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Si la oveja negra de la familia, el multimillonario Deacon Holt, se casaba con Callie, su padre le reconocería y le aceptaría. Las órdenes que le habían dado a Deacon para ser aceptado en la familia eran sencillas: casarse con Callie, la viuda cazafortunas de su hermanastro, y devolver a sus hijos a la familia. Sin embargo, esa mujer no tenía nada que ver con lo que se había esperado. Callie no resultó ser la cazafortunas que le habían prometido. Le hacía arder de deseo y replantearse sus egoístas intenciones. ¿Engañar a Callie y a sus hijos era un precio que estaba dispuesto a pagar por el amor de su padre?
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Seitenzahl: 172
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Barbara Dunlop
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor sin engaños, n.º 2126 - junio 2019
Título original: The Illegitimate Billionaire
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1328-336-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Si te ha gustado este libro…
En un despacho en las profundidades de los pasillos del Castillo Clarkson, Deacon Holt mantenía una expresión neutral. No le daría a Tyrell Clarkson la satisfacción de ver rabia, envidia o cualquier otra emoción en su rostro.
–¿Una copa? –le preguntó Tyrell desde el mueble bar de nogal. En la mano sostenía un decantador de cristal tallado que, según Deacon imaginaba, contendría un whisky de décadas de antigüedad.
Tyrell era famoso en Hale Harbor, Virginia, por permitirse siempre lo mejor.
–No –respondió Deacon. No sabía por qué lo habían convocado ese día cuando llevaban toda la vida rechazándolo, pero estaba seguro de que no se trataba de un acto social.
Tyrell sirvió dos vasos de todos modos.
–Por si cambias de opinión –dijo señalando los sillones de piel marrón que flanqueaban la mesa.
Deacon prefería seguir de pie. Quería estar alerta por lo que pudiese surgir.
–Siéntate –insistió Tyrell al sentarse en el sillón.
Aunque rondaba los sesenta, se mantenía en muy buena forma. Era un hombre guapo, rico, inteligente y poderoso. Y también detestable.
–¿Qué quieres? –preguntó Deacon.
–Charlar.
–¿Por qué?
Tyrell levantó el vaso y lo giró bajo la luz de las lámparas de techo.
–Glen Klavitt, 1965.
–¿Debería sentirme impresionado?
–Deberías sentir curiosidad. ¿Cuándo fue la última vez que probaste un whisky de cincuenta años?
–Lo he olvidado –Deacon no mordería el anzuelo por mucho que los dos supieran que su situación económica no le permitía gastarse lo que fuera que costara un Glen Klavitt de 1965. Por otro lado, aunque pudiese, tampoco sería tan estúpido de malgastar su dinero en eso.
–Siéntate, chico.
–No soy tu perro.
–Pero eres mi hijo –las palabras de Tyrell, aunque pronunciadas con suavidad, sonaron como cañonazos dentro de la cavernosa habitación.
Deacon se quedó quieto, medio esperándose que ocho generaciones de los Clarkson se levantaran de sus tumbas y aporrearan los escudos que colgaban de los muros de piedra. Intentó deducir la expresión de Tyrell, pero era inescrutable.
–¿Necesitas un riñón? –preguntó diciendo lo primero que se le vino a la cabeza.
–Gozo de una salud perfecta.
Deacon no quería saber nada de la familia Clarkson. Quería dar media vuelta y marcharse. Fuera lo que fuera lo que estaba pasando allí, no quería formar parte.
Tyrell tenía dos hijos legítimos vivos y sanos, Aaron y Beau. No necesitaba recurrir a él para nada… al menos, para nada que fuese honrado.
–¿Te puedes relajar? –preguntó Tyrell señalando con su vaso el sillón vacío.
–No.
–Testarudo…
–De tal palo tal astilla.
Tyrell se rio a carcajadas.
–No sé por qué pensé que sería fácil. ¿Ni siquiera sientes un poco de curiosidad?
–Dejaste de importarme hace mucho tiempo.
–Y aun así, aquí estás.
Sí. A pesar de su rabia, a pesar de su odio, a pesar de los veintinueve años de resentimiento, había acudido la primera vez que Tyrell lo había llamado. Se dijo que estaba allí para enfrentarse al hombre que había dejado embarazada a su madre y la había abandonado después, pero lo cierto era que también había sentido curiosidad. Y seguía sintiéndola.
Se sentó.
–Así mejor –dijo Tyrell.
–¿Qué quieres?
–¿Es que tengo que querer algo?
–Quieres algo.
–No eres estúpido. Eso te lo tengo que reconocer.
–¿Por qué estoy aquí? –insistió Deacon.
–Doy por hecho que sabes lo de Frederick.
–Sí.
Frederick, el hijo pequeño de Tyrell y hermanastro de Deacon, había muerto de neumonía seis meses antes. Se rumoreaba que sus pulmones habían quedado gravemente dañados tras sufrir de pequeño una caída de un caballo que, además, le había roto la columna vertebral y lo había confinado a una silla de ruedas.
–¿Sabías que vivía en Charleston?
Deacon y Frederick no habían llegado a conocerse. Solo sabía que se había marchado de casa al terminar la universidad y que no había vuelto jamás. Todo Hale Harbor se había enterado de que Frederick había tenido una pelea con su padre y había salido de la vida de los Clarkson.
–Frederick tiene dos hijos.
A Deacon le sorprendió la noticia. No era experto en lesiones de médula espinal, pero no se habría imaginado que Frederick hubiera podido engendrar hijos. Suponía que, en todo caso, los habría adoptado.
–El mayor tiene cuatro años y el otro, dieciocho meses.
–¿Debería darte la enhorabuena?
–Son mis únicos nietos y no los he visto nunca.
–No sé adónde quieres llegar con todo esto.
La familia Clarkson al completo hacía todo lo posible por fingir que Deacon no existía. Aaron y Beau sabían perfectamente quién era; sin embargo, nunca había estado seguro de que lo supiera Margo, la esposa de Tyrell. Era posible que Tyrell hubiera logrado ocultarle el secreto todos esos años, pero entonces ¿por qué lo habían convocado en el castillo?
Tyrell dio un buen trago de whisky y Deacon decidió probarlo. ¡Podría ser la única cosa que su padre le diera en toda su vida!
–Quiero ver a mis nietos –dijo Tyrell.
–Pues hazlo.
–No puedo.
–¿Qué te lo impide?
–La viuda de Frederick.
Deacon sonrió. Al parecer, la justicia divina le había hecho una visita a Tyrell. Dio otro trago de whisky mientras por dentro brindaba por la viuda.
–¿Te parece divertido?
–¿Que alguien le esté impidiendo al poderoso Tyrell Clarkson conseguir lo que quiere? Sí, me parece divertido.
–Bueno, pues entonces vamos al meollo de la cuestión. A ver si esto también te parece divertido. Te cambio lo que quiero por lo que quieres.
–Tú no tienes ni la más mínima idea de lo que quiero.
–No estés tan seguro de eso.
–Estoy completamente seguro –nunca había tenido una conversación con su padre, nunca se había molestado en compartir con él sus esperanzas y sus sueños.
–Te reconoceré como hijo mío.
Deacon tuvo que contenerse para no soltar una carcajada al oír la oferta.
–Podría haber demostrado nuestra relación mediante una prueba de ADN hace años.
–Lo que quiero decir es que te haré heredero.
–¿Me vas a incluir en tu testamento?
Deacon no se dejaría engañar por una promesa así; una promesa que se podría modificar con un bolígrafo.
–No. No me refiero a cuando muera, sino a ahora. Te estoy ofreciendo el veinticinco por ciento de Hale Harbor Port. A partes iguales con Aaron, con Beau y conmigo.
Hale Harbor Port era una empresa multimillonaria que los Clarkson tenían en propiedad desde el siglo XVIII. Deacon intentaba asimilar la oferta, pero no podía.
Durante toda su infancia había soñado con formar parte de la familia Clarkson. Había fantaseado con que Tyrell amaba a su madre y quería que él formara parte de su vida, con que algún día abandonara a Margo y los llevara a su madre y a él al castillo.
Pero entonces, cuando tenía diecinueve años, su madre había muerto y Tyrell ni siquiera se había molestado en darle el pésame. Deacon había aceptado la realidad de que no significaba nada para ese hombre y había dejado de soñar.
Y ahora esa oferta surgía así, de pronto. No podía tratarse de nada legal si le estaba ofreciendo el veinticinco por ciento de mil millones de dólares.
–¿Quieres que los secuestre? –preguntó Deacon.
–Eso sería demasiado sencillo… y temporal, porque seguro que nos atraparían.
–¿Pero no te opondrías moralmente a algo así, verdad?
–Reconoce, al menos, que tengo demasiada sutileza para hacer algo así.
–Yo a ti no te reconozco nada.
–Pero sigues aquí escuchando.
–Tengo curiosidad, pero no me veo tentado.
Tyrell esbozó una sonrisa engreída y se terminó la copa.
–Ya estás tentado.
Deacon se levantó. No seguiría aguantando ese jueguecito mucho más.
–Quiero que enamores a la viuda de Frederick, te cases con ella y me traigas a mis nietos a casa.
–¿Por qué? –le preguntó, no muy seguro de haber oído bien, aunque tampoco debería haberle extrañado la propuesta, ya que Tyrell era conocido por ser todo un maestro de la conspiración–. Además, ¿por qué iba a casarse conmigo? ¿Y tú que ganas con esto? Ofrécele dinero directamente para que venga aquí.
–No puedo ofrecerle dinero para que venga aquí. Ni siquiera me puedo arriesgar a contactar con ella. Estoy seguro de que Frederick la envenenó en contra de la familia.
–Tienes mucho dinero para ofrecerle.
Por muy mal que Frederick le hubiese hablado de su familia, seguro que esa mujer, como la mayoría de los mortales, se sentiría atraída por semejante riqueza.
–Frederick salió de la empresa, pero no perdió su fondo fiduciario. Ella no necesita dinero.
De nuevo, Deacon sonrió.
–Así que hay algo que no puedes comprar. Debe de ser frustrante.
–A ti no te conoce –dijo Tyrell.
–¿Conoce a Aaron y a Beau? –Deacon seguía sin comprender de qué iba el juego. Para Tyrell debía de resultar humillante tener que recurrir a él.
–Aaron ya está casado y Beau… No soy ningún ingenuo en lo que concierne a mis hijos, Deacon. Nadie consideraría a Beau ni buen marido ni buen padre.
Deacon estaba de acuerdo en eso. Beau siempre había sido el salvaje, el de las fiestas todos los fines de semana y una novia distinta cada mes. Sus hazañas habían protagonizado las columnas de cotilleos decenas de veces.
–Tú, por el contrario –continuó Tyrell mientras lo señalaba de arriba abajo con el vaso– tienes cierta sofisticación, he de reconocerlo. Gustas a las mujeres. Gustas a las buenas mujeres.
A Deacon le asombró que Tyrell se hubiese fijado en él lo más mínimo.
–No se te relaciona públicamente con la familia. Puedes pasar desapercibido, enamorarla y casarte con ella.
–No –por mucho que ser dueño de Hale Harbor Port fuera el sueño de toda su vida, no iba a utilizar a la viuda de Frederick como un instrumento para alcanzarlo.
Tyrell se levantó.
–¿Tienes alguna objeción moral?
–Sí. Y tú también deberías tenerla –lo miraba a los ojos buscando un ápice de alma.
–Ve a conocerla.
Deacon empezó a negarse otra vez, pero Tyrell habló por encima de él.
–Tan solo ve a conocerla antes de tomar una decisión. Si no quieres hacerlo, no lo hagas, pero no renuncies a cientos de millones de dólares sin analizar la situación.
–Tú eres el manipulador, no yo.
–Eres mi hijo –repitió Tyrell.
Por mucho que cargara con el ADN de Tyrell, no se parecía en nada a él; tenía una brújula moral que había heredado de su madre. Sin embargo, de pronto se vio vacilando y en ese segundo tuvo claro que había heredado algunos rasgos de su padre, porque estaba sopesando qué tendría de malo conocer a la viuda de Frederick. ¿Habría algo de malo en conocerla antes de rechazar la oferta de Tyrell?
Era en días así cuando Callie Clarkson más echaba de menos a su marido. A Frederick le había encantado la primavera, el aroma de las rosas colándose por las ventanas de la pastelería y entremezclándose con el de la canela y las fresas de la cocina. Hoy brillaba el sol en un cielo azul claro y los turistas no dejaban de entrar en Downright Sweet para tomar una magdalena o un bollo caliente de frutos rojos.
Su pastelería, Downright Sweet, ocupaba las dos plantas de una casa de ladrillo rojo en el barrio histórico de Charleston. En la planta baja estaban la cocina, que habían reformado cuando habían comprado el inmueble cinco años atrás, y también el mostrador y algunas mesas que tenían tanto dentro como fuera, en el porche. La segunda planta era un comedor con una terraza con vistas a la arbolada calle.
El turno del almuerzo ya estaba terminando y Hannah Radcliff, la encargada, soltó un sonoro suspiro de alivio.
–Los pies me están matando.
Tenía cuarenta y pocos años y unas curvas redondeadas fruto de una reconocida debilidad por la crema de mantequilla. Su voz era suave, sus ojos de color moca, y siempre tenía una sonrisa en su precioso rostro. James y Ethan, los hijos de Callie, la querían a rabiar.
–Ve a tomarte un descanso –le dijo Callie–. Nancy y yo nos podemos apañar bien.
–Sí –añadió Nancy, que estaba limpiando la cafetera–. Yo me encargo de las mesas.
–Acepto la oferta –respondió Hannah–. No, esperad.
Callie siguió la mirada de Hannah y por la ventana frontal vio al alcalde Watkins dirigiéndose hacia la entrada de Downright Sweet. Nancy se rio.
Hank Watkins, hijo de una de las familias más importantes de Charleston y cuyo linaje se remontaba al Mayflower, era soltero, algo más joven que Hannah y con la misma facilidad para sonreír. Era bastante atractivo y distinguido, lo cual resultaba beneficioso para un político.
La clásica campanilla dorada tintineó cuando la puerta se abrió.
Callie se apartó de la caja registradora y se entretuvo colocando el mostrador de cupcakes para dejarle campo libre a Hannah.
–Hola, señor alcalde –dijo Hannah.
–Ya sabes que puedes llamarme Hank –respondió el alcalde.
–¿Qué te sirvo, Hank?
–¿Qué me recomiendas?
–La tartaleta de nueces nunca falla.
–Hecho.
–¿Con nata? –preguntó Hannah.
–Por supuesto –el alcalde se sacó la cartera del bolsillo–. ¿Callie? –añadió dirigiéndose a ella.
–La nata siempre es un buen añadido –respondió Callie sin dejar de mirar los cupcakes para no entrometerse.
–Me gustaría hablar contigo.
–¿Va todo bien? –preguntó de pronto nerviosa.
Tras la inesperada muerte de su marido seis meses atrás, el optimismo de Callie se había visto afectado. Era consciente de que los años que había pasado con Frederick le habían hecho confiarse y olvidar que la vida básicamente repartía dolor y decepción, pero de ahora en adelante tenía intención de estar preparada para ello.
–Nada demasiado preocupante –le dio a Hannah un billete de diez dólares y volvió a sonreír mientras le decía–: Quedaos con el cambio.
–Gracias, Hank –dijo Hannah.
–¿Vienes un momento? –le preguntó a Callie.
–Claro.
Vestía camisa blanca y pantalones caqui y llevaba el pelo recogido en un moño informal y unos pequeños pendientes de diamantes que Frederick le había regalado el año anterior por su cumpleaños. Se los ponía todos los días junto con el anillo de compromiso y la alianza de boda.
Temía que Hank estuviera allí con malas noticias sobre su permiso para la terraza.
Él se había ofrecido a hablar personalmente con la junta para que le concedieran el permiso rápidamente y ella había rechazado la oferta, pero ahora se preguntaba si habría cometido un error. Frederick siempre le había aconsejado que tuviera de su lado a los políticos locales. «Tal vez no los quieras, tal vez no te gusten, pero no cuesta nada ser agradable y nunca sabes en qué dirección soplará el viento».
Si Downright Sweet no obtenía el permiso para reformar la terraza, no podrían cambiar las vigas de soporte y eso significaría que tendrían que cerrarla hasta que tuvieran un nuevo plano. Era mayo, el comienzo de la temporada turística, y contaba con tener capacidad plena para finales de junio.
Ocuparon una mesa vacía que había junto a la ventana.
–¿Es sobre el permiso?
–Eso me temo.
–Lo han denegado –dijo Callie abatida.
–Aún no, pero Lawrence Dennison está dudoso.
–¿Por qué?
La pastelería, al igual que todos los edificios del barrio histórico, estaba sujeta a estrictas condiciones de reforma. Había ordenanzas para conservar la estética de la zona que se habían tenido en cuenta en los planos de Downright Sweet. La terraza sería más grande, pero mantendría la arquitectura existente.
–Lawrence es Lawrence –dijo Hank encogiéndose de hombros.
–No me puedo creer que siga saliendo elegido.
–Su proyecto personal es el Comité de Embellecimiento de la Ciudad –dijo Hank con una mirada elocuente.
–¿Y?
–Y si alguien estuviera dispuesto a… digamos… unirse a ese comité y mostrara un interés particular en el embellecimiento de la ciudad, tal vez Lawrence sería amable con esa persona.
A Callie no le agradó la propuesta.
–Quieres que soborne a Lawrence para que me conceda el permiso.
–Unirse a un comité no es un soborno –dijo Hank con una simpática sonrisa y cubriéndole la mano con la suya.
Fue un gesto inesperadamente cercano. El primer instinto de Callie fue apartarse, pero entonces recordó las palabras de Frederick: «No cuesta nada ser agradable».
–¿Tienes algo en contra del embellecimiento de la ciudad? –preguntó Hank.
–Por supuesto que no, pero estoy muy ocupada entre los niños, la pastelería y la casa.
Cuando se habían mudado a Charleston, Frederick y ella habían comprado una espaciosa casa. Era preciosa, pero los gastos de mantenimiento eran abrumadores.
La puerta de la pastelería se volvió a abrir y una figura alta llamó su atención. El hombre miró a su alrededor como si se estuviera fijando minuciosamente en todo. Por alguna razón, le resultaba ligeramente familiar, aunque estaba segura de no haberlo visto en su vida. Debía de medir algo más de metro ochenta y cinco, tenía el pelo oscuro, los ojos azules y un marcado mentón. Cuando dio un paso al frente, su porte transmitió seguridad.
–No te supondría mucho trabajo –las palabras de Hank la devolvieron a la conversación–. Soy el presidente del comité y te prometo que no te asignaré ninguna tarea pesada. Nos reunimos una vez a la semana. Somos seis miembros, aunque dependiendo del asunto en cuestión hay cierto interés público y también suelen asistir algunos vecinos.
Una vez a la semana no le parecía demasiado, pero supondría perderse la hora del cuento, buscar una niñera y tener que hacer el doble de tareas domésticas otra noche.
–No es un soborno –repitió Hank apretándole la mano con suavidad–. Demostrará tu compromiso con la comunidad. Únete al comité y harás feliz a Lawrence, mejorarás tu ciudad y conseguirás el permiso para tu terraza.
Dicho así, exceptuando el problema de tener que buscar niñera, no parecía que el plan tuviera nada de malo. Sí, se sentía algo oportunista, aunque tampoco le parecía que no fuese ético.
Hank se acercó más y bajó la voz.
–Ahora que no está Frederick, imagino que querrás que Downright Sweet tenga el mayor éxito posible.
–Sí.
Callie había crecido en un ambiente de pobreza y Frederick la había alejado de todo eso. Había sido un hombre maravillosamente dulce, vital y lleno de vida, a quien la silla de ruedas nunca había refrenado. Gracias a que había tenido suficientes ahorros para comprar la casa y la pastelería, el negocio no acumulaba ninguna deuda, pero aun así era todo un desafío mantenerlo.
Una sombra cruzó la mesa y una voz masculina y profunda interrumpió la conversación.
–Hola, disculpa.
Callie levantó la mirada, sorprendida de ver al alto desconocido. Miró sus ojos azules y sintió una extraña presión bajo el pecho.
–¿Eres Callie Clarkson, la dueña de la pastelería?
–Sí –respondió sacando la mano de debajo de la Hank.
El hombre alargó la mano y ella se la estrechó. Era una mano robusta y ligeramente áspera pero también delicada, y no demasiado cálida ni demasiado fría, sino con una temperatura idéntica a la de ella.
–Deacon Holt.
Hank retiró la silla, se levantó y lució su practicada sonrisa política.
–Soy el alcalde Watkins. ¿Eres nuevo en Charleston?
–Soy un turista –respondió Deacon Holt sin dejar de mirar a Callie.
Ella sabía que debía apartar la mirada, pero había algo en las profundidades de esos ojos que le resultaba extrañamente reconfortante.
–Bueno, pues bienvenido –dijo Hank con tono alegre–. Espero que hayas pasado por la Oficina de Turismo de Meeting Street.
–Aún no.
–Te mostrarán todo lo que necesites: hoteles, sitios donde comer, tiendas y, por supuesto, los lugares de interés turístico.
–Ya he encontrado un sitio donde comer.
Una sonrisa rozó los labios de Callie.
–Bueno, entonces espero que disfrutes de tu estancia.
Deacon, que pareció no inmutarse por el tono ligeramente despectivo de Hank, miró a Callie.
–¿Qué me recomiendas?
–Todo está bueno.
Él sonrió y la sensación de familiaridad aumentó.
Hank carraspeó y Callie tuvo claro que quería continuar con la conversación para oír su decisión sobre el comité, pero la respuesta podía esperar un par de minutos por Deacon Holt. Quería hacer que se sintiera muy bien recibido, por si le hacía publicidad gratuita.