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Michel Esparza Encina

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Beschreibung

Este libro se dirige, ante todo, a cristianos corrientes que, pese a sus limitaciones, se afanan día tras día por mejorar la calidad de su amor. También será útil a quienes estén menos familiarizados con la vida cristiana. ¿Quién no busca la paz interior, la autoestima sin engaños o una mayor capacidad de amar? En la primera parte, el autor anima a adoptar una actitud positiva y realista hacia uno mismo, una humilde autoestima. La conducta opuesta, el orgullo, genera conflictos y compromete la calidad de todos nuestros amores. La segunda parte muestra cómo el Amor de Dios contribuye a solucionar de modo estable los desastres del orgullo, devolviendo a la persona su auténtica dignidad. El Amor revelado por Cristo es capaz de purificar nuestros amores y colmar los anhelos más profundos del corazón. Ya en esta vida, ese Amor nos concede la mayor felicidad.

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Veröffentlichungsjahr: 2009

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Amor y autoestima

© 2012 byMichel Esparza

© 2012 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

By Ediciones RIALP, S.A., 2012

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

Cubierta: El regreso del hijo pródigo(detalle), Murillo. Galería Nacional. Washington

ISBN eBook: 978-84-321-3906-2

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. El editor está a disposición de los titulares de derechos de autor con los que no haya podido ponerse en contacto.

ÍNDICE

ÍNDICE

Introducción

EL ORGULLO Y SUS PROBLEMAS

1. En busca de dignidad

Autoestima y humildad

Un problema grave que viene de lejos

El orgullo es competitivo y cegador

Toda una vida madurando

Tres estadios en la vida

Toda una vida buscando Amor

2. Progresar en el amor

Confianza recíproca 

El amor ideal y sus cualidades

Orgullo y calidad de amor

Dependencia e independencia

Las energías del corazón

Afecto desprendido como entre amigos

El voluntarismo Aprender a comunicar

Querer, saber y poder

3. Actitud ideal hacia uno mismo

La humildad no consiste en infravalorarse

La humildad es la verdad entre dos extremos

El olvido de uno mismo y los autoengaños

Humildad y personalidad

Dos actitudes hacia uno mismo y hacia los demás

El orgullo pone en peligro la salud mental

HACIA UNA SOLUCIÓN DEFINITIVA

1. Conversión al Amor

Ir al fondo de los problemas

Una gracia que dignifica y sana La mayor dignidad

El Amor y los amores

Enfrentarse a la verdad sobre uno mismo 

El hijo mayor de la parábola

Rectitud de intención en la vida cristiana 

Reciprocidad: sintonía con el Amado

2. Diversas manifestaciones del Amor de Dios

Saber, sentir y palpar

Filiación divina

Amistad recíproca con Cristo

Corredimir con Cristo

3. El Amor misericordioso

Ante el tribunal de misericordia

¿Qué significa ser misericordioso?

Corazón misericordioso

Justicia y misericordia

Miseria y grandeza

¿Cabe un orgullo de la propia flaqueza? 

Dos condiciones 

Vida de infancia espiritual

Epílogo

INTRODUCCIÓN

Toda intuición es una extraña mezcla de vivencia y realidad. Avanzamos sobre la base de un pensamiento personal que contrastamos y enriquecemos después con la experiencia propia y ajena. El punto de partida estaría incompleto sin la firmeza que dan el estudio y la reflexión, o quedaría menguado sin la aportación generosa del cruce de pareceres. Han sido muchas las conversaciones mantenidas durante casi veinte años que me han ayudado a cincelar y matizar una intuición y proyectarla a los demás. Y al mismo tiempo han sido precisamente los demás los que han contribuido decisivamente a fundamentar la certeza de aquella intuición original.

Este libro se dirige ante todo a cristianos corrientes que, a pesar de sus limitaciones, se afanan día trasdía por mejorar la calidad de su amor. También podría ser útil para personas que no están familiarizadas con la vida cristiana. ¿A quién no le interesa conocer algo capaz de proporcionar una paz interior estable, una autoestima sin engaños y una mejora notable de su capacidad de amar? Mucho más si, viviendo inmersos en un mundo estresante en el que a veces necesitamos recurrir a los psicofármacos, nos damos cuenta de que ha llegado el momento de buscar una solución alternativa. Pienso que la mejor publicidad para la vida cristiana consiste en mostrar la ayuda insustituible que nos ofrece a la hora de progresar en la calidad de nuestros amores. En definitiva, intento poner en evidencia que la conciencia de ese Amor que Cristo nos ha revelado, es capaz de purificar nuestros amores y de colmar los anhelos más profundos del corazón, procurándonos así, ya en esta vida, la mayor felicidad.

Al escribir estas líneas pienso de modo especial en hombres y mujeres que se desaniman fácilmente cuando constatan sus fallos, ya sea en su vida cristiana, como en cualquier otro ámbito existencial. Observo que suelen ser personas de buen corazón, con cierta tendencia al perfeccionismo y, por tanto, permanentemente insatisfechas o, al menos, nunca satisfechas del todo. Viven a disgusto consigo mismas porque no saben ser indulgentes con sus propios errores. Incluso sus éxitos no logran compensar la negativa opinión que tienen de sí mismas. Convierten casi todo lo que hacen en una pesada obligación, de modo que les queda poco margen para disfrutar con lo que hacen. Saben sufrir pero siempre ponen condiciones de futuro a su felicidad. Ese desasosiego interior dificulta su relación con los demás. Quisiera hacer ver a esas personas que, en la vida cristiana al menos, las imperfecciones y los fracasos, lejos de ser una causa de agobio o de desaliento, pueden convertirse, paradójicamente, en motivo de agradecimiento. Quisiera, en definitiva, darles las herramientas para entender que sabernos realmente hijos de Dios es lo que más nos ayuda a vivir en paz con nosotros mismos y con los demás.

A veces, cuando explico a esas personas que la vida cristiana bien entendida puede ayudarles a asumir sus imperfecciones, aportando la mejor solución a sus desasosiegos, me piden que les aconseje algún libro con el que profundizar en esas ideas. Al principio no sé muy bien qué decirles. La abundante bibliografía que conozco oscila entre los simples manuales de autoayuda y textos más profundos pero en los que esta cuestión es tratada de un modo colateral (la autobiografía de Santa Teresa de Lisieux es un buen ejemplo). Ésa es una de las razones que me llevó, hace cinco años, a escribir y publicar estas líneas1. Las aportaciones recibidas desde entonces han contribuido a enriquecer mis intuiciones originales con valiosos matices.

Lo humano y lo divino se entremezclan hacia una vida lograda. De ahí la importancia de adquirir la madurez humana, que no es otra cosa que salud mental y sentido común, y, paralelamente, la madurez cristiana, que se traduce en una vigorosa visión sobrenatural. Ya que la madurez sobrenatural resulta ser el mejor complemento a la madurez humana, el libro sigue el mismo guión. En la primera parte, se abordan principalmente cuestiones de tipo antropológico, asequibles, por tanto, a lectores poco familiarizados con la fe cristiana. En esa línea, al indagar en el desarrollo ideal de la afectividad y de la personalidad, hacemos hincapié en la importancia de cultivar una actitud positiva hacia uno mismo sin alejarse de la verdad. Para designar esa actitud positiva y realista introducimos el término “humilde autoestima”.Ponemos en evidencia cómo la actitud opuesta, que denominamos “orgullo”, genera todo tipo de conflictos y compromete la calidad de todos nuestros amores. La segunda parte está centrada en la espiritualidad cristiana como medio de solucionar de modo estable losproblemas derivados del orgullo. Consideramosaquellos aspectos del Amor de Dios que, al poner en evidencia nuestra dignidad, más nos ayudan a consolidar una actitud ideal hacia nosotros mismos.

Este libro no es un manual de autoayuda con soluciones prefabricadas para personas inseguras. Me centraré más en losprincipiosaplicables a todos que en lasrecetasútiles sólo para algunos. Las verdades inmutables muestran elfina alcanzar; inspiran losmediosoportunos para lograrlo pero no los determinan. Se precisafirmezaen los principios yflexibilidaden el arte de aplicarlos a las situaciones concretas de cada persona. Hay que abrir puertas sin olvidar que cada cerradura tiene su llave. Por eso, al sugerir soluciones a problemas universales, es posible que algunos lectores se sientan retratados y otros, al contrario, piensen que nada tiene que ver con ellos. En cualquier caso, hay un fondo que, en diferente medida, será útil para todos, puesto que nadie está exento de los problemas que se derivan del orgullo: todos necesitamos aprender a asumir la verdad sobre nosotros mismos. «Hay un vicio —escribe Lewis— del que ningún hombre del mundo está libre, que todos los hombres detestan cuando lo ven en los demás y del que apenas nadie, salvo los cristianos, imagina ser culpable. He oído a muchos admitir que tienen mal carácter, o que no pueden abstenerse de las mujeres, o de la bebida, o incluso que son cobardes. No creo haber oído a nadie que no fuera cristiano acusarse de este otro vicio»2.

En mayor o menor medida, en todo ser humano hay miseria y grandeza. Todos tenemos que aprender a conciliar nuestra personal imperfección con la grandeza de ser hijos de Dios. La humildad cristiana, bien entendida, compagina miseria y dignidad. Según San Josemaría Escrivá, la humildad «es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza»3. A primera vista, conciliar estos dos extremos parece algo contradictorio. Espero que estas páginas ayuden al lector a asimilar ese aparente antagonismo: a entender y a vivir el gozo de sentirse a la vez miserable e inmensamente querido por Dios. Pienso que «conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza» es la clave para vivir la humildad cristiana.

La humildad es una de las virtudes más difíciles y decisivas. Desarrollar y consolidar una buena relación con uno mismo no es tarea fácil. Pero vale la pena intentarlo porque de ello depende no sólo nuestra paz interior, sino también la felicidad en todos nuestros amores. En efecto, la experiencia muestra quela calidad de la relación con uno mismo determina la calidad de las relaciones con los demás. Es algo que ya observaron algunos pensadores antiguos. Aristóteles, por ejemplo, decía que para ser buen amigo de los demás, es preciso ser primero buen amigo de uno mismo.

Hay personas a quienes les resulta extraño que se mencione la importancia del amor a uno mismo, como si se tratase de algún tipo de egoísmo, algo en todo caso incompatible con la idea que tienen de la virtud de la humildad. Sin embargo, podemos constatar que esterecto amor a uno mismoy elamor propioegoístason inversamente proporcionales. Como veremos, una persona egoísta, en el fondo, más que amarse demasiado a sí misma, se amapocoo se amamal4. La persona humilde, en cambio, tiene paciencia y comprensión con sus propias limitaciones, y eso le lleva a tener la misma actitud comprensiva hacia las limitaciones ajenas.

Existe una estrecha relación entreser amado,amarse a uno mismoyamar a los demás. En primera instancia, necesitamos ser amados para poder amarnos a nosotros mismos. Ver que alguien nos ama, nos hace conscientes de nuestra dignidad. Existe, además, una relación entre la actitud hacia nosotros mismos y la calidad de nuestro amor a los demás. Para vivir en paz con los que nos rodean, es preciso que primero vivamos en paz con nosotros mismos. Nada nos separa tanto del prójimo como nuestra propia insatisfacción. Sabemos por experiencia que los mayores criticones suelen ser aquellos que han desarrollado una actitud hostil hacia sí mismos. Es lógico que una actitud conflictiva hacia uno mismo dificulte el buen entendimiento con los demás. En primer lugar, porque es difícil que quien esté absorbido por sus propias preocupaciones preste atención a las inquietudes ajenas. En segundo lugar, porque quien está a disgusto consigo mismo se suele volver susceptible con los demás. No es fácil soportar a los demás en momentos en los que uno ni siquiera se soporta a sí mismo.

Nada nos ayuda tanto a valorarnos como experimentar un amor incondicional. Si no, ¿cómo podríamos amarnos a nosotros mismos sabiendo que tenemos tantos defectos? Los complejos, tanto deinferioridad como de superioridad, deterioran nuestra paz interior y las relaciones con los demás, y sólo desaparecen en la medida en que amamos a alguien que nos ama tal como somos. Pero ¿podría cada uno recibir de una criatura un amor estable e incondicional?¿No es acaso Dios el único capaz de amarnos de ese modo? Sin duda, el amor humano es más tangible, pero de una calidad muy inferior a la del Amor divino. Sirva para ilustrar lo que estoy diciendo el ejemplo de amor de una buena madre, del que brotan destellos que nos llevan a comprender mejor el Amor divino. Pero ninguna madre puede estar toda la vida a nuestro lado, ni es capaz de mostrarse siempre benévola hacia cada uno de nuestros defectos. El amor de los padres o de los buenos amigos nos ayuda a asegurar nuestros primeros pasos en la vida, pero la experiencia muestra que ese amor, a la larga, resulta insuficiente.

En definitiva, puesto que no somos capaces de amar de modo plenamente estable e incondicional, concluiremos que el desarrollo de nuestra capacidad afectiva depende, en última instancia y de modo decisivo, del descubrimiento del Amor de Dios. Para poder amarnos a nosotros mismos tal como somos, sin ningún tipo de engaño fraudulento, necesitamos descubrir las ventajas de nuestra propia flaqueza ante un Amante misericordioso.

No basta con un conocimiento meramente teórico del Amor de Dios. Tiene que ser algopalpado, vivido. Se necesita, para ello, una gracia especial. Ciertamente, ningún progreso espiritual es posible sin la ayuda de la gracia divina. Los grandes cambios en la vida son consecuencia de una estrecha colaboración entre la gracia de Dios y la libertad del interesado. Pero en el tema que nos ocupa —vivir el humilde orgullo de los hijos de Dios— se precisa un profundo y radical cambio de mentalidad. Se trata de una progresiva y misteriosa transformación interior, al calor de la gracia y, a veces, en medio de circunstancias vitales particularmente dolorosas, que hacen que el alma esté especialmente receptiva a las mociones divinas.

Como todo en esta vida, el avance en este progresivo abandono de la propia estima en las manos de Dios, implicaquerer, saber y poder: buena voluntad, formación y capacitación. La ayuda divina facilita las tres cosas: fortalece nuestra voluntad, ilumina nuestro entendimiento y cura nuestra incapacidad. Pero Dios, que tanto respeta nuestra libertad, quiere siempre contar con nuestra colaboración: con nuestro empeño por mejorar y por aprender a ser humildes. Si me he decidido a poner por escrito estas intuiciones, es porque espero que faciliten la insustituible acción de la gracia de Dios en el alma de cada uno de los lectores.

Decía San Josemaría que los libros no se terminan: se interrumpen5. Sin la inestimable ayuda de mi hermano Rafa y de mi amigo Jos Collin, habría sido muy difícilinterrumpirestas páginas. Les agradezco esa crítica constructiva que fue la mejor manifestación de su afecto.

Logroño, 28 de noviembre de 2008

PRIMERA PARTE

el orgullo y sus problemas

1. EN BUSCA DE DIGNIDAD

Autoestima y humildad

En esta primera parte saldrán a relucir los principales problemas ligados a la malsana relación con uno mismo. Por numerosas razones, hoy está de moda hablar de ello, lo que no quiere decir que se trate de una cuestión novedosa. Hay textos muy antiguos en los que se trata del orgullo y de la caridad hacia uno mismo, que apelan a la misma esencia, aunque con otras palabras y desde otro prisma. Sin embargo, la creciente influencia del campo de la psicología ha dado una nueva dimensión a la importancia de llevarnos bien con nosotros mismos. Por ese motivo ha quedado acuñado el término “autoestima”, con el que se pretende resumir, en el sentido más amplio, la actitud positiva hacia uno mismo. El vocablo, prácticamente desconocido hasta hace muy poco, ha tomado cuerpo desde hace unos años y ha pasado al uso común. Parece como si se cerniera sobre él un halo mágico y recurrente. Basta entrar en cualquierlibrería para observar la proliferación de libros de autoayuday superación personal, en los que se insisteen lo decisivo de encontrar, aceptar y desarrollar la propia identidad. El hilo conductor en muchos de ellos es destacar el papel que juega la autoestima en el desarrollo equilibrado de la personalidad.

No pongo en duda que potenciar la autoestima sea algo en sí mismo positivo, pero sí que se plantee de cualquier modo y a cualquier precio. Prueba de ello es la dudosa eficacia de los métodos que promueven muchos de esos libros. Un amigo muy dado a este tipo de técnicas de autoayuda me mostró una vez, en su casa, una compleja —y cara— instalación estereofónica capaz de enviar mensajes subliminales, apenas perceptibles, durante sus horas de sueño. Dormía con unos cascos, oyendo una serie de cintas con sugerentes frases como «eres formidable, vales mucho, eres único; aunque otros no se den cuenta, eres genial...». Es obvio que esa vibrante ensoñación nunca logró el efecto deseado. Pero el problema no queda ahí. Algunos de los métodos promovidos por los libros de autoayuda están orientados erróneamente y, en esa medida, pueden resultar nocivos si se trasladan al ámbito de la formación. Es el caso de los educadores que, guiados por un miedo excesivo al sentimiento de culpa, tratan de convencer a sus pupilos de que no tienen defectos. Intentan por ello inculcarles la autoestima inclusoa costa de la verdad sobre ellos mismos. Conviene prevenir y combatir los complejos de inferioridad, pero nunca en detrimento de la realidad, haciendo creer a esos niños o jóvenes que son mejores de lo que son. La verdad se impone siempre, tarde o temprano, y el engaño, inevitablemente, siempre provoca una frustración mayor.

En Estados Unidos, desde hace décadas, se intenta fomentar la autoestima de los jóvenes con una psicología simplista cuya máxima principal es: “Ante todo, siéntete siempre bien contigo mismo, nunca olvides que, hagas lo que hagas, eres una persona fabulosa”. Pero el balance puede ser tan nefasto como el que muestra un estudio, realizado en 1989, en el que se comparaban las destrezas matemáticas de los estudiantes de ocho países. Los alumnos norteamericanos obtenían los peores resultados, y los coreanos, los mejores. Los investigadores evaluaban a continuación la autoestima de esos mismos estudiantes, preguntándoles qué pensaban de sus aptitudes matemáticas.El resultado de esas respuestas invertía la realidad objetiva: los norteamericanos se creían los mejores, y los coreanos, los peores1.

Conviene, pues, hablar de autoestima, pero con fórmulas que ayuden a asumir toda la verdad de uno mismo, en lo positivo y en lo negativo, lo que evitará tanto el complejo de superioridad como el de inferioridad. Esos dos extremos, por exceso o por defecto, reflejan de modo diferente el mismo orgullo dañino y frustrado. Es tan nocivo pedagógicamente fomentar el autoengaño de no reconocer las propias carencias, como incidir en ellas con personas que tienden a exagerar sus defectos. No se trata de «pensar que todo lo que se hace está bien por el mero hecho de que lo hacemos nosotros, sino de no tratarse demasiado duramente. Somos quienes somos, y al final debemos ser nuestro mejor amigo. No cerraremos los ojos a todo cuanto hay en nosotros que podría o debería mejorar, pero no nos obligaremos a esa mejoría mediante el castigo o el menosprecio. [...] Reconozcamos lo bueno que hay en nosotros sin estridencias ni entusiasmos desaforados, pero si hay motivos para estar orgullosos, pues vamos a estarlo, qué caramba»2.

Humildad y autoestima están intrínsecamente relacionadas aunque son conceptos diferentes. Mientras la humildad es una virtud moral, la autoestima proviene del ámbito de la psicología. Ésta apela a unsentimientopositivo sobre uno mismo. La humildad, sin embargo, es mucho más que un estado de ánimo: implica una profunda aceptación de la verdad interior, en lo bueno y en lo malo. Y va más allá, como iremos viendo, al cimentar también laconcienciade una dignidad.

En el fondo, uno de nuestros problemas fundamentales radica en no saber asumir, en disimular o en rechazar nuestras propias carencias. Lo ideal sería reconocerlas y buscar pacíficamente los medios para solucionarlas. Esta actitud verdadera y realista constituye la esencia de la virtud de la humildad. El vicio contrario se llama orgullo o soberbia. El término “soberbia” tiene siempre una connotación negativa, mientras que el término “orgullo” no siempre es peyorativo. En sentido positivo, puedo estar orgulloso de mi país o de mi familia; el orgullo malsano, en cambio, indica que tengo una deficiente relación conmigo mismo que lleva a despreciar a quienes no comparten mis simpatías. Algunas lenguas tienen un término que designa únicamente la acepción positiva del orgullo (fierté, en francés;fierezza, en italiano). En lo sucesivo, emplearé el término “orgullo” en sentido negativo. Servirá para designar de modo genérico lo referente a una mala relación con uno mismo. El término “soberbia” incluye un rasgo distintivo: indica una actitud de superioridad.

Los matices son importantes, y las generalizaciones, peligrosas. También en el ámbito de la humildad debemos hacer matices similares a los que hemos hecho a propósito de la autoestima. Como veremos más adelante3, la humildad nos enseña a cultivar una sana relación con nosotros mismos asumiendo pacíficamente la realidad de nuestra miseria. El orgullo, en cambio, nos aleja de la verdad impidiéndonos reconocer nuestras limitaciones. Cuando no reconocemos nuestros defectos, tenemos básicamente dos alternativas. Una, por defecto, consiste, simplemente, en hacernos creer que no tenemos carencias. Estasoberbia clásicaconlleva un optimismo ingenuo condenado a darse de bruces con la realidad. La otra actitud, por exceso, nos lleva a exagerar nuestras flaquezas. Se trata de unasoberbia invertida,que entraña un pesimismo radical y puede alimentar una autocompasión nociva para la salud psíquica. No sólo es orgulloso quien exagera sus virtudes, sino también quien exagera sus defectos. El humilde, en cambio, se rige por la verdad. Sabe que la falsa modestia es tan contraria a la humildad como lo es la soberbia clásica. Evita darse tanto aires de superioridad como de inferioridad. Entiende que no debe tomarse demasiado en serio a sí mismo, pero no se infravalora.

Todos estos matices tienen importantes consecuencias pedagógicas. A la hora de prevenir contra la soberbia clásica, el educador no debe hacer apología de la soberbia invertida. Si desconoce estas apreciaciones, corre el peligro de inculcar a toda costa en sus pupilos una imagen negativa de sí mismos. De este modo, incurre en el error contrario al que hemos visto al referirnos a la educación en la autoestima. Por un lado, la autoestima nos sugiere una imagen positiva acerca de nosotros mismos pero nos puede alejar de la verdad. Por otro lado, la humildad nos acerca a la verdad pero nos puede inculcar una imagen malsana de nosotros mismos. Por tanto, con una mirada superficial, autoestima y humildad, mal enfocadas, pueden parecer términos excluyentes. Para quienes tienen un concepto erróneo de la humildad, la autoestima les sugerirá inevitablemente una actitud orgullosa. Y quienes tienen un concepto erróneo de la autoestima pensarán que la humildad resulta nociva para la salud mental. Si buceamos un poco más, sin embargo, pronto advertimos que la auténtica humildad es el mejor antídoto contra el complejo de inferioridad, y que la autoestima no conduce necesariamente a encubrir algún tipo de egoísmo. Todavía recuerdo el desconcierto que dibujó la cara de uno de mis amigos cuando le dije de sopetón que tenía problemas con la humildad porque no se quería a sí mismo. Me pidió una explicación al respecto porque era obvio que no concebía los dos términos unidos. Tuve que aclararle que la humildad consiste básicamente en el olvido de uno mismo y que él no paraba de darse vueltas a sí mismo precisamente porque sus imperfecciones le hacían sentirse despreciable.

En definitiva,autoestima y humildad se corrigen mutuamente. La humildad recuerda que la autoestima debe estar ligada a la verdad. Y la autoestima contrarresta la visión negativa que se puede tener de la humildad cuando no se ha entendido correctamente. Puesto que la humildad necesita un complemento de dignidad, para referirme a la virtud contraria al orgullo, utilizaré a lo largo de estas páginas esta expresión: lahumilde autoestima. La actitud ideal hacia uno mismo, a la vez que conlleva reconocer humildemente la verdad acerca de la propia imperfección, va unida a un profundo sentido de la propia dignidad.

Un problema grave que viene de lejos

Calibrar en la dimensión adecuada lo que implica el orgullo, en todas sus variantes, es clave para desentrañar muchos de los quebraderos de cabeza de los que somos capaces y que, desde nuestro mundo interior, afectan negativamente a nuestra relación con los demás. Lewis lo expresa con acierto cuando señala que el orgullo es «el mayor causante de la desgracia en todos los países y en todas las familias desde el principio del mundo. Otros vicios pueden aveces acercar a las personas: es posible encontrar camaradería y buen talante entre borrachos o entre personas que no son castas. Pero el orgullo siempre significa enemistad: es la enemistad»4. Las consecuencias de este defecto son patentes y, a veces, graves. En un relato sobre las horribles matanzas entre tribus africanas, preguntaba un niño: «¿Y por qué se odian tanto?» A lo que un anciano contestaba: «Quizá se odian porque siendo iguales se empeñan en querer ser diferentes»5.

¿Cuál es el origen de tanta miseria? ¿De dónde procede el orgullo? Para responder hay que remontarse muy lejos, tanto en la historia de la humanidad, como en la de las existencias concretas. Todos nacemos con este problema. El egoísmo anida en el corazón del hombre. Lo sabemos por experiencia. Incluso los niños, mucho antes de llegar al uso de razón, dan muestras de ello. Son envidiosos, tienden a llamar la atención, quieren ser el centro del universo. De ahí el paradójico síndrome del “príncipe destronado”, que aparece en el hermano mayor tras la feliz bienvenida de otro miembro a la familia.

Me contaba un experto pediatra que incluso los niños de apenas unos meses de vida pueden llegar a comportarse de modo histérico. Me relató, en concreto, el caso de un niño de sólo seis meses con episodios de apnea. Cuando el niño detectó la lógica preocupación que despertaba en su madre que no pudiera respirar, recurrió con frecuencia a ese truco. El niño encontró en esa simulación el mejor reclamo para que su madre le prestara más atención. «Yo se lo curo —le dijo el pediatra a la madre—: basta con que me lo deje una semana en la clínica». En efecto, pasados unos días el niño estaba totalmente curado. Cuando la madre preguntó al médico qué tratamiento había empleado, éste le dijo que simplemente había bastado con no hacer caso al niño cada vez que parecía que no podía respirar.

El mal del orgullo y sus secuelas están dentro de nosotros desde el principio. ¿Cómo se explica esto? ¿Estamos mal hechos o ha sucedido algo que ha deteriorado nuestra naturaleza? Resolver este misterio supera la capacidad de nuestra inteligencia. Según la doctrina católica esta cuestión está relacionada con un grave pecado de soberbiaen los albores de la historia de la humanidad. Juan Pablo II afirmó que el pecado original «es la verdadera clave para interpretar la realidad»6.

El orgullo es competitivo y cegador

Nos conviene detectar los mecanismos que utiliza el orgullo para atraparnos en sus redes. Cada uno de nosotros nace con un pequeño tirano insaciable en su interior. Quien se rige por el orgullo, aunque logre todos sus objetivos, jamás se siente plenamente satisfecho. Nunca consigue llenar el vacío que le atenaza: necesitaría un aprecio absoluto que este mundo no puede dar.

Además de insaciable, el orgullo es esencialmente competitivo. Si nos motiva el orgullo, basta que alguien nos iguale en méritos para que nos sintamos inquietos, desangelados. «El orgullo —observa Lewis— no deriva del placer de poseer algo, sino sólo de poseer algo más de eso que el vecino. Decimos que la gente está orgullosa de ser rica, o inteligente, o guapa, pero no es así. Cada uno está orgulloso de ser más rico, más inteligente o más guapo que los demás. Si todos los demás se hicieran igualmente ricos, o inteligentes o guapos, no habría nada de lo que estar orgulloso. Es la comparación lo que nos vuelve orgullosos: el placer de estar por encima de los demás. Una vez que el elemento de competición ha desaparecido, el orgullo desaparece. […] Casi todos los males del mundo que la gente atribuye a la codicia o al egoísmo son, en mucha mayor medida, el resultado del orgullo»7.

El orgullo, por ser competitivo e insaciable, engendra envidia e insatisfacción. Si no se corrige atiempo, genera todo tipo de tensiones. Lo vemos con frecuencia en la sociedad actual, en la que «no se trata de ser competente, sino de ser competitivo. No basta con ser rico: tengo que serlo más que mi cuñado. Lo importante no es escribir un buen libro, lo importante es que se venda más que el anterior. Tengo prestigio, sí, pero todavía no el suficiente»8. Conocí a una persona que siempre se sentía profesionalmente insatisfecha. Había cursado ya seis carreras universitarias. Cuando conseguía un buen trabajo, lo abandonaba para aspirar a otro que se le antojaba mejor.

Las personas que se centran con codicia sólo en el trabajo, descuidando todos sus amores, dan lástima. Merecería la pena recordarles que el presente de su éxito profesional es sólo el pasado del futuro, que llegará, tarde o temprano, con su jubilación y un triste balance humano fuera del ámbito laboral. Aunque hayan construido todo un emporio económico y estén rodeados de admiradores, llegará el momento en que sentirán, o les harán sentir, que están de más. Al principio, quizá, se justificaban diciendo que querían ganar dinero para sacar adelante una familia. Pero tarde o temprano quedará en evidencia que lo que más los motivaba era el orgullo. «La codicia —observa Lewis— hará sin duda que un hombre desee el dinero, para tener una casa mejor, mejores vacaciones, mejores cosas que comer y beber. Pero sólo hasta cierto punto. ¿Qué es lo que hace que un hombre que gane 10.000 libras al año ansíe ganar 20.000 libras? No es la ambición de mayor placer. 10.000 libras le darán todos los lujos que un hombre realmente pueda disfrutar. Es el orgullo... el deseo de ser más rico que algún otro hombre rico, y (aún más) el deseo de poder. Puesto que, naturalmente, el poder es lo que el orgullo disfruta realmente»9.

Además de competitivo, el orgullo es cegador: pone gafas que distorsionan la realidad. Y si falta autocrítica cualquier avance se hace tortuoso. Es como el virus que se introduce en lo más escondido del alma y es imposible combatirlo porque el interesado no es consciente de estar infectado. Recuerda también al mecanismo del cáncer. Las células cancerígenas, a pesar de ser extrañas al cuerpo, no son reconocidas como tales por el sistema inmunológico. Análogamente, el orgullo tiende a presentarse de forma más retorcida que otros vicios, al camuflarse en apariencias diversas. Sumodus operandiconsiste en esconderse para ocultar su repulsivo rostro. Puede así contaminar incluso los más nobles afanes. Se mete de tapadillo y se disfraza de afán por defender la verdad, de sabiduría, de coherencia con uno mismo, de apasionada lucha por hacer justicia... A medida que uno se va conociendo a sí mismo, descubre nuevos ámbitos infectados.

El orgullo introduce un elemento de falsedad tanto en la percepción de uno mismo, como en la percepción de los demás. Siendo a la vez cegador y competitivo, lleva a verlos como potenciales rivales que ponen en peligro la propia excelencia. Se les proyecta así el propio afán de querer sentirse superior. Puesto que el ladrón piensa que todos son de su condición, los demás se convierten en contrincantes o, lo que es peor, aparecen como tiránicos dominadores que amenazan con subyugar la propia independencia.

Ese mecanismo deautoproyecciónes especialmente peligroso en la relación con Dios y ayuda a entender «el dato oscuro pero real del pecado original»10. El hombre soberbio se cree superior y pretende jugar el papel de rey, aunque sólo sea en elreinode su propia miseria. Se vuelve competitivo y desconfiado incluso ante su Creador. Cae así en una especie de megalomanía, creyéndose capaz de igualar a Dios. De este modo, aunque con menor lucidez, cae ante la misma tentación que, según el libro del Génesis, precedió al primer pecado de la historia. Nuestros antepasados remotos, explica Lewis, sucumbieron ante «la idea de que podían “ser comodioses”, que podían desenvolverse por sí solos comosi se hubieran creado a sí mismos, ser sus propios amos, inventar una especie de felicidad para sí mismos fuera de Dios, aparte de Dios. Y de ese desesperado intento ha salido casi todo lo que llamamos historia humana —el dinero, la pobreza, la ambición, la guerra, la prostitución, las clases, los imperios, la esclavitud—, la larga y terrible historia del hombre intentando encontrar otra cosa fuera de Dios que lo haga feliz»11.