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Platón

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Beschreibung

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«Yo solo sé que no sé nada» Sócrates
Esta obra literaria de gran importancia dibuja el retrato ideal del filósofo. Sócrates aparece así como la encarnación de la filosofía, pero también de la humanidad.

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Apología de Sócrates

Platón

Traducido porPatricio de Azcárate

Alicia Éditions

Índice

Argumento de Apología de Sócrates

Apología de Sócrates

Notes

Argumento de Apología de Sócrates

La apología puede dividirse en tres partes, cada una de las que tiene su objeto.

En la primera parte, la que precede a la deliberación de los jueces sobre la inocencia o la culpabilidad del acusado, Sócrates responde en general a todos los adversarios que le han ocasionado su manera de vivir lejos de los negocios públicos y sus conversaciones de todos los días en las plazas, en las encrucijadas y en los paseos de Atenas. Sócrates, se decía, es un hombre peligroso, que intenta penetrar los misterios del cielo y de la tierra, que tiene la magia de hacer buena la peor causa, y que enseña públicamente el secreto. Sócrates responde que jamás se ha mezclado en las cosas divinas; que su enseñanza no era como la de los sofistas que exigían un salario, si bien sobre este último punto no había acusación. En fin, en apoyo de esta enseñanza popular, esforzándose en hacer ver a los unos su falsa ciencia, y a los otros su ignorancia, invoca una misión sagrada recibida del dios de Delfos. ¿Era este el camino de congraciarse, teniendo en frente los resentimientos profundos que hacía mucho tiempo había excitado su punzante ironía? No; toda esta justificación, que elude los cargos más bien que los rechaza, sólo podía servir para aumentar la desconfianza de los jueces, prevenidos ya en su contra.

Así es que su verdadero valor y su interés aparecen por entero en la consecuencia moral, que Sócrates procura deducir con tanta profundidad como ironía. Dice que ha conversado sucesivamente con los poetas, con los políticos, con los artistas y con los oradores; es decir, con los hombres que pasan por los más hábiles y los más sabios de todos; y como ha visto en los unos y en los otros, en medio de su exagerada pretensión a una sabiduría y a una habilidad universales, igual incapacidad para justificarlos hasta en el dominio limitado de su respectivo arte, declara que a sus ojos la sabiduría humana es bien poca cosa, o más bien, que no es nada si no se inspira en la única verdadera sabiduría, que reside en Dios, y que sólo se revela al hombre por las luces de la razón.

Pero los enemigos de Sócrates no se contentaron con acusaciones generales, y formularon, por boca de Melito, estas dos acusaciones concretas: primero, que corrompía a los jóvenes; segundo, que no creía en los dioses del Estado y que los sustituía con extravagancias demoníacas. Estos dos cargos se llamaban y apoyaban el uno al otro, porque tenían por fundamento común el crimen de ultraje a la religión.

Sobre el primer punto, Sócrates responde solamente que por su interés personal no era fácil que corrompiera a los jóvenes, porque los hombres deben esperar más mal que bien de aquellos a quienes dañan. Su defensa sobre el segundo punto no es más categórica. Porque, en lugar de probar a Melito que cree en los dioses del Estado, Sócrates cambia los términos de la acusación, y prueba que cree en los dioses, puesto que hace profesión de creer en los demonios, ¡hijos de los dioses! ¿Pero estos dioses son los de la república? Sobre esto nada dice.

Su arenga toma de repente un carácter de elevación y fuerza, cuando invocando su amor profundo a la verdad y la energía de su fe en la misión de que se cree encargado, revela, delante de los jueces, el secreto de toda su vida. Si no ha vivido como los demás atenienses; si no ha ejercido las funciones públicas, no ha sido por capricho ni por misantropía. Obedecía resueltamente la voluntad de un Dios, que desde su juventud le estrechaba a consagrarse a la educación moral de sus conciudadanos. Así es que contra sus intereses más caros, se ha visto, aunque voluntariamente, convertido en instrumento dócil de la Divinidad. ¿Y no preveía las luchas y los odios que debía causarle semejante misión? Sí; pero estaba resuelto a sacrificar en su obsequio hasta la vida. Esta confianza admirable, que enlaza y domina el debate, hace ver claramente que Sócrates cuidaba menos del resultado de su causa que del triunfo de sus doctrinas morales. En este último discurso, que le es permitido, sólo ve la ocasión de dar una suprema enseñanza, la más brillante y eficaz de todas.