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Ana es ahora madre de cinco niños, y su familia es un hogar feliz y lleno de vida. Sin embargo, después de quince años de ser la mujer del doctor, un día se pregunta si su adorado Gilbert la sigue amando como antes. Pero ¿cómo ha podido dudarlo? Aunque ya es una mujer adulta, Ana sigue siendo, en el fondo, la misma pelirroja alegre e incorregible de las Tejas Verdes.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Ana es ahora madre de cinco niños, y su familia es un hogar feliz y lleno de vida. Sin embargo, después de quince años de ser la mujer del doctor, un día se pregunta si su adorado Gilbert la sigue amando como antes. Pero ¿cómo ha podido dudarlo? Aunque ya es una mujer adulta, Ana sigue siendo, en el fondo, la misma pelirroja alegre e incorregible de las Tejas Verdes.
Lucy Maud Montgomery
Ana la de Tejas Verdes - 6
Título original: Anne of Ingleside
Lucy Maud Montgomery, 1939
Para
W. G. P.
—¡Qué blanca está hoy la luz de la luna! —dijo Ana Blythe para sus adentros mientras recorría el sendero del jardín de la casa de Diana Wright, rumbo a la puerta del frente. Pequeños pétalos de capullos de cerezos caían, desprendidos por la brisa marina.
Se detuvo un momento para mirar las colinas y los bosques que había amado en otros tiempos y que aún amaba. ¡Querido Avonlea! Glen St. Mary era ahora su lugar y lo había sido ya durante muchos años, pero Avonlea tenía algo que Glen St. Mary no podría tener nunca. Fantasmas de sí misma la esperaban en cada rincón… los campos por los que había vagado le daban la bienvenida… los ecos no borrados de la dulce vida de antaño estaban alrededor… cada rincón tenía algún recuerdo querido. Aquí y allí, había jardines encantados donde florecían todas las rosas del pasado. A Ana siempre le gustaba ir a Avonlea incluso cuando, como en esta ocasión, la razón de la visita era triste. Habían venido al funeral del padre de Gilbert, y Ana iba a quedarse una semana más. Marilla y la señora Lynde no se resignaban a dejarla partir tan pronto.
Su vieja habitación de la buhardilla seguía preparada para recibirla, y cuando Ana subió la noche de su llegada, se encontró con que la señora Lynde había puesto un gran ramo de primaverales flores silvestres en su honor… un ramo que, cuando Ana hundió la cara entre las flores, parecía haber guardado toda la fragancia de años nunca olvidados. La Ana de antes estaba esperándola allí. Profundas y atesoradas alegrías de otros tiempos le aletearon en el corazón. La habitación de la buhardilla la abrazaba, la retenía, la envolvía. Miró con cariño la vieja colcha de hojas de manzano que la señora Lynde le había tejido, y las almohadas impecables adornadas con anchas puntillas tejidas por la señora Lynde, las alfombras tejidas por Marilla, el espejo que había reflejado la cara de la huerfanita con su frente virgen de niña, la huerfanita que se había quedado dormida llorando aquella primera noche, hacía tanto. Ana olvidó que era una alegre madre de cinco hijos, y que, en Ingleside, Susan Baker tejía otra vez misteriosos escarpines. Una vez más, se sentía Ana, la de Tejas Verdes.
Cuando la señora Lynde entró con toallas limpias, la halló todavía mirándose al espejo con expresión soñadora.
—Me alegro mucho de tenerte otra vez en casa, Ana, así es. Hace nueve años que te fuiste, pero al parecer ni Marilla ni yo podemos dejar de extrañarte. No estamos tan solas ahora que Davy se ha casado. Millie es encantadora, ¡qué tortas hace!, aunque es curiosa como una ardilla con todo. Pero siempre he dicho, y seguiré diciéndolo, que no hay nadie como tú.
—Ah, pero no puedo engañar a este espejo, señora Lynde. Me está diciendo, con toda claridad: «Ya no eres tan joven como eras» —dijo Ana, con gesto caprichoso.
—Tienes muy bien el cutis —dijo la señora Lynde, consolándola—. Aunque claro que nunca tuviste muchos colores.
—Al menos, todavía no tengo asomo, de doble papada —dijo Ana, con alegría—. Y mi viejo dormitorio me recuerda, señora Lynde. Me alegro. Me dolería tanto regresar y descubrir que me ha olvidado. Y es maravilloso volver a ver la luna apareciendo por detrás del Bosque Encantado.
—Parece un gran pedazo de oro en el cielo, ¿no? —dijo la señora Lynde, sintiendo que entraba en un desbordado vuelo poético y agradeciendo que Marilla no estuviera cerca para oírla.
—Mire esos abetos puntiagudos que se recortan contra ella, y los abedules en el valle, que aún levantan los brazos hacia el cielo. Ahora son árboles grandes; eran tan pequeñitos cuando yo llegué aquí, que eso sí me hace sentir un poquito vieja.
—Los árboles son como los niños —dijo la señora Lynde—. Es terrible cómo crecen apenas una les da la espalda por un minuto. Mira a Fred Wright, no tiene más que trece años y está tan alto como el padre…
»Hay pastel de pollo caliente para la cena y te he preparado mis bizcochitos de limón. No temas dormir en esa cama. He oreado las sábanas y Marilla, que no sabía que yo lo había hecho, volvió a orearlas, y Millie, que no sabía que las dos lo habíamos hecho, las oreó por tercera vez. Espero que Mary María Blythe salga mañana. Disfruta mucho de los funerales.
—La tía Mary María… Gilbert la llama así, aunque en realidad es sólo prima del padre. Siempre me llama «Anita» —dijo Ana, estremeciéndose—. Y la primera vez que me vio, después de casada, me dijo: «Es muy extraño que Gilbert te haya elegido a ti. Podría haberse casado con tantas lindas muchachas…». Tal vez por eso que nunca me ha gustado… y sé que Gilbert tampoco la quiere, pero es demasiado apegado a la familia para admitirlo.
—¿Gilbert se quedará muchos días?
—No. Tiene que regresar mañana por la noche. Dejó a un paciente en un estado muy delicado.
—Ah, bien, supongo que habiendo muerto su madre el año pasado, ya no hay nada que pueda retenerlo en Avonlea. El viejo señor Blythe nunca llegó a recuperarse de la muerte de su esposa… no tenía nada por qué vivir. Los Blythe han sido siempre así, siempre han depositado demasiado en las cosas terrenas. Es muy triste pensar que no queda ninguno de la familia en Avonlea. Eran una buena estirpe. Pero claro, hay un montón de Sloane. Los Sloane aún son Sloane, Ana, y lo serán por los siglos de los siglos, amén.
—Que haya cuantos quieran… Después de cenar, voy a salir a caminar por el viejo jardín a la luz de la luna. Supongo que al fin tendré que irme a la cama, aunque siempre he pensado que dormir en las noches de luna es una pérdida de tiempo… pero voy a despertarme temprano para ver las primeras luces de la mañana cuando se desperezan por detrás del Bosque Encantado. El cielo se pondrá color coral y los petirrojos estarán pavoneándose de un lado a otro, y tal vez un gorrioncito gris se pose en el alféizar de la ventana, y habrá pensamientos dorados y púrpuras para mirar…
—Pero los conejos se comieron todos los macizos de lirios de junio —dijo la señora Lynde con tristeza, y bajó la escalera sintiéndose aliviada por dentro de no tener que seguir hablando de la luna.
Ana siempre había sido un poco rara en ese sentido. Y al parecer, no tenía mucho sentido abrigar esperanzas de que cambiara.
Diana avanzó por el sendero para encontrar a Ana. Incluso a la luz de la luna se veía que sus cabellos seguían siendo negros, sus mejillas rosadas, y sus ojos luminosos. Pero la luz de la luna no podía ocultar que estaba un poco más robusta que en años pasados… y Diana nunca había sido lo que la gente de Avonlea consideraba «flacucha».
—No te preocupes, querida, no he venido para quedarme.
—Como si yo fuera a preocuparme por eso —dijo Diana, en tono de reproche—. Sabes que preferiría mil veces pasar la noche contigo que ir a la recepción. Tengo la sensación de que casi no nos hemos visto y ahora ya te vas pasado mañana. Pero es el hermano de Fred, ¿entiendes?, y no tenemos más remedio que ir.
—Por supuesto. Y sólo he venido un momento. He cogido el camino de antes, Di, y pasé por la Burbuja de la Ninfa, por el Bosque Encantado, por tu viejo jardín frondoso y por el Estanque de los Sauces. Hasta me detuve a mirar los sauces al revés en el agua, como solíamos hacer. Han crecido tanto…
—Todo ha crecido —dijo Diana con un suspiro—. ¡Cuándo miro al pequeño Fred! Todos hemos cambiado tanto… excepto tú. Tú no cambias nunca, Ana. ¿Cómo haces para mantenerte tan delgada? ¡Mírame a mí!
—Bastante matrona, cierto —rió Ana—. Pero te has salvado del ensanchamiento de la madurez, Di. En cuanto a que yo no he cambiado, bien, la señora de H. B. Donnell está de acuerdo contigo. En el funeral me dijo que no parecía ni un día mayor. Pero la señora de Harmon Andrews no piensa lo mismo. Me dijo: «¡Dios me ampare, Ana, qué desmejorada estás!». Todo es según los ojos de quien mira, o su conciencia. Los únicos momentos en los que siento que estoy envejeciendo son cuando miro las fotografías de las revistas. Los héroes y las heroínas me están pareciendo demasiado jóvenes. Pero no te preocupes, Di, mañana las dos vamos a volver a ser chicas. Eso es lo que he venido a decirte. Vamos a tomarnos toda la tarde libre y visitaremos los lugares de antes, todos. Caminaremos por los prados y atravesaremos los viejos bosques frondosos de helechos. Veremos todas las viejas cosas que quisimos y las colinas, donde volveremos a encontrarnos con nuestra juventud. Nada parece imposible en primavera, ya lo sabes. Dejaremos de sentirnos madres y personas responsables y seremos tan atolondradas como todavía me considera la señora Lynde en lo más profundo de su alma. No tiene sentido ser siempre sensata, Diana.
—¡Caramba! Eso es típico de ti. Me encantaría, pero…
—Nada de peros. Ya sé lo que estás pensando: «¿Quién va a preparar la comida para los hombres?».
—No exactamente. Ana Cordelia sabe cocinar tan bien como yo, a pesar de que no tiene más que once años —dijo Diana, orgullosa—. Lo iba a hacer de todas maneras, porque yo pensaba asistir a la Reunión de Damas de Beneficencia, pero no iré. Te acompañaré. Será como hacer que un sueño se haga realidad. Sabes, Ana, muchas tardes me siento, y pienso que somos niñas pequeñas otra vez… Yo llevaré la comida.
—Y comeremos en el jardín de Hester Gray… Supongo que el jardín de Hester Gray sigue existiendo.
—Supongo que sí —dijo Diana, vacilante—. No he estado allí desde que me casé. Ana Cordelia sale a explorar a menudo, pero siempre le digo que no se aleje mucho de casa. Le encanta vagabundear por el bosque y un día, cuando la reprendí por hablar sola en el jardín, me dijo que no estaba hablando sola, que estaba hablando con el espíritu de las flores. ¿Te acuerdas de ese juego de té para las muñecas con los capullitos rosados, que le enviaste cuando cumplió nueve años? No ha roto ni una pieza. Es muy cuidadosa. Sólo lo usa cuando las Tres Personitas Verdes vienen a tomar el té con ella. No pude sacarle quiénes son. Creo que, en algunas cosas, Ana, esa niña es mucho más parecida a ti que a mí.
—Tal vez haya más en un nombre de lo que Shakespeare quiso admitir. No le quites a Ana Cordelia sus fantasías, Diana. A mí siempre me dan pena los niños que no pasan algunos años en el País de las Hadas.
—Ahora Olivia Sloane es la maestra —dijo Diana, pensativa—. Es graduada, sabes, y va enseñar en la escuela durante un año para estar cerca de su madre. Ella dice que hay que hacer que los niños se enfrenten con la realidad.
—¿Ha llegado el día en que debo escuchar que tú eres partidaria del «sloanismo», Diana Wright?
—No… no… ¡no! No me resulta nada simpática. Tiene esa mirada redonda de ojos azules, como toda su familia… Y no me molestan las fantasías de Ana Cordelia. Son muy bonitas, como lo eran las tuyas. Supongo que ya tendrá suficiente «realidad», tal como van los tiempos.
—Bien, entonces está decidido. Ven a Tejas Verdes a eso de las dos, y beberemos una copita del licor de grosellas de Marilla… sigue haciéndolo de vez en cuando, a pesar del ministro y de la señora Lynde… nada más que para sentirnos realmente diabólicas.
—¿Te acuerdas del día en que me emborrachaste con ese licor? —preguntó Diana, riendo. La palabra «diabólica» no le importaba tanto dicha por Ana como le habría importado dicha por otra persona. Todo el mundo sabía que Ana no decía esas cosas en serio. Era su manera de ser.
—Mañana tendremos un día de «¿te acuerdas?», Diana. No te entretengo más… ahí viene Fred con el coche. Tu vestido es precioso.
—Fred me convenció de comprarme uno nuevo para la boda. Yo decía que no debíamos gastar dinero, ya que estamos construyendo el nuevo granero, pero él dijo que no iba a permitir que su esposa pareciera una mujer a quien invitaban pero no podía ir, cuando todas las demás irían emperifolladas al máximo. ¿No es típico de un hombre?
—Ah, pareces la señora Elliott, de Glen —dijo Ana con tono severo—. Cuidado con esa tendencia. ¿Te gustaría vivir en un mundo sin hombres?
—Sería horrible —admitió Diana—. Sí, sí, Fred, ya voy. ¡Ay, sí, está bien! Hasta mañana, entonces, Ana.
Ana se detuvo junto a la Burbuja de la Ninfa en el camino de regreso. Le gustaba tanto aquel viejo arroyito… Cada eco de su risa de niña, que el arroyo alguna vez había atrapado, lo había guardado y ahora parecía devolverlo a sus oídos atentos. Sus viejos sueños… podía verlos reflejados en la diáfana Burbuja… viejos juramentos… viejos susurros… El arroyo lo guardaba todo y murmuraba, pero no había nadie escuchando, salvo los sabios y viejos abetos del Bosque Encantado, que escuchaban desde hacía tanto…
—Qué precioso día… está hecho especialmente para nosotras —dijo Diana—. Pero me parece que no durará mucho; mañana tendremos lluvia.
—No importa. Beberemos de su belleza hoy, aunque mañana la luz de su sol se haya ido. Disfrutaremos de nuestra amistad aunque debamos separarnos mañana. Mira esas colinas largas, de ese verde dorado… esos valles con su azul de neblina. Son nuestros, Diana… no me importa si aquella colina pertenece a Abner Sloane… hoy es nuestra. Hay viento del oeste: va a ser un día perfecto.
Y así fue. Recorrieron todos los queridos lugares de antes: el Sendero de los Amantes, el Bosque Encantado, Idlewild, el Valle de las Violetas, el Sendero del Abedul, el Lago de Cristal. Había algunos cambios. Los pequeños abedules de Idlewild —donde hacía tanto tiempo habían tenido una casita de muñecas— se habían convertido en árboles adultos; el Sendero del Abedul, no hollado en tanto tiempo, estaba recubierto de helechos; el Lago de Cristal había desaparecido por completo y dejado apenas un hueco húmedo y musgoso. Pero el Valle de las Violetas estaba púrpura debido a las flores y el vástago de manzano que Gilbert había hallado una vez en lo más profundo del bosque era un árbol inmenso moteado de diminutos capullos terminados en puntas rojas.
Ellas iban sin sombrero. El cabello de Ana aún brillaba como caoba lustrada, a la luz del sol, y el de Diana todavía era de un negro brillante. Intercambiaban miradas de regocijo, de entendimiento, de cálida amistad. Por momentos, caminaban en silencio… Ana siempre decía que dos personas que se entendían tanto como ella y Diana podían sentir cada una los pensamientos de la otra. A veces salpicaban la conversación con ¿te acuerdas…? «¿Te acuerdas el día que te caíste en el corral de los patos de los Cobb, en la calle Tory…? ¿Te acuerdas de cuando asustamos a la tía Josephine…? ¿Te acuerdas de nuestro Club de Cuentos…? ¿Te acuerdas de la visita de la señora Morgan, cuando te manchaste la nariz de rojo…? ¿Te acuerdas de cómo nos hacíamos señales con velas desde las ventanas…? ¿Te acuerdas de cómo nos divertimos en la boda de la señorita Lavender y de los moños azules de Charlotta…? ¿Te acuerdas de la Sociedad para el Mejoramiento?». Casi les parecía que podían oír sus antiguas carcajadas resonando a través de los años.
La AVIS estaba, al parecer, muerta. Había ido desintegrándose poco a poco tras la boda de Ana.
—No pudieron sostenerla, Ana. Los jóvenes de Avonlea no son lo que eran en nuestros tiempos.
—No hables como si «nuestros tiempos» hubieran terminado, Diana. Tenemos apenas quince años y somos almas gemelas. El aire no está lleno de luz: es luz. Creo que me han crecido alas.
—Yo me siento igual —dijo Diana, olvidando que esa mañana había hecho subir la marca de la balanza a setenta kilos—. A menudo siento que me encantaría convertirme en pájaro por un rato. Ha de ser maravilloso volar.
La belleza las rodeaba por todas partes. Insospechados matices resplandecían en las penumbras de los bosques y relucían en los seductores senderos. El sol de primavera se colaba a través de las jóvenes hojas verdes. Se oían alegres gorjeos de pájaros por todas partes. Había pequeños claros donde uno sentía que se bañaba en un lago de oro líquido. A cada paso, alguna dulce fragancia primaveral les asaltaba los sentidos… helechos aromáticos… bálsamo de abetos… el saludable olor de los campos recién arados. Había un sendero bordeado de cerezos en flor… un viejo campo con césped, cubierto de pequeños arbolitos que recién comenzaban a vivir y tenían el aspecto de duendes traviesos que se hubieran agazapado entre los pastos altos… arroyos que aún no eran «demasiado anchos para saltarlos»… flores de vicarios bajo los abetos… ramas de jóvenes helechos rizados… y un abedul al que algún vándalo había arrancado la corteza blanca en algunas partes, dejando expuesta la corteza oscura. Ana lo miró durante un rato tan largo, que a Diana le llamó la atención. No veía lo que veía Ana: matices del blanco más puro, exquisitos tonos dorados que se hacían más y más profundos hasta llegar a la última capa, que revelaba un castaño oscuro hondo e intenso… como queriendo demostrar que todos los abedules, tan virginales y fríos exteriormente, tenían sin embargo sentimientos cálidos.
—El primigenio fuego de la Tierra en sus corazones —murmuró Ana.
Y por fin, tras atravesar un bosquecito lleno de hongos, encontraron el jardín de Hester Gray. No había cambiado mucho. Todavía poseía la dulzura de sus hermosas flores. Había aún muchos lirios de junio, como llamaba Diana a los narcisos. Los cerezos estaban más viejos pero tenían bastantes flores blancas. Todavía podía encontrarse el camino central bordeado de rosales, y el viejo malecón estaba blanco con las flores de fresas, azul con las violetas y verde con los helechos. Comieron en un rincón del jardín, sentadas sobre unas piedras musgosas, con un arbusto de lilas a sus espaldas, que agitaba sus banderas púrpuras. Las dos tenían hambre y las dos hicieron justicia a la comida.
—¡Qué bien sabe todo al aire libre! —suspiró Diana—. Tu torta de chocolate, Ana…, no hay palabras, pero tienes que darme la receta. A Fred le va a encantar. Él puede comer cualquier cosa, porque no engorda. Yo siempre digo que no voy a comer más tortas, porque cada año engordo más. Me da pánico llegar a ser como la tía abuela Sarah… Era tan gorda, que había que tirar de ella para levantarla cada vez que se sentaba. Pero cuando veo una torta como ésta… y anoche, en la recepción… ay, se habrían ofendido mucho si no hubiera comido.
—¿Te divertiste?
—Ah, sí, digamos que sí. Pero caí en las garras de la prima de Fred, Henrietta, y a ella le encanta contar sus operaciones y lo que sintió y cómo le habría explotado el apéndice si no se lo hubiera sacado a tiempo. «Me dieron quince puntos. Ay, Diana, ¡cómo sufrí!». Ella disfruta mucho, pero yo no. Y es cierto que sufrió; entonces, ¿por qué no va a disfrutar contándolo ahora? Jim estuvo tan gracioso… Aunque no sé si a Mary Alice le habrá gustado mucho… Bueno, un trozo pequeño, lo mismo da ir presa por un robo que por dos, ¿no?, una porción bien pequeñita no va a cambiar las cosas… Jim dijo que la noche antes de la boda estaba tan asustado, que tuvo ganas de tomar el tren hasta el puerto. Dijo que todos los novios sienten lo mismo pero no se atreven a decirlo. ¿Te parece que a Gilbert y a Fred les habrá pasado lo mismo, Ana?
—Seguro que no.
—Eso dijo Fred cuando le pregunté. Dijo que lo único que lo aterraba era que yo cambiara de idea en el último momento, como Rose Spencer. Aunque nunca se sabe lo que piensa un hombre. Pero es inútil preocuparse ahora por eso. ¡Qué bien hemos pasado esta tarde! Tengo la sensación de que hemos vivido otra vez muchos momentos felices de antes… Ojalá no tuvieras que irte mañana, Ana.
—¿No puedes venir a visitarnos a Ingleside este verano, Diana? Antes del verano… antes del verano, no recibiré visitas por un tiempo.
—Me encantaría. Pero me parece imposible que pueda escaparme de casa en el verano. Siempre hay tanto que hacer…
—Vendrá Rebecca Dew, por fin, y me alegro mucho. Aunque me temo que la tía María también venga. Se lo dio a entender a Gilbert. Él quiere que venga tan poco como yo, pero es «de la familia» y eso implica que la puerta de la casa de Gilbert debe estar siempre abierta para ella.
—Tal vez vaya en invierno. Me encantaría volver a ver Ingleside. Tu casa es preciosa, Ana…, y tu familia también.
—Ingleside es bonita, y ahora la quiero. En un tiempo pensé que jamás llegaría a quererla. No la podía ni ver cuando llegamos, la detestaba por sus mismas virtudes. Eran un insulto para mi querida Casa de los Sueños. Recuerdo que cuando nos fuimos le dije a Gilbert, con pena: «Hemos sido tan felices aquí. Jamás seremos igual de felices en otro lado». Me regodeé en la nostalgia durante un tiempo. Hasta que descubrí que empezaban a brotar semillitas de cariño por Ingleside. Luché contra ese sentimiento, de verdad, pero al fin tuve que rendirme y admitir que la quería. Y la quiero más cada año que pasa. No es una casa muy vieja… las casas demasiado viejas son tristes. Ni demasiado joven… las casas demasiado jóvenes son insulsas. Es dulce. Me gustan todas sus habitaciones. Cada una tiene algún defecto pero también alguna virtud, algo que la distingue de todas las demás, que le da personalidad. Me gustan los magníficos árboles del jardín. No sé quién los plantó, pero cada vez que subo me detengo en el descansillo… ¿te acuerdas de esa ventanita en el descansillo, con ese asiento ancho?… y me siento ahí un momento y digo: «Dios bendiga al hombre que plantó esos árboles, sea quien fuere». En realidad, tenemos demasiados árboles alrededor de la casa, pero no nos resignamos a perder ninguno.
—Típico de Fred. Tiene adoración por ese gran sauce al sur de la casa. Estropea la vista desde las ventanas de la salita, y se lo he dicho mil veces, pero él dice: «¿Serías capaz de cortar algo tan hermoso como ese árbol, por más que te tape la vista?». Y el sauce se queda, y es precioso. Por él le pusimos a la casa el nombre de Granja del Sauce Solitario. El nombre Ingleside me encanta. Es tan íntimo, tan bonito…
—Eso dijo Gilbert. Nos costó mucho elegir el nombre. Pensamos varios pero no tenían nada que ver. Pero cuando se nos ocurrió Ingleside, supimos de inmediato que era el nombre apropiado. Me alegro de tener una casa grande, la necesitamos, con tanta familia. A los niños también les encanta, por pequeños que sean.
—Son tan encantadores… —Con disimulo, Diana se cortó otra «diminuta porción» de torta de chocolate—. Yo encuentro a los míos preciosos. Pero los tuyos tienen algo… ¡y las mellizas! Eso sí te envidio. Siempre quise tener mellizos.
—Ah, no pude evitar a las mellizas; son mi destino. Pero para mí, es una desilusión que las mías no se parezcan nada. Nan es bonita, con sus cabellos y ojos castaños y tiene facciones muy bonitas. Di es la favorita de su padre, porque tiene los ojos verdes y los cabellos rojos… cabellos rojos con rizos. Shirley es el preferido de Susan. Yo estuve mucho tiempo enferma después de su nacimiento y ella lo cuidó. A veces creo que Susan cree que es suyo. Lo llama «mi morenito», y es una vergüenza cómo lo mima.
—Y todavía es tan pequeño que puedes ir a verlo de noche a ver si se ha destapado para arroparlo —dijo Diana con pena—. Jack tiene nueve años y no quiere que lo arrope. Dice que ya es grande. ¡Y a mí me encantaba hacerlo! Ah, cómo me gustaría que los niños no crecieran tan rápido.
—Ninguno de los míos ha llegado todavía a esa etapa, aunque me he dado cuenta de que, desde que comenzó a ir a la escuela, Jem ya no quiere que lo tome de la mano cuando caminamos por el pueblo —dijo Ana con un suspiro—. Pero él, Walter y Shirley siguen queriendo que los arrope. Walter a veces hace todo un ritual.
—Y todavía no tienes que preocuparte por qué van a ser. Jack está loco por ser soldado cuando sea grande. ¡Soldado! ¡Imagínate!
—En tu lugar, yo no me preocuparía. Se olvidará cuando se le ocurra otra cosa. La guerra es algo del pasado. Jem dice que va a ser marino… como el capitán Jim… y Walter va camino de ser poeta. No es como ninguno de los otros. Pero a todos les encantan los árboles y a todos les gusta jugar en «el Pozo», como lo llaman… Es un pequeño valle, justo detrás de Ingleside, con preciosos senderos y un arroyo. Un lugar común y corriente… Para la gente no es más que «el Pozo», pero para ellos es el País de las Hadas. Todos tienen defectos, pero no son malos chicos, y por suerte, siempre están rodeados de mucho amor.
»Ah, me alegra pensar que mañana a esta hora estaré en Ingleside, contándoles cuentos a mis niños a la hora de dormir y dándoles a las calceolarias y los helechos de Susan su dosis de alabanzas. Susan tiene suerte con los helechos. Nadie puede conseguir helechos como los suyos. Puedo alabar sus helechos con toda honestidad. ¡Pero las calceolarias, Diana! A mí no me parecen flores. Pero no puedo herir los sentimientos de Susan diciéndoselo. Siempre me las arreglo para decirle algo. Hasta ahora la Providencia no me ha abandonado. Susan es tan buena… No sé qué haría sin ella. Y pensar que en un tiempo la consideré «una extraña». Sí, es bonito pensar en ir a casa y, sin embargo, también me da pena irme de Tejas Verdes. Esto es tan hermoso, con Marilla y contigo. Nuestra amistad siempre ha sido algo hermoso, Diana.
—Sí, y las dos siempre… quiero decir, nunca he podido decir las cosas como tú, Ana, pero sí hemos mantenido nuestros «solemnes juramento y promesa», ¿no?
—Siempre, y siempre los mantendremos.
La mano de Ana halló la de Diana. Permanecieron sentadas un largo rato en un silencio demasiado dulce para ser interrumpido con palabras. Las largas y quietas sombras del atardecer cayeron sobre la hierba, sobre las flores y sobre la verde extensión de los prados cercanos. El sol bajó e hizo que las sombras gris rosáceas del cielo más profundas y pálidas detrás de los árboles pensativos, mientras el crepúsculo de primavera se apoderaba del jardín de Hester Gray, por el que ya nadie caminaba. Los petirrojos salpicaban el aire del atardecer con silbidos aflautados. Una inmensa estrella apareció por entre los blancos cerezos.
—La primera estrella es siempre un milagro —dijo Ana, soñadora.
—Podría quedarme sentada aquí para siempre —dijo Diana—. ¡Qué lástima que tengamos que irnos!
—Yo también lo lamento, pero después de todo, sólo hemos simulado tener quince años. Debemos recordar nuestras responsabilidades familiares. ¡El aroma de esas lilas! ¿Nunca se te ocurrió, Diana, que hay algo… no demasiado casto… en el perfume de las lilas? Gilbert se ríe, y a él le encantan, pero a mí siempre me parece que evocan algo secreto, demasiado dulce.
—Yo siempre digo que es un perfume demasiado pesado para tener dentro de la casa —dijo Diana. Cogió la bandeja con los restos de la torta de chocolate… lo miró con pena… pero negó con la cabeza y la guardó en la cesta, con expresión de nobleza y sacrificio.
—¿No sería divertido, Diana, si ahora, camino a casa, nos encontráramos con nosotras como éramos antes, corriendo por el Sendero de los Amantes?
Diana se estremeció.
—Noooo, no me parecería nada divertido, Ana. No me di cuenta de que había oscurecido tanto. Una cosa es imaginarse cosas a la luz del día, y otra…
Se fueron despacio, en silencio, juntas, con la gloria de la puesta de sol ardiendo sobre las viejas colinas a sus espaldas, y su antiguo cariño, jamás olvidado, ardiéndoles en sus corazones.
A la mañana siguiente, Ana terminó aquella semana llena de días agradables, llevando flores a la tumba de Matthew; por la tarde cogió el tren desde Carmody. Durante un rato pensó en todas las cosas queridas que dejaba atrás, y luego sus pensamientos corrieron hacia adelante, hacia las cosas queridas que la esperaban. Su corazón iba cantando porque regresaba a casa, a una casa donde reinaba la alegría, donde todo aquel que cruzaba el umbral sabía que era un hogar, una casa que rebosaba risas, tacitas de plata, fotos y niños… preciosidades con rizos y rodillas gordezuelas, cuartos que le darían la bienvenida, armarios llenos de vestidos aguardándola; una casa, en fin, donde siempre se celebraban los pequeños aniversarios y siempre se susurraban pequeños secretos.
«¡Qué agradable es que me guste regresar a casa!», pensó Ana, sacó del bolso una carta de uno de sus hijos con la que se había reído alegremente la noche anterior, al leérsela con orgullo a los habitantes de Tejas Verdes, la primera carta que había recibido de un hijo suyo. Era una cartita preciosa para venir de una criatura de siete años que hacía sólo un año que iba a la escuela, aunque la ortografía de Jem era todavía un poco vacilante y había un gran borrón de tinta en una esquina del papel.
Di yoró y yoró toda la noche porque Tommy Drew le dijo que iba a quemarle la muñeca en una parrilla. De noche Susan nos cuenta unos cuentos mui lindos pero no es como tu, mamita. Anoche me dejó ayudarla a plantar unas semillas.
«¿Cómo he podido ser feliz lejos de ellos una semana entera?», se preguntó la dueña y señora de Ingleside con reproche.
—¡Es maravilloso que alguien te espere al final de un viaje! —exclamó al bajar del tren en Glen St. Mary y ser recibida por los brazos expectantes de Gilbert.
No estaba segura de que Gilbert la esperaría: siempre había alguien a quien se le ocurría nacer o morirse, pero no había regreso a casa que mereciera la pena si él no estaba esperándola. ¡Y qué elegante era su nuevo traje! «Menos mal que me he puesto la blusa blanca con puntillas con el traje castaño, aunque la señora Lynde me dijo que era un disparate vestirse así para viajar. De no haberme vestido así, no estaría linda para Gilbert».
Ingleside estaba iluminada con alegres farolitos chinos colgados en la galería. Ana corrió alegremente por el sendero bordeado de narcisos.
—¡Ingleside, aquí estoy! —exclamó.
La rodearon todos, riendo, parloteando, bromeando, y Susan Baker sonreía con mesura detrás de todos. Cada uno de sus hijos tenía un ramito recogido especialmente para ella, hasta el pequeño Shirley, con sus dos añitos.
«¡Ah, qué bienvenida! Todo en Ingleside es tan feliz. Es maravilloso pensar que mi familia se alegra tanto de verme».
—Mamá, si te vas otra vez de casa —dijo Jem, con mucha solemnidad—, cogeré apendicitis.
—¿Qué hay que hacer para coger apendicitis? —preguntó Walter.
—¡Shh! —dijo Jem. Le dio un codazo a Walter y murmuró—: Tiene que haber un dolor en algún lugar, yo lo sé, pero sólo quiero asustar a mamá para que no se vaya más.
Había mil cosas que Ana quería hacer al mismo tiempo, abrazar a todos, salir corriendo en el crepúsculo a recoger algunos pensamientos (en Ingleside había pensamientos por todas partes), recoger la vieja muñeca que había quedado sobre el felpudo, oír todos los jugosos chismes y novedades: todos contribuían con algo. Nan, que se había metido el tapón de un tubo de vaselina en la nariz cuando el doctor había salido a atender un caso y Susan se había distraído. «Le aseguro que me preocupé mucho, mi querida señora». La vaca de la señora Jud Palmer, que se había comido cincuenta y siete clavos y hubo que mandar buscar un veterinario de Charlottetown. La distraída de la señora Fenner Douglas, que había ido a la iglesia con la cabeza descubierta. Papá, que había arrancado todos los dientes de león del jardín. «Entre un niño y otro, mi querida señora…, tuvo ocho mientras usted no estaba». El señor Tom Flagg, que se había teñido el bigote («aunque hace apenas dos años de la muerte de su esposa»). Rose Maxwell, de Harbour Head, que había dejado plantado a Jim Hudson, del Upper Glen, y él le había mandado una factura por todo lo que había gastado en ella. De lo concurrido que había estado el funeral de la señora Amasa Warren. Del gato de Carter Flagg, al que le habían arrancado la cola de un mordisco. De Shirley, a quien habían encontrado en un establo, de pie justo debajo de uno de los caballos. «Mi querida señora, ya nunca volveré a ser la misma». Que, lamentablemente, había buenas razones para suponer que los ciruelos estaban apestados. Que Di se había pasado todo el día cantando: «Mami vuelve a casa hoy, a casa hoy, a casa hoy», con la música de Merrily We Roll Along. Que en casa de Joe Reese tenían un gato bizco porque había nacido con los ojos abiertos. Que Jem, sin querer, se había sentado encima de un papel cazamoscas antes de ponerse los pantalones. Y que Camarón se había caído dentro del barril de agua.
—Por poco se ahoga, mi querida señora, pero por suerte el doctor oyó sus aullidos en menos que canta un gallo y lo sacó por las patitas de atrás.
«¿Cuánto tiempo es "en menos que canta un gallo", mamá?».
—Parece que se ha recuperado bien —dijo Ana, acariciando las brillantes curvas negras y blancas de un satisfecho gatito de anchas mandíbulas que ronroneaba sobre una silla, junto al fuego.
En Ingleside no era recomendable sentarse en ninguna silla sin asegurarse antes de que no hubiera un gato sobre ella. Susan, a quien no le gustaban mucho los gatos en un principio, juraba que había aprendido a quererlos en defensa propia. En cuanto a Camarón, Gilbert le había puesto ese nombre hacía un año cuando Nan había traído a casa al gatito, flacucho y en un estado lamentable, desde el pueblo, donde unos muchachitos habían estado torturándolo, y el nombre le quedó, aunque ahora era altamente inapropiado.
«Pero ¡Susan! ¿Qué ha pasado con Gog y Magog? Ay, no se habrán roto, ¿no?».
—No, no, mi querida señora —exclamó Susan. Se puso roja de vergüenza y salió corriendo de la habitación. Volvió en seguida con los dos perros de porcelana, que siempre presidían el hogar en Ingleside—. No sé cómo pude olvidarme de volver a ponerlos en su sitio antes de su llegada. ¿Sabe qué sucedió, mi querida señora? La señora de Charles Day, de Charlottetown, estuvo de visita al día siguiente de su partida; y ya sabe lo escrupulosa y cuidadosa que es. Walter pensó que tenía que darle conversación y comenzó señalándole los perros. «Éste es Dios y éste es Mi Dios», dijo, pobrecito inocente. Yo estaba horrorizada, y pensé que me moría al verle la cara a la señora Day. Se lo expliqué lo mejor que pude, porque no quería que nos creyera una familia de herejes, pero decidí guardar los perros en el armario de la loza, fuera de la vista, hasta que usted volviera.
—Mamá, ¿podemos cenar pronto? —preguntó Jem, con aire patético—. Me duele el estómago de hambre. ¡Ah, mamá, hemos hecho la comida preferida de todos!
—Aramos, dijo el mosquito sobre el lomo del buey, pero sí, es cierto —dijo Susan con una sonrisa—. Pensamos que había que celebrar su regreso como corresponde, mi querida señora. ¿Y ahora dónde está Walter? Esta semana es su turno de tocar el gong para llamar a cenar, pobre angelito.
La cena fue una comida de gala; acostar a todos los niños después fue una delicia. Susan hasta le permitió acostar a Shirley, considerando que era una ocasión muy especial.
—Éste no es un día cualquiera, mi querida señora —dijo con solemnidad.
—Ah, Susan, no existe ningún día cualquiera. Cada día tiene algo que los demás no tienen. ¿No lo ha notado?
—Cuán cierto es, mi querida señora. El viernes pasado, por ejemplo, que llovió todo el día, y estuvo tan gris, a mi gran geranio rosado por fin le salieron botones después de haberse negado a florecer durante tres largos años. ¿Y no ha visto mis calceolarias, mi querida señora?
—¡Verlas! ¡Jamás en la vida he visto calceolarias como ésas, Susan! ¿Cómo lo hace?
«Ya está. He hecho feliz a Susan y no he mentido. Jamás he visto calceolarias como las suyas, ¡gracias al cielo!».
—Es el resultado del cuidado y la atención constantes, mi querida señora. Pero hay algo de lo que creo que debo hablarle. Creo que Walter sospecha algo. Sin duda, algunos de los chicos de Glen le han dicho cosas. Hoy en día, hay tantos chicos que saben mucho más de lo que es conveniente… El otro día, Walter me dijo, muy pensativo: «Susan —dijo—, ¿son muy caros los niños?». Me quedé sin habla, mi querida señora, pero mantuve el control de mí misma. «Hay gente que piensa que son un lujo —le dije—, pero en Ingleside pensamos que son una necesidad». Y me reprocho por haberme quejado en voz alta del precio de las cosas en los comercios de Glen. Me temo que pueda haber preocupado a la criatura. Pero si le dice algo, mi querida señora, ya está preparada.
—Veo que manejó la situación de manera maravillosa, Susan —dijo Ana, muy seria—. Y creo que ha llegado el momento de contarles lo que esperamos.
Pero lo mejor de todo fue cuando Gilbert se le acercó; ella estaba junto a la ventana, mirando la niebla que venía desde el mar y se esparcía sobre las dunas iluminadas por la luna, y sobre el puerto y por el largo y angosto valle al que miraba Ingleside y donde se arrebujaba el pueblo de Glen St. Mary.
—¡Regresar al fin de un arduo día de trabajo y encontrarte! ¿Eres feliz, Ana querida?
—¡Feliz! —Ana se inclinó para aspirar el perfume de un florero lleno de azahares que Jem había colocado sobre su tocador. Se sentía rodeada de amor—. Gilbert querido, he disfrutado mucho siendo Ana, la de Tejas Verdes otra vez por una semana, pero es cien veces mejor volver y ser Ana, la de Ingleside.
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