Apuesta al amanecer - Arthur Schnitzler - E-Book

Apuesta al amanecer E-Book

Arthur Schnitzler

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Beschreibung

Atraído en buena parte por los inestables movimientos de la conciencia y del ánimo que determinan la actuación de los seres humanos, Arthur Schnitzler (1862-1931) -médico por imposición, judío vienés, burgués, escritor, emblema de aquella Viena que, a caballo de los siglos XIX y XX, disputaba en la Mitteleuropa la primacía del esplendor cultural y social a París- centró a menudo sus novelas en la peripecia de un personaje en trances breves y significativos. Apuesta al amanecer (1926) narra cuarenta y ocho horas trepidantes en la vida del alférez Kasda desde que se presenta en su casa un antiguo compañero, ya fuera del ejército, a fin de suplicarle el préstamo urgente de la respetable suma de mil florines. Un golpe de suerte inesperado le permite salvar el paso airosamente, pero una desafortunada concatenación de acontecimientos y malas decisiones a partir de entonces acabará revelándose fatídica. Traducción de Roberto Bravo de la Varga

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Seitenzahl: 164

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Arthur Schnitzler

Apuesta al amanecer

Traducción de Roberto Bravo de la Varga

Índice

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Créditos

Uno

–¡Mi teniente! ¡Mi teniente! ¡Mi teniente!

El joven oficial no se movió hasta que le llamaron por tercera vez. Se incorporó, giró la cabeza hacia la puerta y, todavía somnoliento, gruñó entre los almohadones:

–¿Qué ocurre?

Luego, más despierto, cuando vio que tan solo era su asistente, que se asomaba por la rendija de la puerta envuelta en penumbra, gritó:

–¡Por todos los diablos! ¿Qué sucede tan pronto?

–Abajo, en el patio, hay un señor que quiere hablar con el teniente.

–¿Cómo que un señor? Pero ¿qué hora es? ¿No le tengo dicho que los domingos no debe despertarme?

El asistente se acercó a la cama y entregó a Wilhelm una tarjeta de visita.

–¿Cree usted, cabeza hueca, que soy un búho y que puedo leer en la oscuridad? ¡Abra las cortinas!

Antes de que hubiera dado la orden, Joseph ya había abierto los postigos de la ventana y había subido la cortina, que tenía un color blanco sucio. El teniente, incorporándose ligeramente en la cama, consiguió leer entonces el nombre que figuraba en la tarjeta, volvió a hundirse entre las mantas, la examinó de nuevo, se peinó con la mano el cabello rubio, corto, revuelto después de haber dormido, y se quedó pensando un momento: «¿Y si digo que no puedo atenderle? ¡Imposible! En realidad, tampoco hay razón para ello. Que alguien pase a visitarte no significa necesariamente que mantengas una relación con él. Por otra parte, si tuvo que largarse fue única y exclusivamente por las deudas. También hay que reconocer que la suerte no estuvo de su lado, como les ocurrió a otros. Ahora bien, ¿qué querrá de mí?». Se volvió de nuevo hacia su asistente y le preguntó:

–¿Cómo ha visto al teni…, al señor Von Bogner?

El asistente respondió con una amplia sonrisa, en la que había un punto de melancolía:

–Con el debido respeto, mi teniente, creo que el señor teniente primero tenía mejor aspecto cuando vestía el uniforme, le quedaba muy bien a la cara.

Wilhelm guardó silencio durante un rato, luego se incorporó del todo y se sentó en la cama:

–Bueno, hágale pasar. Diga al señor… teniente primero que tenga la amabilidad de disculparme, que aún no he acabado de vestirme… Y escuche… pase lo que pase, si los demás oficiales le preguntan, da igual que sea el teniente primero Höchster, el teniente Wengler o el capitán… les dice que no estoy, que he salido… ¿comprende?

Mientras Joseph cerraba la puerta tras de sí, Wilhelm se puso el blusón rápidamente, se compuso el cabello con un peine fino, se acercó a la ventana, bajó la vista y observó el patio del cuartel, que aún no había empezado a animarse; al ver a su antiguo camarada abajo, caminando de un lado a otro, con la cabeza gacha, el sombrero tieso, negro, calado sobre la frente, vestido con aquel gabán amarillo, abierto, con zapatos abotinados, marrones, cubiertos con una fina capa de polvo, estuvo a punto de partírsele el corazón. Abrió la ventana, iba a levantar la voz y a saludarle con la mano, pero, justo en ese instante, su asistente se acercó al hombre que aguardaba y Wilhelm pudo leer en su rostro, tenso y angustiado, la inquietud con que esperaba una respuesta. Como esta fue favorable, el semblante de Bogner se iluminó y desapareció con el asistente bajo la ventana de Wilhelm, atravesando el portón que este se encargó de cerrar, como si la entrevista que iba a celebrarse exigiera cierta cautela. Entonces, de repente, desapareció ese aroma a bosque y a primavera que solía llenar el patio del cuartel los domingos por la mañana y que curiosamente, el resto de los días, no se podía percibir. «Pase lo que pase», pensó Wilhelm… Pero ¿qué podría pasar? «Hoy iré sin falta a Baden y a mediodía comeré en el Stadt Wien… si es que los Kessner no me invitan a su mesa, como hicieron recientemente.»

–¡Adelante! –dijo Wilhelm, tendiendo la mano al recién llegado con una exagerada cordialidad–. ¡Buenos días, Bogner! ¡Santo Dios! ¡De verdad que me alegro de verte! ¿No quieres quitarte el abrigo? Bueno, mira a tu alrededor, todo sigue como antes. Es el sitio que tenemos y no hay más. Pero hasta en la cabaña más pequeña se puede celebrar un feliz…

Otto sonrió amablemente, como si supiera de sobra lo incómoda que resultaba su visita y quisiera ayudar a Wilhelm a pasar el mal trago.

–¡Ojalá lleguen días mejores, en los que podamos disfrutar de la amistad y del amor en una pequeña cabaña! –deseó él.

Wilhelm soltó una sonora carcajada, mucho más fuerte de lo que sería natural.

–Algo que, por desgracia, sucede en contadas ocasiones. Llevo una vida monacal. Puedo asegurarte que hace por lo menos seis semanas que una mujer no pone el pie en esta habitación. Platón sería un crápula comparado conmigo. Pero no te quedes ahí, toma asiento –añadió, retirando la ropa sucia amontonada en un sillón y dejándola sobre la cama–. ¿Puedo invitarte a un café?

–Gracias, Kasda, no quiero molestarte. Ya he desayunado… Un cigarrillo, si no te parece mal…

Wilhelm no permitió que Otto sacara su pitillera, señaló a una mesita de fumador donde había una cajetilla abierta de la que este se sirvió. Wilhelm le ofreció fuego. Otto dio unas cuantas caladas en silencio y su mirada se perdió en un cuadro que colgaba de la pared, sobre el diván de cuero negro; lo conocía bien, representaba a un grupo de oficiales en una competición ecuestre, una carrera de obstáculos que se había celebrado en otra época, tiempo atrás.

–Bueno, cuéntame –dijo Wilhelm–, ¿cómo te va? ¿Cómo es que no hemos vuelto a saber nada de ti? Cuando nos despedimos… hace dos o tres años… prometiste que de vez en cuando…

Otto le interrumpió:

–Acaso haya sido mejor que no me haya dejado ver, que no hayáis sabido nada de mí, y, por supuesto, habría preferido no tener que presentarme hoy aquí.

De pronto, para sorpresa de Wilhelm, se sentó en un rincón del sofá; en el extremo opuesto había algunos libros con las páginas desgastadas de tanto leerlos:

–Como puedes imaginar, Willi –comenzó a decir atropelladamente, aunque con un tono tajante–, mi visita de esta mañana, a una hora tan inoportuna… sabiendo además que los domingos te gusta dormir hasta tarde… tiene, por supuesto, un propósito, pues, en otras circunstancias, no se me habría ocurrido… bueno, lo diré de una vez, vengo a pedirte un favor apelando a nuestra vieja amistad… ya que, desafortunadamente, no puedo seguir invocando nuestra lealtad de camaradas. Te has quedado pálido, Willi, no te preocupes, no se trata de nada que te comprometa, te lo garantizo, solo necesito que me prestes unos florines que me hacen falta para mañana por la mañana, a primera hora, porque, de otro modo, no me quedará más remedio que… –pronunció estas palabras elevando la voz, con una seriedad marcial– bueno… hacer lo más inteligente, lo que tal vez debería haber hecho hace dos años.

–Pero ¿de qué estás hablando? –preguntó Wilhelm escandalizado, con una expresión entre amable y perpleja.

El asistente trajo el desayuno y luego se retiró. Willi sirvió café para ambos. Notaba un regusto amargo en la boca y estaba incómodo, porque no había tenido tiempo de asearse. Su intención era tomar un baño de vapor de camino al tren. Bastaba con que llegase a Baden a mediodía. No tenía ningún compromiso concreto; nadie le echaría en falta si se retrasaba o incluso si no llegaba a ir, ni los señores del Café Schopf, ni la señorita Kessner; como mucho, la madre de esta, que tampoco estaba mal.

–Anda, tómate el café –le pidió a Otto, que todavía no se había llevado la taza a los labios.

Este tomó un trago rápido y luego empezó a decir:

–No voy a alargarme. Tal vez sepas que ahora trabajo en una empresa de instalaciones eléctricas, como administrador, llevo ya tres meses. Aunque, ¿cómo ibas a saberlo? Ni siquiera te he contado que estoy casado y que tengo un hijo… un niño de cuatro años. En realidad, vino al mundo cuando aún estaba con vosotros. Nadie tenía ni idea de ello. Bueno, la cuestión es que, durante todo este tiempo, las cosas no me han ido demasiado bien. Te lo puedes imaginar. Sobre todo, este último invierno… el niño ha estado enfermo… en fin, los detalles tampoco vienen al caso… resulta que me he visto obligado a tomar dinero de la caja en más de una ocasión. Siempre lo he devuelto a tiempo. Esta vez ha sido un poco más de lo habitual –hizo una pausa, mientras Wilhelm removía su café con la cucharilla– y el problema es que el lunes, es decir, mañana mismo, van a venir de la fábrica a revisar las cuentas. Me he enterado de ello por casualidad. Somos una filial, ¿comprendes? Y las cantidades que entran y salen no son tan elevadas; en realidad, lo que debo… es poca cosa… novecientos sesenta florines. Mil, para redondear. Pero ese dinero tiene que estar en su sitio mañana por la mañana, antes de las ocho y media, si no es así… bueno, Willi… te portarías como un verdadero amigo si me pudieras prestar esta suma y…

De repente, su voz se quebró y no pudo seguir hablando. En cierto modo, Willi se avergonzaba de él. No por la importancia que tuviera el desfalco… o el fraude, como seguramente habría de calificarse, que había cometido su antiguo camarada, sino por la actitud que mostraba el que en otro tiempo había sido el teniente primero Otto von Bogner… un oficial respetado por todos hasta hace nada, bien situado y del que se podía decir cualquier cosa menos que fuera un cobarde… bueno, pues ahí estaba ahora, echado en un rincón del sofá, con el rostro pálido y descompuesto, incapaz de seguir hablando, porque las lágrimas ahogaban su voz.

Apoyó la mano sobre su hombro y trató de calmarle:

–Vamos, Otto, no vamos a perder los nervios a las primeras de cambio –las palabras con las que había comenzado no parecían demasiado alentadoras; el pobre levantó los ojos hacia él y se quedó mirándole absorto, con un profundo desasosiego–; lo que quiero decir es que ahora mismo estoy sin blanca. Toda mi fortuna asciende a poco más de cien florines. Ciento veinte, para ser tan preciso como tú. Por supuesto, están a tu disposición, puedes llevarte hasta el último cruzado. Pero si nos esforzamos un poco, encontraremos una manera de solucionar esto.

Otto le interrumpió.

–Como puedes imaginar, he barajado todas las posibilidades y no he encontrado ninguna otra solución… Así que no hay motivo para perder el tiempo rompiéndonos la cabeza inútilmente, y mucho menos cuando hay una propuesta muy concreta sobre la mesa.

Wilhelm le miró a los ojos, nervioso.

–Figúrate, Willi, que te encontrases en el mismo aprieto que yo. ¿Qué harías?

–No acabo de entender lo que quieres decir –replicó Wilhelm rechazando tal eventualidad.

–De acuerdo, tú nunca cogerías un dinero que no fuera tuyo… algo así solo le puede pasar a un civil. Lo reconozco. Pero, llegado el caso, si alguna vez por algún motivo… no estoy hablando de nada ilegal… necesitases con urgencia cierta cantidad de dinero, ¿a quién te dirigirías?

–Perdóname, Otto, pero nunca me he planteado algo así y espero no tener que hacerlo… Es cierto, no lo niego, yo también sé lo que es tener deudas. El mes pasado, sin ir más lejos, Höchster me echó una mano para salir de un apuro. Me prestó cincuenta florines. Se los devolví a primeros de este, como debe ser. Por eso ando tan justo. Pero mil florines… mil… no se me ocurre de dónde podría sacarlos.

–¿De verdad que no? –preguntó Otto, clavando sus ojos en los de él.

–¿No te lo estoy diciendo?

–¿Y qué hay de tu tío?

–¿Qué tío?

–Tu tío Robert.

–¿Cómo… se te ha ocurrido pensar en él?

–Me parece obvio. Te ha echado una mano en más de una ocasión para que pudieras salir adelante. Y además te ingresa dinero periódicamente para complementar tu sueldo.

–Lo de los ingresos se acabó hace mucho –replicó Willi, molesto por el tono que había empleado su antiguo compañero, un detalle que en ese momento le parecía muy poco apropiado–. Y no solo los ingresos. El tío Robert se ha vuelto muy raro. La verdad es que hace más de un año que no le veo el pelo. Y la última vez que acudí a él con una petición… algo insignificante… por una circunstancia excepcional… bueno, faltó poco para que me echara a patadas de su casa.

–¡Oh, vaya! –Bogner se pasó la mano por la frente–. Entonces ¿deberíamos descartar por completo esta posibilidad?

–Confío en que no dudes de mi palabra –replicó Wilhelm rotundamente.

De repente, Bogner se levantó del rincón del sofá, echó a un lado la mesa y se acercó a la ventana.

–Tenemos que intentarlo –afirmó entonces con determinación–. ¡Faltaría más! Me vas a perdonar, pero tenemos que hacerlo. Lo peor que te puede pasar es que se niegue. A lo mejor te despide con cajas destempladas. Lo admito. Pero si lo comparamos con lo que me espera mañana a primera hora si no consigo reunir esos asquerosos florines, no sería más que una anécdota sin mayor alcance.

–Tal vez –dijo Wilhelm–, pero no tiene sentido arriesgarse cuando no existe la menor posibilidad de… en fin… espero que no dudes de mi buena disposición. ¡Por todos los diablos! Seguro que existe otra manera de resolverlo. No te enfades conmigo. Se me acaba de ocurrir algo. ¿Qué pasa, por ejemplo, con tu primo Guido, el que tiene esa hacienda cerca de Amstetten?

–Te lo puedes imaginar, Willi –repuso Bogner fríamente–. Tampoco hay nada que hacer. De otro modo no estaría aquí, eso está claro. En resumidas cuentas, no hay una sola persona en el mundo que…

De repente, Willi levantó un dedo, como si se le hubiera venido una idea a la cabeza. Otto le miró expectante.

–Rudi Höchster. ¿Por qué no hablas con él? Sé que hace unos meses recibió una herencia. Veinte o veinticinco mil florines. Algo debe de quedarle.

Bogner frunció el ceño y, dudando un poco, replicó:

–Höchster… hace tres semanas, cuando no era tan urgente… le escribí… en aquel momento no le pedí mil, sino mucho menos… y ni siquiera me contestó. Así que ya ves, solo queda una salida: recurrir a tu tío.

Willi se encogió de hombros.

–Le conozco, Willi… es un anciano amable y encantador. A decir verdad hemos coincidido algunas veces en el teatro y en Riedhof… ¡seguro que se acuerda! Sí, ¡por amor de Dios! No puede haber cambiado tanto.

Willi le interrumpió impaciente.

–Pues cualquiera diría que es otra persona. No sé lo que ha podido ocurrirle. Pero parece que, entre los cincuenta y los sesenta, la gente se vuelve muy extraña. No puedo decirte más, piensa que hace un año largo, como poco, que no piso su casa y… para serte sincero… no tengo intención de presentarme allí aunque se hunda el mundo.

Bogner parecía ensimismado. Luego, de repente, levantó la cabeza, miró a Willi con una expresión ausente y dijo:

–Bueno, te pido disculpas, queda con Dios.

Cogió el sombrero y se dio la vuelta dispuesto a marcharse.

–¡Otto! –exclamó Willi–. Tengo otra idea.

–Está bien, dime.

–Escucha, Bogner. Hoy mismo pensaba irme al campo… a Baden. De vez en cuando, los domingos por la tarde, en el Café Schopf, se organiza una pequeña partida: veintiuno o bacarrá. Ya me conoces, soy una persona sensata y arriesgo poco o nada. He jugado tres o cuatro veces, sobre todo por diversión. Quien no pierde comba es Tugut, el médico del regimiento, que, por cierto, tiene una suerte bárbara. El teniente primero Wimmer es otro de los asiduos. Luego está Greising, del 77… a ese no le conoces. Le han rebajado de servicio, porque está en tratamiento… es una larga historia. También acuden algunos civiles: un abogado que no es de aquí, el secretario del teatro, un actor y un caballero de cierta edad, un tal cónsul Schnabel. Este último tiene una aventura con una cantante de opereta, aunque sería mejor hablar de una corista con pretensiones. Se apunta a todas. Hace un par de semanas, Tugut le ganaría por lo menos tres mil florines en una sola sesión. Jugamos en la terraza hasta las seis de la mañana, cuando los pájaros empezaban ya a cantar. Si conservo esos ciento veinte, es porque mantuve la cabeza fría, de otro modo estaría sin blanca. Bueno, ¿sabes qué? Voy a coger cien y los voy a apostar por ti. No es una cantidad exorbitante, pero algo es algo; de hecho, hace poco, Tugut se sentó con cincuenta y se levantó con tres mil. Ten en cuenta además que llevo meses sin tener suerte en el amor. Tal vez debamos confiar más en los refranes que en las personas.

Bogner guardaba silencio.

–Bueno… ¿qué piensas de mi idea? –preguntó Willi.

Bogner se encogió de hombros.

–En cualquier caso, te lo agradezco mucho… no te diré que no, claro está, aunque…

–Como es natural, no puedo garantizarte nada –le interrumpió Willi, con el ánimo por las nubes–, pero, a fin de cuentas, tampoco arriesgamos tanto. Y, si gano… dependiendo de la cantidad que consiga, te daré mil… te daré por lo menos mil. Y si, por casualidad, tengo un golpe de suerte, entonces…

–No prometas demasiado –dijo Otto con una sonrisa apagada–. Tampoco quiero entretenerte más. Por la cuenta que me tiene. Si te parece bien, mañana por la mañana me… aún mejor… mañana por la mañana, a las siete y media, te estaré esperando delante de la iglesia de Alser. –Y luego, riéndose amargamente, añadió–: Siempre podremos decir que nos encontramos allí por casualidad.

Willi iba a responder algo, pero Bogner se lo impidió con un gesto y se apresuró a añadir:

–Desde luego, no pienso quedarme con los brazos cruzados. Aún conservo setenta florines. Son toda mi fortuna. Los apostaré esta tarde, en las carreras… no voy a perder la cabeza, por supuesto, jugaré boletos de diez cruzados.

Se acercó aprisa a la ventana, bajó la vista y observó el patio del cuartel.

–Da gusto respirar aire puro –dijo, torció la boca con una mueca amarga y burlona, se subió el cuello, tendió la mano a Willi y se marchó.

Wilhelm dejó escapar un ligero suspiro, reflexionó un momento y luego se preparó a toda prisa para marcharse. La verdad es que no estaba nada satisfecho con el estado de su uniforme. Si ganaba hoy, estaba decidido a comprarse, por lo menos, una guerrera nueva. Renunció al baño de vapor al ver lo tarde que se le había hecho; eso sí, alquilaría un fiacre para ir a la estación. Le costaría dos florines, pero ya no tenía importancia.

Dos