Ana y la casa de sus sueños - Lucy Maud Montgomery - E-Book

Ana y la casa de sus sueños E-Book

Lucy Maud Montgomery

0,0
0,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El libro comienza con la boda de Ana y Gilbert en el pequeño jardín de Tejas Verdes. Tras la boda los recién casados parten hacia un nuevo hogar al que Ana bautizará como 'la Casa de sus Sueños', en el Puerto de Cuatro Vientos. Allí, Ana y Gilbert comenzarán su nueva vida juntos y conocerán a sus nuevos vecinos, gentes muy interesantes como el Capitán Jim o la totalmente andrófoba señorita Cornelia Bryant. También conocerán a su vecina más cercana la desdichada Leslie Moore, una bellísima joven que contempló las muertes de su hermano pequeño y su padre, y fue obligada por su madre a casarse con un hombre al que odiaba, un marinero, quien hace años que volvió mentalmente trastornado de su último viaje. Ana procurará por todos los medios hacerse amiga de Leslie, aunque ella la rechace.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Lucy Maud Montgomery

Lucy Maud Montgomery

ANA Y LA CASA DE SUS SUEÑOS

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-548-7

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-548-7
Este libro se ha creado con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Indice

I

II

III

IV

I

1

En la buhardilla de «Tejas Verdes»

—Gracias al cielo que he terminado con la geometría, de estudiarla y de enseñarla — dijo Ana Shirley al tiempo que arrojaba con aire vengativo un manoseado volumen de Euclides en un gran baúl, cerraba la tapa con aire triunfal y se sentaba sobre él; Diana Wright se encontraba con ella en la buhardilla de Tejas Verdes, mirándola con unos ojos grises que eran como un cielo matinal.

La buhardilla era un lugar lleno de sombras, sugerente y encantador, como debe ser toda buhardilla. A través de la ventana abierta, junto a la cual estaba sentada Ana, llegaba el aire de la tarde de agosto, dulzón, perfumado, tibio de sol; las ramas de los álamos crujían y se agitaban al viento; más allá estaban el bosque, por el que serpenteaba el Sendero de los Amantes, y el viejo huerto de manzanos que todavía regalaba generosamente sus rosáceas cosechas. Y por encima de todo, había una gran cadena montañosa de nubes níveas en el cielo azul. A través de la otra ventana se divisaba un mar distante, azul, coronado de blanco: el hermoso golfo St. Lawrence, donde, como una joya, flota Abegweit, cuyo nombre indio tan suave y dulce ha sido olvidado hace ya tiempo por el más prosaico de Isla Príncipe Eduardo.

Diana Wright, tres años mayor que la última vez que la vimos, ya es toda una señora. Pero sus ojos siguen igual de negros y brillantes, sus mejillas igual de encendidas y sus hoyuelos igual de encantadores que en aquellos días lejanos en que Ana Shirley y ella se juraron amistad eterna en el jardín de Orchard Slope. Tiene en brazos a una criatura de rizos negros, dormida, a quien el mundo de Avonlea conoce, desde hace dos felices años, como «la pequeña Ana Cordelia». La gente de Avonlea sabía por qué Diana le había puesto Ana, pero estaban muy intrigados por lo de

«Cordelia». No había habido ninguna Cordelia en las familias Wright o Barry. La señora de Harmon Andrews dijo que suponía que Diana había encontrado el nombre en alguna tonta novela y se asombraba de que Fred no hubiera tenido mejor criterio y lo hubiera permitido. Pero Diana y Ana sonreían. Ellas sabían de dónde le venía el nombre a Ana Cordelia.

—Tú siempre has odiado la geometría —dijo Diana con una sonrisa—. Me imagino lo contenta que estarás por no tener que enseñar más.

—Ah, pero a mí siempre me ha gustado enseñar. Estos últimos tres años en Summerside han sido muy agradables. Cuando volví a casa, la señora de Harmon Andrews me dijo que no hallaría la vida de casada mucho mejor que la de maestra, como yo esperaba. Evidentemente ella comparte la opinión de Hamlet acerca de que puede ser mejor soportar los males que nos afligen antes que lanzarnos a otros que desconocemos.

La risa de Ana, tan alegre e irresistible como antes pero ahora con una pizca de dulzura y madurez, resonó en la buhardilla. Marilla, que estaba en la cocina preparando mermelada de ciruelas moradas, la oyó y sonrió; suspiró al pensar con qué poca frecuencia resonaría esa risa querida en Tejas Verdes en los próximos años. Nada la había alegrado tanto como saber que Ana se casaría con Gilbert Blythe; pero toda alegría trae consigo su pequeña sombra de pena. Durante los tres años pasados en Summerside, Ana había ido a casa a pasar las vacaciones y los fines de semana pero, ahora, no podían esperar más de dos visitas al año.

—No permitas que lo que diga la señora de Harmon te preocupe —dijo Diana con la serena actitud de quien lleva cuatro años casada—. La vida de casada tiene sus altibajos, por supuesto. No esperes que todo vaya siempre a las mil maravillas. Pero te aseguro, Ana, que es una vida feliz si estás casada con el hombre que quieres.

Ana ocultó una sonrisa. Los aires de vasta experiencia de Diana siempre le hacían gracia.

«Supongo que yo actuaré igual cuando lleve cuatro años casada —pensó—.

Aunque espero que mi sentido del humor me salve».

—¿Ya habéis decidido dónde vais a vivir? —preguntó Diana mientras acariciaba a la pequeña Cordelia con ese gesto inimitable de las madres; siempre que veía ese gesto, el corazón de Ana, pleno de sueños y esperanzas dulces y aún inexpresados, se colmaba de una emoción que era en parte placer puro y en parte una extraña y etérea congoja.

—Sí. Eso quería contarte cuando te llamé por teléfono para que vinieras. A propósito, no puedo acostumbrarme a que tengamos teléfonos en Avonlea. Me resulta tan ridículamente moderno para este viejo, tranquilo y encantador lugar.

—Se lo debemos a AVIS —dijo Diana—. Nunca habríamos conseguido la línea si la asociación no se hubiera ocupado del tema y no hubiera insistido. Había obstáculos suficientes para desalentar a cualquier asociación. Pero ellos no abandonaron. Hiciste algo maravilloso por Avonlea cuando fundaste esa asociación, Ana. ¡Cómo nos divertíamos en las reuniones! Yo nunca olvidaré el salón azul ni el plan que tenía Judson Parker de pintar publicidad de medicina en su cerca.

—No sé si le estoy muy agradecida a AVIS en este asunto del teléfono —dijo Ana

—. Ah, ya sé que es necesario… ¡Incluso más que nuestro antiguo sistema de hacernos señales con linternas! Y, como dice la señora Rachel: «Avonlea debe seguir el ritmo de la procesión, sí, señor». Pero en cierto sentido, creo que yo no habría querido ver Avonlea estropeada por lo que el señor Harrison llama, cuando quiere ser ingenioso, «atrasos modernos». Me habría gustado mantenerlo siempre como era en los viejos tiempos. Pero es una tontería romántica imposible. De modo que voy a volverme sensata, práctica y actual. El teléfono, como admite el señor Harrison, es

«una cosa estupenda», aunque se sepa que probablemente haya media docena de entrometidos escuchando.

—Eso es lo peor —suspiró Diana—. Es tan molesto llamar a alguien y oír el

ruido de los teléfonos cuando los descuelgan. Dicen que la señora de Harmon Andrews insistió para que se lo instalaran en la cocina para poder escuchar cada vez que suena mientras hace la comida. Hoy, cuando me llamaste, oí con toda claridad el reloj de los Pye dando la hora. Seguramente Josie o Gertie estaban escuchando.

—Ah, por eso dijiste eso de «Hay un reloj nuevo en Tejas Verdes, ¿no?». No entendía lo que querías decir. Y en seguida oí un «clic». Supongo que fue el ruido del teléfono de los Pye. Bien, no nos preocupemos por ellos. Como dice la señora Rachel: «Los Pye siempre han sido así y serán así mientras el mundo sea mundo, amén». Quiero hablar de cosas más agradables. Ya hemos decidido dónde vamos a vivir.

—¡Ay, Ana! ¿Dónde? Ojalá sea cerca de aquí.

—Nooo, ésa es la desventaja. Gilbert va a establecerse en el Puerto de Cuatro Vientos, a cien kilómetros de aquí.

—¡Cien! No habría diferencia si fueran mil —suspiró Diana—. Ahora no puedo ir más allá de Charlottetown.

—Tendrás que venir a Cuatro Vientos. Es el puerto más hermoso de la isla. En un extremo, hay un pueblecito llamado Glen St. Mary; el doctor David Blythe, tío abuelo de Gilbert, ha ejercido allí durante cincuenta años. Va a retirarse y Gilbert se hará cargo de sus pacientes. Pero el doctor Blythe se quedará con su casa, de modo que nosotros tendremos que buscarnos vivienda. Todavía no sé cómo será ni dónde estará, pero tengo una casita de los sueños ya amueblada en mi imaginación: un diminuto y delicioso castillo en España.

—¿Adónde iréis de luna de miel? —preguntó Diana.

—A ningún lado. No pongas esa cara de espanto, querida. Me recuerdas a la señora de Harmon Andrews. Ella comentará, sin duda en tono condescendiente, que la gente que no puede permitirse ir de luna de miel es prudente si decide no viajar; y entonces me recordará que Jane se fue a Europa en la suya. Yo quiero pasar mi luna de miel en Four Winds, en mi preciosa casita de los sueños.

—¿Y has decidido no tener damas de honor?

—No tengo a nadie. Phil, Priscilla, Jane y tú os habéis casado antes que yo; y Stella está enseñando en Vancouver. No tengo a ninguna otra «amiga del alma» y no quiero una dama de honor que no sea una amiga íntima.

—Pero llevarás velo, ¿no? —preguntó Diana, preocupada.

—Sí, por supuesto. No me sentiría una novia sin velo. Recuerdo que el día que Matthew me trajo a Tejas Verdes le dije que yo no pensaba casarme porque era tan fea que nadie me pediría jamás en matrimonio, a menos que fuera algún misionero extranjero. Yo creía que los misioneros extranjeros no pueden darse el lujo de ser exigentes y desear belleza en una muchacha a quien van a pedirle que arriesgue la vida entre los caníbales. Si hubieras visto al misionero extranjero con el que se casó Priscilla… Es tan atractivo como aquellos galanes con los que soñábamos despiertas, Diana. Es el hombre mejor vestido que he visto en mi vida y estaba fascinado por la

«belleza etérea y dorada» de Priscilla. Claro que en Japón no hay caníbales.

—Tu vestido de novia es un sueño —suspiró Diana, embelesada—. Vas a parecer una verdadera reina, tan alta y delgada… ¿Cómo haces para no engordar, Ana? Yo estoy más gorda que nunca, pronto no tendré ni cintura.

—A mí me parece que una está predestinada a ser delgada o robusta —dijo Ana

—. Al menos, a ti la señora de Harmon Andrews no puede decirte lo que me dijo a mí cuando vine a casa desde Summerside: «Bien, Ana, estás tan esquelética como siempre». Ser delgada suena muy romántico, pero «ser esquelética» es harina de otro costal.

—La señora Harmon ha estado hablando de tu ajuar. Admite que es tan bonito como el de Jane, aunque dice que Jane se casó con un millonario y tú te casarás con

«un pobre médico sin un centavo».

Ana rió.

—Mis vestidos son muy bonitos. A mí me gustan las cosas hermosas. Recuerdo el primer vestido bonito que tuve: aquel satinado de color castaño que me regaló Matthew para el concierto en el colegio. Todo lo que había tenido antes era tan feo… Aquella noche me pareció que entraba en un nuevo mundo.

—Fue aquella noche cuando Gilbert recitó Bingen on the Rhine y te miró cuando dijo: «Hay otra, que no es una hermana». ¡Y tú estabas furiosa porque él se puso tu rosa de papel en el bolsillo de la chaqueta! En aquel momento no se te hubiera ocurrido que terminarías casándote con él.

—Bien, ése es otro ejemplo de predestinación —dijo Ana, riendo, y las dos bajaron juntas la escalera de la buhardilla.

2

La casa de los sueños

Nunca había habido tanta excitación en la historia de Tejas Verdes. Hasta Marilla estaba tan inquieta que no podía evitar demostrarlo, lo cual era absolutamente extraordinario.

—Nunca hemos celebrado una boda en la casa —le dijo, casi como disculpándose, a la señora Rachel Lynde—. Cuando era niña, oí decir a un ministro que una casa no era un verdadero hogar hasta que no era consagrado por un nacimiento, una boda y una muerte. Hemos tenido muertes en la casa, mi padre y mi madre murieron aquí, igual que Matthew; y también hemos tenido un nacimiento. Hace mucho, cuando apenas nos habíamos mudado, tuvimos a un hombre trabajando aquí; era casado y su esposa tuvo un niño. Pero nunca hubo una boda. Me parece tan extraño que Ana se case… En cierto modo, a mí me parece que sigue siendo la niñita que Matthew trajo a casa hace catorce años. No puedo asumir que haya crecido. Jamás olvidaré lo que sentí cuando vi que Matthew traía a una niña. Me pregunto qué habrá sido del varoncito que tendríamos que haber tenido en su lugar. Me pregunto cuál habrá sido su destino.

—Bien, aquél fue un error afortunado —dijo la señora Rachel Lynde—. Aunque, atención, hubo momentos en que no lo creí así; por ejemplo, el día que vine a ver a Ana y ella nos hizo aquella escena. Pero muchas cosas han cambiado desde entonces, sí, señor.

La señora Rachel suspiró pero en seguida recuperó el ánimo. Cuando las bodas eran como debían ser, la señora Rachel estaba dispuesta a permitir que los muertos enterraran a sus muertos.

—Voy a regalar a Ana dos de mis colchas de algodón —continuó diciendo—. Una con rayas color tabaco y la otra con hojitas de manzano. Ella dice que se están poniendo de moda otra vez. Bien, moda o no moda, no creo que haya nada más bonito para una cama de huéspedes que una colcha con hojitas de manzano, sí, señor. Voy a hacerlas lavar bien. Las hice guardar en bolsas de algodón después de la muerte de Thomas y seguro que estarán algo descoloridas. Pero todavía falta un mes y, si se ponen a blanquear al rocío, quedarán impecables.

¡Sólo un mes! Marilla suspiró y luego dijo, con orgullo:

—Yo voy a regalarle a Ana esa media docena de alfombritas trenzadas que tengo en la buhardilla. No creí que las quisiera ya que están muy anticuadas y ahora parece que la gente no quiere más que alfombras tejidas. Pero ella me las pidió, dice que es lo que más le gustaría para sus suelos. Son muy bonitas. Las hice con los retazos más lindos que encontré y las trencé en franjas. Han sido una buena compañía estos

últimos inviernos. Y le prepararé mermelada de ciruelas moradas para un año. Es muy raro. Esos ciruelos no han dado fruta durante tres años, incluso pensé que tendría que cortarlos. Pero la última primavera se llenaron de flores y han dado tantas ciruelas como no recuerdo que nunca antes haya habido en Tejas Verdes.

—Bien, gracias a Dios que Ana y Gilbert van a casarse después de todo. Es algo por lo que siempre he rezado —dijo la señora Rachel con el tono de quien está absolutamente seguro de que sus plegarias han tenido una gran influencia—. Fue un gran alivio descubrir que no pensaba aceptar a ese hombre de Kingsport. Él era rico, cierto, y Gilbert es pobre, al menos ahora, pero es un muchacho de la isla.

—Es Gilbert Blythe —dijo Marilla, contenta.

Marilla habría preferido morir antes que poner en palabras el pensamiento que había en su mente cada vez que miraba a Gilbert desde que éste era un niño: el hecho de que, de no haber sido por su orgullo de hacía tanto, pero tanto tiempo, el muchacho habría podido ser hijo suyo. Marilla sentía que, de alguna extraña manera, su matrimonio con Ana corregía aquel error. Había aparecido el bien entre aquella antigua tristeza.

En cuanto a Ana, estaba tan contenta, que Marilla casi tenía miedo. A los dioses, según dice una vieja superstición, no les gusta ver mortales demasiado felices. Lo que sí es seguro es que a algunos seres humanos no les gusta. Dos de estos especímenes llegaron a Ana en un crepúsculo violeta y se dispusieron a hacer lo que pudieran para estropear su nube de colores. Si ella pensaba que se llevaba algún tipo de premio con el joven doctor Blythe, o si suponía que él seguía tan enamorado de ella como en sus días de inexperta juventud, era deber de estas personas presentarle la cuestión bajo otra luz. Sin embargo, estas dos dignas señoras no eran enemigas de Ana; por el contrario, la querían de verdad y, de haberla atacado alguna otra persona, la habrían defendido como si hubiera sido de su sangre. La naturaleza humana no está obligada a ser coherente.

La señora de Inglis (nombre de soltera: Jane Andrews, según el Daily Enterprise) vino con su madre y la señora de Jasper Bell. Pero en Jane la leche de la bondad humana no se había agriado por años de altercados maritales. Sus comentarios fueron de carácter más agradable. Como diría la señora Rachel Lynde, a pesar del hecho de haberse casado con un millonario, era feliz en su matrimonio. El dinero no la había echado a perder. Seguía siendo la Jane plácida, gentil, de sonrosadas mejillas de aquel cuarteto de muchachas, contenta por la felicidad de su antigua compañera y tan interesada en todos y cada uno de los detalles del ajuar de Ana como si éste pudiera rivalizar con sus propios esplendores en sedas y piedras preciosas. Jane no era brillante y probablemente jamás en toda su vida había hecho un comentario digno de ser escuchado; pero nunca decía nada que pudiera herir los sentimientos de nadie, lo cual, aunque puede ser un talento, es, al mismo tiempo, una cualidad envidiable y poco usual.

—De modo que Gilbert no te dejó plantada, después de todo —dijo la señora

Harmon Andrews, logrando dar una expresión de sorpresa a sus palabras—. Bien, los Blythe generalmente cumplen con su palabra cuando la han comprometido, suceda lo que suceda. Veamos, tú tienes veinticinco años, ¿no, Ana? Cuando yo era joven, los veinticinco eran el primer recodo. Pero se te ve muy joven. La gente pelirroja es así.

—Los cabellos rojizos están muy de moda ahora —dijo Ana, tratando de sonreír pero hablando con un dejo de frialdad. La vida le había dado un desarrollado sentido del humor que la ayudaba a sobreponerse a muchas dificultades, pero hasta el momento, nada había conseguido endurecerla ante la menor referencia a su cabello.

—Así es, así es —concedió la señora Harmon—. Es desconcertante lo rara que puede ser la moda. Bien, Ana, tus cosas son muy bonitas, y muy apropiadas para tu situación en la vida, ¿no te parece, Jane? Espero que seas muy feliz. Tienes mis mejores deseos, te lo aseguro. Un noviazgo largo no siempre acaba bien. Pero en tu caso no se pudo evitar, claro.

—Gilbert parece muy joven para ser médico. Me temo que la gente no le tendrá demasiada confianza —dijo la señora de Jasper Bell con tono siniestro. Luego apretó los labios con fuerza, como si ya hubiera dicho lo que consideraba un deber decir y tuviera la conciencia tranquila. Pertenecía a esa clase de mujeres que siempre tienen una pluma negra en el sombrero y rizos desordenados en la nuca.

El placer superficial de Ana por las cosas de su ajuar se vio ensombrecido temporalmente, pero la profunda felicidad interna estaba fuera de alcance y los pequeños aguijones de las señoras Bell y Andrews fueron olvidados cuando, un poco más tarde, llegó Gilbert y se fueron a caminar juntos hasta los abedules del arroyo, que estaban recién plantados cuando Ana llegó a Tejas Verdes y que ahora eran altas columnas de marfil en un palacio de hadas formado por la luz crepuscular y las estrellas. A su sombra, Ana y Gilbert hablaron como dos enamorados de su nuevo hogar y de su nueva vida juntos.

—Encontré un nido para los dos, Ana.

—Ah, ¿dónde? No en el mismo pueblo, espero. No me gustaría.

—No. No había ninguna casa disponible en el pueblo. Ésta es una casita blanca que hay sobre el puerto, a medio camino entre Glen St. Mary y Punta de Cuatro Vientos. Está algo alejada pero cuando tengamos teléfono eso no importará mucho. El lugar es precioso. Da a poniente y tiene enfrente el gran puerto azul. Las dunas no están muy lejos, los vientos del mar soplan sobre ellas y la espuma del mar las empapa.

—Pero la casa propiamente dicha, Gilbert, nuestro primer hogar… ¿cómo es?

—No muy grande, pero lo suficiente para nosotros. En la planta baja hay una sala espléndida con chimenea, un comedor que da al puerto y una pequeña habitación que será mi consultorio. La casa tiene unos sesenta años, es la más antigua de Four Winds. Pero está muy bien cuidada y fue casi rehecha hace unos quince años, es decir, le cambiaron las tejas y los suelos y la revocaron por completo. Para empezar, la construcción es muy buena. Tengo entendido que tiene una historia romántica, pero

el hombre que me la alquiló no la conocía. Me dijo que el capitán Jim es el único capaz de recordar esa vieja historia.

—¿Quién es el capitán Jim?

—El encargado del faro de Punta de Cuatro Vientos. Te encantará el faro, Ana. Es giratorio y destella como una estrella a través de las tinieblas. Podemos verlo desde las ventanas de la sala y desde la puerta principal.

—¿Quién es el dueño de la casa?

—Bien, ahora pertenece a la Iglesia Presbiteriana de Glen St. Mary, y yo se la alquilé a los administradores. Pero hasta hace poco pertenecía a una anciana, la señorita Elizabeth Russell. Murió la primavera pasada y, como no tenía parientes cercanos, le dejó la propiedad a la Iglesia de Glen St. Mary. Sus muebles seguían en la casa y los compré casi todos por nada; eran todos tan anticuados que los administradores no sabían a quién venderlos. En Glen St. Mary, la gente prefiere el elegante brocado y los aparadores con espejos y adornos, creo. Pero los muebles de la señorita Russell son muy buenos y estoy seguro de que te gustarán, Ana.

—Hasta ahora, todo muy bien —dijo Ana, asintiendo con cautela—. Pero, Gilbert, la gente no puede vivir sólo de muebles. No has mencionado algo muy importante. ¿Hay árboles alrededor de la casa?

—A montones, ¡oh, ninfa de los bosques! Hay un bosquecito de abetos detrás de la casa, dos hileras de álamos de Lombardía en el sendero de la entrada y un anillo de abedules blancos rodeando un jardín precioso. La puerta principal da al jardín pero hay otra entrada, una especie de portón pequeño, entre dos abetos. Las bisagras están sujetas a un tronco y el pasador a otro. Las ramas forman un arco encima de él.

—¡Ah, me alegro! No podría vivir en un lugar donde no hubiera árboles, algo en mí moriría de sed. Bien, después de eso, no tiene sentido que te pregunte si hay algún arroyito cerca. Sería pedir demasiado.

—Pero sí lo hay y hasta cruza por un rincón del jardín.

—Entonces —dijo Ana con un largo suspiro de satisfacción—, esa casa que has encontrado y ninguna otra es «mi casa de los sueños».

3

En la tierra de los sueños

—¿Ya decidiste a quién vas a invitar a la boda, Ana? —preguntó la señora Rachel Lynde mientras cosía el dobladillo de unas servilletas—. Es hora de enviar las invitaciones, aunque vayan a ser informales.

—No voy a invitar a mucha gente —dijo Ana—. Sólo queremos que asistan a la boda aquellos a quienes queremos mucho. La familia de Gilbert, el señor Alian y su esposa y el señor Harrison y su esposa.

—Hubo un tiempo en el que no habrías incluido al señor Harrison entre tus amigos más queridos —dijo Marilla con sequedad.

—Bien, no me resultó muy simpático la primera vez que lo vi —admitió Ana, riendo al recordar el encuentro—. Pero el señor Harrison ha mejorado mucho con el trato y su esposa es encantadora. También están la señorita Lavendar y Paul.

—¿Decidieron venir a la isla este verano? Pensé que se iban a Europa.

—Cambiaron de idea cuando les escribí para decirles que iba a casarme. Hoy he recibido carta de Paul. Dice que tiene que venir a mi boda, pase lo que pase con Europa.

—Ese niño siempre te ha idolatrado —comentó la señora Rachel.

—Ese «niño» es ya un muchacho de diecinueve años, señora Lynde.

—¡Cómo vuela el tiempo! —fue la brillante y original respuesta de la señora Lynde.

—Puede que Charlotta IV venga con ellos. Me mandó decir por Paul que vendrá, si su esposo se lo permite. Me pregunto si seguirá usando aquellos enormes moños azules y si el esposo la llama Charlotta o Leonora. Me encantaría que Charlotta estuviera en mi boda. Charlotta y yo estuvimos en una boda hace tiempo. Esperan estar en Echo Lodge la semana próxima. Después están Phil y el reverendo Jo…

—Me parece horrible oírte hablar de un ministro en esos términos, Ana —dijo la señora Rachel con severidad.

—Su esposa lo llama así.

—Pues tendría que tener más respeto por su misión sagrada —replicó la señora Rachel.

—Yo la he oído criticar severamente a algunos ministros —la aguijoneó Ana.

—Sí, pero lo hago con respeto —protestó la señora Lynde—. Tú nunca me oíste ponerle un apodo a un ministro. Ana disimuló una sonrisa.

—Bien, y están Diana, Fred, el pequeño Fred, Ana Cordelia y Jane Andrews. Me encantaría que vinieran la señorita Stacey, la tía Jamesina, Priscilla, Stella… Pero Stella está en Vancouver y Pris en Japón, la señorita Stacey está casada en California

y la tía Jamesina se fue a la India a explorar la misión de su hija, a pesar de su miedo a las serpientes. Es verdaderamente espantoso cómo la gente se disemina por todo el planeta.

—El Señor no lo planeó así, no, señor —dijo la señora Rachel con energía—. En mi juventud, la gente crecía, se casaba y se establecía en el lugar donde había nacido, o muy cerca. Gracias al cielo que tú te quedarás en la isla, Ana. Yo temía que Gilbert insistiera en irse al confín del mundo cuando terminara la carrera y te arrastrara con él.

—Si todo el mundo se quedara donde nació, los lugares estarían repletos, señora Lynde.

—Ah, no voy a discutir contigo, Ana. Yo no tengo un título de bachiller. ¿A qué hora será la ceremonia?

—Hemos decidido que al mediodía, a las doce del mediodía, como dicen los cronistas sociales. Así tendremos tiempo de tomar el tren de la tarde a Glen St. Mary.

—¿Y os casaréis en la sala?

—No, a menos que llueva. Queremos casarnos en el jardín, con el cielo azul sobre nuestras cabezas y la luz del sol entre nosotros. ¿Sabéis cuándo y dónde me gustaría casarme, si pudiera? Al amanecer, un amanecer de junio, con una espléndida salida de sol y rosas en flor en los jardines. Yo iría suavemente a encontrarme con Gilbert y juntos iríamos al corazón del bosque de hayas y allí, bajo las arcadas verdes que formarían una espléndida catedral, nos casaríamos.

Marilla hizo un gesto despectivo y la señora Lynde se horrorizó.

—Pero eso sería muy raro, Ana. Ni siquiera parecería legal. ¿Qué diría la señora Harmon Andrews?

—Ah, ésa es la cuestión —suspiró Ana—. Hay tantas cosas en la vida que no podemos hacer por miedo a lo que diría la señora Harmon Andrews. Cierto que es una pena, y una pena es que sea cierto. ¡Cuántas cosas encantadoras podríamos hacer de no ser por la señora Harmon Andrews!

—Hay momentos, Ana, en que no estoy muy segura de entenderte —se quejó la señora Lynde.

—Ana siempre fue una romántica —dijo Marilla, como pidiendo disculpas.

—Bien, la vida de casada seguramente la curará —respondió la señora Rachel para reconfortarse.

Ana rió y se escabulló hacia el Sendero de los Amantes, donde la esperaba Gilbert; ninguno parecía temer ni desear que la vida de casados los curara del romanticismo.

La gente de Echo Lodge llegó a la semana siguiente y Tejas Verdes bullía de alegría con ellos. La señorita Lavendar había cambiado tan poco, que los tres años pasados desde su última visita a la isla podrían haber sido la vigilia de una noche; pero Ana quedó muda de asombro con Paul. ¿Era este espléndido hombrón de un metro ochenta de estatura el pequeño Paul de los días de la escuela en Avonlea?

—De verdad que me haces sentir muy vieja, Paul —dijo Ana—. ¡Pero si tengo que levantar la cabeza para mirarte!

—Usted nunca envejecerá, maestra —dijo Paul—. Mamá Lavendar y usted son de los felices mortales que encontraron la Fuente de la Juventud y bebieron de ella.

¡Mire! Cuando se case, yo no la voy a llamar «señora Blythe». Para mí, usted va a ser siempre mi «maestra»… la maestra de las mejores lecciones que he aprendido en la vida. Quiero enseñarle algo.

Ese «algo» era un pequeño libro de poemas. Paul había puesto algunas de sus hermosas fantasías en verso y los editores de revistas no habían resultado tan indiferentes como a veces se los supone. Ana leyó los poemas de Paul con verdadero deleite. Rebosaban encanto y promesas.

—Vas a ser famoso, Paul. Siempre soñé con tener un alumno famoso. Debía ser director de un colegio, pero un gran poeta sería mejor aún. Algún día podré alardear de haber castigado al distinguido Paul Irving. Aunque nunca te castigué, ¿no, Paul?

¡Qué oportunidad perdida! Aunque creo que alguna vez te puse penitencia.

—Usted también puede ser famosa, maestra. He visto muchos trabajos suyos en estos últimos tres años.

—No. Yo sé lo que puedo hacer. Puedo escribir cuentos llenos de fantasía que gustan a los niños y por los cuales los editores me mandan cheques que son muy bienvenidos. Pero no puedo hacer nada más importante. Mi única posibilidad de llegar a la inmortalidad en la Tierra es tener un rinconcito en tus Memorias.

Charlotta IV había abandonado los moños azules pero tenía las mismas pecas de siempre.

—Nunca pensé que terminaría casándome con un yanqui, señorita Shirley —dijo

—. Pero una nunca sabe lo que le espera, y no es culpa de él. Nació así.

—Tú eres una yanqui ahora, Charlotta, ya que te casaste con uno.

—¡Señorita Shirley, no! ¡No lo sería ni aunque me casara con una docena de yanquis! Además, me pareció mejor no hacerme la difícil, porque podría no tener otra oportunidad. Tom no bebe y no se queja por tener que trabajar entre las comidas y, a fin de cuentas, estoy contenta, señorita Shirley.

—¿Él te llama Leonora?

—Cielo santo, no, señorita Shirley. Yo no sabría a quién le está hablando. Claro que cuando nos casamos él tuvo que decir: «Te acepto por esposa, Leonora», y le digo, señorita Shirley, desde entonces he tenido la espantosa sensación de que no me hablaba a mí y que no estoy casada como corresponde. Así que usted se nos casa, señorita Shirley. Yo siempre pensé que me gustaría casarme con un médico. Sería tan cómodo cuando los niños tuvieran paperas y difteria… Tom no es más que un albañil, pero tiene muy buen carácter. Cuando le dije: «Tom, ¿puedo ir a la boda de la señorita Shirley? Voy a ir de todas maneras, pero me gustaría ir con tu permiso», él me dijo: «Lo que tú quieras, Charlotta, estará bien para mí». Es muy agradable tener un esposo así, señorita Shirley.

Philippa y su reverendo Jo llegaron a Tejas Verdes el día previo a la boda. Ana y Phil tuvieron un arrobador encuentro que terminó en una íntima y confidencial conversación sobre lo que había sucedido y lo que iba a suceder.

—Reina Ana, estás tan majestuosa como siempre. Yo he adelgazado horriblemente después del nacimiento de los niños. No estoy ni la mitad de guapa pero me parece que a Jo le gusta. Así no hay tanto contraste entre los dos, ¿te das cuenta? Ah, es fabuloso que te cases con Gilbert. Roy Gardner no hubiera sido una buena elección, no, no, para nada. Ahora me doy cuenta, aunque en aquel momento me sentí horriblemente decepcionada. ¿Sabes una cosa, Ana? Trataste muy mal a Roy.

—Pero tengo entendido que se recuperó del golpe —dijo Ana, sonriendo.

—Ah, sí. Se casó. Su esposa es muy dulce y son muy felices. Todo sale bien al final. Jo y la Biblia lo dicen y son toda una autoridad.

—¿Alee y Alonzo aún no se han casado?

—Alee sí, pero Alonzo no. ¡Cómo me vuelven a la memoria aquellos hermosos días en Patty’s Place cuando hablo contigo, Ana! ¡Cómo nos divertíamos!

—¿Has estado en Patty’s Place últimamente?

—Sí, voy a menudo. La señorita Patty y la señorita María siguen sentándose a tejer junto al fuego. Y eso me recuerda algo; te trajimos un regalo de bodas de parte de ellas, Ana. Adivina qué es.

—No podría. ¿Cómo se enteraron de que me caso?

—Yo se lo conté. Estuve con ellas la semana pasada. Se pusieron muy contentas… Hace dos días, la señorita Patty me escribió una nota en la que me pedía que fuera a verla y después me preguntó si podía traerte su regalo. ¿Qué es lo que más desearías de Patty’s Place, Ana?

—¿No me vas a decir que la señorita Patty me envió sus perros de porcelana?

—Ve arriba. Están en mi baúl en este preciso momento. Y tengo una carta para ti.

Espera que te la traigo.

La carta de la señorita Patty decía:

Querida señorita Shirley:

María y yo nos alegramos mucho al enterarnos de sus próximas nupcias. Le hacemos llegar nuestros mejores deseos. María y yo nunca nos casamos, pero no tenemos inconveniente en que otras personas lo hagan. Le enviamos los perros de porcelana. Pensaba dejárselos en mi testamento, porque usted parecía quererlos sinceramente. Pero María y yo pensamos vivir mucho tiempo todavía (si Dios quiere) así que decidí regalarle los perros mientras usted es joven. No habrá olvidado que Gog mira hacia la derecha y Magog hacia la izquierda.

—Imagínate esos preciosos perros sentados junto al hogar, en mi casa de los sueños —dijo Ana, extasiada—. Nunca esperé algo tan hermoso.

Aquella tarde, Tejas Verdes bullía de actividad con los preparativos para el día siguiente pero, a la hora del crepúsculo, Ana se escabulló. Tenía que hacer un pequeño peregrinaje el último día de su soltería y debía hacerlo sola. Fue a la tumba de Matthew, en el pequeño cementerio poblado de álamos de Avonlea, y allí mantuvo una silenciosa cita con viejos recuerdos y amores inmortales.

—¡Qué contento estaría Matthew mañana si estuviera aquí! —murmuró—. Pero creo que él lo sabe y se alegra en dondequiera que esté. Leí en algún lado que

«nuestros muertos no están muertos hasta que los olvidamos». Matthew nunca estará muerto para mí, pues no lo olvidaré jamás.

Dejó sobre la tumba las flores que había llevado y bajó lentamente la larga colina. Era una hermosa tarde, llena de deliciosas luces y sombras. Hacia poniente, había un cielo lleno de pequeñas nubes rojas y ámbar entre las que aparecían largas franjas de cielo color verde manzana. Más allá, se veía el brillante resplandor de una puesta de sol en el mar y la voz incesante de las aguas llegaba desde la playa oscura. Alrededor de Ana, sumergidos en el delicado silencio, estaban las colinas, los campos y los bosques que había conocido y amado durante tanto tiempo.

—La historia se repite —dijo Gilbert, al encontrarla cuando pasó por el portón de los Blythe—. ¿Te acuerdas de nuestra primera caminata por esa colina, Ana? Fue nuestro primer paseo juntos.

—Yo volvía a casa al atardecer desde la tumba de Matthew y tú apareciste en el portón; yo me tragué el orgullo de años y te hablé.

—Y el cielo se abrió para mí —agregó Gilbert—. Desde aquel momento espero el día de mañana. Cuando te dejé en tu casa aquella noche y volví a la mía, me sentía el muchacho más feliz de la Tierra. Ana me había perdonado.

—Creo que tú eras quien tenía que perdonarme a mí. Fui muy desagradecida aquel día que me salvaste la vida en el estanque. ¡Cómo detestaba esa deuda, al principio! No me merezco la felicidad que tengo.

Gilbert rió y apretó con más fuerza la mano de la muchacha que llevaba el anillo que él le había regalado. El anillo de compromiso de Ana era un círculo de perlas. Ella no había querido un diamante.

—Nunca me han gustado mucho los diamantes, sobre todo desde que averigüé que no eran del precioso color púrpura que imaginaba. Siempre me recordarán mi amarga desilusión.

—Pero dicen que las perlas traen lágrimas —había objetado Gilbert.

—No le tengo miedo a eso. Y las lágrimas también pueden ser de felicidad. Mis momentos de mayor felicidad han sido cuando he tenido lágrimas en los ojos: cuando Marilla me dijo que podía quedarme en Tejas Verdes, cuando Matthew me dio el primer vestido bonito que tuve en mi vida, cuando me dijeron que te curarías de la fiebre. De modo que quiero que me regales un anillo de compromiso con perlas,

Gilbert, que con gusto aceptaré las penas de la vida junto con sus alegrías.

Pero aquella noche nuestros amantes pensaban sólo en las alegrías. Al día siguiente contraerían matrimonio y su casa de los sueños los esperaba en la brumosa y purpúrea costa del Puerto de Cuatro Vientos.

4

La primera novia de «Tejas Verdes»

Cuando Ana despertó, la mañana del día de su boda, la luz del sol se filtraba por la ventana del pequeño tejado del porche y una brisa de septiembre jugueteaba con las cortinas.

«Me alegra tanto que el sol brille sobre mí», pensó, feliz.

Recordó la primera mañana que había despertado en aquel cuartito y la luz del sol la acarició a través del perfume de la vieja enredadera de rosas. Aquél no había sido un despertar feliz, pues trajo consigo la amarga desilusión de la noche anterior. Pero desde entonces, aquel cuarto se había hecho querido y había sido consagrado por años de felices sueños de la niñez y ensueños de la adolescencia. A este cuarto había regresado feliz después de todas sus ausencias; ante esta ventana se había arrodillado durante toda aquella noche de amarga agonía en que creyó que Gilbert moriría, y a su lado se había sentado, muda de felicidad, la noche de su compromiso. Había habido muchas vigilias de alegría y algunas de pena y hoy lo dejaría para siempre. De ahora en adelante, ya no sería suyo; Dora, con sus quince años, lo heredaría cuando ella se hubiera ido. No es que Ana deseara lo contrario: el cuartito era sagrado para la juventud y la infancia, para el pasado que se cerraría hoy, cuando se abría el capítulo de su vida de esposa.

Tejas Verdes fue una casa rumorosa y feliz esa mañana. Diana llegó temprano, con el pequeño Fred y la pequeña Ana Cordelia, para ayudar. Davy y Dora, los mellizos de Tejas Verdes, se llevaron a los niños al jardín.

—Cuidad que la pequeña Ana Cordelia no se ensucie la ropa —les advirtió Diana, ansiosa.