Amante prohibida - Anne Mather - E-Book
SONDERANGEBOT

Amante prohibida E-Book

Anne Mather

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La pasión era más fuerte que la razón... Era imposible no fijarse en Grace. Oliver Ferreira la deseaba más de lo que había deseado a ninguna mujer en toda su vida. Sin embargo, jamás podría hacerla suya... Era imposible evitar a Grace. Trabajaba para Tom, el hermano de Oliver; de hecho se rumoreaba que eran amantes. El sentido común le decía a Oliver que se alejara de ella... Estaba empezando a resultar imposible resistirse a Grace. Oliver tenía la sensación de que ella también se sentía atraída por él. Era sólo cuestión de tiempo que la convirtiera en su amante prohibida...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 189

Veröffentlichungsjahr: 2012

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Anne Mather. Todos los derechos reservados.

AMANTE PROHIBIDA, Nº 1563 - julio 2012

Título original: The Forbidden Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0703-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Oliver estaba de pie mirando por los ventanales de su oficina cuando el intercomunicador empezó a sonar.

Suspiró, dejó de mirar las calles mojadas de Newcastle, cruzó el amplio despacho y contestó a su secretaria.

–Dígame –dijo lacónicamente.

La interrupción no le había agradado y la señora Clements se aclaró la garganta antes de contestar.

–Es su hermano, señor Ferreira –la respuesta sorprendió a Oliver–. Le he dicho que está ocupado, pero él insiste en que usted le recibirá.

Oliver estaba haciéndose a la idea de que su hermano había tenido el valor de presentarse allí cuando oyó un alboroto y la puerta del despacho se abrió de par en par. Thomas Ferreira, un hombre alto y fornido, estaba en el umbral de la puerta con la diminuta señora Clements, hecha un manojo de nervios, detrás de él.

–¿Qué demonios es esto? –preguntó con un gesto de enfado que alteraba sus hermosas facciones–. ¿Necesito una cita para verte, Oliver? Ya sé que no nos hablamos desde hace tiempo, pero no te lo tomes tan a pecho.

Oliver se apartó de la enorme mesa con superficie de granito y miró a le nerviosa secretaria por encima de su hermano.

–No se preocupe, señora Clements. Ya sé que ha hecho todo lo posible.

La secretaria se agarró las manos.

–Señor Ferreira, no se olvide de que tiene una cita a las cuatro con el señor Adler.

–No se olvidará –afirmó bruscamente Thomas mientras agarraba el picaporte de la puerta–. No se preocupe, yo tampoco tengo la intención de entretenerlo tanto tiempo; soy su hermano, no soy un inspector de Hacienda.

La señora Clements no hizo caso del comentario y consiguió asomar la cabeza por la rendija de la puerta que se cerraba.

–¿Quiere algo más, señor Ferreira? ¿Quiere té o café?

–Mientras no sea una botella de whisky... –comentó irónicamente Thomas.

–Un poco de té, señora Clements. Si no es mucha molestia –le pidió Oliver.

–Naturalmente. No es ninguna molestia –Thomas imitó la respuesta de la secretaria, cerró la puerta y se apoyó en la hoja de caoba–. Sinceramente, Oliver, sabes perfectamente que esa mujer andaría sobre carbón al rojo vivo si se lo pidieras. Aunque la verdad es que casi todas las mujeres lo harían...

–Pero no todas –replicó Oliver con cierta amargura–. ¿Qué quieres, Tom? Ya has oído que no tengo mucho tiempo.

Tom se acercó hasta la mesa y se sentó en una de las butacas de cuero.

–Esperemos a que llegue el té. Preferiría que la buena de la señora Clements no lo oyera.

Oliver contuvo la ira.

–La señora Clements es de absoluta confianza. No va contando por ahí lo que oye en mi despacho.

–Aun así... –Thomas se encogió de hombros–. Se me había olvidado la vista que hay desde aquí. Estoy seguro de que tú también la echabas de menos cuando estabas recluido en Abbey.

Oliver estuvo a punto de echar a su hermano, pero eso habría provocado más preguntas que respuestas y decidió contenerse hasta que supiera qué quería. Aunque eso no alteraba su sensación al volver verlo. Habían pasado casi cuatro años desde que mantuvieron una conversación muy seria y no podía negar que sentía cierta curiosidad por saber el motivo de su visita.

Quizá fuera el momento de olvidarse del pasado. Habían sido muy buenos amigos cuando eran niños, antes de que de la traición de Thomas y el fracaso de su matrimonio los alejara. Tenía que sobrellevar el hecho de que tanto Sophie como su hermano fueran los culpables de que su matrimonio se deshiciera. Al fin y al cabo, ella era su mujer y Tom un hombre libre.

Naturalmente, eso no quería decir que tuviera que confiar en su hermano. El divorcio de Sophie había sido doloroso y demoledor y, durante meses, él sólo había encontrado consuelo en la bebida. El vil comentario sobre la botella de whisky y sobre su estancia en Abbey, un famoso centro de rehabilitación para alcohólicos y drogadictos, dejaba muy claro que su hermano no había ido a reparar su comportamiento.

Oliver se sentó en la butaca detrás de la mesa y miró con curiosidad a su hermano. Tom parecía más viejo, aunque él también lo parecía. Eso era lo que pasaba con los traumas, sobre todo con los emocionales.

–¿Qué tal está Sophie?

Decidió enfrentarse a la situación y se sorprendió por lo poco que le costó. Durante meses, después del divorcio, el mero hecho de oír su nombre despertaba en él los deseos más destructivos, pero en ese momento sólo sentía un ligero arrepentimiento por haber sido un tonto crédulo.

A Tom le sorprendió la pregunta.

–Está bien, supongo –respondió despreocupadamente–. ¿Por qué no la llamas y te enteras?

Tuvo que hacer un esfuerzo, pero Oliver consiguió que no se le notara la impresión.

–Prefiero no hacerlo –contestó mientras apoyaba las manos en los reposabrazos y esbozaba una sonrisa ante la aparición de la señora Clements–. Gracias, parecen deliciosas –añadió al ver un plato con galletas.

–Si necesita algo más, dígamelo –dijo la mujer mientras miraba de soslayo al visitante.

Oliver sabía perfectamente lo que estaba pensando porque siempre había sido una mujer muy leal y se había sentido muy furiosa ante la traición de Thomas.

–Lo haremos –respondió Thomas.

Él también sabía lo que sentía la mujer y aquella era su forma de recordarle que su opinión no le interesaba lo más mínimo.

La señora Clements salió y cerró la puerta, pero Oliver no hizo ningún gesto de tocar la bandeja de té. Si Tom quería tomarlo, podía servirse él mismo.

–¿Qué quieres? –le preguntó con un suspiro de resignación–. Si es dinero, estás perdiendo el tiempo. Aparte de que mi ex mujer hiciera todo lo posible por dejarme sin blanca, el mercado de la vivienda está en horas bajas.

–No intentes que me crea que tu negocio depende de los contratos familiares –replicó Tom con cierta firmeza–. Resulta que me he enterado de que has llegado a un acuerdo para proyectar el centro comercial de Vicker’s Wharf –frunció el ceño y perdió parte de su atractivo–. En cualquier caso, no he dicho que quisiera dinero. Desde que Sophie invirtió casi toda la liquidación de su divorcio en el centro de jardinería, todo va viento en popa –hizo una pausa–. La verdad es que he comprado una pequeña parcela junto al vivero y espero que también podamos poner un invernadero.

–Me alegro por ti.

A Oliver le alegraba saber que la perspicacia de su hermano para los negocios estaba dando frutos. El centro de jardinería Ferreira había sido el negocio de su padre antes de jubilarse, pero Tom había sido el único hizo en heredar su amor por la tierra. Desde que Tom se hizo cargo del centro, el interés general por la jardinería le había permitido duplicar los beneficios. Eso y la contribución de su ex mujer, naturalmente.

–No seas condescendiente –farfulló su hermano, que había percibido algo más en el tono de Oliver–. No todos somos genios para los estudios, algunos tenemos ambiciones más modestas.

Oliver evitó el enfrentamiento. Era un agravio muy viejo y no estaba dispuesto a volver sobre él. Tom sabía muy bien que él no era un genio ni un buen estudiante, pero se le daban bien las matemáticas y la informática le resultó fácil. Se licenció en ingeniería informática y a él la carrera como ingeniero de proyectos le había resultado tan natural como la horticultura a su hermano.

–Entonces –continuó Oliver–, si no quieres dinero, ¿qué quieres? No creo que hayas venido a preguntarme por mi salud.

–¿Por qué no? –la respuesta fue inmediata y con tono ofendido–. Sigues siendo mi hermano, ¿no? Que hayamos tenido nuestras diferencias...

–Yo no diría que seducir a mi mujer y destruir mi matrimonio sea una «diferencia».

–Lo sé, lo sé –Tom adoptó un aire cariacontecido–. Como he dicho, hemos tenido nuestros problemas, no voy a negarlo y tampoco voy a negar que fuera culpa mía. Pero, maldita sea, yo nunca habría seducido a Sophie si ella no lo hubiera deseado, ¿no? Estabas obsesionado con ser socio en Faulkner. Tenías abandonada a tu mujer, Oliver, reconócelo.

Oliver apretó la mandíbula.

–No pienso reconocerte nada, Tom. Si ésa es tu forma de justificar lo que hiciste...

–No lo es –Tom lo interrumpió y se inclinó sobre la mesa–. ¿Te sentirías mejor si te dijera que todo fue un error? Nunca debió llegar al punto que llegó –se mordió el labio inferior–. Fui un idiota arrogante. No puedes sentirlo tanto como lo siento yo.

Oliver se levantó y empujó la butaca contra la pared.

–Será mejor que te vayas –soltó una breve carcajada cargada de amargura–. Es increíble. ¿Realmente habías pensado que me consolaría que me dijeras que fue un error?

Tom levantó la barbilla.

–Sí, lo había pensado –respondió con tono obstinado–. Todos cometemos errores, ¿no?

Oliver sacudió la cabeza.

–Tom, márchate antes de que digamos algo de lo que podamos arrepentirnos.

Tom se encogió de hombros, pero no se movió y Oliver miró su reloj de muñeca. Vio con incredulidad que sólo eran las tres y media, que sólo habían pasado quince minutos desde la aparición de Tom.

Resopló y miró a su hermano sin saber qué hacer. ¿Iba a tener que echarlo? Tom era fornido, pero él estaba en mejor forma y le sacaba unos diez centímetros de altura.

Rechazó la idea. No le interesaba arrastrarlo por todo el pasillo al que daban los demás despachos. Ya había tenido suficiente con tener que soportar la compasión de sus compañeros cuando Sophie lo abandonó y él cayó en la dependencia del alcohol. No tenía ganas de rememorar aquellos momentos ni de dar la impresión de que todavía quería vengarse de su hermano. Además, se dio cuenta de que no quería hacerlo. Sólo sentía desprecio porque Tom pensara que iba a creerse sus mentiras.

–Dentro de poco tengo una cita.

Comprendía que enfadarse no iba a llevarle a ninguna parte. Tom, por algún motivo, estaba decidido a quedarse hasta que dijera lo que quería decir y Oliver sospechaba que lo peor no había llegado todavía.

–Lo sé. Ya he oído a la vieja Clements.

–Entonces, comprenderás que no puedes quedarte y te propongo que te vayas antes de que quedes como un idiota absoluto.

Tom lo miró con ojos acusadores.

–No te importo lo más mínimo, ¿verdad? No te importa lo que pueda pasarme.

–¿Qué te pasa? –Oliver lo miró fijamente–. ¿Pretendes arreglar las cosas entre nosotros?

Tom volvió a encogerse de hombros.

–No exactamente.

–Estoy deseando oírlo.

Tom frunció el ceño.

–Te crees muy importante. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Nadie te importa, ¿verdad, Oliver? No te importaba que Sophie necesitara cariño y nunca lo tuvo de un canalla insensible como tú.

Oliver rodeó la mesa, agarró a su hermano de la camisa y lo levantó de la butaca.

–Eres un tarado malnacido.

Lo soltó para darle el puñetazo que se merecía, pero Tom se limitó a cerrar los ojos para esperar el castigo y Oliver no pudo hacerlo. Soltó un juramento y volvió a tirarlo a la butaca antes de dirigirse al ventanal para recuperar la compostura.

Se hizo un silencio. Oliver logró que su respiración se normalizara y se pasó la mano por el pelo moreno que le llegaba hasta el cuello de la camisa. Se alisó el traje gris y se cercioró que de que tenía la corbata en su sitio. También hizo todo lo posible por no olvidarse de que él era la víctima.

Se dio la vuelta. Eran las cuatro menos veinte y Tom tenía que irse antes de que llegara Sidney Adler. Adler era un político local que había sido fundamental para que le concedieran a Faulkner el proyecto del nuevo centro comercial. También era amigo íntimo de Andrew Faulkner, el socio de Oliver, y no quería que pensara que se llevaba los problemas personales a la oficina.

Resoplo, volvió a la mesa y, sin sentarse, miró hacia la cabeza inclinada de su hermano.

–¿Qué quieres, Tom? No puedo darte la absolución y no creo que a Sophie la gustara saber que has venido a hablar conmigo.

–A ella le da igual –Tom sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz con un gran estruendo–. Seguramente yo lo he forzado. Ella quería dejar nuestra relación tanto como yo.

Oliver se quedó boquiabierto.

–¿Qué...? –preguntó sin dar crédito a lo que había oído–. ¿Has venido para decirme que has roto con Sophie?

–¿Para qué si no? –lo dijo con indiferencia–. En este momento está en casa de su madre. Como he dicho antes, fue un tremendo error.

Eran casi las seis cuando Oliver salió del despacho.

Adler se había comportado como un cotilla y se había pasado la mitad del tiempo hablando mal de otros políticos locales. Habían sacado poco en claro y Oliver sospechó que no debería haberle ofrecido el whisky que reservaba para las visitas. Adler aceptó más de un vaso y él estaba con los nervios de punta por la cantidad de Coca Colas que había tenido que tomarse por cortesía.

Tenía el coche aparcado en el estacionamiento del sótano. Era un Porsche de doce años que se había regalado cuando entró en la empresa Faulkner. También era el único lujo que no vendió cuando Sophie lo dejó. Sí vendió la casa que compartieron y casi todas sus propiedades. En cualquier caso, tendría que haberlo hecho porque no cabían en el loft al que se había mudado.

Antes del divorcio, Sophie y él vivieron en una urbanización muy selecta al norte de Newcastle. Estaba bastante cerca del centro de jardinería y en aquella época veían a menudo a sus padres y hermanos. Sus padres se compraron una villa en el sur de España, de donde procedían los antepasados de su padre, y el buen hombre siempre aseguraba que iba volver a sus raíces.

Al acordarse de sus padres, no pudo evitar pensar en su hermano. No le había resultado fácil convencerlo para que se fuera tranquilamente y seguía sin tener claro por qué había ido a visitarlo. ¿Qué había pretendido? ¿Que él se alegrara tanto de que hubieran roto como para perdonarle todo? Eso era una ingenuidad y Tom no era tan tonto.

Entonces, ¿por qué había ido? ¿Por qué había hecho el viaje? Oliver no creía que volvieran a ser amigos y Tom se llevaría una decepción si esperaba otra cosa.

Se le pasó por la cabeza que lo hubiera enviado Sophie. Si se habían separado, como decía Tom, quizá ella tuviera la idea de recuperar su relación. Lo cual era igual de disparatado. Fuera como fuese, no tenía intención de reavivar la relación con su ex mujer. Pensara ella lo que pensase sobre al trauma que le había producido al abandonarlo, él ya lo había superado y nunca lo había limitado a Sophie. Se dio cuenta de que la traición de su hermano había significado lo mismo.

Sin embargo, había transigido en volver a ver a Tom. Había sido la única forma de que se fuera del despacho antes de que llegara Adler. Habían quedado en verse al día siguiente, a la hora de comer, en The Crown, un pub de Tayford. Hacía años que Oliver no iba a ese pub, que estaba muy cerca de la casa de sus padres. Afortunadamente, sus padres estaban de viaje y no había posibilidad de que se vieran implicados. Sabía que su madre estaba preocupada por el distanciamiento de los hermanos y, si se hubiera enterado de la cita, habría pensado que estaban limando las diferencias.

Oliver giró en redondo. Tuvo un repentino deseo de ver el centro de jardinería. Se dirigió al norte y luego se desvió en dirección a Belsay, en plena campiña.

Oliver había nacido en esa zona, pero hacía algunos años que no disfrutaba de aquel paisaje. La lluvia había dejado paso a una preciosa tarde soleada de mayo y sintió un bienestar al que no estaba acostumbrado.

Antes de llegar a Belsay, volvió a torcer a la izquierda para tomar un camino rural con setos a los lados. El centro de jardinería estaba a menos de cuatrocientos metros, en las afueras de Ridsgate, el pueblo más cercano a Tayford.

Desde la carretera, El Mundo de las Plantas Ferreira tenía un aspecto impresionante. Se había hecho con una fama considerable y llegaba gente de todos lados para pasear por sus jardines e invernaderos. También tenía una cafetería, una tienda, una floristería y una zona de juegos para niños. Eran más de las seis de la tarde y seguía en plena actividad.

Había algunos coches en el estacionamiento y Oliver, que no tenía pensado pararse, se encontró aparcando el Porsche. Se quedó unos segundos tamborileando con los dedos en el volante y preguntándose qué demonios hacía allí, hasta que decidió que no iba a marcharse sin saber si Tom estaba pasando una mala racha económica.

La vio cuando estaba cerrando la puerta del coche. Estaba junto a un invernadero y parecía como si supervisara la carga de unos sacos abono en una camioneta que ella misma iba a conducir.

Era alta, pasaba del metro setenta, y se dijo que eso, la altura, era lo que había atraído su atención. Aparte, tenía unas piernas muy largas enfundadas en los vaqueros más ceñidos que había visto en su vida y un cuerpo delgado pero con formas, lo cual hacía que no pasara desapercibida. Por no hablar de su belleza cálida y resplandeciente y de la melena rojiza con reflejos dorados que llevaba recogida en una trenza.

Ella notó que la miraba. Sus ojos, enmarcados por unas pestañas largas y oscuras, se volvieron hacia él y una expresión de perplejidad le cruzó fugazmente el rostro. Entonces, uno de los hombres le dijo algo y ella desvió la mirada, pero no sin antes esbozar una sonrisa de curiosidad, ¿o habría sido de incitación?

Oliver decidió que estaba dejándose llevar por la imaginación, se guardó las llaves en el bolsillo y fue hacia el jardín. Si no pasaba por la tienda, esperaba esquivar a los empleados más antiguos de Tom y que nadie lo reconociera.

Sin embargo, no había ni rastro de Tom y no sabía si eso le alegraba o le preocupaba. Ya no tendría una excusa para no acudir a la cita del día siguiente. En el fondo, había esperado poder enterarse de lo que pasaba sin tener que desperdiciar un par de horas con una discusión inútil.

Fue hasta el fondo de las instalaciones y comprobó que su hermano había dicho la verdad. En la parcela contigua había una excavadora y se podía ver que ya habían tirado la casa de los antiguos propietarios.

–Es espantoso, ¿verdad? –comentó una voz áspera detrás de él.

Oliver se dio la vuelta bruscamente y se encontró con la chica que había visto antes apoyada en un reloj de sol de piedra. De cerca, pudo comprobar que tenía un cutis muy delicado, una nariz recta y unos ojos enormes de un color verde casi increíble.

–Supongo –contestó él por decir algo–. Sin embargo, todos los proyectos pasan por esta fase –añadió mientras intentaba disimular su impresión.

–Tú lo sabes bien. Eres ingeniero de proyectos –Oliver no salía de su asombro–. Me parece que eres, Oliver, el hermano de Tom. Él dijo que a lo mejor te veía hoy.

Oliver se quedó atónito.

–¿Dijo eso?

–Sí. Aunque no dijo que fueras a venir aquí –ella sonrió y mostró unos dientes perfectos–. Por cierto, soy Grace Lovell. Sé que Tom estará encantado de verte. La señora Ferreira dijo que habíais estado distanciados un tiempo.

–¿La señora Ferreira? –él frunció el ceño.

Oliver no sabía que Sophie seguía utilizando ese nombre.

–Tu madre –puntualizó Grace, que se había dado cuenta de su desconcierto–. Conozco muy bien a tus padres. Pasan mucho tiempo en San Luis.

–¿Eres española?

–Me temo que no. En realidad, mi padre es americano, pero trabaja para la Administración británica y he pasado casi toda mi vida en Inglaterra.

–Entiendo –Oliver hizo una pausa–. ¿Y qué tiene que ver San Luis?

–Mis padres también tienen una villa en San Luis. Allí conocí a Tom y le convencí para que me diera este trabajo.

–¿Te gusta? Me refiero al trabajo...

Ella se encogió de hombros y se apartó del reloj de sol; él volvió a quedarse impresionado por su altura. Sin embargo, al revés que una modelo, tenía unas formas bastante generosas y sus pechos, aunque no parecía llevar sujetador, eran firmes y altos...

Oliver se preguntó de dónde habría salido. Empezaba a sentirse demasiado atraído por ella. Hacía años que no se fijaba en los pechos de una desconocida y, aunque el frío los hacía más evidentes, eso no era una excusa. Debía de estar congelándose, a juzgar por las protuberancias que se marcaban debajo de la camiseta. También era evidente que el calor que sentía él no era por el tiempo que hacía.

–Está bien –Oliver tardó un rato en comprender que ella estaba contestando a su pregunta–. Cuando terminé la universidad, pensé que quería ser profesora, pero después de trabajar seis años en la ciudad, decidí que necesitaba un cambio de aires.

Oliver hizo un gesto de comprensión y se pusieron de camino hacia el edificio principal. Grace le seguía el paso con unas zancadas muy elegantes y él se dio cuenta de que no había pensado en su edad. Había calculado que tendría veintidós o veintitrés años, pero en ese momento decidió que rondaría los treinta años. Tampoco le importaba que fuera mayor que lo que se había imaginado. Al fin y al cabo, él tenía treinta y cuatro años, una historia que nadie envidiaría y una novia. Además, seguramente, ella tendría novio.

–¿Llevas mucho tiempo aquí? –le preguntó Oliver.

Oliver quería encontrar una excusa para no entrar en la tienda. No le había sacado de su error cuando ella había dado por supuesto que no había visto a Tom todavía y sería bastante violento que él apareciera.

–Siete meses –hizo una mueca–. ¡Y ha sido el peor invierno que se recuerda! Se inundaron dos invernaderos y teníamos que venir a trabajar con botas de goma.

Oliver consiguió esbozar una ligera sonrisa.

–Un bautismo de fuego.

–De agua, más bien –le corrigió ella antes de echarse a reír–. ¡Qué tontería! Todos los bautismos son de agua, ¿no?

Oliver iba a preguntarle qué le parecía el norte de Inglaterra cuando ella cambió de expresión. Se ruborizó y él pensó que era una persona encantadoramente natural, pero otra voz de mujer lo llamó y Oliver tuvo que reprimir un gruñido al reconocer a su ex mujer.