Anne de las tejas verdes - Lucy Maud Montgomery - E-Book

Anne de las tejas verdes E-Book

Lucy Maud Montgomery

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Beschreibung

Anne de las tejas verdes es un libro escri­to por la canadiense Lucy Maud Montgo­mery y publicado por primera vez en 1908. La obra narra la vida de Anne Shirley, una niña huér­fana, que gracias a su carácter imaginativo y despierto logra encandilar a todos los habitantes de Avonlea, el pequeño pueblo pesquero ficticio en la Isla del Príncipe Eduardo, donde se desarrolla la historia a finales del siglo XIX. Hay cosas que no cambian, como la facilidad de Anne para meterse en líos o su amistad con Diana. Pero la indomable pelirroja se hace mayor y la historia toma otros caminos. Existen varias versiones audiovisuales, entre estas la serie de Netflix Anne with an E. En to­das ellas, Anne es un personaje inolvidable, quien con sus ocurrencias, aventuras, palabras, y sueños, transportará a quien la conozca a un mundo lleno de contrastes en la visión única de esta pequeña.

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Título original: Anne of Green Gables

Traducción: Isabela Cantos Vallecilla

Primera edición en esta colección: abril de 2023

© Sin Fronteras Grupo Editorial

ISBN: 978-628-7642-04-1

Coordinador editorial: Mauricio Duque Molano

Edición: Juana Restrepo Díaz

Diseño de colección y diagramación:

Paula Andrea Gutiérrez Roldán

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado: impresión, fotocopia, etc, sin el permiso previo del editor.

Sin Fronteras, Grupo Editorial, apoya la protección de copyright.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

CONTENIDO

CAPÍTULO I

LA SEÑORA RACHEL LYNDE ES SORPRENDIDA

CAPÍTULO II

MATTHEW CUTHBERT ES SORPRENDIDO

CAPÍTULO III

MARILLA CUTHBERT ES SORPRENDIDA

CAPÍTULO IV

LA MAÑANA EN TEJAS VERDES

CAPÍTULO V

LA HISTORIA DE ANNE

CAPÍTULO VI

MARILLA SE DECIDE

CAPÍTULO VII

ANNE ELEVA SUS PLEGARIAS

CAPÍTULO VIII

LA CRIANZA DE ANNE HA COMENZADO

CAPÍTULO IX

LA SEÑORA RACHEL LYNDE ESTÁ DEBIDAMENTE HORRORIZADA

CAPÍTULO X

LA DISCULPA DE ANNE

CAPÍTULO XI

LAS IMPRESIONES DE ANNE SOBRE LA ESCUELA DOMINICAL

CAPÍTULO XII

UN JURAMENTO Y UNA PROMESA SOLEMNES

CAPÍTULO XIII

LA DELICIA DE LA ANTICIPACIÓN

CAPÍTULO XIV

LA CONFESIÓN DE ANNE

CAPÍTULO XV

UNA TEMPESTAD EN LA TETERA DE LA ESCUELA

CAPÍTULO XVI

DIANA ES INVITADA A TOMAR EL TÉ CON RESULTADOS TRÁGICOS

CAPÍTULO XVII

UN NUEVO INTERÉS EN LA VIDA

CAPÍTULO XVIII

ANNE AL RESCATE

CAPÍTULO XIX

UN FESTIVAL, UNA CATÁSTROFE Y UNA CONFESIÓN

CAPÍTULO XX

UNA BUENA IMAGINACIÓN SALE MAL

CAPÍTULO XXI

UNA NUEVA FORMA DE CONDIMENTAR

CAPÍTULO XXII

INVITAN A ANNE A TOMAR EL TÉ

CAPÍTULO XXIII

ANNE SUFRE POR UNA CUESTIÓN DE HONOR

CAPÍTULO XXIV

LA SEÑORITA STACY Y SUS PUPILOS ORGANIZAN UN FESTIVAL

CAPÍTULO XXV

MATTHEW INSISTE EN LAS MANGAS ABULLONADAS

CAPÍTULO XXVI

SE CREA EL CLUB DE LAS HISTORIAS

CAPÍTULO XXVII

LA VANIDAD Y LA AFLICCIÓN DEL ESPÍRITU

CAPÍTULO XXVIII

UNA DESGRACIADA DONCELLA DE LOS LIRIOS

CAPÍTULO XXIX

UNA ÉPOCA EN LA VIDA DE ANNE

CAPÍTULO XXX

SE ORGANIZA LA CLASE DE LA REINA

CAPÍTULO XXXI

EN DONDE EL ARROYO SE ENCUENTRA CON EL RÍO

CAPÍTULO XXXII

SE PUBLICA LA LISTA DE QUIÉNES PASARON

CAPÍTULO XXXIII

EL FESTIVAL DEL HOTEL

CAPÍTULO XXXIV

UNA JOVEN DE LA ACADEMIA DE LA REINA

CAPÍTULO XXXV

EL INVIERNO EN LA ACADEMIA DE LA REINA

CAPÍTULO XXXVI

LA GLORIA Y EL SUEÑO

CAPÍTULO XXXVII

LA SEGADORA CUYO NOMBRE ES LA MUERTE

CAPÍTULO XXXVIII

UNA CURVA EN EL CAMINO

CAPÍTULO I

LA SEÑORA RACHEL LYNDE ES SORPRENDIDA

La señora Rachel Lynde vivía justo en donde el camino principal de Avonlea descendía hacia una pequeña hondonada llena de alisos, flores de zarcillos de reina y atravesada por un arroyo cuyo nacimiento se encontraba en los bosques de la antigua propiedad de los Cuthbert. Tenía la reputación de ser un arroyo largo e intricado al inicio de su curso a través de esos bosques, con estanques secretos y oscuros y cascadas, pero para el momento en el que alcanzaba la hondonada de Lynde, ya era un pequeño riachuelo calmado y bien comportado, pues ni siquiera un riachuelo podría pasar frente a la puerta de la señora Rachel Lynde sin demostrar la debida decencia y decoro. Probablemente estaba consciente de que la señora Rachel estaba sentada junto a su ventana, vigilando con ojos avizores todo lo que pasaba por allí, desde riachuelos hasta niños, y de que si ella notaba algo extraño o que estuviera fuera de lugar, nunca descansaría hasta que hubiera descubierto los porqués y las razones de aquello.

Hay muchas personas en Avonlea, tanto dentro como fuera, que pueden examinar con cuidado los asuntos de sus vecinos al olvidarse de los suyos propios, pero la señora Rachel Lynde era una de esas criaturas muy capaces que podía manejar sus propios asuntos y estar pendiente de los de los demás al mismo tiempo. Ella era una ama de casa notable, sus labores siempre estaban cumplidas y bien hechas, manejaba el Círculo de Costura, ayudaba a organizar la escuela dominical y era la aliada más fuerte de la Sociedad Eclesiástica de Ayuda y de las Misiones Auxiliares Extranjeras. Aun con todo esto, la señora Rachel encontraba tiempo suficiente para sentarse por horas junto a la ventana de su cocina, tejiendo colchas de parches de algodón (ya había tejido dieciséis de ellas, como las amas de casa de Avonlea se veían obligadas a decir con voces sorprendidas) y manteniendo los ojos atentos en el camino principal que cruzaba la hondonada y luego ascendía por la empinada colina rojiza de más allá. Dado que Avonlea ocupaba una pequeña península triangular que salía hacia el golfo de St. Lawrence, con agua por los dos lados, cualquiera que saliera de allí o entrara tenía que pasar por ese camino de la colina y, por lo tanto, enfrentarse a los ojos que todo lo veían de la señora Rachel.

Ella estaba sentada allí una tarde de los primeros días de junio. El sol entraba por la ventana, cálido y brillante; el huerto en lo bajo de la colina en donde estaba la casa se encontraba florecido con colores blancos y rosados, rodeado por una miríada de abejas que zumbaban. Thomas Lynde (un hombre pequeño y manso a quien las personas de Avonlea llamaban «el esposo de Rachel Lynde») estaba sembrando sus últimas semillas de nabos en el campo más allá del granero. Y Matthew Cuthbert debía haber estado sembrando las suyas en el gran campo rojizo junto al arroyo que estaba más allá de Tejas Verdes. La señora Rachel sabía que él debía estar haciéndolo porque lo había escuchado decirle a Peter Morrison la noche anterior, en la tienda de William J. Blair en Carmody, que pretendía sembrar sus semillas de nabos la tarde siguiente. Peter le había preguntado, por supuesto, pues Matthew Cuthbert nunca había sido conocido por dar información voluntariamente sobre nada en toda su vida.

Y aun así allí estaba Matthew Cuthbert, a las tres y media de la tarde de un día ocupado, avanzando plácidamente por la hondonada y subiendo la colina. Es más, vestía con una camisa blanca de cuello y su mejor combinación de ropa, lo cual era una prueba indiscutible de que estaba yéndose de Avonlea. Y tenía la calesa y la yegua alazana, que revelaba que pretendía recorrer una distancia considerable. Ahora, ¿a dónde estaba yendo Matthew Cuthbert y por qué estaba yendo allí?

Si hubiera sido cualquier otro hombre de Avonlea, la señora Rachel, uniendo hábilmente esto y lo otro, podría haber adivinado bastante bien la respuesta a ambas preguntas. Pero Matthew salía tan poco de su casa que debía ser algo urgente e inusual lo que lo convocaba. Él era el hombre más tímido sobre la Tierra y odiaba estar rodeado de extraños o ir a cualquier lugar en el que quizás tuviera que hablar. Ver a Matthew vestido con una camisa blanca de cuello y conduciendo una calesa no era algo que se viera a menudo. La señora Rachel, por más que lo pensó, no pudo descifrar de qué se trataba aquello y la diversión de su tarde se vio entorpecida.

«Solo iré a Tejas Verdes después del té y le preguntaré a Marilla a dónde se ha ido y por qué», concluyó finalmente la digna mujer. «Él generalmente no va al pueblo en esta época del año y nunca hace visitas. Si se le hubieran acabado las semillas de nabo no se habría vestido así y no habría sacado la calesa para ir por más. Y tampoco estaba avanzando lo suficientemente rápido como para estar yendo a por un doctor. Sin embargo, algo debe haber pasado desde anoche para que actúe de esa manera. Estoy muy confundida, eso es, y no tendré ni un minuto de paz mental ni la conciencia tranquila hasta que sepa qué ha hecho que Matthew Cuthbert salga de Avonlea hoy».

En efecto, después del té, la señora Rachel salió y no tuvo que ir muy lejos. La enorme casa rodeada de vegetación en donde los Cuthbert vivían estaba apenas a unos cuatrocientos metros de la hondonada de Lynde siguiendo el camino. Eso sí, el camino seguía incluso mucho más allá. El padre de Matthew Cuthbert, tan tímido y silencioso como el hijo que había engendrado, se había retirado tanto como había podido de sus congéneres, sin realmente llegar a vivir en los bosques, y allí había creado su morada. Tejas Verdes estaba construida en el borde más lejano de sus tierras y allí estaba hasta ese día, apenas visible desde el camino principal sobre el que todas las demás casas de Avonlea estaban tan socialmente situadas. La señora Rachel Lynde no podía decir que vivir en un lugar así fuera realmente vivir.

«Eso es solo quedarse, no vivir, eso es», pensó mientras caminaba por el camino rodeado de césped y arbustos de rosas salvajes. «No me sorprende que Matthew y Marilla sean un poco extraños, viviendo tan alejados y solos. Los árboles no son mucha compañía, aunque Dios sabe que, si lo fueran, tendrían más que suficiente. A mí me gusta más ver personas. Claro, ellos parecen lo suficientemente contentos, pero entonces, supongo, es porque se han acostumbrado a ello. Un cuerpo puede acostumbrarse a lo que sea, incluso a estar colgado, como dijo un irlandés».

Con esto, la señora Rachel se salió del camino y fue hacia el jardín de Tejas Verdes. Aquel jardín era muy verde, organizado y preciso, adornado a un lado con unos enormes sauces patriarcales y al otro con álamos elegantes. No se podía ver ni una rama ni una piedra fuera de lugar, pues la señora Rachel las habría visto si hubieran existido. En privado ella tenía la idea de que Marilla Cuthbert barría ese jardín tan a menudo como su propia casa. Uno podría haber comido directamente del suelo sin pensar dos veces en ninguna partícula proverbial de suciedad.

La señora Rachel tocó con delicadeza a la puerta de la cocina y entró cuando se lo permitieron. La cocina de Tejas Verdes era una estancia animada… o habría sido animada si no hubiera estado tan insufriblemente limpia como para darle la apariencia de un lugar que nunca se usaba. Las ventanas daban al este y al oeste. A través de la que daba al este, a la parte trasera del jardín, entraban los rayos de sol típicos de junio. Pero la del este, por donde alcanzabas a ver un poco de los árboles de cerezo florecidos a la izquierda del huerto y unos abedules delgados y curvados en la hondonada junto al arroyo, estaba algo tapiada por un conjunto de enredaderas. Allí se sentaba Marilla Cuthbert, cuando se sentaba, siempre desconfiando un poco de la luz del sol, la cual le parecía a ella una cosa demasiado danzante e irresponsable para un mundo que debía tomarse en serio. Y allí estaba sentada ahora, tejiendo, y la mesa detrás de ella estaba lista para la cena.

La señora Rachel, antes incluso de haber cerrado la puerta, había tomado notas mentales de todo lo que estaba en esa mesa. Había tres platos puestos, por lo que Marilla debía estar esperando que alguien llegara con Matthew para el té, pero los platos eran platos de todos los días y solo había conservas de manzana y una clase de pastel, de manera que la compañía que esperaba no era una compañía muy particular. Sin embargo, ¿qué pasaba con la camisa blanca de cuello de Matthew y la yegua alazana? La señora Rachel estaba mareándose por este inusual misterio sobre los silenciosos y poco misteriosos ocupantes de Tejas Verdes.

—Buenas tardes, Rachel —dijo Marilla enérgicamente—. Es una tarde muy buena, ¿verdad? ¿No quiere sentarte? ¿Cómo están todos?

Algo, que por falta de otro nombre, que podría llamarse amistad existía y siempre había existido entre Marilla Cuthbert y la señora Rachel a pesar de su disimilitud… o quizás precisamente por ella.

Marilla era una mujer alta y delgada, llena de ángulos y sin curvas. Su pelo castaño dejaba ver algunas hebras grises y siempre estaba recogido en un pequeño y apretado nudo sobre la cabeza, el cual tenía dos pinzas que lo atravesaban agresivamente, manteniéndolo en su lugar. Se veía como una mujer con poca experiencia y una consciencia rígida, y así era. Pero había una cualidad redentora en su boca, la cual, si se hubiera desarrollado un poco más, habría sido considerada un indicativo de su sentido del humor.

—Todos estamos bastante bien —dijo la señora Rachel—. Aunque me encontraba un poco preocupada porque usted no lo estuviera, pues vi a Matthew yéndose hoy. Pensé que quizás estaba en camino por un doctor.

Los labios de Marilla se movieron ligeramente. Había esperado que la señora Rachel se presentara. Sabía que la visión de Matthew yéndose tan de repente sería demasiado para la curiosidad de su vecina.

—Oh, no, estoy bastante bien, aunque tuve un mal dolor de cabeza ayer —dijo ella—. Matthew fue a Bright River. Vamos a recibir a un pequeño niño de un orfanato de Nueva Escocia y llegará en un tren esta noche.

Si Marilla hubiera dicho que Matthew había ido a Bright River para encontrarse con un canguro que venía de Australia la señora Rachel no habría podido quedar más sorprendida. En realidad se quedó pasmada por unos cinco segundos. No era posible que Marilla se estuviera burlando de ella, pero la señora Rachel casi se vio forzada a suponer que sí.

—¿Está hablando en serio, Marilla? —exigió cuando la voz volvió a ella.

—Sí, por supuesto —dijo Marilla, como si recibir niños de orfanatos de Nueva Escocia fuera una parte usual del trabajo de primavera de cualquier granja que se respetara de Avonlea en lugar de ser una innovación de la que nunca se había escuchado.

La señora Rachel sentía como si hubiera recibido una conmoción mental. Pensaba con signos de exclamación. ¡Un niño! De todas las personas, ¡Marilla y Matthew Cuthbert adoptando a un niño! ¡De un orfanato! Bien, ¡el mundo de verdad estaba al revés! ¡Ya nada la sorprendería después de eso! ¡Nada!

—¿Cómo se les ocurrió tal cosa? —exigió con un tono de desaprobación.

Esto lo habían hecho sin pedir ningún consejo, así que debía ser juzgado.

—Bien, hemos estado pensando en ello por algún tiempo ya. Todo el invierno, de hecho —respondió Marilla—. La señora Alexander Spencer estuvo aquí un día antes de Navidad y dijo que iba a ir por una niña del orfanato de Hopeton en la primavera. Su prima vive allí y la señora Spencer nos ha visitado por aquí y sabe todo sobre este lugar. Así que Matthew y yo lo hemos hablado de vez en cuando desde entonces. Pensamos en adoptar a un niño. Matthew ya tiene unos años, ¿sabe? Tiene sesenta y ya no es tan ágil como antes. Su corazón le da bastantes problemas. Y sabe lo terriblemente difícil que es contratar empleados. Nunca hay nadie disponible que no sean esos estúpidos y pequeños niños franceses. Y tan pronto como se logra acostumbrar uno a los modales y cuando se le ha enseñado algo, se va a trabajar enlatando langostas o a los Estados Unidos. Al principio Matthew sugirió que consiguiéramos a un criado. Pero dije «no» de inmediato. «Pueden estar bien, no estoy diciendo que no, pero no quiero árabes de la calle Londres aquí», dije. «Al menos deme a alguien que haya nacido aquí. Habrá un riesgo sin importar a quién consigamos, pero me sentiré más tranquila y dormiré mejor si conseguimos a alguien que haya nacido en Canadá».

»Así que al final decidimos pedirle a la señora Spencer que escogiera uno para nosotros cuando fuera a recoger a su niña pequeña. Supimos que iría la semana pasada, así que le enviamos un mensaje a través de la gente de Richard Spencer en Carmody para que nos trajera a un niño inteligente de unos diez u once años. Decidimos que esa sería la mejor edad, pues es suficientemente grande como para dedicarse de inmediato a los quehaceres y lo suficientemente joven como para entrenarlo como se debe. Pretendemos darle un buen hogar y educación. Recibimos un telegrama de la señora Alexander Spencer hoy (el cartero lo trajo desde la estación), diciendo que llegarían en el tren de las cinco y media. Así que Matthew fue a Bright River para conocerlo. La señora Spencer lo dejará allí. Y por supuesto que luego ella misma seguirá hasta la estación de Arenas Blancas.

La señora Rachel se enorgullecía por siempre decir lo que pensaba, así que procedió a hablar en ese momento tras haber ajustado su actitud mental ante esas maravillosas noticias.

—Vaya, Marilla, le diré directamente que creo que está haciendo algo tremendamente insensato. Algo arriesgado, eso es. No sabe lo que se está trayendo. Está recibiendo a un niño extraño en su casa y su hogar, y no sabe ni una sola cosa sobre él, sobre cómo es su disposición, sobre qué clase de padres tuvo o sobre cómo será luego. Válgame, fue tan solo la semana pasada que leí en el periódico cómo un hombre y su esposa fueron hacia el este de la isla, adoptaron a un niño de un orfanato y luego él incendió su casa por la noche. La incendió A PROPÓSITO, Marilla. Y casi los quemó vivos en sus camas. Y sé de otro caso en el que un niño adoptado solía chupar los huevos… y nunca pudieron quitarle ese hábito. Si me hubiera pedido mi consejo sobre este asunto (lo cual no hizo, Marilla), le habría dicho que, por amor a los cielos, no se le ocurriera hacer algo así. Eso es todo.

Este discurso no pareció ofender ni alarmar a Marilla. Ella simplemente siguió tejiendo.

—No niego que hay algo de razón en lo que dice, Rachel. He tenido dudas yo misma. Pero Matthew estaba terriblemente decidido. Pude verlo, así que cedí. Es muy raro que Matthew se empecine en algo, así que cuando lo hace, siento que es mi deber ceder. Y en cuanto al riesgo, hay riesgos en casi todo lo que un cuerpo hace en este mundo. Hay riesgos en que las personas tengan hijos propios, si es que llega el caso. Esos niños no siempre salen bien. Y Nueva Escocia está bastante cerca de la isla. No es como si lo estuviéramos trayendo desde Inglaterra o los Estados Unidos. No puede ser muy diferente a nosotros.

—Bien, pues espero que salga decente —dijo la señora Rachen con un tono que indicaba sus dolorosas dudas—. Solo no diga que no se lo advertí si quema Tejas Verdes o si pone estricnina en el pozo de agua. Escuché de un caso en Nuevo Brunswick en donde un niño de un orfanato hizo eso y la familia entera murió en medio de agonías terribles. Aunque fue una niña en ese caso…

—Bueno, pues no vamos a recibir a una niña —dijo Marilla, como si envenenar pozos fuera solo un logro enteramente femenino y no tuviera que temer nada en el caso de un niño—. Nunca soñé con traer a una niña. Dudo un poco de la señora Alexander Spencer por hacerlo. Pero, de nuevo, no creo que ella se dejara persuadir de no adoptar a todos los huérfanos de un orfanato si se le metiera la idea en la cabeza.

La señora Rachel habría querido quedarse hasta que Matthew volviera a casa con un huérfano importado. Pero al reflexionar que pasarían al menos dos horas antes de su llegada, concluyó que iría a donde Robert Bell, un poco más allá siguiendo el camino, para contarle las noticias. Seguramente sería una sensación que no quedaría opacada por nada, y a la señora Rachel le encantaba crear sensaciones. Así que ella se fue, para el alivio de Marilla, pues esta última había empezado a revivir sus dudas y miedos bajo la influencia del pesimismo de la señora Rachel.

—Vaya, ¡de todas las cosas que fueron o que serán! —exclamó la señora Rachel cuando estuvo a una distancia prudente.

«De verdad parece como si estuviera soñando. Bien, lo siento por ese joven y los errores. Matthew y Marilla no saben nada sobre niños y esperan que sea más sabio y más estable que su propio abuelo, si es que siquiera ha tenido un abuelo, lo cual dudo. Me parece extraño pensar en un niño en Tejas Verdes de alguna manera. Nunca ha habido ninguno antes, pues Matthew y Marilla ya eran mayores cuando la casa nueva fue construida… si es que alguna vez fueron niños, lo cual es difícil de creer cuando uno los mira. No me gustaría estar en los zapatos de ese huérfano para nada. Vaya, pero lo compadezco, eso es».

Eso pensaba la señora Rachel, mientras veía los arbustos de rosas salvajes, con toda la piedad de su corazón, pero si hubiera podido ver al niño que esperaba pacientemente en la estación de Bright River en ese mismo momento, su piedad habría sido aún más profunda.

CAPÍTULO II

MATTHEW CUTHBERT ES SORPRENDIDO

Matthew Cuthbert y la yegua alazana avanzaron cómodamente a lo largo de los casi trece kilómetros que los separaban de Bright River. Era un camino bello, extendiéndose a lo largo de granjas acogedoras, con algunos bosques u hondonadas que atravesar de vez en cuando, todo adornado por las flores silvestres de la vegetación. El aire se sentía dulce por el aroma de las muchas plantaciones de manzanos y las praderas se perdían en la distancia con la bruma perlada y púrpura del horizonte.

«Los pequeños pájaros cantaban como si fuera el único día de verano de todo el año».

Matthew disfrutaba del trayecto a su manera, excepto en los momentos en los que se encontraba con mujeres y tenía que saludarlas con una inclinación de cabeza, pues en la isla del príncipe Eduardo se supone que debes saludar con una inclinación de cabeza a todos con los que te cruces en el camino sin importar si los conoces o no.

Matthew le temía a todas las mujeres excepto a Marilla y a la señora Rachel. Siempre tenía la sensación incómoda de que todas esas misteriosas criaturas se estaban riendo secretamente de él. Podría haber tenido toda la razón al pensar así, pues era un personaje que se veía extraño, con una figura desgarbada y pelo gris que le llegaba a los hombros, además de una barba que había usado desde que tenía veinte años. De hecho, se había visto a los veinte tal como se veía a los sesenta, exceptuando las canas.

Cuando llegó a Bright River no había señales de ningún tren. Pensó que había llegado temprano, así que ató su yegua en el jardín del pequeño hotel de Bright River y fue hacia la estación. La larga plataforma ya estaba casi desierta y la única criatura a la vista era una niña que estaba sentada en una pila de tejas en el otro extremo. Matthew, apenas notando que era una niña, pasó junto a ella tan rápido como pudo sin mirarla. Si hubiera mirado, seguro no habría dejado de notar la rigidez tensa y la expectación en su actitud y su expresión. Estaba sentada allí, esperando por algo o alguien y dado que sentarse y esperar era la única cosa que podía hacer entonces, ella se sentó y esperó con todas las fuerzas de su ser.

Matthew se encontró con el encargado de la estación cerrando la oficina de billetes como preparación para irse a cenar a su casa y le preguntó si el tren de las cinco y media llegaría pronto.

—El tren de las cinco y media ya llegó y se fue hace media hora —respondió rápido el oficial—. Pero una pasajera dejó algo para usted… una niña pequeña. Está sentada allí, en las tejas. Le pedí que fuera a la sala de espera de las damas, pero me informó con seriedad que prefería quedarse afuera. «Hay más posibilidades para la imaginación», dijo. Es todo un caso, debería decirlo.

—No estoy esperando a una niña —dijo Matthew con claridad—. He venido por un niño. Debería estar aquí. La señora Alexander Spencer lo trajo aquí desde Nueva Escocia para mí.

El encargado de la estación silbó.

—Supongo que hay algún error —dijo—. La señora Spencer salió del tren con esa niña y la dejó a mi cargo. Dijo que usted y su hermana la adoptarían porque era una huérfana y que usted vendría por ella pronto. Eso es todo lo que sé al respecto… y no tengo más huérfanos escondidos en las premisas.

—No lo entiendo —dijo Matthew, perdido, deseando que Marilla estuviera allí para lidiar con la situación.

—Bien, lo mejor será que hable con la niña —dijo el encargado de la estación sin cuidado—. Me atrevería a decir que ella será capaz de explicárselo porque tiene una lengua muy larga, eso seguro. Quizás se les habían acabado los niños de la marca que usted quería.

Se alejó caminando con prisa, pues tenía hambre, y el desafortunado Matthew se quedó solo para enfrentarse a algo más difícil para él que encarar a un león en su refugio: acercarse a una niña, a una niña extraña, a una niña huérfana, y preguntarle por qué no era un niño. Matthew se quejó internamente cuando se giró y fue caminando lentamente por la plataforma hacia ella.

Ella lo había estado mirando desde que había pasado por su lado y ahora lo observó directamente. Matthew no la estaba viendo y no habría visto cómo era aún si lo estuviera haciendo, pero un espectador ordinario habría visto esto: una niña de unos once años usando un vestido muy corto, muy apretado y muy feo de un color amarillo grisoso. Usaba un gorro marrón desteñido de marinero y, debajo del sombrero, llegándole a la espalda, tenía dos trenzas de un pelo rojo y muy grueso. Su cara era pequeña, blanca y delgada. También llena de pecas. Su boca era grande al igual que sus ojos, los cuales se veían verdes bajo algunas luces y grises bajo otras.

Hasta allí llegaba el observador ordinario. Un observador extraordinario podría haber visto que su mentón era muy puntudo y pronunciado, que los grandes ojos estaban llenos de espíritu y vivacidad, que la boca tenía labios dulces y expresivos, que la frente era amplia y grande. En pocas palabras, nuestro extraordinario observador entendido habría concluido que ningún alma ordinaria habitaba el cuerpo de esta niña perdida de la cual el tímido Matthew Cuthbert estaba tan ridículamente asustado.

Matthew, sin embargo, se salvó de la tarea de ser el primero en hablar, pues tan pronto como ella concluyó que él estaba acercándose, se levantó, agarrando con una mano sucia y delgada el asa de una desgastada malera y ofreciéndole la otra a él.

—¿Supongo que usted es el señor Matthew Cuthbert de Tejas Verdes? —dijo ella con una voz dulce y peculiar—. Estoy muy contenta de verlo. Estaba empezando a temer que no viniera por mí y he imaginado todas las cosas que habrían podido sucederle en el camino para que no lo lograra. Ya había decidido que si usted no venía por mí esta noche, seguiría la carrilera hasta ese gran árbol de cerezo salvaje junto al cruce y lo treparía para quedarme allí toda la noche. No estaría asustada en lo más mínimo y sería hermoso dormir en un árbol de cerezo salvaje con todas las flores bajo la luz de la luna, ¿no lo cree? Puede imaginar que está paseando por unos salones de mármol, ¿no es así? Y estaba muy segura de que vendría por mí por la mañana si no venía esta noche.

Matthew había estrechado su pequeña mano con la de él en un gesto incómodo. Allí y entonces decidió qué hacer. No podía decirle a esta niña con ojos brillantes que todo había sido un error, sino que se la llevaría a casa y dejaría que Marilla se lo dijera. En todo caso no podía dejarla en Bright River sin importar qué error se hubiera cometido, así que todas las preguntas y explicaciones podían posponerse hasta que él estuviera de vuelta y a salvo en Tejas Verdes.

—Lamento haber llegado tarde —dijo él con timidez—. Venga. El caballo está en el jardín. Deme su maleta.

—Oh, yo puedo llevarla —respondió la niña con ánimo—. No es pesada. Tengo todas mis posesiones terrenales en ella, pero no es pesada. Y si no se lleva de una cierta manera, el asa se rompe, así que mejor la llevo yo porque conozco el truco exacto. Es una maleta extremadamente vieja. Oh, estoy muy contenta de que haya venido a pesar de que habría sido bonito dormir en un árbol de cerezo salvaje. Debemos viajar por mucho tiempo, ¿verdad? La señora Spencer dijo que eran casi trece kilómetros. Me alegra mucho porque me gusta viajar. Oh, me parece maravilloso que vaya a vivir con usted, que le vaya a pertenecer. Nunca le he pertenecido a nadie… no en realidad. Pero el orfanato fue de lo peor. Solo estuve allí por cuatro meses, pero fue suficiente. No creo que usted haya sido nunca un huérfano en un orfanato, así que no es posible que se pueda imaginar cómo fue. Es peor que cualquier cosa que se pueda imaginar.

»La señora Spencer dijo que es malo que yo hable de esa manera, pero yo no pretendía ser mala. Es muy fácil ser mala sin saberlo, ¿no es así? Ellos eran buenos, ¿sabe? La gente del orfanato. Pero había muy pocas posibilidades para la imaginación en ese orfanato… solo existían dentro de los otros huérfanos. Era muy interesante imaginar cosas sobre ellos, imaginar que quizás la niña sentada junto a mí era en realidad la hija de un conde, la cual había sido robada de los brazos de sus padres por una cruel niñera que murió antes de que pudiera confesar su crimen. Solía quedarme despierta por las noches imaginando cosas así, pues no tenía tiempo durante el día. Supongo que por eso soy tan delgada… porque soy terriblemente delgada, ¿no? No hay nada extra sobre mis huesos. Me encanta imaginar que soy bonita y saludable, con pequeñas hendiduras en mis codos.

Con esto, la compañera de Matthew dejó de hablar, en parte porque se había quedado sin aliento y en parte porque habían llegado a la calesa. Ella no dijo ni una palabra más hasta que hubieron dejado la villa y estaban avanzando por una pequeña colina empinada. El camino había sido creado tan profundo sobre el suelo blando que las orillas, rodeadas de árboles de cerezo salvajes y delgados abedules blancos, estaban varios metros por encima de sus cabezas.

La niña estiró la mano y rompió una rama de un ciruelo salvaje que se rozaba contra el lado de la calesa.

—¿No es hermoso? ¿En qué te hizo pensar ese árbol, saliendo de la orilla, todo blanco y sedoso? —preguntó.

—Vaya, bien… no lo sé —dijo Matthew.

—Pues en una novia, por supuesto. Una novia toda de blanco con un hermoso velo vaporoso. Nunca he visto una, pero puedo imaginar que así se vería. Yo nunca espero convertirme en una novia. Soy tan poco agraciada que nadie querrá casarse conmigo a menos que sea un misionero extranjero. Supongo que los misioneros extranjeros no son muy particulares. Pero sí espero tener algún día un vestido blanco. Ese es mi ideal más alto de felicidad terrenal. Es que amo la ropa bonita. Y nunca he tenido un vestido bonito en mi vida, al menos que yo recuerde. Por supuesto, es algo más que puedo anhelar, ¿no es así? Y luego puedo imaginar que estoy vestida de una manera hermosa. Esta mañana, cuando me fui del orfanato, me sentí muy avergonzada porque tenía que usar este horrible y desgastado vestido. Todos los huérfanos tenían que ponerse cosas así, ¿sabe?

»El inverno pasado, un mercader de Hopeton donó trescientos metros de tela de algodón al orfanato. Algunas personas dijeron que era poque no podía venderla, pero yo prefiero creer que fue por la bondad de su corazón. Cuando nos subimos al tren sentí como si todo el mundo me estuviera mirando con pena. Pero entonces me puse a trabajar e imaginé que tenía el vestido de seda de color azul claro más hermoso del mundo (porque cuando imagina bien puede imaginar algo que valga la pena) y un enorme sombrero de flores, un reloj de oro, guantes para niños y botas. Me animé de inmediato y disfruté del viaje a la isla con todas mis fuerzas. No me mareé ni un poco viniendo en el barco. La señora Spencer tampoco, aunque a menudo se marea. Dijo que no tenía tiempo para marearse pues estaba vigilando que yo no me cayera por la borda. Dijo que casi nunca me vio porque siempre estuve moviéndome de un lado a otro. Pero si así previne que se mareara entonces es bueno que no me quedara quieta, ¿no? Y quería ver todo lo que pudiera verse en ese barco, pues no sabía si alguna vez tendría otra oportunidad.

»Oh, ¡hay muchos más árboles de cerezo florecidos! Esta isla es el lugar más florecido en el que he estado. Ya la amo y estoy muy feliz de que voy a vivir aquí ahora. Siempre he escuchado que la isla del príncipe Eduardo era el lugar más hermoso del mundo y solía imaginar que vivía aquí, pero nunca esperé que eso sucediera de verdad. Es una delicia cuando lo que uno imagina se hace realidad, ¿no es así? Pero esos caminos rojos son muy peculiares. Cuando nos subimos al tren en Charlottetown y los caminos rojos empezaron a aparecer, le pregunté a la señora Spencer qué los hacía rojos y dijo que no sabía y que, por caridad, no le hiciera más preguntas. Dijo que ya debía haberle preguntado unas mil. Supongo que sí, pero ¿cómo voy a aprender cosas si no hago preguntas? ¿Y qué hace que los caminos sean rojos?

—Bueno, no lo sé —dijo Matthew.

—Vaya, es una de las cosas que tendré que investigar en algún momento. ¿No es espléndido pensar en todas las cosas que hay por aprender? Eso solo me hace agradecer el estar viva… este es un mundo muy interesante. No sería ni la mitad de interesante si supiéramos todo sobre todas las cosas, ¿no es así? Pero ¿acaso estoy hablando demasiado? La gente siempre me dice que lo hago. ¿Preferiría que no hablara? Si me lo dice, pararé. Puedo parar cuando me lo propongo, aunque es difícil.

Matthew, para su propia sorpresa, estaba disfrutando del momento. Como muchas personas calladas, a él le caían bien las personas habladoras cuando estaban dispuestas a hacer toda la conversación ellas mismas y no esperaban que él aportara nada. Pero nunca esperó disfrutar la compañía de una niña pequeña. Las mujeres eran suficientemente malas a su parecer, pero las niñas pequeñas eran peores. Detestaba la manera en la que pasaban tímidamente a su lado, mirándolo de reojo, como si esperaran que las devorara de un bocado si se atrevían a decir una palabra. Esa era la clase de niñas bien criadas que había en Avonlea.

Pero esta pequeña bruja con pecas era muy diferente, y aunque era difícil para su inteligencia más lenta el estar a la par de sus rápidos procesos mentales, pensó que «le gustaban bastante sus parloteos». Así que dijo, tan tímido como siempre:

—Oh, puede hablar tanto como lo desee. No me importa.

—Oh, menos mal. Sé que usted y yo nos llevaremos bien. Es un alivio hablar cuando uno quiere hablar y que no te digan que los niños deben ser vistos pero no escuchados. Si no me han dicho eso una vez, me lo han dicho un millón. Y la gente se ríe de mí porque uso palabras grandes. Pero si uno tiene grandes ideas, uno usa grandes palabras para expresarlas, ¿no es así?

—Vaya, pues eso parece razonable —dijo Matthew.

—La señora Spencer dijo que mi lengua debía estar colgada en la mitad. Pero no lo está… está firmemente pegada a un extremo. La señora Spencer dijo que su hogar se llamaba Tejas Verdes. Le pregunté a ella al respecto. Y ella dijo que había árboles rodeándolo. Me sentí más feliz que nunca. Sencillamente amo los árboles. Y no había ninguno en los alrededores del orfanato, solo unas pobres ramas delgadas en el frente con pequeñas rejas blancas alrededor. Esos intentos de árboles parecían huérfanos también. Verlos me solía dar ganas de llorar.

»A menudo les decía: «oh, ¡pobres cositas pequeñas! Si estuvieran en los grandes bosques con los otros árboles alrededor, los musgos y las campanillas creciendo sobre sus raíces, un arroyo cerca y los pájaros cantando en sus ramas, podrían crecer bien, ¿no? Pero no pueden hacerlo en donde están. Sé exactamente cómo se sienten, pequeños árboles». Me dio pena dejarlos atrás esta mañana. Uno se apega mucho a ese tipo de cosas, ¿no cree? ¿Hay un arroyo cerca de Tejas Verdes? Olvidé preguntarle a la señora Spencer acerca de eso.

—Vaya, pues sí, hay uno justo debajo de la casa.

—¡Qué elegante! Siempre ha sido uno de mis sueños el vivir cerca de un arroyo. Aunque nunca esperé hacerlo. Los sueños a menudo no se cumplen, ¿no es así? ¿No sería agradable que lo hicieran? Pero justo ahora me siento casi completamente feliz. No me puedo sentir exacta y perfectamente feliz porque… bien, ¿qué color diría usted que es este?

Ella movió una de sus largas y brillantes trenzas sobre su hombro y la sostuvo frente a los ojos de Matthew. Matthew no estaba acostumbrado a nombrar el color de las trenzas de las damas, pero en este caso no había lugar a dudas.

—Es rojo, ¿no? —dijo.

La niña dejó que la trenza cayera de vuelta con un suspiro que pareció salir desde los dedos de sus pies y que sacó todas las penas de la humanidad.

—Sí, es rojo —dijo, resignada—. Ahora ya ve por qué no puedo ser perfectamente feliz. Nadie que tenga pelo rojo podría serlo. No me importan mucho las otras cosas… las pecas, los ojos verdes y la delgadez. Puedo imaginar que no las tengo. Puedo imaginar que tengo una hermosa complexión rosada y unos adorables ojos violeta. Pero no puedo imaginar que no tengo pelo rojo. Hago lo mejor que puedo. Pienso: «ahora mi pelo es gloriosamente negro, negro como las alas de un cuervo». Pero todo el tiempo sé que es solo rojo y eso me rompe el corazón. Será la pena que me aceche toda la vida.

»Leí una vez sobre una niña en una novela que tenía una pena de toda la vida, pero no era el pelo rojo. Su pelo era de un dorado puro que caía desde su frente de alabastro. ¿Qué es una frente de alabastro? Nunca lo pude saber. ¿Puede decírmelo?

—Vaya, me temo que no puedo —dijo Matthew, quien estaba mareándose un poco. Se sentía como se sintió una vez en su juventud cuando otro niño lo convenció de dar volteretas en un pícnic.

—Bueno, sea lo que sea, debía ser algo bonito porque ella tenía una hermosura celestial. ¿Alguna vez se ha imaginado lo que podría sentirse el ser celestialmente hermoso?

—Pues no, no lo he hecho —confesó Matthew con ingenuidad.

—Yo sí, a menudo. ¿Qué preferiría ser si pudiera escoger? ¿Celestialmente hermoso, increíblemente astuto o angelicalmente bueno?

—Vaya… yo… no lo sé exactamente.

—Yo tampoco. Nunca puedo decidirme. Pero no hace una diferencia real porque no es probable que yo alguna vez sea algo de eso. Está claro que nunca será angelicalmente buena. La señora Spencer dice… oh, ¡señor Cuthbert! ¡¡Oh, señor Cuthbert!! ¡¡¡Oh, señor Cuthbert!!!

Eso no fue lo que la señora Spencer dijo y la niña tampoco se había caído de la calesa ni Matthew había hecho nada sorprendente. Simplemente habían pasado una curva del camino y se encontraron a sí mismos en la «Avenida».

La «Avenida», bautizada así por la gente de Newbridge, era un pedazo del camino, de unos cuatrocientos o quinientos metros, que estaba rodeado por un arco de enormes manzanos cuyas ramas se tocaban por arriba y que habían sido plantados hace años por un antiguo y excéntrico granjero. Por encima tenían un follaje con flores blancas y abiertas. Por debajo de las hojas el aire estaba lleno de un crepúsculo púrpura y más adelante se podía ver un atisbo de cómo el cielo del atardecer brillaba como un gran vitral al final del pasillo de una catedral.

Su belleza pareció dejar sin aliento a la niña. Se recostó sobre la calesa con las manos apretadas frente a ella y levantó la cara en éxtasis hacia el esplendor de arriba. Incluso cuando ya habían pasado el largo camino de Newbridge ella no se movió ni habló. Aún con el rostro en éxtasis, ella miró hacia el lejano atardecer del oeste con unos ojos que veían diferentes visiones que tenían como escenario ese brillante atardecer. Avanzaron en silencio a través de Newbridge, una activa y pequeña villa en donde los perros les ladraron, los niños les silbaron y unos rostros curiosos los observaron desde las ventanas. Cuando hubieron avanzado unos cinco kilómetros más, la niña aún no había hablado. Podía mantener el silencio, eso era evidente, tan bien como podía hablar.

—Supongo que se siente bastante cansada y hambrienta —Matthew se aventuró a decir al final, aludiendo a la única razón que la podría haber dejado pasmada—, pero ya no nos falta mucho para llegar. Menos de dos kilómetros, quizás.

Ella salió de su ensueño con un profundo suspiro y lo miró con los ojos soñadores de un alma que ha estado merodeando lejos, guiada por las estrellas.

—Oh, señor Cuthbert —susurró—, ese lugar que atravesamos, ese lugar blanco… ¿qué era?

—Vaya, debe referirse a la Avenida —dijo Matthew después de unos instantes de profunda reflexión—. Es un lugar más o menos lindo.

—¿Lindo? Oh, lindo no parece la palabra correcta. Ni hermoso, tampoco. No lo describen por completo. Oh, fue maravilloso… maravilloso. Es la primera cosa que veo que no puede ser mejorada por la imaginación. Sencillamente me satisface aquí. —Se puso una mano en el pecho—. Me provocó un curioso y alegre dolor aquí, aunque fue placentero. ¿Ha sentido alguna vez un dolor así, señor Cuthbert?

—Vaya, pues no recuerdo haberlo sentido.

—Yo sí, muchas veces, cada que veo algo realmente hermoso. Pero no deberían llamar a ese lugar adorable la Avenida. No hay ningún significado en un nombre así. Deberían llamarlo… déjeme pensar… la Vía Blanca del Deleite. ¿No es ese un nombre bueno e imaginativo? Cuando no me gusta el nombre de un lugar o de una persona siempre imagino uno nuevo y pienso en ellos de esa manera. Había una niña en el orfanato cuyo nombre era Hepzibah Jenkins, pero yo siempre me la imaginé como Rosalia DeVere. Otras personas pueden referirse a ese lugar como la Avenida, pero yo siempre lo llamaré la Vía Blanca del Deleite.

»¿Realmente nos quedan menos de dos kilómetros para llegar a la casa? Me alegra y me apena. Me apena porque esta travesía ha sido muy placentera y siempre me apena cuando las cosas placenteras acaban. Algo aún más placentero puede venir después, pero nunca se puede estar seguro. Esa ha sido mi experiencia, en todo caso. Pero me alegra pensar en llegar a casa. Verá, hasta donde recuerdo, nunca he tenido un hogar real. Me causa ese dolor placentero de nuevo el pensar en llegar a un verdadero hogar. ¡Oh! ¿No es eso maravilloso?

Habían avanzado por encima de la parte alta de la colina. Por debajo de ellos estaba un estanque que se veía casi como un río, pues era largo e intrincado. Un puente lo cruzaba de un lado a otro, donde un conjunto de dunas de arena lo aislaba del azul oscuro del golfo de más allá. El agua era una gloria de muchos colores cambiantes: los tonos más espirituales de un verde etéreo con otros tonos elusivos que nadie había nombrado jamás.

Más allá del puente, el estanque llegaba hasta unos árboles de maple y se quedaba allí, oscuro y traslúcido al tiempo, bajo sus sombras. En varios lugares, las ramas de un árbol se inclinaban sobre la orilla y sus flores parecían tocar apenas el agua. De la ciénaga a un costado del estanque venía el coro dulce y triste de las ranas. Había una pequeña casa gris que se veía a través de las flores blancas y que se ubicaba en una colina de más allá. Y aunque no estaba oscuro todavía, se veía la luz brillando a través de las ventanas.

—Ese es el estanque de Barry —dijo Matthew.

—Oh, no me gusta ese nombre tampoco. Lo llamaré… déjeme ver… el Lago de las Aguas Brillantes. Sí, ese es el nombre correcto. Lo sé por la emoción. Cuando encuentro un nombre que encaja a la perfección me emociono. ¿Algunas cosas lo emocionan?

Matthew reflexionó.

—Pues sí. Siempre me emociona ver los feos bulbos blancos que crecen sobre las hojas del lago. Odio mirarlos.

—Oh, no creo que esa pueda ser exactamente la misma clase de emoción. ¿Usted sí? No parece haber mucha conexión entre los bulbos y los lagos de aguas brillantes, ¿no cree? Pero ¿por qué otras personas lo llaman el estanque de Barry?

—Supongo que es porque el señor Barry vive en esa casa. Este lugar se llama la Cuesta del Huerto. Si no fuera por ese gran arbusto de allí, sería capaz de ver Tejas Verdes desde aquí. Pero debemos cruzar el puente y rodear el camino, de manera que nos queda poco menos de un kilómetro.

—¿El señor Barry tiene niñas pequeñas? Bueno, no tan pequeñas… al menos de mi altura.

—Tiene una de unos once años. Su nombre es Diana.

—¡Oh! —exclamó y tomó aire. ¡Qué nombre tan hermoso y perfecto!

—Pues no lo sé. Hay algo terriblemente pagano en ese nombre o eso me parece. Preferiría que se llamara June o Mary o algún nombre sensible como esos. Pero cuando Diana nació había un director de escuela quedándose allí, así que le permitieron nombrarla y él escogió Diana.

—Desearía que hubiera habido un director de escuela así alrededor cuando yo nací. Oh, estamos ya en el puente. Cerraré mis ojos con fuerza. Siempre me ha asustado pasar por encima de los puentes. No puedo evitar imaginar que quizás, justo cuando lleguemos al medio, todo se derrumbe y caigamos. Así que cierro los ojos. Pero siempre tengo que abrirlos cuando creo que estamos cerca del miedo. Porque, verá, si el puente se derrumba, yo quiero verlo derrumbarse. ¡Vaya desastre ruidoso crearía! Siempre me gusta el aspecto ruidoso de la idea.

»¿No es maravilloso que haya tantas cosas así en el mundo? Bien, ya pasamos. Ahora miraré hacia atrás. Buenas noches, querido Lago de las Aguas Brillantes. Siempre le digo buenas noches a las cosas que amo, justo como con las personas, pues creo que les gusta. Parece que el agua me sonriera.

Cuando avanzaron más allá de la colina y pasaron la curva, Matthew dijo:

—Estamos bastante cerca de casa ahora. Esa es Tejas Verdes, justo…

—Oh, no me diga —lo interrumpió ella sin aliento, agarrando su brazo parcialmente levantado y cerrando los ojos, de manera que no pudiera ver su gesto—. Déjeme adivinar. Seguramente estaré en lo correcto.

Ella abrió los ojos y miró a su alrededor. Estaban en la cima de la colina. El sol se había puesto hacía unos minutos, pero el paisaje aún se veía claro con la poca luz que quedaba. Hacia el oeste, la aguja de una iglesia se alzaba contra el cielo dorado. Más abajo había un pequeño valle y más allá había una colina larga y gentil con varias granjas desperdigadas en su superficie. Los ojos de la niña pasaron de una cosa a otra, ansiosos y llenos de ilusión. Al final se centraron en un punto lejano a la izquierda, apartado del camino, ligeramente blanco por los árboles florecidos bajo el crepúsculo de los bosques aledaños. Sobre todo eso, en el cielo suroccidental sin mancha, una estrella clara y blanca estaba brillando como una lámpara de guía y promesas.

—Es esa, ¿no es así? —dijo ella, señalando.

Matthew arrió las riendas de la yegua alazana con emoción.

—Muy bien, ¡lo ha adivinado! Pero supongo que la señora Spencer se la describió, así que de esa manera la pudo reconocer.

—No, no lo hizo. Le juro que no lo hizo. Todo lo que dijo bien podría aplicarse a cualquier otro lugar. No tenía ni una idea real de cómo podría lucir. Pero tan pronto como la vi sentí que era mi hogar. Oh, parece como si estuviera en un sueño. ¿Sabe? Mi brazo debe estar negro y azul del codo para abajo porque me he pellizcado muchas veces hoy. Cada cierto tiempo, un horrible sentimiento enfermizo se apoderaba de mí y me temía que todo fuera un sueño. Entonces me pellizcaba para ver si era real hasta que de repente recordé que incluso suponiendo que fuera solo un sueño, lo mejor que podía hacer ese seguir soñando tanto como pudiera, así que dejé de pellizcarme. Pero esto es real y ya casi estamos en casa.

Con un suspiro de éxtasis volvió a caer en silencio. Matthew se movió, incómodo. Agradecía que fuera Marilla y no él quien le tuviera que decir a esta niña vagabunda del mundo que el hogar que tanto anhelaba no sería de ella después de todo. Avanzaron por encima de la Hondonada de Lynde, en donde ya estaba bastante oscuro, pero no tan oscuro como para que la señora Rachel no pudiera verlos desde su puesto en la ventana mientras subían la colina y seguían por el largo camino hacia Tejas Verdes.

Cuando llegaron a la casa, Matthew ya estaba temiendo la revelación venidera con una energía que no entendía. No estaba pensando en los problemas que este error probablemente les crearía a él y a Marilla, sino en la decepción de la niña. Cuando pensó en esa luz alegre que se apagaría en sus ojos, sintió algo incómodo, como si fuera a ayudar en el asesinato de algo. Fue un sentimiento muy parecido al que lo embargaba cuando tenía que matar a un cordero, un ternero o a cualquier otra criatura inocente.

El jardín estaba bastante oscuro cuando llegaron a él y las hojas de los álamos estaban sonando como seda a su alrededor.

—Escuche a los árboles hablando mientras duermen —susurró ella y él la bajó hasta el suelo—. ¡Qué hermosos sueños deben tener!

Entonces, aferrándose con fuerza a la maleta que contenía todas sus «posesiones terrenales», lo siguió hacia la casa.

CAPÍTULO III

MARILLA CUTHBERT ES SORPRENDIDA

Marilla caminó rápido cuando Matthew abrió la puerta. Pero cuando sus ojos se posaron sobre la pequeña y extraña figura en aquel duro y feo vestido, con las largas trenzas de pelo rojo y los ansiosos y luminosos ojos, se paró de golpe, sorprendida.

—Matthew Cuthbert, ¿quién es esa? —exclamó—. ¿En dónde está el niño?

—No había ningún niño —dijo Matthew miserablemente—. Solo estaba ella.

Asintió hacia la niña, recordando que nunca le había preguntado su nombre.

—¡Ningún niño! Pero tenía que haber un niño —insistió Marilla—. Le dijimos a la señora Spencer que trajera a un niño.

—Bien, pues no lo hizo. La trajo a ella. Le pregunté al encargado de la estación. Y tuve que traerla a casa. No podía dejarla allí sin importar de dónde hubiera venido el error.

—Vaya, ¡pues esta es toda una situación! —exclamó Marilla.

Durante este diálogo, la niña se había quedado en silencio y solo movía los ojos de uno a otro. Toda la emoción se había ido de su cara. De repente pareció entender el significado de todo lo que se había dicho. Dejando caer su preciosa maleta, se adelantó un paso y juntó las manos.

—¡No me quieren! —exclamó—. ¡No me quieren porque no soy un niño! Debería haberlo esperado. Nadie nunca me quiso. Debí saber que todo era demasiado hermoso como para durar. Debí saber que nadie realmente me querría. Oh, ¿qué haré ahora? ¡Voy a llorar!

Y efectivamente lloró. Sentándose en una silla junto a la mesa, extendiendo sus brazos sobre ella y escondiendo su rostro allí, procedió a llorar como nunca. Marilla y Matthew se miraron con desprecio por encima de la estufa. Ninguno de ellos sabía qué decir o qué hacer. Al final, Marilla fue la primera en hablar.

—Ya, ya, no hay necesidad de llorar así por eso.

—Sí, ¡claro que sí hay necesidad! —La niña levantó su cabeza rápido, revelando un rostro manchado por las lágrimas y unos labios temblorosos—. Usted también lloraría si fuera una huérfana y hubiera venido a un lugar que pensó que sería su hogar y se hubiera enterado de que no la quieren porque no es un niño. Oh, ¡esto es lo más trágico que me ha sucedido nunca!

Algo como una sonrisa forzada, algo oxidada por el desuso, apareció en la sombría expresión de Marilla.

—Ya, ya no llores más. No vamos a echarte de la casa por la noche. Tendrás que quedarte aquí hasta que investiguemos este asunto. ¿Cuál es tu nombre?

La niña dudó por un momento.

—¿Podrían, por favor, llamarme Cordelia? —dijo con ansia.

—¿Llamarte Cordelia? ¿Es ese tu nombre?

—No, no, no, no es exactamente mi nombre, pero me encantaría llamarme Cordelia. Es un nombre perfectamente elegante.

—No sé a qué te refieres. Si Cordelia no es tu nombre, ¿entonces cuál es?

—Anne Shirley —confesó forzosamente la propietaria de ese nombre—, pero, oh, por favor, llámeme Cordelia. No puede importar mucho cómo me llame si solo voy a estar aquí por un tiempo, ¿no es así? Y Anne es un nombre tan poco romántico…

—¡Poco romántico, vaya! —dijo Marilla sin un ápice de simpatía—. Anne es un nombre real, sencillo y sensato. No tienes por qué estar avergonzada de él.

—Oh, no estoy avergonzada de él —explicó Anne—. Solo me gusta más Cordelia. Siempre imaginé que mi nombre era Cordelia, al menos en estos últimos años. Cuando era joven solía imaginar que era Geraldine, pero ahora me gusta más Cordelia. Pero si me llama Anne, por favor llámeme Anne, escrito con E al final.

—¿Qué diferencia hace cómo se escriba? —preguntó Marilla con otra sonrisa oxidada mientras agarraba la tetera.

—Oh, hace toda la diferencia. Se ve mucho mejor. Cuando escucha un nombre pronunciado, ¿no lo ve siempre en su mente justo como si estuviera escrito? Yo puedo, y A-n-n se ve horrible, pero A-n-n-e se ve mucho más distinguido. Si me llama Anne, escrito con E al final, podría intentar reconciliar mis ideas y aceptar que no me llamen Cordelia.

—Muy bien, Anne, escrito con E al final, ¿podrías decirnos cómo llegó a suceder este error? Le dijimos a la señora Spencer que nos trajera un niño. ¿Acaso no había niños en el orfanato?

—Oh, sí, abundaban allí, pero la señora Spencer dijo con claridad que ustedes querían a una niña de aproximadamente once años. Y la matrona dijo que pensaba que yo serviría. No sabe lo feliz que estaba yo. No pude dormir en toda la noche por la emoción. Oh —añadió con reproche, girándose hacia Matthew—, ¿por qué no me dijo en la estación que no me quería y me dejó allí? Si no hubiera visto la Vía Blanca del Deleite y el Lago de las Aguas Brillantes todo esto no sería tan duro.

—¿A qué se refiere? —preguntó Marilla, mirando fijamente a Matthew.

—Ella… ella solo se está refiriendo a una conversación que tuvimos en el camino —dijo Matthew con prisa—. Saldré para atender a la yegua, Marilla. Ten el té listo para cuando vuelva.

—¿La señora Spencer trajo a alguien más además de ti? —continuó Marilla cuando Matthew salió.

—Ella trajo a Lily Jones para sí misma. Lily solo tiene cinco años, es muy hermosa y tiene el pelo castaño. Si yo fuera muy hermosa y tuviera el pelo castaño, ¿usted se quedaría conmigo?

—No. Queremos a un niño para que le ayude a Matthew en la granja. Una niña no nos sirve a nosotros. Quítate el sombrero. Dejaré eso y tu maleta en la mesa del rellano.

Anne se quitó el sombrero lastimeramente. Matthew volvió en ese momento y se sentó para cenar, pero Anne no podía comer. En vano desmoronó el pan con mantequilla y apenas tocó las conservas de manzana que había en el pequeño recipiente de vidrio junto a su plato. No avanzó para nada con esa comida.

—No estás comiendo nada —dijo Marilla con un tono brusco, mirándola como si aquello fuera una seria ofensa. Anne suspiró.

—No puedo. Estoy en lo más hondo de la desesperación. ¿Puede usted comer cuando está en lo más hondo de la desesperación?

—Nunca he estado en lo más hondo de la desesperación, así que no sabría decirte —respondió Marilla.

—¿Nunca? Bueno, ¿alguna vez intentó imaginar que estaba en lo más hondo de la desesperación?

—No.

—Entonces no creo que pueda entender cómo se siente. Es, en efecto, un sentimiento de lo más incómodo. Cuando intenta comer, un nudo se asienta en su garganta y no puede tragar nada, ni siquiera un caramelo de chocolate. Me comí un caramelo de chocolate hace dos años y fue simplemente delicioso. Desde entonces a menudo sueño que tengo muchos caramelos de chocolate, pero siempre me despierto justo cuando estoy a punto de comérmelos. De verdad espero que no se ofenda porque no puedo comer. Todo se ve extremadamente bueno, pero aun así no puedo comer.

—Supongo que está cansada —dijo Matthew, quien no había hablado desde su regreso del granero—. Es mejor que se acueste, Marilla.

Marilla se había estado preguntando en dónde pondría a dormir a Anne. Había preparado un sofá en la estancia de la cocina por el deseado y esperado niño, pero aunque estaba limpio y organizado, ese no parecía el lugar adecuado para dejar dormir a una niña. Y la habitación adicional estaba fuera de la cuestión para una niña vagabunda como ella, así que solo quedaba la sala del frontón este. Marilla encendió una vela y le dijo a Anne que la siguiera, lo cual Anne hizo con buen ánimo, tomando su sombrero y su maleta de la mesa del rellano cuando pasó por ahí. El rellano estaba absolutamente limpio y la sala del frontón en la que se encontró parecía aún más limpia.

Marilla dejó la vela en una mesa de tres patas y tres esquinas y acomodó la ropa de cama.

—¿Supongo que tienes una bata de dormir? —preguntó.

Anne asintió.

—Sí, tengo dos. La matrona del orfanato las hizo para mí. Son terriblemente pequeñas. Nunca hay suficientes materiales en el orfanato, así que todo siempre es pequeño… al menos en un orfanato pobre como el nuestro. Odio las batas de dormir pequeñas. Pero uno puede soñar tan bien en ellas como en las adorables y largas con encaje en el cuello, así que eso es algo de consuelo.

—Bien, desvístete tan rápido como puedas y vete a la cama. Volveré en unos minutos por la vela. No confío en que tú misma la apagues. Seguramente incendiarías todo el lugar.