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Creyendo engañada que Luis Ángel Martinez se había prometido en matrimonio con otra mujer, y convencida de que la había convertido en su amante secreta, Shontelle había dado por terminada su relación afirmando que para ella no había sido más que una interesante aventura. Dos años después, Luis aún no se había casado, y era la única persona que podía sacar de Bolivia al grupo de turistas australianos que guiaba el hermano de Shontelle. A cambio de pasar una sola noche más con ella. Lo que no sabía Shontelle era si sería una noche de amor o… de venganza.
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Seitenzahl: 178
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1999 Emma Darcy
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor y venganza, n.º 1059- junio 2022
Título original: The Secret Mistress
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-668-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Si te ha gustado este libro…
Luis Ángel Martínez se sentía estupendamente mientras subía en el ascensor a su habitación del hotel. Había cerrado con éxito el negocio que le había llevado a La Paz; había cenado bien; la actual crisis que vivía la ciudad le había proporcionado la excusa perfecta para perderse la fiesta de su propio compromiso matrimonial, y su madre, que sin exagerar era considerada como la mujer más rica y poderosa de toda Argentina, no había podido hacer nada para evitarlo. Mientras pensaba en todo ello, se sonrió.
Las dos jóvenes con las que compartía el ascensor, turistas norteamericanas sin duda, lo miraron en ese instante con cierto interés no exento de esperanza. Luis, de inmediato, dejó de sonreír y frunció el ceño, tenso. Despreciaba a las mujeres extranjeras que viajaban por el mundo a la búsqueda de aventuras amorosas, y detestaba más aún que lo consideraran un posible latin lover. Tenía esa apariencia, desde luego, con su tez bronceada y olivácea, su negro cabello de herencia española, con la añadida atracción de poseer un físico más alto y fuerte que la media sudamericana. Pero, de eso estaba seguro, jamás se prestaría a desempeñar un papel parecido. Ya se había quemado en una ocasión. Y con una sola vez bastaba.
El ascensor se detuvo. Luis lanzó una sombría mirada a las jóvenes rubias mientras salían. Probablemente no eran tan bellas como Shontelle, pero sus cerebros albergarían seguramente la misma actitud manipuladora hacia los nativos de aquella parte del mundo, con tal de experimentar el placer de una nueva aventura sexual.
«Pues se equivocan conmigo, señoras», pareció decirles con la mirada antes de que las puertas se cerraran y el ascensor continuara su ascenso. Su madre tenía razón en una cosa: era mejor atarse a una mujer de su propia cultura, de su propio ambiente. Así se evitaría todo tipo de sorpresas desagradables; así la navegación transcurriría sin sobresaltos. Sobre todo con Elvira Rosa Martínez al timón.
Pero Elvira no había contado con aquella pequeña borrasca que había azotado Bolivia, motivo por el cual él se había perdido la fiesta de compromiso. Una circunstancia impredecible… y una excusa absolutamente perfecta.
Aquel pensamiento le devolvió el buen humor. Ya estaba sonriendo de nuevo cuando llegó a su piso y se dirigió a su suite privada. Nadie podría criticarlo por haberse quedado allí. Resultaba literalmente imposible salir de La Paz sin arriesgar la vida. Después de la marcha reivindicativa de los campesinos por las calles de la capital, que había tenido lugar el día anterior, Bolivia entera hervía ante un nuevo cambio de gobierno. El aeropuerto estaba cerrado. Los militares habían tomado la ciudad.
A salvo en el hotel Plaza, a Luis no le impresionaban aquellos acontecimientos. Bolivia era famosa por haber cambiado de gobierno con más frecuencia que ningún otro país en la historia. La inestable situación política desaparecería en algún momento y la vida normal seguiría su curso.
Entró en la suite, cerró la puerta a todos los problemas del exterior y se dirigió al armario de las bebidas para servirse una copa. Pensó que, por supuesto, habría que celebrar una segunda fiesta de compromiso, aunque en esa ocasión, se haría a su manera. Aquella suspensión sólo serviría para posponer lo inevitable. Tenía treinta y seis años, ya era hora de que se casara, de que fundara una familia. Y también de que su madre dejara de entrometerse en sus asuntos.
Indudablemente se estaría reconcomiendo de frustración ante el retraso del público anuncio de su más ambiciosa meta: el enlace de la fortuna de los Martínez con la de la familia Gallardo. Poco después de la muerte de su hermano, su madre había decidido que Claudia Gallardo sería su futura esposa. En un principio, Luis se había burlado de la idea, dada la juventud de la candidata. Pero ella había insistido en que le convenía, que reunía todas las tradicionales virtudes de una esposa, que disfrutaba de una cómoda posición social. «Escogeré a la mujer con quien me case»; le había replicado Luis en aquel entonces aunque, sinceramente, eso era algo que ya no le importaba… desde que Shontelle, aquella bruja de ojos verdes, lo manipuló como si fuera un objeto desechable.
Mientras se servía una caipiriña, deseó poder expulsar a Shontelle de su recuerdo. A causa de ella, después de su relación con ella, había querido algo más que simplemente una esposa «conveniente». Había querido sentir…
Pero quizá ya no le quedara ninguna pasión en su interior, así que… ¿qué podía importarle que su lecho matrimonial no fuera tan cálido como le habría gustado? Era estúpido esperar algo que jamás volvería a experimentar. Pronto se comprometería con Claudia. Ella estaba deseosa, y él también. Juntos engendrarían una nueva dinastía de herederos y herederas. Seguro que sentiría algo por sus hijos…
Sin embargo, una cosa era resignarse a lo que el destino le había reservado, y otra distinta ser implacablemente presionado hacia ello. Aunque finalmente había puesto fin a sus años de rebeldía para aceptar las responsabilidades que le habrían correspondido a su hermano Eduardo, de no haber muerto, Luis no quería que su madre pensara que podía gobernar su vida. Se alegraba de que no pudiera regresar a Buenos Aires para cumplir con los planes que había trazado para él.
Indudablemente, Claudia esperaría resignada. Porque lo hacía todo así: con absoluta resignación. Luis esbozó una mueca. A veces tenía la sensación de que todo aquello no era más que una farsa ideada para que se sintiera en la cumbre: respetado, honrado, adulado… Bueno, al menos sabía lo que tenía y no tenía que esperar de Claudia.
Bebió un trago de caipiriña. Amarga y dulce… como la vida, pensó.
De repente sonó el teléfono. Llevándose el vaso, fue a contestar mientras se preguntaba irónico si finalmente su madre habría encontrado un medio para que pudiera salir de La Paz.
—Luis Martínez —pronunció despreocupado.
—Luis, soy Alan Wright. Por favor… no cuelgues. He tardado horas en dar contigo y necesito desesperadamente tu ayuda.
Aquella rápida y tensa súplica evitó lo que normalmente habría sido una reacción automática. Luis no tenía deseo alguno de ver u oír al hombre cuya hermana lo había manipulado con tanta crueldad.
—¿Qué tipo de ayuda? —le espetó, furioso consigo mismo.
—Luis, tengo un grupo de turistas atrapado aquí, en La Paz. Ayer teníamos que haber volado a Buenos Aires, pero Dios sabe cuándo volverán a abrir el aeropuerto… Están asustados, aterrorizados, y algunos sufren del mal de altura. Necesito un autobús para sacarlos de aquí. Pensé que tal vez tú podrías conseguir uno…
Un autobús. Aquello evocó antiguos recuerdos en la mente de Luis. Un Alan mucho más joven, conduciendo un viejo autobús por la jungla amazónica hacia la explotación minera a la que Luis había sido enviado, para alejarlo de los problemas políticos de Argentina. Alan estuvo trabajando allí, consiguiendo a cambio de sus servicios de mecánico las piezas de repuesto que necesitaba para arreglar su vehículo y dedicarse a organizar viajes turísticos.
Un australiano enamorado de América del Sur. Empezó organizando viajes de acampada; luego, gradualmente, empezó a hacer dinero. De siempre había admirado Luis su iniciativa y determinación, al igual que su buen humor, y había disfrutado enormemente de su compañía. Durante nueve años habían mantenido un infrecuente pero intenso contacto. Si Alan no le hubiera presentado a su hermana…
—¿Está Shontelle contigo?
La pregunta, disparada como un resorte, rezumaba hostilidad. Alan no lo negó, y por unos instantes permaneció sumido en un tenso silencio.
—¿Está o no? —insistió con voz áspera Luis, despreocupado de lo que el otro hombre pudiera pensar, sabiendo que en cualquier momento podía cortar el contacto con él.
—¡Maldita sea, Luis! Te pagaré bien por el autobús. ¿Es que no quieres ayudarme? —explotó Alan; la tensión y la urgencia se traslucían en cada una de sus palabras.
Estaba con él, pensó Luis mientras cada célula de su cuerpo se cargaba de electricidad. La adrenalina empezó a circular por sus venas.
—¿Dónde estás? —le preguntó.
—En el hotel Europa —fue la rápida y esperanzada respuesta de Alan—. Justo a la vuelta de la esquina del Plaza.
—¡Qué casualidad! —Luis esbozó una sonrisa que habría dejado helado a cualquiera que lo hubiera visto—. ¿Cuánta gente compone tu grupo, Alan?
—Veintidós, incluido yo.
—Podría conseguirte un autobús adecuado…
—¡Estupendo! —exclamó Alan, inmensamente aliviado.
—… y llevártelo al hotel, listo para partir por la mañana…
—Sabía que si alguien podía hacerlo, ése eras tú —añadió con gratitud.
—… con una condición.
Silencio de nuevo.
—¿De qué se trata? —le preguntó Alan, receloso.
A Luis no le importaban los sentimientos de aquel hombre. Su amistad probablemente había sido tan interesada como la relación que su hermana había mantenido con él. Después de todo, siendo un operador turístico extranjero como era, Luis Ángel Martínez era simplemente un contacto que merecía la pena mantener en Sudamérica. Podía abrir muchas puertas… y también cerrarlas.
—Shontelle tendrá que venir a mi suite del Plaza para negociar conmigo —declaró con tono suave—. Y cuanto antes, mejor para tus propósitos.
—¡No puedes estar hablando en serio! —le espetó Alan—. Hay toque de queda. Los tanques se pasean por las calles y hay soldados por todas partes. Una mujer sola, rompiendo el toque de queda… es demasiado peligroso, Luis.
Luis pensó que sacar un autobús de allí, y en aquellas condiciones, también era algo muy arriesgado. Los campesinos se habían rebelado, y bloquearían las carreteras que confluían en La Paz. Evidentemente Alan estaba preparado para correr riesgos con tal de sacar a esa gente, y probablemente contaría con su talento para convencer y sobornar… Algo que muy bien podría usar aquella misma noche… con su propia hermana. Su súplica acerca de Shontelle lo dejó absolutamente impertérrito.
—Puedes escoltarla tú mismo de hotel a hotel, si quieres. La distancia es muy corta y la calle que nos comunica no tiene salida. No creo que esté muy custodiada —señaló Luis.
—No puedo abandonar al grupo. Y Shontelle tampoco. Las mujeres la necesitan para…
—El Plaza tiene una puerta lateral que da a la calle Prado 16 de julio. Tendré a un hombre apostado allí para que la acompañe. ¿Te parece bien dentro de media hora?
Luis colgó el teléfono con tranquila firmeza, y sonrió de nuevo mientras removía el hielo de su caipiriña. Era curioso cómo podían cruzarse los caminos de la gente. Como él era el hijo de su madre, acabaría casado con Claudia Gallardo. Y como Shontelle era la hermana de Alan Wright, terminaría aquella noche en su suite.
Con él.
¡Y tendría el gran placer de desnudarla de algo más que su ropa!
Shontelle vio que su hermano tensaba la mandíbula y literalmente rechinaba los dientes mientras colgaba el auricular. Aquella violenta acción la sacó del estado de ensimismamiento en que había estado sumida, despejando la oscura nube de recuerdos que la había asaltado.
—¿Qué es lo que quiere? —le preguntó. De la conversación había resultado obvio que Luis se había dignado a procurarles el autobús. La familia Martínez poseía inversiones en todo el continente: agricultura, minas, cementeras, petróleos y gas, transporte…
—¡Olvídalo! —agitó una mano en el aire con gesto vehemente—. Probaremos con otra cosa.
Pero no había «otra cosa». Shontelle sacudió la cabeza, inclinada como estaba sobre la gran cantidad de notas que cubrían la mesa. Observó cómo empezaba a pasear nervioso por la suite que compartían, presa de un sentimiento claustrofóbico. Conseguir alojamiento en el Europa, un hotel de cinco estrellas, había sido un gran logro para aquel viaje turístico que estaban haciendo por América Latina; pero en aquel momento parecía una prisión. Todos los componentes del grupo habían perdido la sensación de placer que les había suscitado su lujo, y la ansiedad y el miedo crecían por momentos. Y si recibían malas noticias, la tensión podría alcanzar un punto insoportable.
Alan siempre se mostraba reacio a transmitir las malas noticias a sus clientes. Normalmente era una persona muy tranquila, disponía de muchos recursos y a menudo era capaz de ofrecer soluciones alternativas. Pero en aquella ocasión parecía haberse bloqueado…
Era el tipo de hombre que odiaba sentirse frustrado. Como Luis Ángel Martínez, recordó Shontelle.
En ese aspecto los dos eran muy parecidos, de caracteres semejantes. Habían sido amigos… el tipo de amistad en la que ni el tiempo ni la posición social parecían ser relevantes. Sus encuentros eran muy espaciados, pero no habían supuesto ninguna diferencia en su relación, al menos durante los nueve años anteriores a que…
Shontelle sintió una punzada de culpa. Era ella quien había acabado con aquella amistad. Ciega, gratuita, estúpidamente. Alan le había advertido de que su relación con Luis no funcionaría. Que no podía funcionar. Pero ella se había negado a escucharlo, se había negado a ver la realidad… hasta que Elvira Rosa Martínez le abrió los ojos y los oídos a la fuerza. Luego se había sentido demasiado dolida en su orgullo para darse cuenta de lo que su ruptura había supuesto para la relación de Luis con su hermano.
Aunque el propio Alan no le había informado de las consecuencias de sus decisiones. Shontelle se había enterado por causalidad a través de Vicki, su esposa, de que su organización turística ya no era bien recibida en el territorio de los Martínez. La famosa excursión de Buenos Aires al rancho administrado por el hermano menor de Luis, Patricio, había sido eliminada del programa. Cuando ella le preguntó por la causa, la explicación de Vicki resultó devastadora:
—Shontelle, ¿realmente esperabas que Luis Martínez conservaría el contacto con tu hermano? Alan y tú no sólo pertenecéis a la misma familia. Además sois terriblemente parecidos.
Era verdad. Alan era diez años mayor que ella, pero su parecido físico era innegable. La estructura de sus rostros era la misma: pómulos altos, nariz recta, barbilla bien definida. El labio superior de Alan era algo más fino que el suyo y sus ojos no tenían un tono verde tan claro. Y los dos eran rubios. Cado uno parecía la réplica del otro en su sexo, y ese parecido no sería bien recibido por Luis Martínez.
Shontelle reconocía para sus adentros que había herido su orgullo. En aquel tiempo eso no parecía haber importado. Pero sí. Tenía la fuerte sensación de que en aquel momento sí que importaba, y mucho.
—Has estado hablando con Luis de mí —pronunció, llamando la atención de Alan.
—Me preguntó por ti —respondió, forzando un tono indiferente.
—No. Ha sido más que eso —frunció el ceño, intentando recordar lo que había oído. La llamada había terminado bruscamente, justo después de que su hermano hubiera dicho que era demasiado peligroso que una mujer saliera a la calle durante el toque de queda—. Dime lo que te ha dicho, Alan.
—¡Te he dicho que lo olvides! —le espetó, impaciente.
—Quiero saberlo. Tengo derecho a saberlo. Soy tan responsable de este grupo como tú.
Alan se detuvo de pronto, y se volvió para mirarla entre furioso y frustrado.
—¡Por nada del mundo consentiría que mi hermana se humillase de esa forma por Luis Martínez!
Era conmovedoramente obvio que el asunto del autobús se había convertido para Luis en algo personal. Muy personal. Lo cual, de nuevo, era culpa de ella. Shontelle aspiró profundamente para dominar sus nervios. Aquello no era justo para Alan. Además, el grupo entero dependía de que encontraran una salida para aquella situación.
—No soy una niña pequeña —declaró con decisión—. Tengo veintiséis años y puedo cuidar de mí misma.
—¡Claro que sí! —Alan alzó los ojos al cielo—. Como hace dos años, cuando me convenciste de que te dejara con Luis.
—Podré arreglármelas —insistió acalorada.
—No querías regresar a Sudamérica. No me habrías acompañado en este viaje si Vicki no se hubiera puesto enferma. Y te pusiste terriblemente nerviosa mientras estuvimos en Buenos Aires.
—Vine para ayudarte —replicó ruborizada—. Es mi trabajo —se levantó de la silla con gesto decidido—. Iré a hablar con él.
—¡No, no irás!
—Luis Martínez era el único recurso que te quedaba, Alan. Hace dos años él te habría conseguido el autobús sin ningún problema. Yo fui la que causé el problema y yo me enfrentaré con él.
Alan siguió oponiéndose, pero Shontelle se mantuvo firme. Nada fue capaz de disuadirla: ni el toque de queda, ni el peligro de salir del hotel, ni las dramáticas preocupaciones de su hermano. Había vivido durante demasiado tiempo presa de la culpa y de la vergüenza. Había pasado dos años consumida por recuerdos que no podía deformar ni olvidar. Luis Martínez quería tener un encuentro cara a cara con ella. Así sería. Así tenía que ser.
Quizá algo bueno pudiera salir de aquello. El autobús, en todo caso.
Se lo debía a Alan.
Las buenas intenciones estaban muy bien, pero la realidad era algo muy distinto. Con la mirada fija en en la puerta de la suite de Luis Martínez, Shontelle sintió que el corazón le daba un doloroso vuelco en el pecho. Una suite que contenía una cama…
No lo había superado. Dudaba que algún día pudiera hacerlo. Luis Ángel… incluso se había sentido aturdida, embriagada por su nombre. «Ángel oscuro», pensó en aquel instante, dominando un estremecimiento. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para levantar la mano y tocar a la puerta.
Durante los siguientes segundos, Shontelle se esforzó por combatir la vulnerabilidad que sentía. Aquel encuentro sólo podía significar una cuestión de orgullo para el hombre con quien tenía que enfrentarse; indudablemente querría recordarle que era ella, y no él, la que había perdido. «Recuerda el autobús», se dijo con energía. Tenía que conseguir ese autobús.
Al menos Luis no podría malinterpretar el hecho de que se hubiera vestido como solía hacer en el trabajo. Llevaba una camiseta color rojo oscuro con el logotipo de AmigosTours y pantalones caqui con numerosos bolsillos, muy prácticos. Era estrictamente una visita de negocios.
De pronto se abrió la puerta… y allí estaba, en carne y hueso, delante de ella. Llevaba peinado hacia atrás su espeso y ondulado cabello negro, enmarcando los hermosos rasgos que parecían esculpidos en piedra. Su piel brillaba con una especie de vitalidad magnética. Sus ojos de mirada profunda, bordeados de largas pestañas, proyectaban mayor poder que el que hubiera podido tener cualquier otro hombre.
Shontelle permaneció inmóvil, sin aliento, como si hubiera echado raíces en el suelo, olvidado el motivo que la había llevado hasta allí. Cerró lo puños, clavándose las uñas en las palmas. El corazón le dio un violento vuelco en el pecho. Lo deseaba. Aún lo deseaba.
—Bienvenida de nuevo a esta parte del mundo.
Su voz la hizo recordar la razón por la que estaba allí. Había amado aquella voz de ricos y profundos tonos, pero en aquel momento no traslucía el menor rastro de afabilidad, y mucho menos de ternura. Y su sonrisa tampoco era de bienvenida. La sensual boca de labios llenos que una vez la sedujo con tanta pasión, esbozaba ahora una mueca sardónica, y la intensidad de su mirada logró apagar cualquier esperanza que pudiera tener acerca de sus intenciones.
Se hizo a un lado para dejarla pasar. Durante un terrible y estremecedor instante, la lujosa suite del Plaza se borró en la mente de Shontelle para dejar paso a la jungla amazónica: su ambiente sofocante y primitivo, los vampiros volando a la búsqueda de sangre, negras tarántulas escondidas en lo árboles, dispuestas a atacar a su presa…
—¿Asustada? —se burló Luis, mirándola con desprecio.
—No. ¿Habría de estarlo? —inquirió a su vez mientras entraba con decisión.