Amenazado por la pasión - Maisey Yates - E-Book

Amenazado por la pasión E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Bianca 3012 Estaba prometida a un hombre… ¡pero siempre había deseado a otro! Ariel Hart creía haber quedado libre del matrimonio concertado con un jeque, pero quince años después del golpe de Estado que acabó con la familia real, Cairo, el hermano de su prometido, se presentó para exigirle que cumpliera con lo pactado. La alianza de Cairo con su hermano era la fuerza que lo empujaba, y si el jeque deseaba que su prometida volviera a su lado, él lo conseguiría. Pero el deseo que bullía entre ambos lo amenazaba todo: sus planes, su honor, el futuro de una nación. ¿Serían capaces de resistirse a una necesidad que ardía más que el sol del desierto?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Maisey Yates

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amenazado por la pasión, n.º 3012- junio 2023

Título original: Forbidden to the Desert Prince

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411417983

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

¡Corre!

 

ARIEL Hart clavó los ojos durante un segundo en el mensaje de texto que le había llegado al móvil y, al instante, se puso en movimiento.

Sabía que aquel momento podía llegar. Y sabía que tenía que estar preparada.

–Cariño –le decía su madre en otras ocasiones, intentando tranquilizarla–, lleva años en la cárcel. Incluso podría haber muerto. No sabes si irá a por ti.

Pero ella lo sabía. Su padre se había metido en asuntos que no debería haber tocado, y la había usado a ella como pieza de ajedrez.

«No es momento de compadecerte, Ari. ¡Vamos, sobreponte!».

Rápidamente se deshizo de los suaves pantalones de cachemir que llevaba y del jersey de punto para vestirse con unas mallas negras y una sudadera negra también, que le pareció tiesa como el cartón, y bajo su capucha ocultó hasta el último mechón de su pelo rubio claro. Se calzó unas deportivas también negras y, tras colgarse del hombro la bolsa de lona, contempló por última vez el precioso apartamento parisino en el que tan segura se había sentido. Era un lugar tranquilo y hermoso, decorado en varios tonos de rosa y arena. Su vestimenta de ladrón le pareció una afrenta a la sutileza de aquel espacio. Entre sus paredes se había creado una vida. Allí había iniciado su carrera.

Había pasado años viviendo sin dejar de mirar por encima de su hombro. Moviéndose constantemente, cambiando de identidad, hasta que, siete años atrás, todo cesó. Inconscientemente sabía que podía volver a ocurrir. De hecho, siempre tenía una bolsa como aquella preparada, pero parecía poco probable que volviera a suceder. Ni siquiera sabía si Riyaz estaba vivo, o si Cairo había sobrevivido.

Esa era una de las razones por las que su madre y ella habían decidido ocuparse personalmente de estar alerta. No se podía acudir a la policía, o a una embajada, para hablarles de una posible amenaza que personas de otro país podían o no suponer, dado que ni siquiera sabían si estaban vivos o muertos. Pero, en el fondo, ella lo sabía. Sabía que podía ir a por ella en busca de venganza, o de matrimonio. Y no quería ninguna de ambas cosas.

Iba a dejarlo todo atrás. Sería una fugitiva, y no una diseñadora de moda, pero no había sitio para la compasión. No en aquel momento. Era cosa de vida o muerte, y no había tiempo para sentir lástima de sí misma. Ya la había sentido veinte años atrás, al descubrir, a la edad de ocho años, que su padre la había prometido a un desconocido. Entonces sintió una lástima tremenda de sí misma, mientras recorría los brillantes salones del palacio de Nazul, extasiándose ante sus gloriosos mosaicos, sentándose junto a las fuentes, respirando el perfume de los naranjos en el aire seco del desierto. Hasta que su padre utilizó el acceso al palacio que había conseguido a través de ella para participar en un golpe de estado que derrocó a la familia real de Nazul, y que se saldó con la muerte del jeque y la jequesa, uno de sus dos hijos encerrado en una mazmorra y el otro… desaparecido.

Cairo.

No solía pensar en él con frecuencia, o al menos intentaba no hacerlo. El más joven de los dos hermanos, de sonrisa fácil y ojos oscuros y cautivadores, tan diferentes a los del hombre con el que había prometido casarse. El muchacho que había llegado a ser su amigo, su confidente, su primer desengaño amoroso.

Cuando tenía trece años, estaba un día sentada en el patio, enfurruñada, y allí apareció él.

–¿No lo pasas bien, ya amar?

–Hace mucho calor.

–Es que estamos en el desierto.

–Yo quiero volver a Europa. No me gusta estar aquí.

–¿A Europa? Tú eres americana, ¿no?

–Pasábamos la mitad del año en París.

–Ah, qué bonito.

–Más bonito que esto, sí.

–Dime, ¿este lugar te pone de mal humor? ¿O es la razón por la que estás aquí lo que te irrita?

–Es todo lo mismo.

–Yo creo que eso no es cierto. Si miras a tu alrededor, verás que el lugar y la razón por la que estás aquí no son lo mismo, y quizás así podrás disfrutar del tiempo que permanezcas aquí –estiró el brazo y arrancó una naranja del árbol más cercano para ofrecérsela–. Tanto si quieres que te guste como si no, los árboles dan sus frutos, así que no puede ser todo tan malo. Piénsalo, ya amar.

Mi luna. La llamaba así por alguna razón que nunca había sido capaz de adivinar. Se lo decía en tono burlón, pero ella siempre sentía como un cosquilleo por dentro cuando se lo oía.

La presencia de Cairo había sido lo único parecido a la felicidad en aquellos viajes a Nazul, aunque su relación se volvió espinosa y complicada cuando ella cumplió los doce y él los trece, y de pronto se volvió muy alto, y a ella empezó a resultarle difícil hablarle.

Pero aquel día no se escondió de él. Aquel día, Cairo le regaló una naranja. Y, a partir de aquel momento, algo más floreció entre ellos. Algo tierno, precioso y desgarrador. Creyó que se había enamorado, cuando sabía que era imposible. En cinco días se marcharía de vuelta a París. Y el día después de aquello… El mundo terminó. Al menos en Nazul.

Riyaz, el heredero, su prometido, fue hecho prisionero. Quedó retenido como un daño colateral. ¿Y Cairo? O había resultado asesinado junto a quienes defendían el palacio, y su cuerpo quedó abandonado como si no fuera nada, sin valor siquiera como para ser identificado, o bien, desapareció.

Ahora ya daba igual. Riyaz había sido liberado, y eso significaba que… bien la reclamaba para hacerla su esposa, o como chivo expiatorio, y ella no estaba dispuesta a ser ninguna de ambas cosas. Los pecados de su padre eran de él, no suyos, pero, aun así, iba a tener que enfrentarse a las consecuencias.

Se colgó la mochila y se encaminó a la puerta, y al abrirla se quedó clavada en el sitio.

Estaba allí. Plantado ante su puerta. Más alto, más fuerte y más todo que la última vez que lo vio. Pero no era Riyaz, ni un pelotón de soldados, como veía en sus pesadillas. No era el monstruo que había llegado a temer, del que llevaba toda la vida huyendo. Era él, Cairo al Hadid. Vivo y coleando en el corredor de su edificio.

–Ya amar –le oyó decir–, he venido a buscarte.

 

 

El jeque Cairo Ahmad Syed al Hadid llevaba siendo demasiado tiempo un hombre sin patria.

Puede que esa imagen no fuera la más exacta, porque sí tenía país, y no lo había olvidado. De hecho, expulsar a las fuerzas invasoras había pasado a ser la misión de su vida. No había olvidado absolutamente nada en los años que habían transcurrido. Los gritos de su madre. El alarido mortal de su padre al desenvainar la espada y hacer frente, un gesto que resultó inútil. Pero era el rey de Nazul, y jamás caería sin luchar. Y nunca habría caído de no ser por la traición encabezada por el patriarca Hart. Dominic Hart se había vuelto codicioso, y aprovechándose de su conexión con la familia real de Nazul, decidió aceptar el dinero de un despiadado señor de la guerra para traicionar a la familia Hadid.

El señor de la guerra resultó ser un mercenario de Europa Oriental que se cansó de encabezar misiones y ganar poder para otros, y decidió buscarlo para sí. Escogió Nazul porque era rico en recursos naturales, pequeño y con pocos aliados a escala global a los que enfrentarse después por el delito cometido.

Pero Cairo sí se había encargado de hacérselo pagar. El mercenario había ocupado el trono durante unos años, y él se había complacido en poner fin a su reinado. Contemplar su cara de desconcierto al verlo entrar acompañado de su propia horda de mercenarios había valido la pena. El usurpador sabía que no iba a hacer prisioneros. Las batallas sangrientas tenían un coste. La venganza, también. Pero Cairo seguía estando en deuda. Su vida, sus deseos, su cuerpo, su alma, no le pertenecían. Había perdido el derecho a una vida propia años atrás, en una noche del desierto en la que cometió un error que le costó cuanto tenía. Y había vivido aquellos últimos años sabiendo que aquel momento iba a llegar y que, cuando lo hiciera, lo daría todo para conseguir que su país fuera liberado.

Su hermano ocuparía el trono, como heredero legítimo de Nazul. Para lograrlo había escapado aquel día. Sabiendo que volvería.

Buscó refugio en Inglaterra bajo el nombre de Syed al Shahar, el apellido de la familia de su madre, y utilizó su ingenio y su comprensión del sistema educativo para conseguir asistir a las mejores escuelas. A partir de ahí, comenzó a construirse un imperio.

La gente conocía al playboy, al hombre de negocios, pero no sabían que era un muchacho que había visto morir a su familia en el palacio de un reino del desierto. Eso sí que habría copado titulares.

Un país que no importaba a nadie y que nadie quería visitar, porque así se medía la preocupación en Europa y Estados Unidos. ¿Querían ir de vacaciones allí? ¿El país en cuestión podía pretender invadirlos? Si la respuesta era no… un pie de página en la historia de un mundo lleno de historias crueles. Y desconocidas, pero que a él le había cambiado la vida.

Sabía, sin ningún género de dudas, que Riyaz había sobrevivido. Lo sentía en los huesos. De cualquier modo, su lealtad era para con Nazul, y había levantado su imperio con el único deseo de destruir a los hombres que habían asesinado a su familia, arrebatándole su legado. También sabía que, si su hermano seguía cautivo, tenía que ser rescatado. Siempre acudiría a ayudarlo. Siempre.

Sabía lo que tenía que hacer. Todas las fiestas, los excesos, no eran para él, pero si hubieran servido para atenuar esos recuerdos, lo habría agradecido. No necesitaba que permanecieran afilados para que él completase su misión. Sabía quién era. Había disfrutado de los placeres de la vida, pero todo había empezado como un modo de lograr acceder a las fiestas y, por lo tanto, a las personas. Había descubierto que tenía una inmensa capacidad de trabajo, lo mismo que de perseguir la degradación, y había logrado levantar un imperio que le permitía moverse libremente de país en país, recoger información y aliados, además de otras muchas cosas que lo iban a ayudar a derrocar a quienes los habían aniquilado.

También había compartido casa con hombres muy peligrosos y carentes por completo de escrúpulos. En una de ellas, salvó a una chica llamada Brianna Whitman, a la que ayudó a escapar del destino que su padre le había designado. La ayudó también para que pudiera estudiar, y acabó convirtiéndose en una tutora para personas que habían pasado por circunstancias difíciles, y a pesar de que a él todas esas cosas le parecían moderneces absurdas y blandengues, cambió de opinión cuando vio por primera vez a su hermano pasados quince años. Entonces contrató a Brianna para que intentase ayudarlo, que lo guiara de vuelta al mundo, al puesto que le correspondía por nacimiento. Seguía trabajando con él, intentando ayudarlo para que volviera a ser el hombre que iba a ser, y no la bestia en que los años de aislamiento lo habían convertido.

Riyaz era libre, pero no estaba en condiciones de gobernar. Era brusco y carecía de los modales más básicos. Se había pasado años en las mazmorras leyendo y haciendo de su cuerpo una máquina de guerra. El resultado era una extraña mezcla: un hombre leído, ya que no tenía otra cosa que hacer en la mazmorra, y así había conseguido no perder la capacidad de comunicarse y, por otro lado, con un cuerpo trabajado al extremo para que nada en él se atrofiara. Pero no sabía qué hacer con esas dos cosas en el mundo real. A duras penas era capaz de mantener una conversación, y menos aún participar en cuestiones de diplomacia.

La toma del palacio se había hecho en secreto. Ni su nación, ni el mundo sabían de ello, ya que antes tenía que ver cómo presentar a Riyaz a su pueblo. Solo tendrían una ocasión para hacerlo, y no podían verlo como un débil mental. No podían darse cuenta de lo mucho que le había afectado lo que había tenido que soportar. Su pueblo querría un regreso triunfal.

Cuando fue liberado de su encarcelamiento, Cairo estaba allí. Lo encontró vestido casi con harapos, la barba y el pelo largos. Esperaba verlo débil y pálido, pero su hermano era un amasijo de puro músculo y rabia. Se negaba a salir. Se negaba a dormir en una cama. Seguía pasando buena parte de su tiempo en la mazmorra. Al ser liberado, solo había pedido dos cosas: una hamburguesa con queso y a Ariel Hart.

Ariel. Aquel nombre evocaba un recuerdo agridulce para él. Sabía dónde estaba. Siempre lo había sabido. En muchas ocasiones pensó en ir a verla, pero también sabía que solo existía una circunstancia en la cual volvería a verla: si Riyaz lo quería. Y lo quería. Y él haría lo que Riyaz le pidiera. Se lo debía.

–Seguro que sabías que vendría a buscarte –dijo.

–Yo…

Ariel era hermosa. Era la flor de un naranjo en un jardín de mosaicos que no había visto en más de diez años. Era aire perfumado. Era un momento en el tiempo que nunca podría recuperar.

Le sorprendió enormemente sentir un impacto tan grande al verla, ya que estaba muerto para la mayor parte de cosas del mundo, pero sintió rabia, y sintió deseo. Había sentido algo muy fuerte al liberar a Riyaz de su prisión, pero aquello… Era increíblemente hermosa. Más allá de la promesa que había sido de adolescente.

Sus ojos azul acuarela se abrieron de par en par al verlo. Iba vestida como si fuera a echar a correr. Alguien la había advertido.

–¿Vienes a matarme? –le preguntó con un hilo de voz.

–No. Eso sería demasiado básico, y yo soy un hombre civilizado.

–Y no estás muerto.

–No. Que yo sepa –la miró fijamente–. ¿Me creías muerto?

–No lo descartaba –respondió, apartando la mirada, y Cairo vio tristeza en sus ojos. Pero no lo bastante para conmoverse–. Conozco el destino que corrió el resto de tu familia.

–Riyaz está vivo.

Ariel asintió despacio.

–¿Por eso estás aquí? ¿Por Riyaz?

–Sí. No te ha sorprendido saber que está vivo.

–Había oído rumores. Decían que lo habían mantenido con vida preso en palacio. Una especie de daño colateral que no podía comprender.

–Yo tampoco. ¿Quién puede comprender los deseos de un loco? Lo digo también por tu padre.

–Yo desconocía por completo que iba a traicionaros.

–Y yo no pretendo culparte por ello. Eras una niña.

–Tú también eras un niño.

Pero sus sentimientos no habían sido los de un niño. Desde que escapó del palacio aquel día, supo que tenía que sobrevivir. Era el único miembro de su familia que seguía vivo y libre. Sobrevivir no era una opción, sino una obligación.

–Entonces, ¿no has venido buscando venganza?

La venganza sería una tarea mucho más sencilla. Ya se la había cobrado y resultaba fácil, catártica. Ella nunca había sido fácil para él. Pero la reparación exigía sacrificio. Y eso era ella.

–No. Estoy aquí para asegurarme de que se cumplen los términos del contrato. Mi hermano es libre ahora y necesita una esposa.

–Y supongo que no existe la posibilidad de que intentes encontrarle otra.

–No. Te prometieron a él, y mi familia ya ha perdido demasiado de lo que era suyo.

Ariel se irguió y adoptó la pose de la altiva americana de buena sociedad que siempre latía bajo la superficie, en lugar de la dulce joven de grandes ojos que iba de visita a Nazul. Pero no era una pose auténtica. Solo intentaba ser valiente.

–No sirve de nada llorar por la leche derramada, ¿no crees?

Cairo no era un hombre cruel, pero tampoco estaba en su naturaleza plegarse, y había ciertas cosas por las que se negaba a pasar, como por ejemplo ser manipulado, o soportar la actitud desafiante de una mujer cuyo padre había orquestado el asesinato de sus propios padres.

–No es leche precisamente lo que se derramó, ya amar, sino sangre. La sangre de mis padres. Y no es la leche que se derrama lo que provoca angustia, sino los años perdidos. Los quince que Riyaz ha estado en una mazmorra. Quince. Sin contacto humano. Sin nada. Mientras yo forjaba las armas que iban a conseguir su liberación. Y ahora tú quieres hablarme con clichés… pues déjame decirte algo: ojo por ojo. Una vida en cautiverio, por otra vida en cautiverio.

Lo que ella quisiera no importaba. No podía importar. La ternura con ella era impensable, un error que se había cometido en una ocasión y que no se volvería a cometer. Nunca más.

Tiró de su brazo para sacarla del apartamento, pero como ella no se movió con la rapidez suficiente, la alzó como si fuera una novia cuyo esposo la llevara en brazos para cruzar el umbral. Qué ironía. Ella no era para él. Nunca lo había sido. Desde el principio había estado destinada a Riyaz. Y a su hermano se lo habían quitado absolutamente todo.

Eso era lo que le empujaba. La rabia que sentía por su hermano.

Vagamente sintió que Ariel se resistía, golpeándole con los puños. Pero era como tirar piedrecitas contra el tronco de un roble. Su familia había sufrido, y su castigo había sido verlo con sus propios ojos, cuando él se merecía aquella misma muerte.

Todos aquellos años los había vivido empujado por la necesidad de venganza. Una vida que se parecía al purgatorio, pero vida al fin y al cabo. Y ella… ella había estado en París. Bueno, en todas partes, viviendo una vida ajena al horror que se había sufrido en el palacio. No quiso esperar al ascensor, así que bajó con ella por la escalera y salió del viejo edificio en dirección a la limusina que esperaba en la esquina.

Abrió la puerta él mismo y la lanzó al asiento, cerrando de inmediato.

–Conduce –le dijo al chófer.

Su conductor ganaba lo suficiente para no cuestionar nada, lo cual estaba bien porque Ariel comenzó a gritar.

–¡Me está secuestrando!

La mirada gélida del chófer conectó con la de Cairo en el retrovisor, y entonces Cairo pulsó el botón que subía el cristal que dividía el coche.

–A él le da igual –le dijo a Ariel.

–Cairo, ¿qué bien podría hacerle a tu hermano casarse conmigo? Porque… no hablarás en serio, ¿no? –miró a su alrededor como si acabara de darse cuenta de algo–. ¿Me vais a ejecutar en público, ahora que mi padre ya está muerto?

–Ya te he dicho que no busco venganza. Una ejecución pública es un acto de barbarie. Tu padre era un bárbaro, Ariel, y quizás, si estuviera vivo, lo habría tratado como él trató a mi familia. Es una pena que tuviera una muerte tan tranquila. Un ataque al corazón. Demasiado rápido y fácil. Mi madre agonizó entre gritos de dolor. Mi padre luchó hasta su último aliento –Ariel tuvo la decencia de mostrarse avergonzada–. No es tan simple como hacer que pagues por los pecados de tu padre. Se trata de restaurar Nazul. Tú formabas parte de una promesa que se le hizo a mi país, a mi hermano en concreto, y tu padre tomó parte en la destrucción de la paz de nuestra nación. Qué mejor imagen hay para presentarle a nuestro pueblo que Riyaz de vuelta en el trono, contigo como esposa, como si ninguna de esas atrocidades hubiera tenido lugar.

Estuvo a punto de echarse a reír. Como si hubiera algún modo de borrar el pasado, por precioso que pudiera ser el presente.

–Y, por encima de todo, está el hecho de que Riyaz lo ha pedido –añadió, aunque no estaba seguro de que su hermano lo viera como él. Aun así, había urdido un plan para proteger a Ariel y complacer a Riyaz–. La responsabilidad de restaurar Nazul es mía.

–¿Por qué es tuya?

–Riyaz ha pasado quince años en una mazmorra. ¿Cómo te imaginas que puede estar?

Por primera vez pareció acongojada.

–¿Cómo está?

–Pues nada bien –contestó–. Cuando se haga del dominio público que está vivo…

–Ya se sabe.

–No lo creo.

–Mi madre se ha enterado. Fue ella quien me escribió para decirme que escapara. Porque Riyaz había sido liberado.

Cairo se quedó pensativo.

–Entonces, debe haber en el palacio alguien que mantenga el contacto con tu familia.

–No puede ser.

–Hemos llevado de nuevo al palacio parte del personal que trabajaba en él antes. Puede que haya sido un error.

Estaba empeñado en hacer que las cosas volvieran a ser como antes. Era el único modo. Pero estaba claro que había cometido un error de cálculo. Menos mal que aún no se había filtrado a los medios, pero ¿quién sabía lo que la madre de Ariel podía hacer con aquella información? Nunca le había parecido una mujer codiciosa, pero tampoco su marido, y era quien había conspirado en secreto para echar a su familia.

Sí, había aprendido por la vía dura que no se podía confiar en nadie.

–En cualquier caso, estamos intentando asegurarnos de que Riyaz esté listo para aparecer en público. Ahora hay un equipo trabajando con él.

–¿Vamos al palacio ahora?

Tardó un instante en contestar.

–No. Tenemos que asegurarnos de que esté… aunque pienses que soy un bárbaro, capaz de ejecutar a una persona en público, no es ese mi objetivo. Y hasta que me haya asegurado de que tampoco es el de mi hermano, me ocuparé de que estés a salvo conmigo.

–¿Contigo?

–Sí. Me tomo mi posición en la monarquía muy en serio. Riyaz es el heredero, y yo soy el sustituto, pero gracias a eso, no acabé en una mazmorra como mi hermano. Ahora es mi trabajo apoyarle en todo.

–¿Y en qué consiste ese apoyo?

–En habilidades sociales.

–Pues me temo que no es precisamente lo tuyo.

–Lo siento por la parte que te ha tocado.

–Cairo…

–Lo sabías. Sabías que iría a buscarte. De hecho, estabas preparada para huir. Tu madre estaba preparada para escribirte pidiéndote que escaparas. No te hagas la sorprendida.

–Creía que ibas a matarme.

–Pues no. Deberías sentirte aliviada.

–No lo estoy.

La miró con dureza.

–Sabías desde siempre que iba a ser así. Lo sabías desde que eras una niña, y lo sabes ahora. La familia al Hadid es inevitable. Somos el sol en el desierto. No puedes extinguirnos. Tu destino está sellado.