesco al lado? ¿Entrará en un único asiento? En el caso de finalmente encontrarlo, ¿serían capaces de hacerlo viajar en la bodega del avión para mayor seguridad? ¿Tendrá pene? ¿Se hará la paja como alguna vez le dijo su amiga Sandra sobre los osos del castillo de Český Krumlov?

Se rio sola. Una carcajada estruendosa que rasgó el silencio desodorizado del ambiente y despertó a la mujer del asiento del pasillo, que la miró mal y le preguntó si le pasaba algo. Ese fue el comienzo de una conversación que duraría todo el viaje, incluyendo las horas de escala en París y en el aeropuerto de San Pablo, y que sólo se vería interrumpida cuando Katka decidió mantenerse con los ojos cerrados y Delfina –que, al momento de presentarse, había hecho un chiste sobre la rima entre su nombre y su nacionalidad– siguió hablando sola.

Como los comienzos que parecen contradecir toda la historia posterior, al principio la miró con bronca por esa carcajada que la había arrancado de su sueño. Y le preguntó, en español, si le pasaba algo, con un tono de reproche al que Katka, que apenas podía entender el sentido general de la frase pero no las indirectas, contestó en checo, como una autómata.

Delfina se quedó pensando de qué país sería esa rubia espléndida mientras se perdía en el color de sus ojos, muy parecido a ese cielo que ya dejaba de ser Praga para convertirse en algo distinto, ambiguo, neutral.

II

Apenas atravesó la línea de llegada, Katka supo quién era la persona de la embajada checa que la estaba esperando. Un hombre robusto y macizo, con escaso pelo en forma de cepillo y una cicatriz en la mejilla izquierda. Vestía un traje oscuro y manipulaba un juguete que ella había tenido en su infancia: una vara metálica con una casita de madera por la que descendía en forma circular un pequeño pájaro carpintero, como si estuviera trabajando el tronco de un árbol. A Katka le pareció tan bizarra la escena que tuvo el impulso de esquivarlo. Pero cuando parecía alejarse de su campo visual, el checo hizo un movimiento demasiado rápido. Detuvo con el dedo índice la marcha descendente del pájaro carpintero y, haciendo del juguete una especie de prótesis de su cuerpo, lo utilizó para señalarla como si se tratara de un revólver o un cuchillo: ¿qué tal el vuelo?, le preguntó en una frase seca y letal que, al diferenciarse de todos los idiomas, llegó inesperadamente a los oídos de Katka.

Ella no acusó recibo, cruzó la salida y, con toda la naturalidad del mundo, eligió un taxi de la hilera desprolija que esperaba a los pasajeros.

El conductor era un muchacho de remera gris, pelo revuelto y un olor insoportable a perfume que, apenas la vio, trató de hacer lo imposible por caerle bien.

Katka apenas respondía sus preguntas: primera vez, vacaciones, una amiga, Puente Pacífico y, mientras decía esa última frase, tuvo la sensación de que su alojamiento quedaba en alguna parte del océano, a miles de metros bajo del nivel del mar.

Sí, alemana; no, primer viaje; no, no lo sé. Además de la actitud invasiva del conductor del taxi, lo que más le molestó a Katka fue el volumen de la música. Una melodía sincopada y de ultratumba que hacía brotar una voz grave y falsa, tan excéntrica como desagradable. Sin que ella le hiciera ninguna pregunta, el conductor tuvo la amabilidad de informarle que era la banda más polenta de la Argentina, algo así como una religión: trasciende la música y va más allá del fútbol, el peronismo y las pastas del domingo, dijo y, aunque ella no entendió una palabra, él se rio orgulloso de su síntesis.

–¿Podría bajar el volumen? –preguntó Katka en un español mucho más correcto de lo que imaginaba, y el conductor no sólo no le hizo caso, sino que, mirándola con cara de pajero por el espejo retrovisor, le dijo que era hermosa.

Lo que más le molestó no fue el piropo sino su expresión de ternura tan idiota como fingida, esa clase de falsedad que podía abrir las puertas a cualquier tipo de conducta.

Entonces Katka le pidió que parara el auto.

–¿Cómo? –preguntó él.

–El auto, ¿no entiende? –insistió y cuando el muchacho empezaba a disminuir la velocidad, con una cara que había pasado del enamoramiento instantáneo al asombro, ella se sacó el cinturón, desactivó el seguro manual y, una vez que se detuvo, se bajó del vehículo.

El conductor gritó inseguro y, apenas con un gesto de su mano, ella consiguió que el oloroso taxista se alejara por la Riccheri con cara de estas cosas no le deben pasar a nadie más que a mí.

Katka se sentó sobre el guardarraíl. Tosió y cruzó los brazos. Los rayos de sol sudamericano lograban un efecto interesante en su pelo rubio, pero aun así le molestaban. Sacó sus anteojos de sol de un estuche blanco que llevaba en el bolsillo de la campera, se los puso y, a los dos o tres minutos, estacionó al lado un Honda negro que bajó la ventanilla del acompañante. Lo que asomaba, después de un instante, no era la cabeza de ninguna persona sino una larga vara de metal por la que descendía un pájaro carpintero.

Cuando el ave terminó de aterrizar, Katka se subió al auto.

III

Mientras intentaba descifrar las publicidades que inundaban el Distrito Arcos, un complejo comercial a cielo abierto que quedaba justo frente a su casa y prometía ser una visita muy habitual, Katka sintió que seguía sin entender el idioma pero que, a su vez, había empezado a acercarse definitivamente: no lo manejaba a la perfección pero ahora casi que lo intuía, le pisaba los talones: donde antes había inamovibles espacios en blanco, ahora se insinuaba siempre algún color.

Aunque no era un tema que le preocupara porque siempre había tenido mucha facilidad con los idiomas, mientras se aproximaba a la salida del centro comercial con la idea de volver al departamento para intentar hacerlo un poco más habitable, se le ocurrió que el error más común al aprender otra lengua es concentrarse sólo en lo racional: léxico y gramática. Se deja siempre afuera la parte afectiva y todo aquello que se ponía en juego al aprender la lengua materna: la relación inmediata entre la emoción y el significado, cuando, en efecto, el reconocimiento de las palabras no depende sólo del sentido sino también de un componente mucho más privado y emocional.

Aprender un idioma significa, en algún punto, adquirir la velocidad necesaria para recuperar el tiempo perdido y, por lo tanto, todas esas emociones.

Un ejemplo claro era para ella la palabra “funcionario”, que la unía directamente a su padre, y siempre estuvo impregnada de una mezcla de clandestinidad y vergüenza. El primer recuerdo que Katka tenía del colegio era de una mañana muy soleada de invierno: la maestra interrumpió la hora de dibujo, justamente lo que más le gustaba a ella, para anunciarles con una absurda solemnidad que, en los minutos que quedaban, iban a dedicarse a hablar del trabajo de los padres. Uno por uno, siguiendo un orden que no siempre resultaba previsible. El pizarrón se iba llenando de palabras como dentista, sastre y panadero. Justo cuando Katka se puso a pensar seriamente qué iba a decir, la maestra detuvo su mirada en ella y le hizo la pregunta de rigor: Kateřina, ¿de qué trabaja su padre?

–Es funcionario, funcionario del gobierno –respondió con un hilo de voz.

–¿Y qué hace? –insistió la maestra.

–No lo sé –dijo Katka como si acabara de perder una pulseada.

–¿Cómo que no sabe?

–Nunca me lo dijo, sólo escuché que es funcionario del gobierno.

–Bueno, pero yo también lo soy, eso no dice demasiado –sentenció la maestra, y la mayoría de sus compañeros se empezaron a reír mientras ella sentía que su cara ardía por un motivo indeterminado, entre la bronca y la vergüenza; y, en cierta forma, ese fue el episodio que provocaría poco después el cambio de colegio.

Durante los primeros meses en Buenos Aires Katka vivió algunas situaciones que, al principio, se parecían un poco a ese primer trauma infantil, aunque con la gran diferencia de que había aprendido a reaccionar. La misma noche en que llegó a Argentina estaba tan cansada y, a la vez, hambrienta que decidió ir, después de mucho tiempo sin visitar ese tipo de locales, al Burger King de Plaza Italia.

En algún lugar del trayecto que hizo caminando vio una frase pintada en la pared que le llamó la atención, pero no lo suficiente para detenerse y demorar aún más su poco saludable cena. Alcanzó a identificar, al menos, una palabra al voleo: “algo”.

Aunque tuvo que esperar más de lo que hubiera querido en la fila hasta acceder a la caja en la que atendía una chica de frondoso pelo negro trenzado y bastante acné, al principio todo parecía funcionar: combo, hamburguesa, kétchup, mayonesa, gaseosa dietética. Hasta que algo en apariencia básico generó un enorme conflicto y, justamente por parecerle tan elemental, casi la derrumba:

–Ah, y patatas.

–¿Qué?

–Con patatas.

–¿Batatas?

–Hm, no, patatas.

–¿Patatas?

–Sí.

–Papas, papas, no patatas.

Por supuesto, mientras con la mirada perdida se zampaba una argamasa de intento de carne, coca y condimentos, consultando con la mano aún grasienta el celular confirmó que la cajera tenía razón; pero, aun así, le pareció incon-cebible que ni la empleada que la había atendido ni los demás clientes pudieran interpretar inmediatamente una palabra no sólo tan parecida sino que además se usaba nada menos que en la madre patria, que para los argentinos debería ser un verdadero faro en el uso del idioma.

También en el aspecto más cotidiano notó muchas diferencias con Praga. Y esas diferencias que, otra vez, estaban vinculadas con distintas emociones podían resumirse en aparentes detalles que, sin embargo, desembocaban en cuestiones profundas. Por ejemplo, el hecho de que absolutamente todos los edificios de Buenos Aires tuvieran timbres con el número correspondiente a cada piso y la letra de cada departamento cuando en Praga solía incluirse en el tablero el apellido de los propietarios o inquilinos.

Esa diferencia, se dio cuenta enseguida Katka, tenía que ver con la inseguridad: en Buenos Aires resultaba peligroso dar una información tan básica como el nombre.

Otro detalle que la sorprendió fue que el contrato con la empresa de internet no tuviera una duración preestablecida; y, de la misma forma, el módem no lo vendía la compañía, sino que lo daba en consignación hasta que se terminara el servicio.

Pero lo que más le llamó la atención fue la dificultad para encontrar a un empleado que supiera hablar inglés, hasta que, en un negocio del centro, dio con un agente que al menos entendía y sabía hacerse entender.

De esos trámites en general solía encargarse la embajada, pero ella, otra vez, prefirió hacerlo sola. Si bien algunos la trataban de paranoica, Katka sabía muy bien que un pequeño descuido podía ponerla en riesgo. Incluso había empezado a moverse con relativa facilidad sola y, ya desde el principio, la cautivó el subte porteño: un espanto, un infierno que mezclaba los ruidos más atroces con olores nauseabundos y, para colmo, casi sin excepción había sufrido contratiempos: demoras y servicio limitado entre estaciones que no tenían demasiada explicación, más el desborde de las horas pico que, a diferencia de otras ciudades, sucedía casi siempre.

Katka tenía la fantasía de que bajo la tierra de Buenos Aires (qué extraña sonaba esa frase) uno podía llegar a experimentar todo el malhumor del mundo.

Apenas subió las escaleras mecánicas vio por primera vez ese artefacto alto pero no tanto, feo pero no horrible, extraño pero, a la vez, corriente del que había oído decir que era el monumento más emblemático de la Ciudad de Buenos Aires. El calor no cedía terreno y justo cuando Katka intentaba sacarse lo más rápido posible un pulóver fino vio cómo un grupo de turistas, seguramente brasileños, fotografiaban casi con desesperación ese lugar insulso.

Al volver a su tres ambientes de Puente Pacífico, Katka aterrizó en el sillón rojo de tela del living con el celular en la mano. Como si tuviera una premonición se dio vuelta y se puso a ver con detenimiento el cuadro que había en la pared: un dibujo de un hombre con los brazos cruzados, al que se le llegaban a ver las rodillas. Los colores y el diseño le hicieron pensar a Katka en una estética indígena, tal vez vinculada con el norte del país. Sin embargo, enseguida vio que la forma cuadrada de la cabeza y, sobre todo, ese peinado estilo carré con el que se lo había representado en el cine y también en un capítulo de Los Simpson se parecía mucho a él. Se puso a leer los mensajes pendientes. A pesar de que ya hacía casi tres meses que había llegado, los de la embajada checa le preguntaban con delicadeza cuándo tenía pensado acercarse al edificio ubicado en el barrio de Recoleta para conocer al personal.

Desde Praga, por otro lado, empezaban a mandar las primeras instrucciones. Pero, como bajo ningún punto de vista esa información podía circular, la obligaban a encontrarse con un enviado de los servicios a las siete de la tarde del día siguiente en un lugar cuyo nombre le sonaba tan raro como gracioso, una especie de contradicción en sí misma: el Palacio Barolo.

Con la excusa de un tour para presentar a la nueva delegación de la embajada checa, en determinado momento sería apartada para recibir algunas precisiones sobre la misión.

La contraseña que iba a escuchar en castellano y, a la vez, funcionaría como alarma era “erizo”, una palabra que no conocía, pero tampoco tuvo ganas de buscar en el diccionario.

IV

En la esquina de su casa, en una de las paredes de la estación de tren, vio una frase pintada que le llamó la atención. Mientras seguía caminando se dio cuenta de que era la misma que había visto aquella primera noche del episodio de las patatas. Como no quería demorarse mucho volviendo sobre sus pasos, trató de memorizar una de las últimas palabras de la frase, que era “aprender”, ya tendría tiempo de decodificar el resto.

La convocatoria o la reunión, no sabía bien cómo decirlo, iba a ser a las 19:30 y, como aún no calculaba demasiado bien los horarios, salió con una hora de anticipación. Tenía que tomar otra vez la línea verde de subte (por alguna razón identificaba más rápido los colores que las letras) y bajarse en la estación Pueyrredón. De ahí combinar con la amarilla y, por último, con la celeste para terminar bajándose en Sáenz Peña.

Todo venía saliendo más o menos bien y, cuando llegó a la estación Pueyrredón, se quedó mirando un mural sobre la Ciudad de Buenos Aires: teatros porteños, colectivos llenos, taxis vacíos, cartoneros, pizzerías, chicos jugando a la pelota, puentes, bailarines de tango, oficios típicos, situaciones cotidianas y hasta alguna que otra estatua se confundían, en esa especie de collage urbano, con las grietas y manchas de humedad que empezaban a devorarse, poco a poco, la obra.

Katka contemplaba el mural mientras eludía a la multitud que atravesaba el pasillo. A pesar del ruido, la curva del techo que la obligaba a tirar hacia atrás la cabeza y el olor desagradable de siempre, algo la impulsaba a seguir mirando.

No obstante, un principio de mareo en combinación con una sensación de frío en la espalda hizo que Katka decidiera terminar su paseo frente a la representación del Obelisco: una figura desganada con un escudo en su base y la punta marchitándose hacia la altura del techo. No pudo dejar de preguntarse, otra vez, cómo algo tan insulso había llegado a convertirse en un emblema de la ciudad.

Cuando finalmente subió las escaleras del subte tuvo una sensación agradable al mirar la Avenida de Mayo en dirección al río: árboles, edificios señoriales y veredas un poco más anchas de lo habitual. Katka recordaba haber visto esa avenida el día que contrató internet, pero no con tanto detenimiento como ahora. Por un segundo, se le cruzó la idea de que algo de todo eso le hacía acordar a la Plaza Wenceslao, pero enseguida recordó el desprecio que le generaban quienes necesitan comparar todo el tiempo un lugar nuevo con el que ya conocen.

Levantó la cabeza y vio dos cúpulas casi juntas: una era roja, la otra blanca y tenía una forma especial, granulada, como si se tratara de uno de esos templos indios construidos en homenaje al amor. Aunque aún no lo sabía, a esa misma torre iba a subir exactamente una hora y media después.

V

–Bienvenidos al Palacio Barolo, este maravilloso edificio declarado patrimonio recién en 1997, hace relativamente poco y, a partir de entonces, nadie lo puede tocar. Vamos a empezar con un poquito de historia: el Palacio Barolo fue construido entre 1919 y 1923, en tan sólo cuatro años, y se convirtió en el edificio más alto de América del Sur hasta ser superado por... ¿qué edificio? ¿A ver los porteños? –empezó diciendo en perfecto español la guía de turismo brasileña a un grupo de doce personas conformado por la flamante delegación de la embajada checa.

A la cabeza del grupo estaba el embajador Lumír Chmel, su esposa Kamila, el cónsul David Slabý, dos agregados que sólo permanecerían unos días en Buenos Aires, un grupo de cinco empresarios liderados por Tomáš Svoboda, que había llegado una semana antes a Buenos Aires para realizar algunos negocios en el país, Katka, a quien presentaron como una enviada especial del Ministerio de Asuntos Exteriores, y Néstor, el único argentino del grupo, un porteño que alternaba sus múltiples funciones de jardinero, chofer y encargado del inmueble de la embajada. Como todos lo miraban a él tosió para aclararse la garganta y, al mismo tiempo, se puso a pensar en algo, lo que fuera. No tenía idea de qué tenía que decir, pero era el único que podía hacerlo y lo impulsaba el deseo de empezar a demostrar cierta idoneidad ante sus flamantes jefes.

–El Havanna –contestó casi sin abrir la boca, como esos alumnos que, en los exámenes, escriben algún número ambiguo para que el profesor con suerte lo tome por bueno y asocie esa respuesta larvaria con la correcta. Y, al mismo tiempo, apenas terminó de pronunciarla, tuvo la sensación de que acababa de decir una barbaridad, como si, en lugar de hablar de un edificio, estuviera haciendo mención a una montaña, una localidad bonaerense o una marca de alfajores.

–El Kavanagh, en 1936, ¡muy bien! –lo felicitó la guía que se llamaba Silvana y era de Curitiba. Luis Barolo, un empresario textil muy célebre en la época, contrata al joven pero ya prestigioso arquitecto Mario Palanti para realizar este palacio. Los dos italianos. Los dos masones, ya vamos a ver bien lo que significa esto. Los dos eran admiradores del gran escritor Dante Alighieri y resuelven hacer el edificio inspirándose en la Divina comedia, que está dividida en tres partes, ¿no? ¿Cuáles son? Infierno, Purgatorio y Paraíso –se contestó ante el silencio rotundo del grupo para luego concluir con un cálido y paradójico “bienvenidos al Infierno”.

Katka se golpeó la frente mostrando el fastidio que le generaba toda esa situación: los tours y las convenciones diplomáticas, dos de las cosas que más detestaba en su vida se juntaban en ese lugar tan extraño. Cerró con fuerza los ojos y se consoló diciendo que la presentación no podía durar mucho y ya tendría tiempo para volver a su departamento de Juan B. Justo y dormir un día entero.

–Acá en la planta baja y, sobre todo, en los dos subsuelos es donde viven los fantasmas, ¿sí? Pregúntenle al encargado. El edificio está dividido en tres partes. Podemos comprobar que esto es el Infierno por algunas simbologías como las serpientes, los arcos y los dragones: acá hay una hembra y allá hay un macho, ¿cómo puedo saber eso? Por los cuernos, ¿qué tal? ¡Por los cuernos! Ahí en el cielorraso pueden ver algunas frases en latín extraídas de la Biblia, de la Divina comedia y de la Eneida de Virgilio... A ver, ¿alguien de acá leyó la Divina comedia? –preguntó la guía y, otra vez, todos los checos permanecieron en un silencio absoluto. Incluso Néstor, sosteniendo una sonrisa entre tímida y amarga, respondió con una voz apenas audible que él sí la había leído, pero hacía muchos años en la escuela y ya no se acordaba de nada.

Silvana agradeció honestamente sus palabras y se limitó a aclarar que se trataba de un viaje que Dante aseguraba haber hecho con Virgilio, su guía, tanto en el infierno como en el purgatorio.

–Y les voy a decir algo –dijo la guía–, la Divina comedia es un libro muy particular que tiene la virtud de describir nuestro presente. En un rato les voy a prestar una edición para que hagan la prueba. Como si fuera el I Ching, pueden abrir la Divina comedia y seguramente encuentren ahí algo de lo que están haciendo o, mejor aún, viviendo. ¿Me entienden? ¿Ven eso ahí en el piso? Son flores de bronce que evocan el fuego del infierno. Y otra cosa muy importante: debajo, en el subsuelo, hay una especie de tapa que, si la levantan, van a poder ver que, bajo el edificio, corre un arroyo. No es casualidad: el agua fue uno de los elementos por los que Palanti terminó eligiendo este sitio para levantar el Palacio, ¿me van siguiendo?, ¿me entienden? Yo creo que sí porque me dijeron que aquí todos hablaban español –reveló Silvana casi a manera de queja.

Antes de seguir hablando, la guía mandó un par de mensajes con el celular.

–Entonces tenemos esta escultura que se llama la Ascensión. ¿Vos ves bien? –le preguntó a Katka con una sonrisa que no tuvo ningún eco–. La Ascensión porque, tal como pueden ver, en la espalda de este cóndor hay un hombre que es llevado hasta el cielo. En realidad esta es una réplica bastante nueva, porque la escultura original se hizo a comienzos del siglo xx, es decir, es contemporánea al edificio y, bueno, uno tiene que intentar transportarse a ese tiempo: Europa estaba en guerra y los italianos que vivían acá como inmigrantes, muchos de ellos abuelos de nuestro amigo Néstor y de tantos argentinos, tenían miedo de que su continente fuera devastado: entonces Palanti y Barolo tuvieron la idea de traer a esta ciudad, y concretamente a este palacio, las cenizas de Dante Alighieri para preservarlas de cualquier peligro.

Katka se dio cuenta de que, al hablar, la guía la miraba a ella, como si quisiera generar algún tipo de complicidad.

–También otra cosa que tienen que tener en cuenta es que, en esa época, los arquitectos eran artistas integrales: todas las esculturas que van a ver en este edificio fueron hechas por Palanti, incluso esta que, como les decía, fue pensada como mausoleo de Dante. Pero ¿qué pasó? Palanti viaja a Italia para hacer la escultura y la manda en barco a Buenos Aires. En el camino, sin embargo, se pierde y la escultura original es robada. Después empieza a hacer una réplica que terminó una vecina en los años dos mil. Mucha gente piensa que, efectivamente, las cenizas de Dante estaban en esta escultura y, entonces, ¿por qué las robaron? Como los argentinos son muy supersticiosos toda la gente que entra y sale del Barolo toca el cóndor para tener suerte, así que si quieren tocar...

Nadie dijo nada y entonces Silvana hizo algo que la sorprendió a ella misma: “Gente, me mata su simpatía, a mí me habían dicho que los checos son un poco fríos, distantes, secos, pero ustedes... ustedes son cálidos, comunicativos, miren que yo vengo de Brasil, pero ustedes sí que llevan el ritmo en la sangre, ¿eh? La verdad que, en más de diez años trabajando como guía de turismo, es la primera vez que veo algo así”.

Luego de unos largos segundos de silencio y sorpresa, el embajador finalmente tomó la palabra y, en un español correcto, respondió: “Muchas gracias”.

–Faltaba más, faltaba más, la estamos pasando bomba y, justamente, ahí llegó –dijo la guía, mientras señalaba a un hombre con sombrero que traía dos botellas–. Les quiero aclarar que el vino era una sorpresa para el brindis final, pero vamos a tratar de ponerle un poco de ritmo al temita así caen rendidos ante el encanto inigualable del malbec.

Sólo Néstor y la mujer del cónsul declinaron la oferta y, mientras el hombre de sombrero hacía verter del filtro el líquido oscuro en cada uno de los copones, algo en el clima parecía empezar a cambiar. Luego de un brindis contenido que inspiró las primeras sonrisas del evento, Silvana les comunicó que el cielo los estaba esperando.

–Ah –recordó mientras buscaba algo en su mochila–, acá está el ejemplar del libro que les había dicho.

Silvana extendió hacia el aire su brazo derecho para mostrar una edición de la Divina comedia que, si bien no tenía ninguna particularidad, concentraba todas las miradas, recortándose sobre una de las majestuosas arañas del edificio.

–Bueno, seguimos –dijo la guía, después de pasar el libro para que cada uno pudiera encontrar en esas páginas una descripción de aquel momento o de ellos mismos–: Barolo y Palanti también eran masones, ¿ustedes saben quiénes son los masones?

Increíblemente todos, menos Katka y Néstor, respondieron que no.