Antiguos amantes - Emilie Rose - E-Book

Antiguos amantes E-Book

Emilie Rose

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Beschreibung

Deseo 1696 Rand Kincaid nunca se había sentido presionado, hasta el día en que todo su futuro quedó pendiendo de un hilo. El testamento de su padre lo obligaba a readmitir como su asistente personal a Tara Anthony. De pronto, se vio en la tesitura de aceptar a la única mujer que lo había abandonado, o perder su imperio familiar. Pero, antes de aceptar, Tara le dejó claras sus condiciones: quería una segunda oportunidad y Rand debía estar en su casa… y en su cama. Rand todavía no era consciente de lo lejos que aquel acuerdo le iba a llevar.

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2008 Emilie Rose Cunningham

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Antiguos amantes, Deseo 1696 - marzo 2023

Título original: Shattered by the CEO

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción.

Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411415903

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

–Serás el presidente de Kincaid Cruise Lines durante un año –dijo el abogado haciendo una pausa dramática para alzar los ojos del testamento de Everett Kincaid y mirar a Rand Kincaid, el hijo mayor del fallecido–. Tendrás que convencer a Tara Anthony para que regrese y sea tu asistente personal.

Las palabras del abogado hirieron a Rand como si le hubiesen disparado a bocajarro. Se recostó en el respaldo de la silla, incapaz de respirar.

–Dios mío, no…

El abogado no se inmutó. Haber trabajado tantos años con su padre debía de haberle dejado insensible a cualquier reacción.

–Si te niegas a hacerlo, no sólo perderás tu parte de la herencia de tu padre –continuó el abogado–, sino que tu hermana y tu hermano correrán la misma suerte. En realidad, si alguno de los tres no cumple las obligaciones estipuladas en el testamento, tengo órdenes de vender los negocios de Everett, sus propiedades y todo su dinero a Mardi Gras Cruising por un dólar.

«Maldito», pensó Rand frotándose las manos y levantándose de la silla. Tenía que haber imaginado que el viejo iba a encontrar la manera de hacerles a todos la vida imposible, incluso desde la tumba.

–Mardi Gras es el principal competidor de Kincaid, y su presidente ha sido siempre el enemigo más encarnizado de mi padre.

–Soy consciente de ello.

Como si fuera un animal enjaulado, Rand deambuló inquieto por el salón de la mansión Kincaid con los puños cerrados. Observó a su hermano y a su hermana y vio en sus rostros algo más que temor y pánico. Vio resignación y, en el caso de su hermano, frustración e ira contenida.

Estaban esperando a que saliera huyendo igual que había hecho cinco años antes. El que desde entonces se hubiera negado a hablar con ellos había conseguido que hubieran perdido su confianza en él. Sin embargo, si había cortado toda comunicación, había sido para no mezclarles en la guerra que había librado con su padre.

Rand luchó por librarse de la invisible camisa de fuerza que le aprisionaba. Se lo debía a Mitch y a Nadia.

–Cualquiera menos ella –dijo mirando de nuevo al abogado–. Cualquiera menos Tara Anthony.

Tres semanas después de que ella le hubiera declarado su amor y le hubiese pedido pasar el resto de su vida a su lado, Tara había huido en pos de fortunas más prometedoras al ver que él no era capaz de comprarle el anillo de compromiso que quería.

–Lo siento, Rand –dijo el abogado–. Everett insistió en que debía ser la señorita Anthony.

Aquello era típico del déspota de su padre. Siempre había sentido una envidia atroz por todo lo que él había conseguido, y había hecho todo lo posible por quitárselo para después tirarlo despreocupadamente, como un gato dejando el cuerpo sin vida de un ratón en su madriguera.

–¿Y si ella se niega? –preguntó Rand sospechando que ésa iba a ser la reacción de Tara.

–En ese caso, tendrás que hacer que cambie de opinión. No hay escapatoria.

Otro callejón sin salida. La frustración le carcomía por dentro como si fuera ácido.

–Impugnaré el testamento –anunció.

–Si alguno de los tres lo hace, lo perderéis todo –le advirtió el abogado sin pestañear.

Rand tenía ganas de golpear algo. Su padre se había encargado de dejarlo todo atado y bien atado antes de caer fulminado por un ataque al corazón tres días antes, en la cama de una de sus amantes. Debía de haber alguna escapatoria. Tenía que encontrarla.

Rand puso los puños sobre la mesa y miró al abogado.

–Richards, sabes tan bien como yo que mi padre debía de estar senil para redactar este testamento.

–No lo estaba, Rand –replicó su hermano, Mitch, antes de que el abogado pudiera decir nada–. Le conocía. Trabajaba con él todos los días. De no haber desaparecido, tú también lo sabrías –añadió sin ocultar su enfado.

–Puede que papá fuera un hombre insensible e inmoral, pero no estaba loco –dijo Nadia asintiendo para expresar su conformidad con las palabras de Mitch.

–¿Y tú por qué no protestas? –le preguntó Rand a Mitch señalándole con el dedo–. El puesto de presidente debería ser tuyo.

–Papá decidió que fueras tú –respondió conteniéndose.

–No tiene sentido –dijo Rand–. Tú siempre fuiste su favorito, su mano derecha. Yo, en cambio, era su saco de boxeo.

Nunca le había golpeado físicamente, pero sí había competido despiadadamente con él en los deportes, en los negocios y en lo relativo a las mujeres.

–Esta nueva filosofía de todos o ninguno me parece una estupidez –dijo Rand–. Sobre todo viniendo de alguien que pasó toda su vida alejándonos de él.

–Pues parece que, a la hora de morir, ha querido asegurarse de que estaremos unidos –apuntó Nadia.

–Durante este último año –carraspeó Richards–, Everett se dio cuenta de que había cometido algunos errores. Lo que pretende ahora es que le ayudéis a rectificar.

–¿Seguirá dirigiendo nuestras vidas desde el infierno? –preguntó Rand, sintiendo el peso del testamento de su padre como una losa sobre sus hombros.

«No sé a qué juego pretendes jugar ahora, viejo, pero te ganaré», pensó Rand.

Estaba dispuesto a vencer aunque eso significara volver a ver a Tara.

–Lo haré –anunció mirando fijamente a su hermano–. Volveré a KCL y le haré a Tara Anthony una oferta que no podrá rechazar.

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

El timbre de la puerta retumbó en el interior de la casa justo en el momento en que Tara se estaba quitando las sandalias.

Sujetándose a una columna para no perder el equilibrio, pensó en ignorarlo, aunque, quienquiera que fuera, debía de haberla visto entrar treinta segundos antes.

El timbre volvió a sonar.

Debía de tratarse de otro agente inmobiliario dispuesto a hacerle una oferta por su vieja casa para después demolerla y construir una lujosa mansión, tal y como había sucedido con la mayoría de sus antiguos vecinos. Aquella zona de Miami se había convertido en un barrio de moda en los últimos tiempos. Pero no podía acceder. Se lo había prometido a su madre.

Tara se echó el pelo hacia atrás. Después del horrible día que había tenido, lo último que necesitaba era discutir con un agente inmobiliario. El baño de agua caliente que había pensado darse y la cena en Ben & Jerry’s tendrían que esperar.

Dispuesta a despachar a quien estuviera al otro lado de la puerta lo antes posible, cruzó el vestíbulo y abrió la puerta.

Había un hombre alto y ancho de hombros delante de ella, ocupando la entrada. Tara dio un paso atrás en estado de shock.

–Rand… –murmuró.

Una ligera brisa agitó el pelo color chocolate de Rand y sus ojos castaños la miraron de arriba abajo.

Miles de emociones se acumularon en su pecho como si fueran cataratas cayendo a toda velocidad. Vergüenza. Dolor. Ira. Al mismo tiempo, sintió un dulce calor en su interior. ¿Podía ser amor? ¿Era posible que todavía quedara algún rastro de aquel incómodo sentimiento?

«¿Estás segura de que todavía no estás prendada de este hombre, al que no has visto y con el que no has hablado en cinco años?».

–¿Puedo entrar?

Lo había pedido en un tono educado, correcto, todo lo contrario a como lo había hecho la última vez que le había visto, todo lo contrario a la frialdad y la crueldad que había usado entonces.

«No has perdido el tiempo, ¿verdad?», pensó Rand. «No pudiste atraparme y te fuiste detrás de otra víctima. Pero ahora tendrás que dar marcha atrás. El viejo quiere que vuelvas porque piensa que es lo que yo quiero. Pero ya te tuve, Tara, y acabé contigo».

El escalofrío que tuvo aquella noche en la casa de los Kincaid volvió de nuevo. Cruzó los brazos sobre el pecho intentando defenderse de los oscuros recuerdos que la asaltaban y miró al hombre que tenía delante de ella.

–¿Qué quieres, Rand?

La estaba mirando sin pestañear, sin moverse, sin hacer la más mínima arruga al elegante traje oscuro que llevaba puesto y que hacía juego con una camisa blanca y una corbata roja, como si no quisiera estar allí, como si estuviera experimentando la misma necesidad que ella de terminar cuanto antes.

–Quiero hablar contigo de la última voluntad de mi padre –respondió.

Everett Kincaid.

–He oído que ha muerto hace poco –dijo ella–. Lo siento mucho.

–Su testamento te implica directamente –replicó Rand, que no parecía apesadumbrado por la pérdida.

Everett siempre había sido amable con ella, pero ¿por qué su antiguo jefe habría de tenerla en cuenta antes de morir, tomando en consideración, además, la forma en que ella había salido de la vida de la familia Kincaid?

–¿Me ha dejado algo?

–No –respondió él muy serio–. Pero, a menos que accedas a sus peticiones, lo perderemos todo.

A Tara le sorprendió el tono dramático que estaba utilizando Rand. Nunca había sido un hombre al que le gustara andarse por las ramas. Siempre había sido directo, había dejado claro lo que quería y lo que no quería.

Tara se pasó la mano por el pelo y se preguntó si Rand se habría dado cuenta de que se lo había cortado, de que había perdido peso desde que habían estado juntos. ¿O acaso se había acostado desde entonces con tantas mujeres que sus rostros se mezclaban en su cabeza, confundiéndose unos con otros? ¿Había dejado ella algún recuerdo imborrable dentro de él?

Cinco años antes se había enamorado de él a pesar de su reputación. Pero eso le había sucedido con veinticuatro años, cuando no era más que una chiquilla llena de timidez e ingenuidad. Parecía haber pasado toda una vida desde entonces. Ver morir a su madre le había hecho crecer a toda velocidad.

Aunque tenía ganas de echar a patadas a Rand, le picaba la curiosidad.

–Adelante –dijo apartándose para dejarle entrar.

Al pasar junto a ella, le llegó su perfume, el aroma que siempre le había envuelto desde el día en que le había conocido, un olor que la había apuñalado por la espalda infligiéndole un dolor tan intenso como la traición de un amigo.

Pero tenía que ser sincera consigo misma. Desde el principio de la relación, Rand le había dicho que no estaba interesado en compromisos a largo plazo. Era ella la que había roto las normas enamorándose de él. ¿Cómo habría podido evitarlo, tratándose de un hombre atractivo, inteligente, atento, caballeroso y maravilloso en la cama? ¿Cómo habría podido impedirlo cuando había sido lo que siempre había soñado?

Nunca había dejado de preguntarse si habría podido hacerle cambiar de opinión manteniendo la boca cerrada, si el amor habría entrado poco a poco en él. Pero había hecho lo contrario. A los tres meses de estar juntos, después de hacer el amor, le había declarado su amor, le había confesado todos los sentimientos que tenía hacia él.

Sus palabras habían provocado la inmediata huida de Rand. Había salido de su apartamento como un rayo y había abandonado el país.

–No se parece en nada a tu antiguo apartamento –dijo él frunciendo el ceño.

Entonces, se acordaba. Contra su voluntad, le dio un vuelco el corazón dentro del pecho.

–Es la casa de mi madre y de mis abuelos –dijo ella observando los muebles de estilo tradicional.

–¿Está tu madre en casa? –preguntó él mirando hacia la cocina.

–Mi madre murió –respondió ella sintiendo una fría cuchilla partiéndola en dos y causándole un dolor que parecía no tener fin.

–¿Cuándo sucedió?

Tara le dio las gracias en secreto por reaccionar de una forma tan civilizada, pero no quería hablar de aquel tema con nadie. La herida era todavía demasiado dolorosa.

–Hace un año –respondió ella–. Pero eso no es lo que te ha traído aquí. ¿Podríamos ir al grano, por favor? Tengo planes para esta noche.

Planes para estar sola, como lo había estado desde la muerte de su madre, día tras día, soñando con compartir su soledad y su dolor con alguien, teniendo que rechazar a otros hombres por ser incapaz de estar con nadie que no fuera Rand. Nunca había vuelto a encontrar la intimidad y la magia que había vivido con Rand, como tampoco había encontrado consuelo durante cinco largos años. Los hombres que había conocido en ese tiempo le habían dejado un vacío todavía mayor.

–Everett ha exigido que vuelva a KCL como presidente… –empezó Rand.

–¿Volver? –le interrumpió ella–. ¿Dejaste Kincaid Cruise Lines? ¿Cuándo? ¿Por qué? Esa compañía era toda tu vida.

–Sí, la dejé –respondió él quitándole importancia–. Ahora mi padre ha dejado estipulado que quiere que vuelva, e insiste en que tú seas mi asistente personal durante un año.

La revelación de Rand hizo que Tara se olvidara de todas las preguntas a las que no había respondido.

–¿Yo? ¿Por qué? Y, sobre todo… ¿Por qué tendría que hacerlo?

–Si no lo haces, Mitch y Nadia perderán sus trabajos, sus casas… Lo perderán todo.

Tara sintió el peso de la culpabilidad. Durante tres años, Nadia había sido su mejor amiga, la mejor que nunca había tenido. Sin embargo, a raíz de la ruptura con Rand, las cosas se habían complicado, para terminar por quebrarse definitivamente a raíz de la propuesta de Everett. El dolor y la vergüenza le habían impedido volver a mirar a la cara a un Kincaid.

–No lo entiendo –dijo ella–. ¿Por qué querría Everett que regresara a mi antiguo puesto? ¿Por qué ahora?

–¿Quién sabe lo que se le pasó al viejo por su retorcida cabeza antes de morir? Nos tiene a todos saltando al son de su música. Debe de estar riéndose de lo lindo desde su tumba –dijo Rand con amargura y rabia.

¿Qué había sucedido entre Rand y su padre? Siempre habían sido muy competitivos, pero no recordaba que Rand le hubiera odiado nunca.

–¿No puedes hacer nada para oponerte al testamento? –le preguntó Tara.

–Tengo a un equipo de abogados leyéndolo palabra por palabra en busca de algo a lo que aferrarme, pero no va a ser fácil. Lo que te propongo es pagarte diez mil dólares al mes, más comisiones.

–Estás bromeando, ¿verdad?

–No.

La cifra era el doble de lo que había ganado en su último año en KCL y tres veces su salario actual.

Después de abandonar KCL, le había costado cuatro meses encontrar trabajo. No había sido fácil al carecer de referencias, algo que había preferido no pedir después de la forma en que había terminado todo, después del modo en que se había despedido, sin dar siquiera un aviso.

Cuando finalmente había encontrado trabajo, había cancelado todas sus cuentas, había dejado su apartamento y se había instalado en casa de su madre. Aunque su salario en su nuevo trabajo había sido muy inferior, lo había aceptado por la flexibilidad de horarios, algo que le había permitido gozar del tiempo necesario para cuidar de su madre y darle ánimos para superar la quimioterapia.

Sin embargo, todo había cambiado con la muerte de su madre. Había empezado a perder interés por el trabajo y su jefe, poco a poco, se había ido convirtiendo en un déspota cuya idea de horario flexible había empezado a ser tenerla trabajando a todas horas.

Había empezado a analizar sus posibilidades para cambiar de trabajo, pero trabajar de nuevo para Rand… Teniendo en cuenta cómo habían salido las cosas la primera vez, aceptar era una opción demasiado arriesgada. Aquel hombre ya le había roto el corazón una vez. Había que ser muy tonta para meterse de nuevo en la boca del lobo.

–Lo siento –dijo Tara–. No me interesa.

–Quince mil dólares al mes –dijo Rand mejorando su propuesta.

Tara le miró, casi ofendida por la escandalosa cifra que le estaba proponiendo. El trabajo de su madre como estilista no le había permitido llevar un tren de vida demasiado boyante, ni siquiera había podido contratar un seguro de vida. A su muerte, Tara, aparte de aquella casa, sólo había heredado deudas. Con el dinero que le estaba ofreciendo Rand podría pagar las facturas de la clínica que había tratado a su madre y que todavía estaban sin pagar, así como otras muchas deudas.

La tentación era muy grande. ¿Por qué tenía que ser Rand Kincaid quien le hiciera aquella oferta?

–No se trata del dinero, Rand –dijo ella.

Rand agitó las manos, que tenía dentro de los bolsillos de su chaqueta.

–Mira, ya sé que no quieres tener nada que ver conmigo –dijo él–. Pero, al menos, hazlo por Nadia y Mitch. No se merecen nada de esto. Pon tú el precio, Tara.

Tara le observó detenidamente. El sentido común le decía que debía rechazar la proposición. Sin embargo, una pequeña parte de su cabeza no hacía más que recordarle lo maravilloso que había sido el tiempo que habían pasado juntos. A su lado, se había sentido especial, importante, había vivido la mayor felicidad posible.

Durante cinco años, con todo lo que había pasado, no había sido capaz de reconciliarse con el pasado. El cáncer de su madre había dejado todo en un segundo plano, llenando toda su vida de una confusa mezcla de pesimismo y esperanza. Las necesidades de su madre le habían impedido pensar en sí misma, en sus decepciones, en su corazón roto y en los sueños que se habían partido por la mitad.

Tras luchar contra la enfermedad cuatro largos años, su madre se había hundido definitivamente. El dolor y la culpabilidad habían sido, desde entonces, sus únicos compañeros de viaje. El trabajo y las facturas, sus únicas ocupaciones.

Se había aferrado a lo que le había quedado como un náufrago a una tabla de salvación por miedo a que otra crisis le arrebatara lo poco que todavía tenía. La inercia nunca había sido una motivación que le hubiera gustado, pero había sido incapaz de afrontar el más mínimo cambio. No había otra forma de entender por qué había seguido trabajando en un lugar que odiaba, por qué había conservado las cosas de su madre, por qué no había movido la más mínima cosa de su sitio.

Tara miraba a Rand y se preguntaba si su presencia allí no sería la señal que había estado esperando para reaccionar. ¿Era una oportunidad para rehacer su vida?

Tara miró el retrato de su madre, que colgaba de la pared.

«Siempre hay que vivir sin arrepentirse de nada», le había dicho antes de morir. «Tara, prométeme que nunca lo harás. Prométemelo…».

Ver a su madre luchar con todas sus fuerzas contra el cáncer para sucumbir finalmente sin poder hacer nada, le había enseñado dos lecciones importantes. La primera era que uno nunca se debía culpar por las cosas que no había hecho en el pasado. La segunda, que había cosas por las que valía la pena luchar.

Ella había fallado en ambas.

No había tenido el coraje suficiente para darlo todo por su madre, para alargar su vida, para salvarle la vida.

Por otra parte, había dejado escapar a Rand. No había luchado por él, por una relación con él. Había dejado que el miedo de Rand al compromiso matara la oportunidad de tener un futuro juntos.

Rand la estaba mirando sin inmutarse, sin dejar entrever la más mínima emoción en su rostro, pero ella sabía que, por mucho que lo hubiera negado, había sentido algo por ella en el pasado, algo más que deseo. De no haber sido así, nunca la habría tratado como lo había hecho, nunca habría detectado en sus ojos el dolor y la desesperación la mañana en que se habían separado. De no haber sido así, Rand nunca se habría sentido traicionado por ella.

Y allí estaba de nuevo, delante de ella, como si la vida le estuviera dando una segunda oportunidad.

¿Estaba dispuesta a intentarlo?