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Este libro es una creación de Manuel García, una auténtica mina de placeres prohibidos y encuentros apasionados, diseñada especialmente para satisfacer los apetitos eróticos más audaces de los lectores adultos homosexuales. Prepárate para sumergirte en un torbellino de deseos inconfesables, en un universo erótico que arde de pasión y seducción. Con su escritura magnética y sensual, García estimula tus fantasías más secretas, llevándote en un viaje más allá de los límites de la intimidad masculina. La obra desafía las convenciones y rompe todos los tabúes, ofreciéndote un vistazo de los encuentros más explosivos, las conexiones más profundas y los placeres más extasiados. Las páginas de este libro revelan historias que te mantendrán pegado a las palabras, despertando un deseo que no podrás ignorar. Déjate llevar a mundos desconocidos, donde el pecado es el motor de las emociones más intensas. Los personajes creados por García se revelan en encuentros transgresores, en momentos de pasión desenfrenada, en una sinfonía de deseo que enciende tus fantasías más oscuras. La escritura provocativa y detallada de Manuel García es una explosión de sensualidad que te hará estremecer de placer. A través de sus relatos, te invita a explorar tu sexualidad sin inhibiciones, a entregarte a tus instintos más profundos, sin remordimientos ni restricciones. El presente trabajo de ficción es el pasaporte hacia un mundo de lujuria y aventuras prohibidas. No dejes escapar esta lectura que te llevará a un territorio de placer intenso, de sueños descarados y sensaciones que te harán estremecer la piel. Siéntate, relájate y regálate el placer de vivir una lectura que te brindará emociones sin límites, que estimulará tu imaginación y encenderá una llama de deseo que no podrá ser domada. Estos cuentos te están esperando, listos para llevarte más allá de los límites del placer, donde la pasión es soberana y el éxtasis es tu compañera de viaje.
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Seitenzahl: 93
Veröffentlichungsjahr: 2024
§§
Amantes para Leopold
Historias Eróticas Gay de Sexo Explicito
Manuel García
Manuel García © 2024
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida de ninguna forma sin el permiso escrito del editor, a excepción de las citas breves utilizadas en artículos o reseñas.
Estas novelas son totalmente una obra de ficción. Los nombres, los personajes y los acontecimientos que en él se representan son producto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, sucesos o lugares es totalmente casual.
Ninguno de los personajes representados en estas historias es menor de 18 años, está ligado por la sangre o participa en actos de los que no desea formar parte.
Impresión y distribución: Heinz-Beusen-Stieg 5 22926 Ahrensburg
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Notas
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Índice
AMANTES PARA LEOPOLD
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
8.
Te necesito
Agradecimientos
Homer se deslizaba como un torbellino. Su colosal panza bailaba al compás de sus pasos, mientras su calva resplandecía al reflejo de la escasa luz que iluminaba la polvorienta calleja. Un estruendo embriagador lo golpeó mientras intentaba abrir la puerta con la llave, pero su sed tan intensa y la penumbra tan desfavorable lo impedían alcanzar su objetivo.
—¡Oh, suerte! — exclamó con un toque de asco.
Sin lograr su objetivo, arrojó la llave al aire y propinó una patada en la puerta que desató el sueño de la pobre anciana. A pesar de no lograr abrir la puerta, lanzó con toda su fuerza sobre ella, provocando una nueva estampida y crujido en el rancho frágil.
En esta ocasión, la puerta se abrió lentamente, mientras algunas astillas de madera se precipitaban hacia el interior, mientras Homer, caído de bruces en el centro de la habitación, lanzaba un torrente de improperios y maldiciones, con la furia calentándose en las venas y mezclándose con el licor económico.
Gary despertó al estrépito y las maldiciones. El infortunado joven abrió los ojos con miedo y se recostó en el rincón más sombrío de su miserable cama. Era un esfuerzo inútil para esquivar la furia de Homer. Conocía con precisión el rincón donde su padre destilaría su furia.
Homer, en un intento por domar su embriaguez, se recostó en cuatro patas y emprendió unos cuantos pasos hacia el rincón que utilizaba como cocina. Una diminuta estufa, helada desde tiempos inmemoriales, sostenía una olla con un escaso puñado de arroz blanco.
A pesar del estruendoso acento de Homer y el temor que se infiltraba en la garganta de Gary, Leopold sonreía serenamente sobre su diminuto jergón, escondido en el fondo de aquel desolado salón que era la única habitación de la antigua morada.
Homer se aproximó a la estufa y logró aferrarse a sus pies. Acariciando la oscuridad, halló la olla y, con una expresión de inquietud, desplomó la tapa y extendió la mano hacia el pedazo de arroz blanco. Engullió el bocado sin sabor alguno y volvió a sumergirse en la olla para descubrirla casi llena.
La furia brotó como un torrente, llenando su cabeza de sangre y crispando sus puños. Con una destreza inusitada para su embriaguez, arrojó la olla vacía hacia el escondite donde reposaba Gary.
La olla impactó en las espinillas del joven, produciendo un eco ensordecedor y provocándole un gemido que, más que dolor, era un temor renovado, consciente de que no podía escapar de la furia de Homer.
¡Oh, mi cena! – exclamó Homer – ¿En qué lugar se encuentra mi cena?
Gary se inclinó un poco más, recostado en el rincón que anhelaba resguardarse. Probó convencer a su progenitor de que esos granos de arroz eran la única comida. En ese día, Leopold no había traído a su hogar más que una modesta comida. Sin embargo, solo un susurro emergió de la garganta del desconcertado joven.
Homer se aproximó con una pasada de cautela. Mientras se deslizaba hacia la cama que compartía con Gary, la hebilla de su imponente cinturón se deshizo. Desenmascarando su furia, infundiendo maldiciones y lanzando improperios y amenazas.
Levantó su brazo y, con su mano afilada, sujetó a Gary por los cabellos y lanzó con todas sus fuerzas. El joven se desplomó desde la cama al suelo con un murmullo de odre en medio de su oído. Curiosamente, Homer se desplomó un poco antes de colocar un pie sobre su nuca, y de inmediato le lanzó un primer golpe con la hebilla del imponente cinturón.
Las costillas de Gary se desmoronaron al recibir el primer golpe, mientras el joven gritaba un alarido asfixiante que finalmente despertó a Leopold.
El joven se acomodó con elegancia en el borde de su diminuto jergón, ocultó sus ojos con el reverso de sus manos y no necesitó prestar mucha atención para captar lo que estaba sucediendo. ¡Una vez más, ese malvado de Homer estaba golpeando a Gary con brutalidad! "¡Oh, pobre desgraciado Homer!", exclamó Leopold. Ya estaba cansado de esa rutina cotidiana.
Se estiró un poco como un felino, intentando liberar la ansiedad del insomnio. Se levantó y, con un par de pasos, se dirigió hacia el lugar donde el borracho continuaba lapidando a Gary con furiosos y desordenados azotes. Con una celeridad asombrosa, logró sujetar el cinturón por la hebilla, para frenar el brutal golpe que Homer regalaba a su desconcertado e implacable hijo.
Leopold, embriagado por aquel robusto cinturón, no tuvo tiempo de reaccionar. Con ímpetu canino, le propinó una patada a la entrepierna, dejando a Homer inmóvil por un instante, justo cuando el chico presionó con fuerza el cinturón, como si fuera una señal de irse de cabeza.
A la velocidad de un felino, Leopold alzó de nuevo su pierna y le propinó a Homer una formidable patada en su boca, frenándolo y desplazándolo hacia atrás. En ese preciso instante, el chico desató la hebilla del cinturón y el furioso borracho, desprovisto de toda vigor, giró hacia atrás y se desplomó sobre su propia espalda, sujetándose los huevos con ambas manos y intentando respirar.
Sin preocuparse más por Homer, Leopold regresó a su humilde jergón, se puso a las volandas, tomó sus escasas prendas y las enfundó en una desgastada bolsa mientras murmuraba improperios y maldiciones.
Gary permanecía en el suelo, susurrando lágrimas y sin descifrar el misterio de su destino. En un torbellino de angustia y terror, el joven seguía aguardando con ansias el próximo golpe en sus desnudas costillas. Hasta que se percató de las murmuras de Leopold y clavó sus lágrimas en los gestos del héroe que había rescatado a su padre de la paliza.
Gary, con una valentía inusitada, se acomodó en cuatro patas y se lanzó hasta llegar a un palmo de los pies de Leopold. Levantó la cabeza y, con las lágrimas en los ojos, temblando de dolor y frío, le cuestionó con sollozos:
—¿Qué estás haciendo, Leopold?
—¡Me aburrí! – exclamó el joven – ¡Ahora mismo me marcho... no soporto más a este desgraciado hijoputa!
Un torbellino de melancolía golpeó el pálido cuerpo de Gary. Si Leopold se marchaba, su existencia sería una odisea solitaria. Ya nadie tendría que lidiar con él. Eso sería como dejar de existir. Aunque tenía la certeza de que si se quedaba solo con Homer, el borracho acabaría asesinándolo con una paliza.
—Leopold, no me abandones... – rogó Gary, recostado en cuatro patas sobre sus pies.
—Si me quedo, mañana o el próximo día voy a acabar con la vida de ese desgraciado...
La cruda y cruda sentencia de Leopold desató el colapso de Gary. Sin esperanzas y envuelto en melancolía, el infortunado joven se desplomó otra vez al suelo, susurrando con desesperación sus sollozos. Leopold, en cambio, tomó la desgastada bolsa con sus escasas vestimentas, saltó sobre el desvalido y tembloroso Gary y se dirigió hacia la astillada puerta de la covacha, traspasándola y dirigiéndose hacia la polvorienta callejuela.
Por lo tanto, al igual que el navegante que presencia la desaparición de su última brújula, Gary se levantó y, aunque su cuerpo se tambaleaba como un ebrio, se dirigió hacia la puerta por la que había salido el otro chico y, abrazando la húmeda madera, exclamó:
—Leeeepooold...
Al escuchar el grito de Gary, Leopold frenó su marcha, giró un poco y se quedó detenido en medio de la calle, fijando su mirada en la diminuta silueta del joven, quien, con un calzoncillo diminuto, lo llamaba desde la puerta de la pobre aldea. Enseguida emprendió sus pasos para desentrañar el motivo por el que el otro lo solicitaba.
—¿Cuál es tu objetivo? — inquirió con contundencia.
—¿Podrías acompañarme, Leopold? – inquirió Gary con los ojos llenos de ilusión y un par de lágrimas danzando en sus párpados.
Leopold le clavó una mirada inquisitiva, penetrante...lo examinó de arriba abajo, como si estuviera evaluando su fragilidad. Y aún sin estar completamente convencido, le inquirió:
—¿Seguirás mis instrucciones?
—Sí, Leopold...siempre seguiré tus instrucciones... Gary contestó de inmediato.
—Perfecto... ve a recoger tus pertenencias y te espero... Le dictó Leopold.
—Me asfixia, Leopold... – replicó Gary con un susurro.
Leopold suspiró y giró el rostro con una expresión de desaprobación. A pesar de todo, le entregó a Gary la diminuta bolsa con sus vestimentas y se sumergió personalmente en la covacha para recolectar las escasas pertenencias del apaleado chico. En un abrir y cerrar de ojos, regresó para entregarle las desvestidas prendas y un par de desgastadas zapatillas.
Tomó su bolso y emprendió una nueva travesía por la callejuela, mientras Gary se apresuraba a vestirse a medias, mientras daba saltos diminutos, intentando seguir a Leopold mientras se cubría el magullado y delgado cuerpo con los desteñidos harapos.
En la callejuela, colosales ratas que parecían conejos se enfrentaban a diminutos y esqueléticos felinos. Una lluvia persistente se deslizó desde el firmamento para bañar el sendero de los dos jóvenes desde ese barrio desolado. Los dos pequeños caminaban hacia las relucientes luces del corazón urbano, unidos por un destino compartido, a pesar de su total distancia.
Alrededor de tres horas antes del alba, empapados hasta los dientes y cargados con sus escasas pertenencias, los dos jóvenes se aproximaron a la imponente fachada de un colosal edificio desolado y desolado. Encontraron un portal secreto que les permitió adentrarse en el interior y hallar un rincón fresco para reposar y calentarse un poco.
Leopold reposó su espalda sobre un muro y, con un gesto de machito extenuado, abrió las piernas. A su lado se recostó Gary, temblado como un pajarillo, extendiendo sus delgados brazos hasta las rodillas, como resguardándose de un inexistente riesgo.
—Estás perdiendo la vida por el frío — proclamó Leopold con certeza.
Gary alzó el rostro y le dedicó una mirada fugaz. El estruendo que golpeaba su piel era una evidencia palpable de lo que el otro chico ya tenía claro.
Leopold le indicó el rincón entre sus piernas.
Gary siguió sin demora. Intentando aproximarse, Leopold se acomodó con su frágil espalda contra el firme pecho de Leopold, replegándose contra él con la misma confianza de quien halló el refugio más acogedor para su mente atormentada.
Leopold extendió sus manos y los abrazó con firmeza al aterido y tembloroso cuerpo de Gary, sujetándolo con firmeza a su pecho, como quien proclama su dominio sobre una amada pertenencia.
Gary, con un suspiro en la boca, murmuró:
—Te amo Leopold... siempre seguiré tus instrucciones... te lo prometo...