Ana de las tejas verdes - Lucy Maud Montgomery - E-Book

Ana de las tejas verdes E-Book

Lucy Maud Montgomery

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Beschreibung

En la cautivadora "Ana de las tejas verdes", nos sumergimos en un mundo atemporal lleno de encanto, imaginación y lecciones universales. La historia sigue a Anne Shirley, una niña huérfana con una imaginación desbordante y un espíritu inquebrantable, mientras llega por error a la idílica granja Green Gables. Ambientada en la pintoresca Isla del Príncipe Eduardo a fines del siglo XIX, Ana, con su cabello pelirrojo y su corazón vibrante, conquista no solo el corazón de Marilla y Matthew Cuthbert, sino también el de todos en la comunidad. A medida que Ana enfrenta los desafíos de la vida rural, su ingenio, su amistad con Diana Barry y su historia romántica con Gilbert Blythe nos llevan a un viaje emocional repleto de risas, lágrimas y momentos inolvidables. La narrativa atemporal de Lucy Maud Montgomery aborda temas de identidad, aceptación y la belleza de ver el mundo con ojos de asombro. En un mundo contemporáneo, "Ana de las tejas verdes" sigue siendo un relato inspirador de empoderamiento personal y la eterna búsqueda de la felicidad. Prepárate para dejarte envolver por la magia de Anne Shirley, una heroína que trasciende épocas y continúa cautivando corazones en la actualidad.

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Lucy Maud Montgomery

Ana de las tejas verdes

 

Saga

Ana de las tejas verdes Original titleAnne of Green GablesCover image: Shutterstock Copyright © 1909, 2020 Lucy Maud Montgomery and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726484335

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

CAPÍTULO UNO

La señora Rachel Lynde se lleva una sorpresa

La señora Rachel Lynde vivía donde el camino real de Avonlea baja a un pequeño valle orlado de alisos y zarcillos, y cruzado por un arroyo que nace en los bosques de la vieja posesión de los Cuthbert. El arroyo tenía reputación de ser torrencial e intrincado en su curso superior, entre los bosques, con secretos y oscuros remansos y cascadas; pero al llegar al Lynde's Hollow era una pequeña comente, tranquila y bien educada, pues ni siquiera un arroyo podría pasar frente a la puerta de la señora Rachel Lynde sin el debido respeto por la decencia y el decoro. Probablemente se daba cuenta de que la señora Rachel estaría sentada junto a su ventana, observando con ojo avizor a todo el que pasaba, de arroyos y niños arriba, y si llegaba a reparar en algo extraño o fuera de lugar, no descansaría hasta descubrir el cómo y el porqué.

Existe mucha gente, tanto en Avonlea como fuera de allí, que puede meterse en la vida de los demás a costa del descuido de la propia. Pero la señora Rachel Lynde era una de esas personas mañosas que son capaces de vigilar al unísono los asuntos propios y los ajenos. Ama de casa notable, su trabajo estaba siempre hecho y bien; «dirigía» el Círculo de Costura, ayudaba en la Escuela Dominical y era el más fuerte puntal de la Sociedad de Ayuda de la Iglesia y de Auxilio a las Misiones en el Exterior. Y a pesar de todo eso, la señora Rachel hallaba tiempo abundante para sentarse horas enteras junto a la ventana de su cocina, tejiendo colchas de «algodón retorcido» —había tejido quince, como se sentían inclinadas a decir las amas de casa de Avonlea en voz reverente—, sin perder de vista el camino real que cruzaba el vallecito y subía la empinada colina roja. Debido a que Avonlea ocupaba una pequeña península triangular que entraba en el golfo de St. Lawrence, con agua a ambos lados, todo el que entraba o salía de allí debía tomar el camino de la colina y así pasar bajo el ojo atento de la señora Rachel.

Allí estaba sentada una tarde de principios de junio. El sol entraba, cálido y brillante, por la ventana; en el huerto de la cuesta, una zumbante nube de abejas cubría los capullos blancos y rojos. Thomas Lynde —un dócil hombrecillo a quien los habitantes de Avonlea llamaban «el marido de Rachel Lynde»— plantaba las semillas de nabo tardío en los campos situados más allá del establo y Matthew Cuthbert debía haber estado plantando las suyas en el gran campo rojo del arroyo, cerca de «Tejas Verdes». La señora Rachel lo sabía porque le había oído decir a Peter Morrison la noche anterior, en la tienda de William J. Blair, que pensaba sembrar sus semillas de nabo durante la tarde siguiente. Peter se lo había preguntado, desde luego, pues no había noticias de que Matthew Cuthbert hubiese dado en su vida, voluntariamente, información alguna.

Sin embargo, allí iba Matthew Cuthbert, a las tres y media de la tarde de un día laborable, cruzando plácidamente el pequeño valle en su carricoche y subiendo la colina; más aún, vestía sus mejores ropas y cuello blanco, lo cual quería decir que iba fuera de Avonlea; y guiaba la calesa, con la yegua alazana, lo que significaba que recorrería una distancia considerable. Ahora bien, ¿adónde iba Matthew Cuthbert y para qué iba?

De haberse tratado de otro hombre de Avonlea, la señora Rachel, atando cabos diestramente, podría haber contestado ambas preguntas con bastante acierto. Pero Matthew salía tan raramente del lugar, que debía ser algo apremiante y poco común lo que le llevaba; era el hombre más tímido de la creación y odiaba tener que ir donde hubiera extraños o tuviera que hablar. Matthew, con cuello blanco y en calesa, era algo que no se veía a menudo. La señora Rachel, por más que reflexionara, nada pudo sacar en limpio, lo que malogró su diversión de aquella tarde.

—Iré hasta «Tejas Verdes» después del té y sabré por Marilla adonde ha ido y por qué —decidió por fin la respetable señora—. Normalmente no va al pueblo en esta época del año; y nunca hace visitas: si se hubiera quedado sin semillas de nabo, no se habría vestido, ni cogido la calesa para ir a buscar más; no de-mostraba prisas como para ir a buscar al médico. Y sin embargo, algo debe haberle pasado desde ayer noche para hacerle partir así. Estoy completamente perpleja, eso es, y no tendré un minuto de paz hasta que no sepa qué ha sacado de Avonlea a Matthew Cuthbert.

En consecuencia, la señora Rachel partió después del té; no tenía que ir muy lejos; la casa con parrales y huerto donde vivían los Cuthbert estaba escasamente a un cuarto de milla por el camino desde Lynde's Hollow. En realidad, el largo sendero aumentaba bastante la distancia. Matthew Cuthbert padre, tan tímido y silencioso como su hijo, al fundar su residencia se había alejado todo lo que pudo de sus congéneres hasta llegar casi a meterse en los bosques. «Tejas Verdes» había sido construido en los confines de sus tierras y allí seguía hasta entonces, apenas visible desde el camino real sobre el cual estaban situadas —demostrando un mayor sentido de la sociabilidad— el resto de casas de Avonlea. La señora Rachel no consideraba que vivir en un lugar así pudiera merecer ese calificativo.

—Es un simple estar, nada más —decía mientras avanzaba por el sendero cruzado por profundos surcos y bordeado por rosas silvestres—. No es de extrañar que Matthew y Marilla sean un poquito raros, viviendo aquí lejos y solos. Los árboles no hacen mucha compañía, aunque quién sabe si habría suficientes si así fuera. Yo prefiero mirar a la gente. Parecen bastante satisfechos, pero supongo que es porque están habituados. El cuerpo se acostumbra a todo, hasta a que lo cuelguen, como decía un irlandés.

Pensando esto, la señora Rachel dejó el sendero y entró en el patio trasero de «Tejas Verdes». Era un jardín muy verde, bien cuidado y ordenado, con grandes sauces a un lado y primorosas casuarinas al otro. No había ni un trozo de madera ni una piedra, pues en caso contrario la señora Rachel las hubiera descubierto. Tenía la opinión de que Marilla Cuthbert barría el jardín tan a menudo como ella su casa. Se podría haber comido algo caído al suelo sin necesidad de quitarle la proverbial mota de polvo.

La señora Rachel llamó cortésmente y entró en cuanto la invitaron a hacerlo. La cocina de «Tejas Verdes» era un lugar alegre; o lo hubiera sido de no estar tan dolorosamente limpia. Sus ventanas daban al este y al oeste. Por la del oeste, sobre el jardín del fondo, entraba la suave luz de junio; pero la del este, desde la que se gozaba de la vista de los capullos blancos de los cerezos del huerto y los abedules esbeltos y cabeceantes de la hondonada del arroyo, estaba reverdecida por una parra. Allí se sentaba, cuando lo hacía, Marilla Cuthbert, siempre ligeramente desconfiada de la luz del sol, que le parecía demasiado danzarina e irresponsable para un mundo destinado a ser tomado en serio; y allí estaba ahora, tejiendo, y la mesa ya se hallaba preparada para la cena.

Antes de haber terminado de cerrar la puerta, la señora Rachel ya había tomado nota mentalmente de todo lo que había sobre la mesa. Eran tres platos, de manera que Marilla debía estar esperando a alguien que vendría con Matthew a cenar; pero los platos eran de diario y con sólo manzanas agrias en almíbar y una única clase de pastel. Por lo tanto, la visita esperada no debía ser extraordinaria. Entonces, ¿a qué venía el cuello blanco de Matthew y la yegua alazana? La señora Rachel casi se mareaba ante este extraño misterio en la tranquila y poco misteriosa «Tejas Verdes».

—Buenas tardes, Rachel —dijo Marilla enérgicamente—. Es una tarde realmente hermosa, ¿no es cierto? ¿No quiere tomar asiento? ¿Cómo están los suyos?

Entre Marilla Cuthbert y la señora Rachel existía desde siempre algo que, a falta de mejor nombre, podía llamarse amistad, a pesar —o quizá a causa— de su diferencia.

Marilla era una mujer alta y delgada, angulosa y sin curvas; su cabello oscuro dejaba entrever algunas hebras grises y siempre estaba recogido en un pequeño moño con dos horquillas agresivamente clavadas. Tenía el aspecto de una mujer de mente estrecha y conciencia rígida, y así era; pero había una cierta promesa en sus labios que, de haber sido ligeramente desarrollada, podría haber sido indicativa de sentido del humor.

—Estamos todos bien —dijo la señora Rachel—. Aunque, al ver partir a Matthew, temí que quizá vosotros no lo estuvierais. Creí que a lo mejor iba a buscar al médico.

Marilla hizo una mueca de comprensión. Esperaba a la señora Rachel; suponía que ver la partida intempestiva de Matthew iba a ser demasiado para la curiosidad de su vecina.

—Oh, no, estoy bien aunque ayer tuve un dolor de cabeza terrible —dijo

—. Matthew fue a Bright River. Esperamos a un chiquillo de un orfanato de Nueva Escocia y llega en el tren de esta noche.

La señora Rachel no se hubiera sorprendido más si Marilla le hubiese dicho que Matthew había ido a Bright River a recibir un canguro de Australia. Quedó muda durante cinco segundos. No podía suponer que Marilla se estuviese divirtiendo a su costa, pero la señora Rachel casi se vio obligada a creerlo.

—¿Lo dice en serio, Marilla? —preguntó cuando recobró la voz.

—Por supuesto —dijo Marilla, como si acoger chicos del orfanato de Nueva Escocia fuera parte de la tarea común de primavera en cualquier granja bien administrada de Avonlea.

La señora Rachel sintió que había recibido una fuerte impresión. ¡Un chiquillo! ¡Marilla y Matthew Cuthbert adoptando un chico! ¡De un orfanato!

¡Vaya, por cierto que el mundo andaba patas arriba! ¡Después de esto, nada podría sorprenderla! ¡Nada!

—¿Quién le ha metido esa idea en la cabeza? —preguntó en tono de reproche.

Aquello había sido hecho sin solicitar su consejo y por lo tanto debía ser reprobado.

—Bueno, lo estuvimos pensando durante un tiempo; en realidad durante todo el invierno —contestó Marilla—. La señora de Alexander Spencer vino por aquí un día antes de Navidad y dijo que le iban a enviar una niña del orfanato de Hopetown en primavera. Su prima vive allí y la señora Spencer la ha visitado y sabe cómo funciona. De manera que Matthew y yo hemos estado hablando sobre esto desde entonces. Pensamos acoger un chico. Matthew está entrado en años (tiene sesenta, sabe usted), y ya no es tan activo como antes. Su corazón le molesta bastante. Y ya sabe lo difícil que es encontrar buenos trabajadores. No se puede obtener nada aparte de esos estúpidos muchachos franceses a medio desarrollar; y en cuanto se ha conseguido que uno de ellos se acostumbre a nuestra manera de ser y se le ha enseñado algo, parte hacia las fábricas de conservas de langostas o hacia los Estados Unidos. Al principio,

Matthew pensó en un muchacho de Inglaterra, pero le dije directamente que no. «Puede que estén muy bien, no digo que no; pero no quiero vagabundos londinenses», le dije. «Tráeme por lo menos un nativo de estos lugares. Habría un riesgo, no importa a quién consigamos. Pero me sentiré más tranquila y dormiré mejor si conseguimos un canadiense.» De manera que al fin decidimos pedir a la señora Spencer que nos eligiera uno cuando fuera a buscar a su niña. La semana pasada supimos que iría y le mandamos decir por los parientes de Richard Spencer en Carmody que nos trajera un muchacho inteligente y bien parecido, de unos diez u once años. Decidimos que ésa sería la mejor edad; lo suficientemente mayor como para que preste ayuda en las tareas domésticas y lo suficientemente pequeño como para que se le pueda enseñar en la debida forma. Pensamos darle un buen hogar y educación. Hoy, el cartero trajo de la estación un telegrama de la señora de Alexander Spencer diciendo que venía esta tarde en el tren de las cinco y media. De manera que Matthew fue a Bright River a buscarlo. La señora Spencer lo dejaría en la estación. Ella va a White Sands.

La señora Rachel se preciaba de decir siempre lo que pensaba; procedió a hacerlo ahora, habiendo ajustado su actitud mental ante estas noticias sorprendentes.

—Bien, Marilla, le diré claramente que pienso que está cometiendo un terrible error; una cosa arriesgada, eso es. No sabe usted lo que recibe. Trae a su casa y a su hogar a un niño extraño y no sabe nada sobre él, ni qué carácter tiene, ni qué padres tuvo, ni qué clase de persona resultará. Fíjese que sólo la semana pasada leí en el periódico que una pareja del oeste de la isla había adoptado un niño de un orfanato y éste pegó fuego a la casa la primera noche; adrede, Marilla, y casi los convirtió en cenizas cuando dormían. Y sé de otro caso de un muchacho adoptivo que acostumbraba sorber huevos; no pudieron conseguir que dejara de hacerlo. Si me hubieran pedido consejo sobre el asunto, les habría dicho que hicieran el favor de no pensar en tal cosa, eso es.

Este consuelo de Job no pareció ni alarmar ni ofender a Marilla, que siguió tejiendo tranquilamente.

—No niego que hay algo de verdad en lo que dice, Rachel. Yo misma he tenido algunos escrúpulos de conciencia. Pero Matthew estaba firmemente decidido; de manera que cedí. Es tan raro que Matthew se empecine en algo, que cuando lo hace, siempre siento que es mi deber ceder. Y en lo que se refiere al riesgo, lo hay en casi todo lo que uno hace en este mundo. Hay riesgos en los niños propios si llega el caso; no siempre resultan buenos. Y además, Nueva Escocia está cerca de la isla. No es como si viniera de Inglaterra o de los Estados Unidos. No puede ser muy distinto de nosotros.

—Bueno, espero que resulte bueno —dijo la señora Rachel, con un tono que indicaba claramente sus dudas—. Pero no diga que no la previne si quema

«Tejas Verdes» o echa estricnina en el pozo; supe de un caso en Nueva Brunswick, donde uno del orfanato hizo eso, y toda la familia murió presa de horribles sufrimientos. Sólo que en ese caso era una niña.

—Bueno, no tendremos una niña —dijo Marilla, como si el envenenar los pozos fuera una tarea femenina y no hubiera nada que temer a ese respecto en el caso de un muchacho—. Ni soñaría en traer una niña para criarla. Me sorprende que la señora de Alexander Spencer lo haga. Pero ella no dudaría en adoptar todo el orfanato si se lo propusiera.

A la señora Rachel le hubiera gustado quedarse hasta que Matthew volviera a casa con su huérfano importado. Pero reflexionando que pasarían dos buenas horas hasta que llegara, decidió ir a lo de Robert Bell y contarle la novedad. Por cierto que causaría una primerísima sensación y a la señora Rachel le gustaba enormemente provocarlas. De manera que partió, para tranquilidad de Marilla, pues ésta sentía revivir sus dudas y temores bajo la influencia del pesimismo de la señora Rachel.

—¡Por todos los santos del cielo! —exclamó la señora Rachel cuando estuvo a salvo en el sendero—. Parece como si estuviera soñando. Lo siento por ese joven y no me equivoco. Matthew y Marilla no saben nada de niños y esperan que él sea más inteligente y juicioso que su abuelo, si es que alguna vez lo tuvo, cosa que es dudosa. Es espantoso imaginar un niño en «Tejas Verdes»; nunca hubo uno allí, pues Matthew y Marilla ya eran mayores cuando se construyó la nueva casa, si es que alguna vez fueron niños, cosa que es difícil de creer cuando se los mira. No quisiera por nada hallarme en el lugar del huérfano. Lo compadezco, así es.

Eso dijo la señora Rachel a las rosas silvestres, de todo corazón; pero si hubiera podido ver a la criatura que esperaba pacientemente en la estación de Bright River en ese mismo momento, su piedad hubiera sido aún más profunda

CAPÍTULO DOS

Matthew Cuthbert se lleva una sorpresa

Matthew Cuthbert y la yegua alazana recorrieron lentamente los doce kilómetros que había hasta Bright River. Era un bonito camino que corría entre bien dispuestas granjas, bosquecillos de pino y una hondonada llena de flores de los cerezos silvestres. El aire estaba perfumado por varios manzanos y los prados se extendían en la distancia hasta las brumas perlas y púrpuras del horizonte, mientras

Los pajarillos cantaban como si fuera el único día de verano de todo el año.

Por su manera de ser, Matthew gozaba del paseo, excepto cuando se cruzaba con mujeres y tenía que saludarlas con un movimiento de cabeza, pues en la isla del Príncipe Eduardo se supone que hay que saludar así a quienquiera se encuentre en el camino, tanto si se le conoce como si no.

Matthew sentía terror por todas las mujeres, exceptuando a Marilla y Rachel; sentía la incómoda sensación de que aquellas misteriosas criaturas se estaban riendo de él. Hubiera estado bastante acertado en pensarlo, pues era un extraño personaje, de desmañada figura, largos cabellos gris ferroso que llegaban hasta sus encorvados hombros y castaña y poblada barba que llevaba desde que cumpliera los veinte años. Es verdad, a los veinte tenía casi el mismo aspecto que a los sesenta, salvo el poquito de gris en los cabellos.

Cuando llegó a Bright River no había signo de tren alguno; pensó que era demasiado temprano, de manera que ató el caballo en el patio del pequeño hotel del lugar y fue a la estación. El largo andén habría estado desierto, a no ser por una niña sentada sobre un montón de vigas en el extremo más lejano.

Matthew, notando apenas que era una niña, cruzó frente a ella tan rápido como pudo, sin mirarla. De haberlo hecho, no hubiera podido dejar de percibir la tensa rigidez y ansiedad de su actitud y expresión. Estaba allí sentada, esperando algo o a alguien y, ya que sentarse y esperar era lo único que podía hacer, se había puesto a hacerlo con todos sus sentidos.

Matthew encontró al jefe de estación cerrando la taquilla, preparándose para ir a cenar a su casa, y le preguntó si llegaría pronto el tren de las cinco y treinta.

—El tren de las cinco y treinta ha llegado y ha partido hace media hora — contestó el rudo funcionario—. Pero ha dejado un pasajero; una niña. Está sentada allí en las vigas. Le pedí que fuera a la sala de espera para damas, pero me informó gravemente que prefería quedarse afuera. «Hay más campo para la imaginación», dijo. Yo diría que es un caso.

—No estoy esperando a una niña —dijo Matthew inexpresivamente—. He venido por un muchacho. Debía estar aquí. La señora de Alexander Spencer debía traérmelo de Nueva Escocia.

El jefe de estación lanzó un silbido.

—Sospecho que hay algún error —dijo—. La señora Spencer bajó del tren con esa muchacha y la dejó a mi cargo. Dijo que usted y su hermana la iban a acoger y que usted llegaría a su debido tiempo a buscarla. Eso es cuanto sé aese respecto; y no tengo más huérfanos ocultos por aquí.

—No comprendo —dijo Matthew desvalidamente, deseando que Marilla estuviese a mano para hacerse cargo de la situación.

—Bueno, mejor pregunte a la muchacha —dijo descuidadamente el jefe de estación—. Me atrevería a decir que podrá explicarlo; tiene su propio idioma, eso es cierto. Quizá se les habían acabado los muchachos de la clase que ustedes querían.

Se marchó corriendo, pues tenía hambre, y el pobre Matthew quedó para hacer algo más difícil para él que buscar a un león en su guarida: caminar hasta una muchacha, una extraña, una huérfana, y preguntarle por qué no era un muchacho. Matthew gimió para sus adentros mientras se volvía y recorría lentamente el andén.

La muchacha le había estado observando desde que se cruzara con ella y le miraba ahora fijamente. Matthew no la miraba y tampoco habría visto cómo era en realidad de haberlo hecho; pero un observador ordinario hubiera percibido lo siguiente:

Una chiquilla de unos once años, con un vestido de lana amarillo grisáceo muy corto, muy ajustado y muy feo. Llevaba un sombrero de marinero de un desteñido color castaño bajo el que, extendiéndose por sus espaldas, asomaban dos trenzas de un cabello muy grueso, de un vivo color rojo. Su cara era pequeña, delgada y blanca, muy pecosa; la boca grande y también sus ojos, que según la luz parecían verdes, o de un gris extraño. Eso, para un observador ordinario. Uno extraordinario hubiera notado que la barbilla era muy pronunciada; que los grandes ojos estaban llenos de vivacidad; que la boca era expresiva y los labios dulces; en suma, nuestro observador perspicaz hubiera deducido que no era un alma vulgar la que habitaba el cuerpo de aquella niña descarriada, de quien estaba tan ridículamente temeroso el tímido Matthew Cuthbert.

Éste, sin embargo, se libró de la prueba de tener que hablar primero, pues tan pronto ella dedujo que venía en su busca, se puso de pie, tomando con una mano el asa de la desvencijada y vieja maleta y extendiéndole la otra.

—Supongo que usted es Matthew Cuthbert, de «Tejas Verdes» —dijo con voz dulce y extrañamente clara—. Me alegro de verle. Estaba empezando a temer que no viniera por mí e imaginando lo que no se lo habría permitido. Había decidido que si usted no venía a buscarme esta noche, iría por el camino hasta aquel cerezo silvestre y me subiría a él para pasar la noche. No tendría ni pizca de miedo y sería hermoso dormir en un cerezo silvestre lleno de capullos blancos a la luz de la luna, ¿no le parece? Uno podría imaginarse que pasea por salones de mármol, ¿no es cierto? Y estaba segura que si no lo hacía esta noche, usted vendría por mí por la mañana.

Matthew había tomado desmañadamente en la suya la huesosa manecita y en ese mismo momento decidió qué hacer. No podía decir a esta criatura de ojos brillantes que había habido un error; la llevaría a casa y dejaría esa tarea para Marilla. No importa qué error se había cometido, no la podía dejar en Bright River, de manera que todas las preguntas y explicaciones podían ser relegadas hasta estar de regreso a salvo en «Tejas Verdes».

—Siento mucho haber llegado tarde —dijo con timidez—. Vamos, el caballo está en el patio. Dame la maleta.

—Oh, puedo llevarla —contestó alegremente la niña—. No es pesada. Tengo en ella todos mis bienes terrenales, pero no es pesada. Y si no se la lleva de cierta forma, el asa se sale, de manera que será mejor que me quede con ella, pues conozco el secreto. Es una maleta muy vieja. Oh, estoy contenta de que haya venido, aunque me hubiera encantado dormir en un cerezo silvestre. Tenemos que recorrer un largo trecho, ¿no es así? La señora Spencer dijo que serían doce kilómetros. Estoy contenta porque me gusta ir en coche. Oh, parece algo maravilloso que yo vaya a vivir con ustedes y ser de la familia. Nunca he tenido familia de verdad. Pero el asilo fue lo peor. No he estado allí más que cuatro meses, pero ha sido suficiente. No creo que usted haya sido nunca un huérfano en un asilo, de manera que no puede en manera alguna imaginarse cómo es. Es peor de lo que pueda imaginarse. La señora Spencer dice que hago muy mal al hablar así, pero no tengo mala intención. Es tan fácil hacer mal sin darse cuenta, ¿no es cierto? Era buena, ¿sabe?, la gente del asilo.

¡Pero hay tan poco campo para la imaginación en un asilo! …; sólo están los

demás asilados. Era algo muy interesante imaginar cosas respecto a ellos; imaginar que la niña que estaba a mi lado era en verdad la hija de un conde, robada a sus padres en la infancia por una niñera cruel, que muriera antes de poder confesar. Y acostumbraba estar despierta por las noches, imaginando cosas así, porque no tenía tiempo durante el día. Sospecho que es por eso que estoy tan delgada; soy horriblemente flaca, ¿no es así? No hay carne en mis huesos. Me gusta imaginarme que soy bonita y gorda, con hoyuelos en los codos.

Con esas palabras, la compañera de Matthew cesó su charla, en parte porque se le había acabado la respiración y en parte porque habían llegado a la calesa. No dijo otra palabra hasta que hubieron dejado el pueblo y bajaban una colina empinada, en la que el camino había sido trazado tan profundamente, que los terraplenes, cubiertos de cerezos silvestres en flor y abedules, se alzaban muy arriba sobre sus cabezas.

La niña sacó la mano y rompió una rama de ciruelo silvestre que rozaba el costado del carricoche.

—¿No es hermoso? ¿En qué le hace pensar ese árbol que sobresale blanco y lleno de flores? —preguntó.

—Bueno… no sé… —dijo Matthew.

—En una novia, desde luego; una novia toda de blanco con un hermoso velo vaporoso. Nunca he visto una, pero puedo imaginar cómo puede ser. Yo no espero ser nunca novia. Soy tan fea, que nadie querrá jamás casarse conmigo, a menos que sea un misionero. Supongo que un misionero no tiene muchas aspiraciones. Pero espero que algún día tendré un vestido blanco. Ése es mi ideal de felicidad terrenal. Me gusta la ropa bonita y nunca la he tenido en mi vida, en lo que puedo acordarme; pero, desde luego, es lo máximo que se puede ansiar, ¿no es así? Y entonces me imagino que estoy vestida de forma deslumbrante. Esta mañana, al dejar el asilo, estaba terriblemente avergonzada porque tenía que llevar este horrible vestido viejo de lana. Todas las huérfanas lo llevan, ¿sabe? Un comerciante de Hopetown donó el último invierno trescientos metros de esta tela al asilo. Algunos dijeron que era porque no la pudo vender, pero yo creo que fue por bondad, ¿no le parece? Cuando subimos al tren, sentí como si todos me estuvieran mirando y apiadándose de mí. Pero me puse a soñar e imaginé que tenía el más hermoso vestido de seda celeste — cuando uno se pone a imaginar, hay que hacerlo con algo que valga la pena— y un gran sombrero todo flores y plumas, y un reloj de oro y guantes de cabritilla y botas. Me sentí inmediatamente alegre y disfruté con todas mis ganas del viaje a la isla. No me mareé al venir en el buque, ni tampoco la señora Spencer, aunque suele hacerlo. Me dijo que cuidando de que no me cayera por la borda no tuvo tiempo de sentirse mal. Dijo que nunca vio a nadie que me ganara a ser inquieta. Pero si así evité que se mareara, es una suerte que sea inquieta, ¿no es cierto? Yo quería mirar cuanto se puede ver en un buque, porque no sabía si tendría otra oportunidad para ello. ¡Oh, ahí hay más cerezos en flor! Esta isla es el lugar con más flores del mundo. Ya me gusta y estoy muy contenta de venir a vivir aquí. Siempre he oído que la isla del Príncipe Eduardo era el lugar más hermoso de la tierra, y acostumbraba imaginar que vivía aquí, pero nunca esperé que se convirtiera en realidad, ¿no es así? Pero esos caminos rojos son tan cómicos… Cuando subimos al tren en Charlottetown y los caminos rojos empezaron a pasar, le pregunté a la señora Spencer qué los hacía tan rojos, y ella dijo que no lo sabía y que por amor de Dios no le hiciera más preguntas. Dijo que le había ya hecho mil. Supongo que tenía razón, pero ¿cómo se han de saber las cosas si no se preguntan? Y ¿qué hace rojos a esos caminos?

—Y… no sé —dijo Matthew.

—Bueno, ésa es una de las cosas que tendré que averiguar algún día. ¿No es maravilloso pensar en todas las cosas que hay que averiguar? Simplemente me hace sentirme contenta de vivir. ¡Es un mundo tan interesante! Sería la mitad de interesante si lo supiéramos todo, ¿no es cierto? No habría campo para la imaginación. Pero, ¿estoy hablando demasiado? La gente siempre me dice que así es. ¿Le gustaría que no hablara? Me callaré si me lo dice. Puedo callarme en cuanto me decido, aunque es bastante difícil.

Para su sorpresa, Matthew se divertía. Como a la mayoría de los seres callados, le gustaba la gente habladora que deseaba hacer toda la conversación por sí misma y no esperaba que él participara en ella. Pero nunca esperó gozar de la compañía de una chiquilla. Las mujeres eran cosa bastante mala, pero las chiquillas eran peor. Detestaba la forma que tenían de pasar tímidamente a su lado, con miradas de soslayo, como si temieran que se las engullera de un bocado si se aventuraban a decir una palabra. Ése era el tipo de chiquilla bien educada de Avonlea. Pero esta brújula pecosa era muy distinta y, aunque encontraba algo difícil para su lenta inteligencia mantenerse al nivel de sus ágiles procesos mentales, le gustaba su charla. De manera que dijo con la timidez de costumbre:

—Oh, puedes hablar cuanto quieras. No me molesta.

—Oh, me alegro tanto. Sé que usted y yo nos vamos a llevar bien. Es un alivio tan grande hablar cuando se quiere y que no le digan a una que a los niños debe vérseles y no oírseles. Me lo han dicho un millón de veces. Y la gente se ríe porque uso palabras largas. Pero si se tienen grandes ideas, deben usarse palabras largas para expresarlas, ¿no es así?

—Bueno, parece razonable.

—La señora Spencer dijo que debo tener la lengua sujeta por el medio. Pero no es así: sujeta por un extremo. La señora Spencer dijo que su finca se llama «Tejas Verdes». Le hice preguntas sobre ella. Y dijo que hay árboles rodeándola. Eso me puso más contenta aún. Me encantan los árboles. Y no había ninguno en el asilo, nada más que unos palos enclenques y miserables, de los cuales colgaban unas jaulas blanqueadas con cal. Esos árboles parecían huérfanos también. Yo acostumbraba decirles: «¡Oh, pobrecillos! Si estuvierais en los grandes bosques con otros árboles en derredor, con alces y ardillas y el arroyo no muy lejos, con pájaros cantando en vuestras ramas, podríais crecer, ¿no es cierto? Pero no lo podéis hacer donde estáis. Sé exactamente lo que sentís, arbolitos». Lamenté dejarlos esta mañana. Uno se siente tan unido a cosas así, ¿no es cierto? ¿Hay algún arroyo cerca de «Tejas Verdes»? Olvidé preguntárselo a la señora Spencer.

—Bueno, sí. Hay uno al lado de la casa.

—¡Qué bien! Siempre ha sido uno de mis sueños vivir cerca de un arroyo. Nunca esperé que así ocurriera, sin embargo. Los sueños no se hacen siempre realidad, ¿no es cierto? ¿No sería hermoso que así fuera? Pero ahora me siento bastante cerca de la felicidad porque…, bueno, ¿qué color diría usted que es esto?

Echó una de sus satinadas trenzas sobre su delgado hombro y la sostuvo frente a los ojos de Matthew. Éste no estaba acostumbrado a decidir sobre el color de los cabellos femeninos, pero sobre éstos no cabían muchas dudas.

—Es rojo, ¿no es cierto? —dijo.

La muchacha dejó caer la trenza con un suspiro que pareció arrancar de lo más profundo de su alma y que expresaba toda la tristeza del mundo.

—Sí, es rojo —dijo resignadamente—. Ahora puede ver usted por qué no puedo ser totalmente feliz. Nadie que tenga cabellos rojos puede serlo. Las otras cosas no me importan tanto, las pecas, los ojos verdes y la delgadez. Puedo imaginar que no las tengo. Puedo imaginar que poseo una hermosa piel rosada y unos hermosos ojos violetas. Pero no puedo imaginar que no tengo cabellos rojos. Hago cuanto puedo. Pienso: «Ahora mi cabello es negro glorioso; negro como el ala del cuervo». Pero todo el tiempo sé que es rojo y eso me parte el corazón. Será una pena toda la vida. Una vez leí en una novela que una muchacha tenía una pena de toda la vida, pero no era pelirroja. Su cabello era oro puro que caía de sus sienes de alabastro. ¿Qué es una sien de alabastro? Nunca he podido averiguarlo. ¿Puede decírmelo?

—Bueno, temo que no —dijo Matthew, que se estaba mareando un poco. Se sentía igual que cuando en su temeraria juventud, otro muchacho le había inducido a subir al tiovivo un día que habían ido de merienda.

—Bueno, no importa lo que fuera, debe de ser algo muy bonito, pues ella era divinamente hermosa. ¿Ha imaginado usted alguna vez lo que debe ser sentirse divinamente hermosa?

—Bueno, no, no lo he hecho —confesó ingenuamente Matthew.

—Yo sí, a menudo. ¿Qué le gustaría ser si le dejaran elegir: divinamente hermoso, deslumbradoramente inteligente o angelicalmente bueno?

—Bueno, no lo sé con exactitud.

—Yo tampoco. Nunca puedo decidirme. Pero no tiene mucha importancia, pues no hay posibilidad de que nunca sea ninguna de esas cosas. Seguro que nunca seré angelicalmente buena. La señora Spencer dice… ¡Oh, señor Cuthbert! ¡Oh, señor Cuthbert! ¡Oh, señor Cuthbert!

Eso no era lo que había dicho la señora Spencer; ni que la chiquilla se hubiera caído del coche, ni tampoco que Matthew hubiera hecho algo sorprendente. Simplemente habían pasado una curva del camino y se encontraban en la «Avenida».

Lo que la gente de Newbridge llamaba la «Avenida» era un trozo de camino de cuatrocientos o quinientos metros de longitud, completamente cubierto por las copas de altos manzanos, plantados años atrás por un viejo granjero excéntrico. Encima había un largo dosel de capullos blancos y fragantes. Bajo las copas, el aire reflejaba la púrpura luz del atardecer y, a lo lejos, la visión del cielo crepuscular brillaba como la ventana de la torre de una catedral.

Su belleza pareció enmudecer a la niña. Se repantigó en el carricoche, con las delgadas manos apretadas y la cara embelesada ante el esplendor celeste. Ni siquiera después de haberla recorrido por entero, cuando bajaban la larga cuesta que va a New-bridge, se movió ni habló. Todavía con la cara extasiada miraba el crepúsculo lejano, con ojos que contemplaban visiones cruzando sobre aquel brillante fondo. Todavía en silencio cruzaron Newbridge, una ruidosa aldea, donde los perros les ladraron, los muchachos les miraron y caras curiosas les contemplaron desde las ventanas. Ya habían recorrido unos cinco kilómetros y la niña no hablaba. Era evidente que podía quedarse callada con tanta energía como cuando hablaba.

—Sospecho que debes sentirte bastante cansada y hambrienta —se aventuró a decir por fin Matthew, achacando el largo silencio a la única razón que se le ocurría—. Pero no tenemos que ir muy lejos; otro kilómetro nada más.

Ella volvió de su sueño con un profundo suspiro y le miró con los ojos soñolientos de un alma que ha vagado por la lejanía, guiada por una estrella.

—Oh, señor Cuthbert —murmuró—, ese lugar que atravesamos; ese lugar blanco, ¿qué era?

—Bueno, supongo que hablas de la «Avenida» —dijo Matthew después de una profunda reflexión—. Es un sitio muy bonito.

—¿Bonito? Oh, bonito no me parece la palabra más adecuada. Ni tampoco hermoso. No es suficiente. ¡Oh, era maravilloso, maravilloso! Es la primera vez que veo algo que no puede ser mejorado por mi imaginación. Me ha satisfecho aquí —y puso la mano sobre su pecho—, me hizo sentir dolor y sin embargo era placentero. ¿Tuvo usted alguna vez un dolor así, señor Cuthbert?

—Bueno, no recuerdo haberlo tenido.

—Yo lo tengo muchas veces, cada vez que veo algo realmente hermoso. Pero no debían llamar la «Avenida» a ese hermoso paraje. No hay significado en un nombre así. Debían llamarlo… Veamos… «El Blanco Camino Encantado». ¿No es ése un nombre imaginativo? Cuando no me gusta el nombre de un lugar o de una persona, siempre les imagino uno nuevo y siempre me refiero a ellos así. En el asilo había una niña cuyo nombre era

Hepzibah Jenkins, pero yo siempre me la imaginaba como Rosalía De Veré. Otros pueden llamar la «Avenida» a ese lugar, pero yo siempre le diré «El Blanco Camino Encantado». ¿Es verdad que debemos hacer otro kilómetro antes de llegar a casa? Estoy contenta y triste. Estoy triste porque el paseo ha sido agradable y siempre me pongo triste cuando finalizan las cosas agradables. Puede ser que después venga algo aún más agradable, pero uno nunca puede estar seguro. Y muy a menudo ocurre lo contrario; ésa ha sido mi experiencia. Pero estoy contenta de pensar que llego a casa. Verá, desde que tengo memoria no he tenido un verdadero hogar. Me da otra vez ese dolor placentero el pensar que voy a tener un verdadero hogar. Oh, ¿no es hermoso?

Habían llegado a la cuesta de una colina. Bajo ellos había una laguna que parecía casi un río, tan grande e irregular era. Un puente la cruzaba y desde allí hasta su extremo inferior, donde el cinturón ambarino de las arenas la separaba del oscuro golfo lejano, el agua era una sinfonía de gloriosos tonos: los más espirituales del azafrán, las rosas y el verde etéreo, mezclados con otros tan irreales que no hay nombre para ellos. Más allá del puente, la laguna llegaba hasta una arboleda de abetos y arces, reflejando sus sombras cambiantes aquí y allá; un ciruelo silvestre sobresalía del margen, como una niña de puntillas que contemplaba su propia imagen. De la espesura en el extremo de la laguna, llegaba el claro y tristemente dulce coro de las ranas. En una cuesta lejana había una casita gris asomando entre los manzanos y, aunque aún no era bastante oscuro, en una de sus ventanas brillaba una luz.

—Ésa es la laguna de Barry —dijo Matthew.

—Oh, tampoco me gusta ese nombre. La llamaré… veamos… «El Lago de las Aguas Refulgentes». Sí, ése es el nombre correcto. Lo sé por el estremecimiento. Cuando doy con un nombre que se ajusta perfectamente, me estremezco. ¿Le hacen estremecer a usted las cosas?

Matthew rumió:

—Bueno, sí. Siempre me estremezco cuando veo las orugas blancas en los pepinos. Odio verlas.

—Oh, no creo que sea ésa la misma clase de estremecimiento. ¿No cree usted? No parece haber mucha relación entre orugas y agua brillante, ¿no? Pero, ¿por qué la llaman la laguna de Barry?

—Supongo que porque el señor Barry vive en esa casa. «La Cuesta del Huerto» es el nombre de la finca. Si no fuera por aquel matorral, se podría ver

«Tejas Verdes» desde aquí. Pero tenemos que cruzar el puente y dar una vuelta por el camino, de manera que está todavía unos seiscientos metros más allá.

—¿Tiene hijas pequeñas el señor Barry? Bueno, no demasiado pequeñas;

¿de mi edad?

—Tiene una de alrededor de once años. Su nombre es Diana.

—¡Oh! —con una larga aspiración—. ¡Es un nombre completamente hermoso!

—Bueno, no lo sé. Me parece que hay algo pagano en él. Me hubiera gustado más Mary o June o algún nombre sensato por el estilo. Pero cuando ella nació, había un maestro hospedado aquí, le dieron a elegir el nombre y eligió Diana.

—Quisiera que hubiese habido un maestro así cuando yo nací. Oh, ya estamos en el puente. Voy a cerrar los ojos; siempre tengo miedo de cruzar puentes. No puedo evitar pensar que, justo cuando llegue a la mitad, quizá le dé por cerrarse como una navaja y me pille. De manera que cierro los ojos. Pero siempre tengo que abrirlos cuando creo que estoy llegando al medio. Porque, verá usted, si le diera al puente por doblarse, me gustaría verlo. ¡Qué estruendo tan alegre! Siempre me ha gustado el estruendo. ¿No es espléndido que haya tantas cosas que gusten en este mundo? Bueno, ya pasamos. Ahora miraré hacia atrás. Buenas noches, querido Lago de las Aguas Refulgentes. Siempre le digo buenas noches a las cosas que quiero, igual que lo haría con la gente. Creo que les gusta. Parece que esa agua me estuviera sonriendo.

Cuando hubieron llegado a la siguiente colina y dado la vuelta a un recodo, Matthew dijo:

—Estamos bastante cerca de casa. «Tejas Verdes» está…

—Oh, no me lo diga —le interrumpió, tomando su brazo parcialmente alzado y cerrando los ojos para no ver el gesto—. Déjeme adivinarlo. Estoy segura de acertar.

Abrió los ojos y miró en torno. Estaban en la cresta de una colina. El sol se había puesto hacía rato, pero el paisaje seguía iluminado por un suave resplandor. Al oeste, la aguja de una iglesia se elevaba contra un cielo color caléndula. Abajo estaba el valle, y más allá, una larga y suave cuesta ascendente, con bien dispuestas granjas a lo largo. Los ojos de la niña saltaban de una a otra, ansiosos y pensativos. Por último se posaron en una a lo lejos, a la izquierda, apenas visible entre el blanco de los capullos de los bosques de los alrededores. Sobre ella, en el inmaculado cielo del sudoeste, una gran estrella cristalina brillaba como una lámpara de guía y promesas.

—Ésa es, ¿no es cierto? —dijo, señalando. Matthew dio alegremente con las riendas en la grupa de la yegua.

—¡Bueno, lo has adivinado! Pero sospecho que la señora Spencer la describió.

—No, le aseguro que no. Todo lo que dijo podía adaptarse a cualquiera. Yo no tenía una idea real de su apariencia. Pero tan pronto como la vi, sentí que era mi hogar. Oh, me parece como si estuviera soñando. ¿Sabe usted?, debo tener el brazo amoratado desde el codo hasta el hombro, pues tenía la horrible sensación de estar soñando. Así que me pellizcaba para ver si era verdad, hasta que de pronto recordaba que, aun suponiendo que fuera un sueño, sería mejor seguir soñando cuanto fuera posible; de manera que no me pellizcaba más. Pero esto es verdad, y estamos por llegar a casa.

Con un suspiro de embeleso quedó en silencio. Matthew se revolvió incómodo. Estaba contento de que fuera Marilla y no él quien debiera decir a aquella niña abandonada que el hogar que ansiaba no sería suyo. Cruzaron Lynde's Hollow, donde estaba ya bastante oscuro, pero no lo suficiente como para que la señora Rachel no la viera desde su ventana, y subieron la colina hasta el largo sendero que iba a «Tejas Verdes». Al llegar a la casa, Matthew temblaba ante la cercana revelación, con una energía que no comprendía. No pensaba en Marilla ni en sí mismo, ni en las molestias que derivarían de aquel error, sino en la desilusión de la niña. Cuando pensó que se borraría de sus ojos aquella extasiada luz, tuvo la incómoda sensación de tener que asistir a un asesinato; un sentimiento parecido al que le sobrevenía cuando debía matar un carnero, un ternero o cualquier otra inocente criatura.

El patio estaba bastante oscuro cuando entraron, y las hojas de los árboles rumoreaban en derredor.

—Escuche a los árboles hablar en sueños —murmuró la niña mientras él la bajaba—. ¡Qué sueños más hermosos deben tener! Entonces, sujetando fuertemente la maleta que contenía «todos sus bienes terrenales», le siguió dentro de la casa.

CAPÍTULO TRES

Marilla Cuthbert se lleva una sorpresa

Cuando Matthew abrió la puerta, Marilla se dirigió hacia ellos alegremente. Pero cuando sus ojos tropezaron con la desaliñada figurita, de largas trenzas rojizas y anhelantes y luminosos ojos, se detuvo asombrada.

—Matthew, ¿qué es esto? —exclamó—. ¿Dónde está el chico?

—No había ningún chico —dijo Matthew apenado—. Todo lo que había era ella.

Señaló a la niña con la cabeza, cayendo en la cuenta de que ni siquiera había preguntado su nombre.

—¡No es un muchacho! Pero debía haber habido un muchacho —insistió Marilla—. Le mandamos decir a la señora Spencer que trajera un muchacho.

—Bueno, pues no lo hizo. La trajo a ella. Le pregunté al jefe de estación. Y tuve que traérmela a casa. No podía quedarse allí, sea cual fuere la equivocación.

—¡Vaya, pues sí que hemos hecho un buen negocio! —exclamó Marilla.

Durante este diálogo la niña había permanecido en silencio, moviendo sus ojos del uno al otro sin muestra de admiración en su rostro. Repentinamente, pareció captar todo el significado de lo que se había dicho. Dejando su preciada maleta, dio un paso hacia delante y juntó sus manos.

—¡No me quieren! —gritó—. ¡No me quieren porque no soy un chico! Debí haberlo esperado. Nunca me quiso nadie. Debí haber comprendido que todo era demasiado hermoso para que durara. Debí haber comprendido que nadie me quiere en realidad. Oh, ¿qué puedo hacer? ¡Voy a echarme a llorar!

Y lo hizo. Sentándose en una silla junto a la mesa, puso los brazos sobre ésta y escondiendo la cara entre ellos, comenzó a llorar estrepitosamente. Marilla y Matthew se dirigieron sendas miradas de reproche. Ninguno de los dos sabía qué hacer o decir. Finalmente Marilla se decidió a actuar.

—Bueno, no hay necesidad de llorar así.

—¡Sí, hay necesidad! —La niña levantó rápidamente la cabeza, dejando ver su rostro lleno de lágrimas y sus labios temblorosos—. También usted lloraría si fuera una huérfana y hubiera venido a un sitio que creía iba a ser su hogar para encontrarse con que no la quieren porque no es un chico. ¡Oh, esto es lo más trágico que me ha sucedido!

Lo que parecía una sonrisa algo torpe por falta de práctica, suavizó el torvo semblante de Marilla.

—Bueno, no llores más. No vamos a dejarte fuera esta noche. Tendrás que quedarte aquí hasta que investiguemos este asunto. ¿Cómo te llamas?

La niña vaciló un momento.

—Por favor, ¿pueden llamarme Cordelia? —dijo ansiosamente.

—¡Llamarte Cordelia! ¿Es ése tu nombre?

—No-o-o, no es exactamente mi nombre, pero me encantaría llamarme así.

Es un nombre tan elegante…

—No entiendo nada de lo que estás diciendo. Si no te llamas Cordelia,

¿cuál es tu nombre?

—Ana Shirley —balbuceó de mala gana—, pero, por favor, llámeme

Cordelia. No puede importarle mucho cómo tiene que llamarme, si voy a estar aquí poco tiempo, ¿no es cierto? Y Ana es un nombre tan poco romántico.

—¡Disparates novelescos! —dijo la desconsiderada Marilla—. Ana es un nombre realmente bien sencillo y sensato. No tienes por qué avergonzarte de él.

—Oh, no, no me avergüenzo —explicó Ana—, sólo que me gusta más Cordelia. Siempre he imaginado que mi nombre era Cordelia… por lo menos durante los últimos años. Cuando era joven, imaginaba llamarme Geraldine, pero ahora me gusta más Cordelia. De cualquier modo, si quiere llamarme Ana, hágalo.

—Muy bien, entonces, Ana, ¿quieres explicarnos cómo se ha producido esta confusión? Nosotros le mandamos decir a la señora Spencer que nos trajera un muchacho. ¿No había niños en el asilo?

—Oh, sí, sí, muchísimos. Pero la señora Spencer dijo claramente que ustedes querían una niña de unos once años. Y la directora pensó en mí. No pueden imaginarse lo encantada que estaba yo. No pude dormir durante toda la noche por la alegría. Oh —agregó con reproche volviéndose hacia Matthew—,

¿por qué no me dijo en la estación que no me querían, y me dejó allí mismo? Si no hubiese visto el Blanco Camino Encantado y el Lago de las Aguas Refulgentes, no me resultaría tan penoso.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Marilla a Matthew.

—Ella… ella se está refiriendo a una conversación que tuvimos en el camino —dijo Matthew precipitadamente—. Salgo a guardar la yegua, Marilla. Tenme el té preparado para cuando regrese.

—¿Llevaba la señora Spencer a alguien más, aparte de ti? —continuó Marilla cuando Matthew hubo salido.

—A Lily Jones. Lily tiene sólo cinco años y es muy guapa. Tiene el pelo castaño. Si yo fuera tan guapa y tuviera el pelo castaño, ¿me dejaría quedar?

—No, queremos un muchacho para que ayude a Matthew en la granja. Una niña no nos sería útil. Quítate el sombrero. Lo pondré junto con la maleta sobre la mesa del vestíbulo.

Ana se quitó el sombrero humildemente. En seguida regresó Matthew y se sentaron a cenar. Pero Ana no podía comer. En vano mordisqueaba el pan untado con mantequilla y picoteaba las manzanas agrias en almíbar.

—No comes nada —dijo Marilla toscamente, mirándola como si esto fuera una falta grave. Ana suspiró.

—No puedo. Me encuentro sepultada en los abismos de la desesperación.

¿Puede usted comer cuando se encuentra en los abismos de la desesperación?

—Nunca estuve en los abismos de la desesperación, de modo que no puedo decirlo —respondió Marilla.

—¿No? Bueno, ¿ha tratado alguna vez de imaginárselo?

—No.

—Entonces no creo que pueda comprender cómo es. Ciertamente, es una sensación muy desagradable. Cuando uno trata de comer, se forma un nudo en la garganta y no se puede tragar nada, ni siquiera un caramelo de chocolate. Una vez, hace dos años, comí un caramelo de chocolate, y me pareció delicioso. Desde entonces sueño muy a menudo que tengo montones de caramelos de chocolate, pero siempre me despierto justo en el momento en que voy a comerlos. Espero que no se sienta ofendida porque no puedo comer. Todo está extremadamente bueno, pero así no puedo comer.

—Sospecho que está cansada —dijo Matthew, quien no había hablado desde que regresara del establo—. Mejor será que la acuestes, Marilla.

Marilla había estado pensando dónde dormiría Ana. Tenía preparado un canapé en la cocina destinado al deseado niño que esperaban. Pero aunque estaba limpio y pulcro, no parecía el lugar más apropiado para una niña. No se podía pensar en el cuarto de huéspedes para una niña desamparada, de manera que sólo quedaba la buhardilla del lado este. Marilla encendió una vela e indicó a Ana que la siguiera, lo que ésta hizo sin ningún entusiasmo. Al pasar junto a la mesa del vestíbulo recogió su sombrero y su maletín. El vestíbulo hacía gala de una limpieza que intimidaba y el pequeño cuarto en el que se encontró repentinamente le pareció a Ana más limpio aún.

Marilla colocó la vela sobre una mesa triangular de tres patas y apartó las frazadas.

—¿Tienes un camisón? —preguntó. Ana asintió.

—Sí, tengo dos. Me los hizo la directora del asilo. Son terriblemente cortos. Nunca alcanza nada en el asilo, todo es escaso, por lo menos en un asilo pobre como es el nuestro. Odio los camisones cortos. Pero se puede soñar tan bien con ellos como con esos otros maravillosos que llegan hasta los pies y tienen volantes alrededor del cuello; es el único consuelo.

—Bueno, desvístete lo más rápidamente posible y métete en la cama. Dentro de unos minutos regresaré a buscar la vela. No me atrevo a confiar en que la apagues por ti misma. Eres capaz de prender fuego a la casa.

Cuando Marilla se hubo retirado, Ana miró pensativamente en derredor. Las paredes blanqueadas resultaban 'tan penosamente desnudas y llamativas que Ana pensó que debían sufrir por su propia desnudez. El suelo también se encontraba desnudo, excepto el centro, cubierto por un felpudo redondo acordonado. En un rincón estaba el lecho, alto y antiguo, con cuatro oscuros postes torneados. En la otra esquina se hallaba la ya citada mesa triangular adornada con un grueso acerico de terciopelo rojo, lo suficientemente fuerte como para doblar la punta del más arriesgado alfiler. Sobre éste colgaba un pequeño espejo. A mitad de camino entre la cama y la mesa se hallaba la ventana, cubierta con una cortina de muselina blanca, y frente a ella se encontraba el lavabo. Toda la habitación era de una austeridad imposible de describir con palabras, pero que hacía estremecer a Ana hasta los huesos. Con un sollozo se despojó apresuradamente de sus vestidos, se puso el corto camisón y se metió en el lecho apretando la cara contra la almohada y cubriéndose la cabeza con las sábanas. Cuando Marilla regresó en busca de la luz, sólo unas mezquinas ropas de vestir desparramadas por el suelo y un bulto en el lecho indicaban que había alguien en el cuarto.

Con circunspección recogió las ropas de Ana, colocándolas cuidadosamente sobre una silla amarilla, y luego, cogiendo la vela, se volvió hacia el lecho.

—Buenas noches —dijo algo torpe, aunque gentilmente. El rostro pálido de Ana y sus grandes ojos aparecieron entre las sábanas con alarmante rapidez.

—¿Cómo puede usted llamar a ésta una noche buena cuando sabe que será la peor noche que pasaré en toda mi vida? —dijo con reproche. Luego se ocultó otra vez entre las sábanas.

Marilla bajó lentamente a la cocina y se puso a lavar los platos de la cena. Matthew fumaba, síntoma evidente de que estaba preocupado. Fumaba muy rara vez, pues Marilla lo consideraba un hábito pernicioso, pero en ciertas ocasiones y temporadas se sentía arrastrado a él, y entonces Marilla hacía la vista gorda, comprendiendo que debía tener un desahogo para sus emociones.

—Bueno, bonito atolladero —dijo airadamente—. Esto nos pasa por mandar decir las cosas en vez de ir nosotros mismos. De cualquier modo, los parientes de Robert Spencer han equivocado el mensaje. Uno de nosotros tendrá que ir a ver a la señora Spencer mañana; eso seguro. Esa niña debe ser enviada de vuelta al asilo.

—Sí, supongo que sí —respondió Matthew de mala gana.

—¡Supones que sí! ¿No estás seguro?

—Bueno… después de todo, es una linda chiquilla, Marilla. Es una pena enviarla de vuelta cuando parece tan ansiosa por quedarse aquí.

—¡Matthew Cuthbert, no querrás decir que debemos dejar que se quede aquí con nosotros!

El asombro de Marilla no hubiera sido mayor de haber afirmado Matthew que prefería hacer el pino.

—Bueno, no. Supongo que no… no exactamente —tartamudeó Matthew viéndose acorralado—. Supongo… que no podemos quedarnos con ella.

—Claro que no. ¿Qué beneficio nos reportaría?

—Podríamos reportárselo nosotros a ella —dijo Matthew repentina e inesperadamente.

—¡Matthew Cuthbert, creo que esa chiquilla te ha embrujado! ¡Se ve a las claras que quieres quedarte con ella!

—Bueno, es una niña realmente interesante —insistió Matthew—. Tenías que haberla oído hablar cuando volvíamos de la estación.

—Oh sí, para hablar es muy rápida. Lo vi de inmediato. Lo cual no dice nada a su favor. No me gustan las chicas que hablan mucho. No quiero una huérfana, y si la quisiera, ésta no es del estilo de la que elegiría. Hay algo que no puedo entender en ella. No; debe ser devuelta directamente al lugar de donde vino.

—Puedo emplear a un muchacho francés para que me ayude, y ella sería una compañía para ti.

—No deseo compañía alguna —dijo Marilla prestamente—. Y no voy a quedarme con ella.

—Bueno, se hará como tú dices, por supuesto, Marilla —dijo Matthew incorporándose y guardando su pipa—. Me voy a dormir.

Y a dormir se fue Matthew. Y cuando hubo terminado con los platos, a dormir se fue Marilla, con el ceño resueltamente fruncido. Y arriba, bajo el tejado del este, una solitaria y desamparada criatura lloró hasta ser vencida por el sueño.

CAPÍTULO CUATRO

La mañana en «Tejas Verdes»

Era pleno día cuando Ana despertó sentándose en la cama y mirando confusamente la ventana, por la que entraba una alegre luz y a través de la cual se agitaba algo blanco.

Por un instante no pudo reconocer dónde estaba. Primero fue un estremecimiento delicioso, como de algo placentero; luego, un horrible recuerdo. ¡Estaba en «Tejas Verdes» y no la querían porque no era un muchacho!