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Después de pasar tres largos años encerrada en un psiquiátrico, Stephanie es liberada gracias a su buen comportamiento y se muda a Nueva Orleans para empezar de cero.
Justo cuando Stephanie está empezando a acomodarse a su nueva vida, recibe una visita inesperada. Helen, la hermana de Aidan, viene a darle un mensaje de parte de la familia y le advierte de que no se meta en sus asuntos. Cuando Stephanie descubre lo que la familia esconde, decide comenzar a buscar respuestas con ayuda de un cómplice inesperado. Además, Stephanie descubre que existen otros seres como ella, aunque no parecen querer aceptarla en su clan celestial.
A medida que surgen nuevos enemigos, Stephanie debe alzarse y luchar. Pero, ¿podrá prevalecer aun cuando todas las probabilidades están en su contra?
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Veröffentlichungsjahr: 2022
Derechos de autor (C) 2020 Jo Wilde
Diseño de Presentación y Derechos de autor (C) 2021 por Next Chapter
Publicado en 2021 por Next Chapter
Edición: Elizabeth Garay
Este libro es un trabajo de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se usan de manera ficticia. Cualquier parecido con eventos reales, locales o personas, vivas o muertas, es pura coincidencia.
Todos los derechos reservados. No se puede reproducir ni transmitir ninguna parte de este libro de ninguna forma ni por ningún medio, electrónico o mecánico, incluidas fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso del autor.
El psiquiátrico
Hogar dulce hogar
Tiempo perdido
Invitado indeseado
La vista gorda
Se vienen problemas
Extraño y misterioso
La promesa
La Guarida del Diablo
No me rendiré
Aliado
Invitado sorpresa
Sueños esquivos
Miasma
Descubrimiento
Un tesoro escondido
La pelea
Regalos de parte de los muertos
Mardea
Querido lector
Notas
Sally cumplió con su amenaza.
La Corte Suprema de Justicia me declaró culpable de los tres asesinatos por los que me habían acusado. Mi vida se fue a la mierda antes de que pudiera declarar ser inocente. Me habían tendido una trampa.
La noticia no tardó en aparecer en los periódicos nacionales con titulares como:
Adolescente llevada a la locura
Stephanie Ray Collins se convierte en asesina en serie al dejar un rastro de muertes a su paso.
Afirmé ser inocente, pero, quién sabe cómo, el Estado contaba con pruebas irrefutables en mi contra, o eso aseguraban. En mi opinión, se lo habían sacado todo de la manga.
Sin embargo, según los funcionarios del Estado que se encargaron de dirigir aquel juicio de brujas, se trataba de un caso fácil. Y yo, siguiendo los consejos de mi abogado de mierda, Bernard Valdez, declaré no impugnar las acusaciones. Valdez me prometió que, si no negaba las acusaciones, el Juez Xavier LaMotte se apiadaría de mí y reduciría mi condena. A pesar de que mi instinto me sugería lo contrario, confié en su palabra y caí directa en las manos del diablo.
Por irónico que parezca, la fiscalía afirmó que la suerte estaba de mi parte. Dadas las circunstancias, puesto que había estado viviendo con la enloquecida mujer que había asesinado a mi padre, Janet Dubrow, la psiquiatra del tribunal, determinó que simplemente me había venido abajo y que había cometido un… crimen pasional, por así decirlo.
Conforme mi destino caía en las manos implacables de los funcionarios, la fiscalía del Estado me acusó como menor, por el asesinato de Charles Dodson, el exnovio de mi madre.
Me resultó inconcebible que el sistema judicial pensara que una niña de diez años pudiera ser capaz de cometer un delito tan atroz como había sido rajarle la garganta a un hombre de oreja a oreja.
Charles medía más de un metro noventa y pesaba más de noventa kilos. Me acusaron del delito, a pesar de que hubiera sido prácticamente imposible que una niña, que por aquel entonces pesaba menos de cuarenta y cinco kilos y medía la mitad de su estatura, hubiera podido llevar a cabo un ataque tan efectivo.
Aun así, ocho años más tarde, el Estado contaba con pruebas que habían aparecido milagrosamente de la nada. Utilizaron un razonamiento débil y surrealista. No obstante, la fiscalía aseguró contar con pruebas perjudiciales en mi contra. Pero todas sus acusaciones estaban basadas en cuentos de hadas. El titular de las noticias nacionales anunció que la policía había encontrado una bolsa que contenía mi ropa, cubierta de sangre, y un cuchillo con mis huellas dactilares escondida en el armario de Sara. Sin embargo, cuando desempaqué sus cosas, no había encontrado ninguna bolsa. Simplemente, esa bolsa no existía. En ese momento, supe que el juicio justo sobre el que había leído, no se iba a dar en mi caso. Supe que la justicia había salido por patas y que tendría que enfrentarme sola contra el diablo.
Cualquier prueba fundamental que demostrara mi inocencia pasó desapercibida delante de sus sucias narices. Mi abogado, Bernard Valdez, la Fiscalía Estatal, Laurent Marcos y la juez LaMotte pasaron por alto que, mientras estaban asesinando a Charles, yo estaba en el colegio, sentada en la primera fila, a plena vista.
No obstante, los espectaculares, pilares de la sociedad, miraron hacia otro lado e ignoraron cualquier dato que pudiera haber restituido mi buen nombre.
Estaba segura de que varios de los Illuminati, además de Edward Van Dunn, el tío de Aidan, eran los responsables de mi mala suerte. Lo que más me costaba aceptar era que mi madre, Sara, hubiera tomado parte en aquella atrocidad. Sara no había tenido ningún problema en ocultarme miles de secretos, pero pensar que el dinero había sido su motivación, me resultaba increíble.
Se me revolvía el estómago con amargura cada vez que consideraba lo fácil que le había resultado a mi propia madre arrojarme a los lobos por un par de monedas. Infortunadamente, su plan diabólico no le había salvado la vida, y había muerto antes de tener la oportunidad de regodearse en su riqueza.
Me libré de una condena por los asesinatos de Francis Bonnel y Sara Collins, mi madre, con una defensa por demencia. Aun así, era consciente de que podía haber ido mucho peor, y ese pequeño hecho lograba calmar mis pesadillas, en cierto modo.
En cierto modo.
El juez federal me condenó a vivir el resto de mis días en el hospital Haven, situado a las afueras de Bayou L'Ourse1, un psiquiátrico para personas violentas y criminales dementes, sin posibilidad de adquirir la libertad condicional.
Me convertí en la persona más joven en la historia en ser considerada asesina en serie y la segunda mujer acusada como tal. La primera mujer fue ejecutada en una cámara de gas. Supongo que, aunque pareciera una locura, la suerte sí que estaba de mi parte.
Entonces, inesperadamente, aquella nube oscura se disipó, y mi pesadilla cesó, o eso parecía.
Durante tres años, el Sistema Judicial Federal me había considerado una amenaza para la sociedad. Habían decidido mantenerme encerrada para siempre, hasta que, en mi vigésimo primer cumpleaños, la Corte de Apelaciones del Quinto Circuito revocó mi condena, me absolvieron de todos los cargos y pusieron en marcha la orden de libertad. Retiraron todos los cargos misteriosamente. Yo sabía mejor que nadie que todo aquello era una estupidez, pero lo aceptaría con tal de salir de este infierno.
Me desperté por la mañana con los papeles reposando junto a mi cabeza. Me habían absuelto de todos los cargos.
Y, como en efecto dominó, todo comenzó a tener sentido de nuevo. Los fiscales habían presentado una moción para retirar los cargos gracias al testimonio del psiquiatra que decía que yo había mostrado una gran mejora debido al tratamiento. Extrañamente, no podía recordar haber hablado con el buen médico. Luego, por extraño y peculiar que pareciera, la Junta de Indultos y Libertad Condicional de Luisiana revocó los cargos, alegando que yo ya no representaba un peligro, ni para los demás, ni para mí misma. Me pareció increíble cómo, convenientemente, habían tomado esta decisión años más tarde.
Estaba más claro que el agua que tanto la Junta como yo sabíamos que todo había sido una farsa. Me habían tendido una trampa. Yo no era más que mera masilla en sus viles manos y no había nada que pudiera haber hecho para detenerlos. Ni siquiera un ángel tenía ese tipo de poder.
Si los Illuminati querían ir por ti, te enterraban en lo más profundo de la tierra, donde no hay no vuelta atrás hasta que cambian de parecer. La orden tenía la sartén por el mango. Si te querían muerto, estabas perdido. Jugaban a ser Dios, porque lo eran.
Cierto día, bien temprano por la mañana, las puertas del reformatorio se abrieron. Una brisa fresca me alborotó el cabello y atisbé el sol asomándose sobre el horizonte.
No había olfateado el aire fresco, ni visto la luz del sol en tres largos años. Inhalé el aire fresco y saboreé el dulce sabor a miel.
Los suaves rayos de sol calmaron mi pálido rostro, mientras la libertad acariciaba mis labios secos y agrietados.
Entonces, la realidad me golpeó como un tren a mil por hora; no tenía ni idea de a dónde ir. No tenía a nadie a quién llamar. Estaba sola y desamparada.
Pero no me importaba porque era libre.
Me abrí camino lentamente, un paso tras otro, hacia la puerta de salida. Moverme me resultaba difícil y doloroso. Cada una de las articulaciones de mi cuerpo gritaba en agonía. No recordaba la última vez que había salido a dar un paseo. Durante mi estancia en Haven, no se me había permitido salir de mi celda. Además, teniendo en cuenta la dosis diaria de drogas que me habían administrado, no me había apetecido nada socializar y mucho menos estar sentada o incluso de pie sin ayuda.
Sospechaba que el personal médico había querido que permaneciera incapacitada. Seguramente temían no poder retenerme. Al fin y al cabo, me consideraban un peligro para la sociedad y para mí misma. Por lo que me habían tenido encerrada en la oscuridad, olvidada y alejada del resto del mundo. Era como si me estuvieran escondiendo.
No me sorprendí cuando empecé a tener alucinaciones, ya que me habían convertido prácticamente en una farmacia andante. Había pasado la mayor parte del tiempo en un estado de confusión. Discernir entre la realidad y el delirio se había vuelto de lo más complicado. El doctor Phil Good se había asegurado de que así fuera. No obstante, no me había resultado difícil vivir así, sin pensamientos, ni deseos, dado que por dentro ya estaba muerta. Incluso me había odiado a mí misma por no tener las agallas suficientes como para dejar de respirar.
Aunque había querido estirar la pata, había algo en mi interior que me obligaba a seguir con vida o, al menos, a respirar.
Había estado atrapada en ese carrusel demente, un tiovivo de locura del que pensaba que nunca podría bajarme. Y sabía quién había sido el responsable de mi desafortunado destino. No tenían que leerme la mano para saberlo, y tampoco hacía falta ser un genio para averiguarlo.
Esto era obra de los Illuminati.
¿Acaso todo había sido una farsa? ¿Sería posible que Aidan, gracias a sus traicioneros encantos, me hubiera hecho creer en una mentira… que yo era un ángel genéticamente modificado? ¿O, sería posible que me lo hubiera imaginado y que, como mi madre, estuviera loca? Me hizo gracia lo absurdo de la situación.
Ya no importaba.
No. Puede que estuviera loca como mi madre, pero ni un lunático podría haber fabulado tal historia. La triste verdad era que yo era una chica crédula que se había enamorado de un chico que me había gastado una broma de muy mal gusto a mi costa. Había caído directa en su trampa y, por eso, odiaba a Aidan Bane DuPont. Pero me odiaba a mí misma aún más.
En cierto modo, mi rabia hacia él me había mantenido con vida. Aunque, en mi caso, respirar no había igualado tener una vida.
Conforme avanzaba hacia la salida, divisé una figura esbelta observándome. El resplandor del sol era tan cegador que solo pude distinguir una silueta. No fue hasta que pude enfocar la mirada que mi mente borrosa comenzó a abrirse como pequeñas gotas de agua ante una flor seca y, poco a poco, su rostro se hizo visible.
Cuando fijé la mirada sobre la figura alta y de tez oscura que se encontraba de pie junto a la puerta de salida, me paralicé y estuve a punto de caerme de rodillas. Al principio, pensé que mi mente me estaba jugando una mala pasada, pero no, era real.
Pensaba que lo había perdido todo…
—Niña, ¡cómo me alegro de verte! —Jeffery extendió sus brazos de color caramelo.
Me detuve por un segundo, disfrutando de esta visión dulce.
—Jeffery, ¿eres tú de verdad? —fue todo lo que fui capaz de decir.
—Pues claro que soy yo —sonrió ampliamente.
Dejé caer mi pequeña mochila y corrí hasta encontrarme entre los brazos de Jeffery, donde me derretí contra su cálido pecho. Apretó sus brazos alrededor de mis hombros y me estrechó con fuerza. Sentí las lágrimas correr por mis mejillas.
—¡No me puedo creer que estés aquí! Pensaba que todo el mundo me había abandonado tras el juicio.
Al fin y al cabo, yo era una supuesta asesina en serie y un peligro para la sociedad.
—Ay, cari, yo nunca te abandonaría. ¿Cómo estás? —las arrugas que se formaron en la frente de Jeffery reflejaban su preocupación.
—Ahora estoy mejor —dije entre lágrimas mientras me secaba las mejillas con el dorso de la mano.
—¡Chica, estás esquelética! —Jeffery dio un paso atrás y me miró de arriba abajo.
—Digamos que aquí escatiman en comida.
—Verte así me rompe el corazón, cari.
—Pensé que… —se me quebró la voz—, te habías olvidado de mí —respiré profundamente, protegiendo la poca cordura que me quedaba.
—Bonita, Dom y yo hemos estado tratando de ayudarte desde el día en que te metieron en este puto antro. Hasta contratamos al mejor abogado que nos pudimos permitir.
—¿De verdad? No tenía ni idea —una oleada de asombro recorrió mi frágil cuerpo.
—Fue una pesadilla. A Dom y a mí nos negaron venir a visitarte. De hecho, nos prohibieron la entrada a las instalaciones.
—¿Por qué? —pregunté, el asombro reflejándose en mi pálido rostro.
—Eso fue algo que intentamos averiguar. Pero nuestro abogado no pudo llegar a ninguna parte con esos granujas.
—Me tendieron una trampa, Jeff —dije en un susurro. No quería que el personal del hospital me escuchara—. Yo no he matado a nadie —me lamí los labios secos.
Esas palabras no habían acariciado mis labios desde el día en que Aidan y Sally me habían drogado.
—Cari, sé que eres inocente. Y, aparentemente, tienes un hada madrina. Alguien ha tenido que mover los hilos para que te absuelvan.
—¿Qué? Me dijeron que me liberaban por buen comportamiento.
—Ay, chica, tú te lo crees todo. A ningún asesino en serie lo liberan por buen comportamiento. Cari, dime, ¿te han asignado un supervisor de libertad condicional?
—Creo que no.
—¡Pues claro que no! Porque saben que eres inocente, —Jeffery esbozó una sonrisa de suficiencia.
—Supongo que no estoy al día.
Tras haber estado inactiva durante tanto tiempo, mi cerebro estaba teniendo dificultades para procesar todo esto.
—No te preocupes, tú te vienes a casa con Dom y conmigo —Jeffery me dio una palmadita en la espalda.
—Ay, no quiero molestar —sacudí la cabeza en señal de protesta.
Aunque no tenía un hogar al que volver, cargar a mis amigos con mis problemas era una responsabilidad que no podía aceptar. Si los Illuminati tenían poder suficiente como para encarcelarme por crímenes que no había cometido, quién sabe si irían por una segunda ronda. Lo que significaba que cualquier persona con la que me relacionara también podría convertirse en un objetivo. No podía dejar que algo así le sucediera a Jeffery y a Dom.
—Cari, ya te he dicho que tú eres de la familia.
Arrugué la nariz.
—Jeff, puede que eso no sea una buena idea —di un paso hacia atrás, negando con la cabeza—. El diablo me sigue, vaya donde vaya.
Jeff puso los ojos en blanco.
—No seas tonta y cierra el pico. Tú te vienes a vivir con Dom y conmigo —Jeffery colocó los brazos en jarras con esa actitud de diva que solo él podía conseguir—. Yo nunca digo nada que no quiera decir. Así que, venga. Tu casa es nuestra casa. No, en serio. No es broma. Es tu casa. La has pagado tú.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de la llave que me diste?
Me quedé mirándolo con cara de tonta.
—En fin, cari, ¡que eres rica! Billonaria multiplicado por un billón. El señor Aidan se aseguró de que pudieras apoderarte del mundo.
—Espera… ¿Tengo dinero? —mis palabras sonaron como un eco.
—Ajá, ¡y eso es quedarse corto! Ahora, venga. Nos vamos a casa que tengo hambre y la cena se estará enfriando.
—A casa… ¿Dónde vivimos? —traté de abrirme paso a través de las telarañas que envolvían mi cerebro.
—¡En Nueva Orleans! ¿Dónde si no?
Jeffery cogió mi mochila mientras yo me colgaba de su brazo.
Cuando llegamos a la entrada de nuestra casa en Jeffery's Lincoln, me quedé helada.
—E-e-esta no puede ser nuestra casa —mascullé medio tartamudeando.
—Pero lo es. Vivimos con estilo. No hay lugar mejor que el Garden District —Jeffrey sonrió, orgulloso—. Ya te lo he dicho, ¡Laissez les bons temps rouler!1
—Eso espero, Jeffery. De verdad que sí.
Traté de aparentar felicidad, pero en el fondo de mi ser, mi alegría se había ausentado. No quería ser una aguafiestas. Quería creer que habría días mejores en mi futuro. Sin embargo, a pesar de mis buenas intenciones, seguía teniendo mis dudas. Puede que fuera libre físicamente, pero mi corazón aún estaba encadenado. Ni siquiera sabía si llegaría a recuperarme del todo.
«El tiempo lo dirá», pensé.
Solté un suspiro áspero conforme los recuerdos de ese día volvían a pasar por mi mente. Aún podía escuchar la risa malvada de Sally en mis oídos y podía sentir los brazos de Aidan envolviéndose firmemente alrededor de mi cuerpo.
Mi cerebro seguía estando plagado de lagunas y, debido a eso, crecían las semillas que me hacían dudar de la participación de Aidan. El rostro de mi cobarde captor había permanecido en las sombras, pero su mano había lucido un anillo de diamantes. El mismo anillo que me había perseguido en sueños desde que era una niña.
Luego, la oscuridad me había envuelto y mi vida frenó en seco. Ese era mi último recuerdo de aquel día tan devastador. Cuando me había despertado, encadenada, había caído en la cuenta de que mi felicidad había llegado a su fin.
Jeffery aparcó el coche en el garaje, que se encontraba en la parte trasera de la casa, y apagó el motor. Luego, se giró hacia mí con una resplandeciente sonrisa y exclamó:
—¡Ya hemos llegado!
—Eh… ¿qué?
La voz de Jeffery sonaba como si estuviera bajo agua, amortiguada.
—Stevie, ¿seguro que estás bien? —Jeffery estudió mi expresión facial mientras yo le devolvía la mirada, impasible.
—Solo necesito descansar.
La fuerza que una vez había tenido parecía haberse agotado. Supuse que me sentiría mejor en cuanto las drogas abandonaran mi sistema. Aun así, dudaba que la antigua Stevie llena de vida, volviera. Había muerto el día en que Aidan y Sally la habían capturado.
Decidí lidiar con eso más tarde. Ahora tenía que enfrentarme a la cruda realidad. Había pagado un alto precio por mi fe. Y, como resultado, la venganza era el aire que respiraba y lo único que entendía. Mi tormento era el combustible que me mantenía con vida. Mi ira era mi inspiración. Sin embargo, la fuerza que movía mis pies era… mi rabia.
Si fuera inteligente, trataría de pasar página. Gracias a la riqueza que se me había otorgado, podría empezar una nueva vida y dejar atrás el pasado. No obstante, ninguna cantidad de dinero podría comprarme una forma de salir de este siniestro laberinto.
Mi instinto me decía que la familia de Aidan no había terminado conmigo. Al fin y al cabo, les había robado su preciosa oportunidad de dominar el mundo al infundir mis poderes con los de Aidan. Recé por que mi instinto estuviera equivocado. Quería que me dejaran en paz de una vez por todas.
Un recuerdo en concreto seguía golpeando mi mente, un destello de visiones que no podía reconocer. Sentía que se me había olvidado algo, pero ¿qué? ¿Podría tratarse de otro mal recuerdo de ese hospital, que estuviera encerrado en mi cerebro drogadicto, tratando de abrirse camino hacia la superficie? Si así fuera, prefería que permaneciera enterrado, o mejor… muerto.
—Cari, vamos adentro —Jeffery caminó hacia mi lado del coche y abrió la puerta. Con suavidad, deslizó su brazo alrededor de mi cintura y me sacó del coche. Supuse que estaba más débil de lo que pensaba—. Le diré a Dom que te prepare algo bueno para comer. Estás muy pálida, incluso para tu tono de piel de lirio blanco —sonrió con dulzura.
Por las ojeras que decoraban sus ojos, supe que Jeffrey podría tomar nota de sus propios consejos. Me preocupaba ser yo la fuente de sus noches de insomnio.
Conforme caminábamos hacia la casa, no pude quitarle los ojos de encima. Era impresionante. Parecía estar sacada de una revista. Majestuosa y mística, la mansión centenaria se alzaba como si estuviera esperando nuestra llegada. Estaba pintada de blanco y embellecida con estrechas ventanas que se extendían a lo largo del porche delantero, cubiertas con contraventanas negras.
Avenidas de robles antiguos alineaban la calle, ofreciendo su sombra fresca, mientras las lagerstroemias coloreaban el aire con su dulce perfume. Ese maravilloso aroma me recordaba la calle Santa Ana, de mi antiguo barrio en Tangi.
En comparación con mi antigua casa, esta no era poca cosa. Al fin y al cabo, no había nada mejor que el Garden District de Nueva Orleans. Jeffery me condujo a través de la valla de hierro forjado hacia un tramo de escalones de ladrillo que parecía no tener fin. Al subir los escalones, me fijé en los enormes helechos que se balanceaban con una ligera brisa en el porche.
El jardín era pequeño, pero su exquisito verdor era de lo más tentador. En ese mismo instante, deseé poder correr con mis pies descalzos a través de esa gruesa alfombra verde. No podía recordar la última vez que había sentido el fresco roce de la hierba entre los dedos de los pies.
Se me humedecieron los ojos, pero los sequé rápidamente. Quería aferrarme a la última pizca de dignidad que me quedaba hasta que estuviera a solas.
A la izquierda del porche, atisbé un columpio de mimbre blanco con mullidos cojines de color amarillo y, a la derecha, una mesa de mimbre y sillas multicolores que combinaban con las flores del jardín.
Cuando entramos en la casa, olfateé el olor a comida y, al instante, el delicioso aroma que envolvió mi nariz se burló de mi hambriento estómago. Estaba deseando comer. Dom estaría preparando un gran festín. Las ventajas de vivir con un chef.
Entonces, el gran vestíbulo me llamó la atención. Capté el dulce perfume de las gardenias que reposaban en un florero de cristal, decorando el centro de una mesa redonda de caoba oscura sobre la cual lucía una lámpara de araña de tres niveles.
Permanecí allí durante un momento, boquiabierta ante tanta elegancia. Todo esto iba más allá de mi imaginación. Anonadada, di una vuelta por la sala, contemplando cada detalle con asombro.
Jeffery me alentó a seguir adelante, y entramos en la sala de estar. La luz del sol se filtraba a través de las ventanas, envolviendo la habitación en una maravillosa calidez. Divisé un piano de cola en la esquina junto al ventanal, una acogedora chimenea rodeada de suaves sillones y un soso sofá blanco, así como brillantes alfombras persas que le aportaban color y elegancia al suelo de madera oscura. Además, cada pared estaba decorada con cuadros artísticos que le daban a la casa ese típico encanto sureño.
—Jeff, esto es increíble —las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas, aunque traté de contenerlas.
—Venga. Vamos a conseguirte algo de comida, y luego te enseño tu habitación en el piso de arriba. Dom y yo la hemos decorado especialmente para ti —Jeffery sonrió, tratando de ocultar su inquietud.
—Suena genial —esbocé una sonrisa, pero me quedó un poco falsa.
De repente, escuché un débil maullido proveniente de debajo del piano. Bajé la vista y vislumbré una gran bola de pelo blanco frotándose contra la banqueta. Abrí los ojos como platos.
—¿Es ese…?
—Sí. Y más vale que me des las gracias porque ese maldito gato y yo, no nos llevamos nada bien. No me trae más que problemas —gruñó Jeffery.
Sorprendida, solté una carcajada, y los ojos de Jeffery brillaron. Me alegré de ver que su antigua chispa había vuelto.
En cuanto Bola de nieve escuchó mi voz, vino corriendo hacia mí. Tomé a mi querido gatito entre mis brazos y lo acurruqué contra mi pecho. Su suave ronroneo era de lo más tranquilizador. Había olvidado lo mucho que adoraba ese sonido.
Esta vez, una avalancha de lágrimas corrió por mis mejillas. No de las tristes, sino de las alegres, de las que no había llorado en mucho tiempo. Estaba en casa.
Alcé la vista.
—¡Gracias, Jeff! —dije en un susurro.
Su rostro dorado resplandecía mientras se inclinaba para darme un abrazo rápido.
—Vamos, antes de que Dom decida despellejarme vivo. Ese malhumorado francés ha estado esperando todo el día para verte. Además, tengo hambre.
Sin darme cuenta, por primera vez en mucho tiempo me sentía entumecida. Lo cual era algo bueno.
A pesar de todo, independientemente de lo bien que parecía ir en este momento, no estaba siendo yo misma completamente. Sanar me llevaría tiempo. Mi mente parecía ir a la deriva en dirección a ninguna parte, hacia un vasto desierto de arena y plantas rodadoras. No tenía ni idea de cuánto tiempo tardaría en recuperarme… si es que lo conseguía. Iba cargando con una pila de problemas.
Pero, si había una cosa de la que estaba segura, era que estar aquí en esta encantadora casa con Jeffery y con Dom era el camino correcto hacia mi recuperación, o al menos por el momento. Aun así, tenía que tener en cuenta su seguridad y ser consciente del riesgo en el que se estaban poniendo al tenerme en su presencia.
Cuando entramos en la cocina, capté varias mezclas de especias que intensificaron los gruñidos de mi estómago. Disfruté del delicioso aroma. Como la mayoría de las casas del sur, la cocina se encontraba en la parte trasera de la casa. La luminosa habitación estaba equipada con todas las comodidades modernas, pero sin perder ese encanto antiguo. La cocina Wolf parecía ser el punto focal de la habitación, y el refrigerador de acero inoxidable de gran tamaño prometía una gran reserva de alimentos variados. Me gustaron especialmente los ventanales que hacían que el exterior se mezclara con el interior. El espacio tenía todo lo que uno podría necesitar y era igual de acogedor y alegre que el resto de la casa.
Dom, vestido con su delantal blanco lleno de manchas, se apartó de la cocina y, rápidamente, su bigote se extendió a través de su rostro hasta formar una amplia sonrisa.
—¡Oh!, ¡Qué maravilloso! La dueña de la casa ha regresado —el regordete chef me acogió entre sus brazos y me estrechó con fuerza. Luego, me empujó hacia atrás con el brazo extendido y me observó de pies a cabeza, como un padre inspeccionando a su hija que vuelve cubierta de suciedad tras un día de juego—. ¡Mírate! —chasqueó la lengua—. Tienes que comer. Ven. Siéntate —instó con un fuerte acento francés y señaló una mesa redonda que se encontraba justo en frente de la ventana, a la extrema izquierda. Sacó una silla para mí, y yo, siguiendo sus órdenes, me senté—. Te he preparado un festín, pero creo que tal vez debas comer algo no tan bueno para la barriga, ¿sí?
Dom se marchó antes de que pudiera protestar y, cuando volvió, sostenía un tazón entre sus manos. Lo depositó sobre la mesa frente a mí.
—Esto es mucho mejor. Come —me instó, haciendo un gesto con la mano en mi dirección.
Agaché la cabeza, observando el humeante vapor que derivaba hacia mi rostro, y saboreé su aroma a… sopa de pollo. Inmediatamente, una sonrisa apareció entre mis labios conforme alzaba la vista hacia el suave rostro de Dom.
—Huele súper bien. Gracias —dije mientras agarraba la cuchara.
Jeffery colocó un vaso de leche y una taza de Coca-Cola sobre la mesa junto a mí.
—Cari, bébete estos dos —me aconsejó, dándome una palmadita en el hombro—. Estás más pálida de lo normal —su semblante reflejaba su desasosiego.
Inconscientemente, me llevé la mano a la cara.
—¿De verdad?
Jeffery arrugó la nariz.
—Ya sé que eres pálida de siempre, pero vaya…
Mi buen amigo siempre sabía cómo halagar a una chica. Algunas cosas no cambiaban.
Lo fulminé con la mirada.
Jeffery tenía razón. Mi rostro estaba demacrado. En Haven, las provisiones de alimentos habían escaseado seriamente. De hecho, no podía recordar haber comido en absoluto, a menos que las drogas formaran parte de algún grupo alimenticio.
Los empleados que trabajaban en Haven eran de un tipo único. Yo los calificaría de monstruos. No compartían la típica hospitalidad que caracterizaba a la gente sureña, sino que su comportamiento había sido más bien pernicioso.
Sospechaba que la familia había seleccionado a todos y cada uno de los empleados personalmente. No podía imaginarme a ninguna persona decente trabajando en esa cámara de tortura a la que llamaban hospital.
Me estremecí solo de pensarlo. Ese abuso era una visión que deseaba olvidar.
Hacía tiempo, había temido a los hombres de negro. Pero eso cambió en cuanto puse un pie en Haven. Los hombres de blanco, los camilleros, eran mucho peores. Le otorgaban un significado totalmente diferente a la palabra «siniestro».
Aún recordaba cómo los chicos de blanco se lo habían pasado de puta madre. Se solían reunir alrededor de mi cama en cada ronda para animar a la enfermera que tenía el placer de administrarme las drogas. Y, como yo no solía cooperar, los chicos se divertían empujándome contra la cama y abriéndome la boca a la fuerza para meterme un puño de medicamentos por la garganta.
Los odiaba tanto que había planeado sus muertes con un simple cuchillo de untar y había disfrutado imaginando los asesinatos. Nunca llegué a hacer nada al respecto, pero aun así, el deseo persistía.
Los camilleros solían informar a Betty, la enfermera encargada, sobre mi comportamiento desafiante y, desgraciadamente para mí, Betty hacía oídos sordos ante las represalias. La enfermera favorecía a su personal y había consentido sus malos tratos.
Sin embargo, como sus queridos chicos solían volver con los labios rotos y las caras arañadas, la enfermera decidió tomar cartas en el asunto. Fue entonces cuando sacó los grilletes y una camisa de fuerza.
Varios meses más tarde, el médico, a regañadientes, sacó tiempo de su apretada agenda, la cual consistía en inhalar coca y ver pornografía en su oficina, para examinar la infección en mi pie. Era de lo que más se hablaba entre los camilleros. Los grilletes estaban tan apretados que me habían cortado la circulación y, debido a la falta de una limpieza adecuada, surgió la infección. Si hubiera estado en cualquier otro lugar, me habrían hospitalizado. Lo irónico es que ya estaba en un hospital, si es que se le podía dar ese nombre.
El doctor Phil Good y Haven, temían ser encarcelados por sus prácticas tan sádicas, por lo que, gracias a su paranoia, el médico le ordenó a la enfermera que me quitara los grilletes y que me proporcionaran la atención médica adecuada.
Betty y sus secuaces no quedaron nada satisfechos con las órdenes del médico, y no obstante sus deseos, los camilleros estaban decididos a mantenerme lo más restringida posible, por lo que gustosamente siguieron las órdenes de la enfermera Betty y me metieron en una camisa de fuerza, por si acaso.
A pesar de todo, me reí en sus caras cuando tuvieron que quitarme los grilletes de acero.
Alcé la cabeza con la cuchara suspendida en el aire. Dos pares de ojos preocupados estaban estudiando cada uno de mis movimientos.
—¡Chicos! Estoy bien —quería tratar de convencerlos, pero no quería sonar ingrata. Al fin y al cabo, podrían haberme abandonado a las puertas de ese espantoso hospital—. Es decir, que aprecio muchísimo todo lo que han hecho por mí. Pero voy a estar bien. Así que dejen de preocuparse —me obligué a sonreír.
A decir verdad, es posible que estuviera tratando de convencerme a mí misma también de eso.
Dom extendió su brazo sobre la mesa y me dio una palmadita en la mano.
—¿Por qué no nos dejas hacer lo que mejor se nos da? —sonrió, estirando su fino bigote.
—Lo siento —deposité la cuchara en el tazón de la sopa y suspiré—. No quiero que se preocupen por mí.
Estaba más que agradecida por que se esforzaran tanto por cuidarme, pero no tenía nada que ofrecerles a cambio. Estaba vacía por dentro.
—Queremos ayudar —Dom sonrió cálidamente.
Vacilé durante medio segundo antes de volver a hablar.
—Tengo que preguntarles algo. He estado pensando en ello durante un tiempo —hice una pausa. El temor se apoderó de mí—. ¿Han tenido noticias de Aidan? —me puse pálida, temiendo si realmente quería o no saber la respuesta.
Jeffery y Dom compartieron una mirada tensa. Fue Jeff quien tomó la iniciativa y respondió:
—Cari, no hemos vuelto a ver a Aidan —inhaló profundamente—, desde la noche que te secuestraron y pasaron todo tipo de mierdas espeluznantes, —los ojos azules de Jeffery se abrieron como platos.
—¿Como qué? —mi corazón latía a mil por hora.
—Para empezar, todo el maldito castillo desapareció, con los cimientos y todo —el rostro de Jeffery palideció como si hubiera visto un fantasma.
Me quedé mirándolo boquiabierta.
—No hemos sabido nada de Aidan desde la desaparición, —añadió Dom—. Las llamadas van directamente al buzón de voz. Todo el mundo ha desaparecido, y no sabemos por qué. Incluso Van y su hijo Sam han desaparecido de la faz de la tierra, —la frente de Dom se cubrió de arrugas.
Permanecí allí sentada en estado de shock. No era ningún secreto que hablar de Van, el tío de Aidan, y de Sam no era mi tema favorito. Sam era un psicópata y un violador, y su padre no era mucho mejor. Aunque no sabía nada sobre el paradero de Van, sí que sabía lo que le había pasado a Sam. Aidan le había quitado la vida.
A pesar de que la muerte de Sam había sido abrupta y violenta, había estado justificada. Su intención había sido violarme y darme por muerta. Aidan había matado a Sam para salvarme la vida, justo antes de que éste hubiera acabado conmigo, pero no antes de que Sam me hubiera dado una buena paliza.
Si no hubiera sido por Aidan y su magia druida, estaría muerta. Supuse que esa era una cosa por la que le podría estar agradecida.
—¿Cómo es posible que Aidan haya desaparecido?
—¡Y eso es quedarse corto! —intervino Jeffery—. No tenemos ni puta idea. Seguimos rascándonos la cabeza. Yo sospecho que su familia usó la mierda esa del vudú y ¡puf!, el castillo y todos sus putos bufones dijeron «hasta la vista». Aparte de Aidan, espero que ninguno de ellos vuelva.
—Jeff, eres demasiado supersticioso —intervino Dom, regañando a su compañero—. Debe haber una respuesta lógica que explique su paradero.
—¡¿Perdona?! —Jeffery se quedó boquiabierto—. ¿Dónde diablos has estado tú, monsieur? —Jeffery comenzó a mover el dedo en la cara de Dom—. Explícame cómo ha desaparecido ese maldito castillo, ‘señor yo-no-creo-en-fantasmas’. Si hasta los rosales desaparecieron, —Jeffery frunció los labios, enfadado.
—Claramente no tengo todas las respuestas, pero no asumas sin tener hechos, ma chère —Dom mantuvo la compostura mientras replicaba con suavidad—. Por aquí nada es lo que parece.
—Bueno, pues tú sigue haciendo lo que mejor se te da… cocinar —replicó Jeffery con una dosis extra de crema agria.
De repente, empecé a reírme como una histérica. Ambos hombres se olvidaron de su riña y se volvieron para clavar sus ojos sobre mí. En ese momento, había perdido todos mis tornillos. No podía recuperar el aliento. Enseguida, Dom y Jeffery se unieron, y la habitación se llenó de júbilo.
Me sentó bien liberar esa extraña emoción que vivía en mi interior. Aquella peculiar hilaridad le resultó extraña a mis oídos; era un sonido que había abandonado el barco desde que me habían mandado al psiquiátrico.
Aun así, sin previo aviso, mi estado de ánimo cambió como el viento. Empecé a sollozar, y la casa se quedó en silencio. Por un breve momento, mis dos amigos se quedaron boquiabiertos en un silencio aturdido.
Estaba echa un desastre. Las drogas estaban abandonando mi sistema más rápido de lo que esperaba, y la realidad estaba abriéndose camino.
Estar cara a cara con la muerte no era algo fácil de aceptar. Mi vida era un desastre. No estaba segura de qué sería peor, estar muerta por dentro o estar viva y ser despreciable.