Araneae - Nayeli García Sánchez - E-Book

Araneae E-Book

Nayeli García Sánchez

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Beschreibung

Natalia descubre gracias a una búsqueda en Google que su padre, que la abandonó cuando ella era un bebé, falleció hace cuatro años, y decide viajar a Irapuato, la ciudad natal de su padre, en búsqueda de información sobre él a pesar de las reticencias de su novio y de su madre, quienes piensan que ese viaje no tiene ni pies ni cabeza. En está búsqueda le acompañará su novio y, sobre todo, la relación de Natalia con las arañas, las cuales han estado presentes en su vida desde que era una niña y a las que se dedica profesionalmente en la actualidad.

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Nayeli García Sánchez

De nuevo en nuestra colección «Editora por un libro» (ya sabéis, esa iniciativa en la que le pedimos a alguien que nos guste que nos recomiende un libro) tenemos el debut de una autora novel.

Nacida en Ciudad de México en 1989, Nayeli García Sánchez es graduada en la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) y doctora en Literatura Hispánica por el COLMEX (Colegio de México). Su trabajo en la investigación literaria y en la edición le ha dado herramientas de detective. Ha publicado en Tierra Adentro, Lengua y Común, entre otros medios. Trabaja también como traductora del inglés al español y actualmente es coordinadora editorial de la Revista de la Universidad de México.

Araneae es su primera novela y fue escrita durante su participación en el taller literario del también escritor mexicano Julián Herbert.

Librería Lata Peinada

Editora por un libro

Después de escritoras como Sara Mesa, Sabina Urraca o Cristina Morales, y lectoras ilustres como Julieta Venegas, el siguiente paso lógico para participar como «Editora por un libro» era una librería. La elegida ha sido Lata Peinada, una librería dedicada exclusivamente a la literatura latinoamericana, con sedes en Barcelona y en Madrid.

Fue fundada por Paula Vázquez y Ezequiel Naya, escritores y amigos, afincados entre España y Argentina. Según nos cuentan, «el proyecto nació en el taller de poesía de Fabián Casas: ahí leímos por primera vez a Ricardo Zelarayán, y se nos pegó para siempre esa lengua torcida, de a ratos melodiosa, de a ratos desacompasada, construida con retazos sin identificación de procedencia. Es decir: latinoamericana».

Lata Peinada abrió sus puertas en Barcelona en 2019, donde también organizaron el primer Festival de Literatura Latinoamericana, y desde entonces busca expandir las fronteras de lo que se conoce y circula de la literatura de América Latina. Está especializada en editoriales independientes y en títulos que, en muchos casos, llegan por primera vez a España a través de sus estanterías.

«Creemos en la literatura como actividad colectiva y en las librerías como espacio de comunidad».

 

 

Atenea Castillo Baizabal

Atenea es pintora, ilustradora e historietista xalapeña graduada en la Facultad de Artes Plásticas de la Universidad Veracruzana en 2005. Ha participado en alrededor de veinte exposiciones colectivas y seis individuales. También ha colaborado en el diseño y construcción de escenografía de más de diez obras teatrales. Como ilustradora y narradora gráfica ha publicado en diversos medios impresos y digitales de México y España. En 2016 y 2022 fue acreedora del premio de selección en la III y VI Bienal de Arte de Veracruz. Forma parte del colectivo El Telón desde su fundación en el 2010, cuyo espacio está dedicado a la creación, promoción y pedagogía de las artes.

Actualmente es beneficiaria en el Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico de Veracruz con el proyecto de Narrativa Gráfica Los caminos de Xalapa no son como yo pensaba, el cómic. Visiones femeninas.

 

 

Título original: Araneae

Primera edición: abril de 2023

 

 

 

 

 

 

Corrección: Lata Peinada y Editorial Barrett

© del texto: Nayeli García Sánchez

© de los prólogos y la edición del texto: Paula Vázquez y Ezequiel Naya

© foto de la biografía de Nayeli García Sánchez: Javier Narváez

© de la ilustración de cubierta: Atenea Castillo Baizabal

© de la edición: Editorial Barrett | www.editorialbarrett.org

Comunicación y prensa: Belén García | [email protected]

 

 

 

 

Impresión: Estugraf | Primera tirada: 1500 ejemplares

ISBN: 978-84-18690-36-5

Producción del ePub: booqlab

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres prohibirte hacer unas cuantas fotocopias.

Nada nos pertenece salvo las cosas esenciales

por Paula Vázquez*

Hay dos cosas en este mundo que no puedo mirar de frente: Saturno devorando a su hijo, la obra de Goya que forma parte de la serie conocida como Pinturas negras, y cualquier clase de araña. Soy, como diría Natalia, la protagonista de la primera novela de Nayeli García Sánchez: «una niña mimada que teme a las arañas». En los dos casos, los motivos de mi aversión —y seguramente de todos quienes padecemos el mismo temblor— tienen tanto raíz biológica-adaptativa como cultural, son una mezcla densa de biografía y arquetipo. Como si se tratara de una pesadilla hecha a medida, en Araneae se reúnen las dos cosas.

A pesar de que el mito de Saturno habla de los hijos, en la escena que pintó Goya podría tratarse también de una hija: el cuerpo nos da la espalda, no hay cabeza, el modo en el que se hunden las manos de Saturno esconden, tal vez, la insinuación de la cintura, las piernas torneadas podrían perfectamente ser femeninas. La reversión del mito, el vínculo punteado de sombra y el peso de piedra del padre o del vacío del padre para una hija. ¿De qué modo Saturno busca devorar a una hija?

En el mito, la historia se resuelve con la intervención de la madre, que engaña a su marido dejándole a mano un pañal lleno de piedras que el padre engulle confundido, y así el hijo se salva. En el caso de Natalia, una bióloga que trabaja en un laboratorio de arañas de Ciudad de México, es también la madre la que la salva de un padre alcohólico, dejando atrás el hogar familiar para, a partir de entonces, ser una familia de dos. Pero en la vida de Natalia esa decisión se convierte en un agujero, un vacío que no cesa, un puñal delgado como un alfiler que lleva desde entonces debajo de las uñas: el abandono del padre. Por eso, a pesar de que ahora sabe que el padre está muerto, decide emprender el viaje inútil —a los ojos de la madre y el novio— para buscarlo.

Una librería puede ser una multiplicación de espejos, de redes intrincadas que se tejen de un ejemplar a otro, el lugar para las constelaciones —tal como es arriba, es abajo— y las intertextualidades, una composición polifónica. Si quisiéramos buscarle genealogías de grandes nombres —en definitiva, padres— a la novela de Nayeli García Sánchez podríamos nombrar desde Homero, que narró el viaje de Telémaco para ir al encuentro de Ulises, pasando por El adolescente, de Dostoievski, con un stop definitivo o última cuenta del collar en Pedro Páramo. La búsqueda del padre es un tema destacado en la literatura universal. Pero, como los mitos, los motivos literarios son nudos que nos acechan, y no buscamos una arborescencia de faja, sino precisamente lo que separa a este texto de una posible genealogía, lo que hace también Natalia en la novela: distinguirse de sus orígenes, tratar de sacudirse esas primeras capas de vida, signadas por el abandono.

Entonces comienza el segundo pliegue de la novela, el hilo definitivo, el que ya no se cortará: en la vida de las arañas Natalia comienza a ver las redes que la sostienen, las que podrán sostenerla en el futuro. Lo que su viaje señala es el hundimiento de las jerarquías del mundo natural, el quiebre o la ampliación rizomática de la familia, en contra de la mirada antropocéntrica. Así, la novela nos trae un antiespecismo vincular vindicativo y vivificante, aunque nuestra protagonista disfrute de zamparse una guajolota, rebosante de salsa verde, de buscar el pedazo de carne en el centro del tamal. Porque Natalia también sabe, como dice el Tao, que ser y no ser no son incompatibles.

En el epígrafe que Ian McEwan elige para una gran novela llamada El placer del viajero, Cesare Pavese dice que los viajes son una brutalidad, porque obligan a confiar en extraños y a perder de vista toda la comodidad familiar de la casa y de los amigos. Nada nos pertenece salvo las cosas esenciales: el aire, el descanso, los sueños, el mar, el cielo, y todo tiende a lo eterno o a lo que imaginamos de la eternidad. Al final, en todo viaje el que vuelve es otro. Nos arrojamos a la errancia con la intuición de que el cuestionamiento de las certezas iniciales es lo que nos puede acercar a la verdad, de que allí donde la identidad se fractura descubriremos algo nuevo. Con esas coordenadas, la prosa de Nayeli García Sánchez admite como suya la tarea de abordar el agujero que persiste, no para su clarificación, no para las respuestas, sino para conservar su misterio.

_________________

*      Paula Vázquez es escritora, Directora de Asuntos Culturales en la Cancillería argentina y cofundadora de Lata Peinada.

La huella de una obra

por Ezequiel Naya*

No me gusta matar bichos, aunque confieso que he asesinado mosquitos y cucarachas. No exime de culpa decir que fue en defensa propia, y sin embargo basta una picadura o la idea de que una cucaracha pueda pasar sobre nuestros platos guardados para decidirse a activar el modo cazador de la manera que uno pueda. La mía es patética: lo hago con una mezcla de lástima y asco. El año pasado me quedé una semana en una casa en Uruguay donde todos los días me crucé con arañas de un tamaño considerable. No diría que me arruinaron la estadía, pero sí que en esas noches no pude dormir tranquilo.

Cuando terminé de leer el manuscrito de Nayeli García Sánchez, pensé dos cosas: acá hay una escritora y me gustaría volver a esa casa frente al mar para mirar a las arañas que la habitan de una forma nueva. No digo que una vez ahí perdería la repulsión al estar frente a ellas, pero Nayeli, a través del personaje de Natalia, me mostró un universo fascinante que no conocía. Llegué a pensar que las arañas y las personas nos parecemos en algunas cosas: nuestro rastro, lo que hacemos, los lugares que transitamos, la gente que buscamos, deja un recorrido, aunque no sea visible. Nuestros actos y nuestras palabras se desvanecen. Las telarañas, en cambio, se sostienen en el tiempo. Son la huella de una obra, de un desplazamiento y están en todos lados. Hay una araña siempre a un metro de distancia, dice Natalia en alguna de las páginas y yo, en la lectura de este libro, fui la mosca que no podía moverse sin dejar de pensar en lo que vendría.

Para Lata Peinada es muy importante esta primera vez en la edición de un texto. Somos fans de cada uno de los libros publicados bajo el proyecto «Editora por un libro», y estamos felices y agradecidos de la oportunidad que Barrett nos dio. Recomendamos libros todos los días. Antes que ser libreros somos lectores, prendados del modo en que la literatura nos permite conocer mundos nuevos. Por eso, en definitiva, elegimos el libro de Nayeli García Sánchez: su novela pone el foco en los mundos que evitamos mirar, en los mundos que tienen la capacidad de ampliar el propio.

Descubrir el manuscrito de Araneae, haber podido trabajar con la autora y verlo, ahora, publicado, es la continuación de nuestra tarea de libreros por otros medios: aquí hay una gran novela, hay una voz que merece ser leída, porque su lengua alumbra algo significativo sobre la vida, a la vez que conserva el secreto. Eso es la literatura.

_________________

*      Ezequiel Naya es escritor y cofundador de Lata Peinada.

Para D.

Spiderlike, I spin mirrors,Loyal to my image.SYLVIA PLATH

Se busca perro

Pegué una de las hojas en el poste y añadí con pluma tres signos de pesos. Venir a Irapuato a buscar a mi papá y terminar, en cambio, poniendo avisos de «Se busca perro».

Del otro lado del estacionamiento del supermercado reconocí a mi novio por su forma de caminar, sin permitir que sus talones toquen el suelo jamás. Jacobo camina como si estuviera entrando a una habitación y no quisiera despertar a alguien. De puntitas, en sus zapatillas invisibles. Le hice señas con el brazo que tenía libre —bajo mi axila izquierda, el bonche de hojas— y él me devolvió el saludo. Habíamos acordado ir hoy a revisar algunos archivos, pero como se atravesó la búsqueda del perro era imposible que nos alcanzara el día.

Nada parecía fluir en Irapuato, tal como mi madre había anticipado. «Solo vas a ir a darte de topes». Sus palabras resonaban en mis oídos. Desde que tengo memoria he sospechado de su capacidad sobrenatural para manipular la realidad a conveniencia, pero con la edad aprendí a identificar sus mecanismos de chantaje. No tenía lógica pensar que su resistencia a que yo hiciera este viaje pudiera provocar que el perro se perdiera.

El Aquiles traía un huesito metálico de identificación, pero el número al reverso era de un viejo celular de Daniela, nuestra anfitriona. Penetrar tan rápido en las espesuras del universo de Daniela, que hasta hace poco era una desconocida para mí, había sido un desperdicio de tiempo y, sobre todo, de suerte. A dos días de dormir en su casa aprendí más de ella que lo que sabía sobre mi papá. El objetivo del viaje se había deformado por sorpresa. La función de Daniela era ayudarme a mí, no yo a ella. Me dieron su contacto para preguntarle por un hospedaje barato en Irapuato y cuando apenas le estaba explicando lo más básico de mis planes, ella me ofreció asilo en su casa. Le dije que quizás me acompañaba Jacobo y no respingó. Ella vivía con el Flaco, que se dedicaba a hacer malabares en el cruce de avenidas más cercano.

Si Daniela no hubiera sido tan cálida desde el primer intercambio de mensajes y luego al recibirnos, no me sentiría tan mal de que su perro hubiera desaparecido la segunda noche que pasamos en su casa. Al Aquiles de plano lo trataban como rey y estaba integrado a cada actividad de la familia. A pesar de su aspecto de peluche electrocutado, el Aquiles tenía una habilidad muy desarrollada para llevar y traer cosas: las llaves, los cigarros, la mota, el celular, y prácticamente cualquier objeto que le cupiera en su pequeño hocico. Incluso Jacobo, que solo acostumbra a tratar con arácnidos, cedió ante el encanto de Aquiles; en parte por el contraste entre la gloria de su nombre y su carácter servicial, y en parte por su mestizaje que cruzaba la capacidad de observación de un pastor alemán con la simpatía de un schnauzer.

Quizás su extravío era la señal más clara de que era hora de regresarse al Distrito Federal. La confirmación de que viajar a la ciudad natal de una persona que murió hace cuatro años para «buscar información» no tenía ni pies ni cabeza, como también me dijo Jacobo cuando le hablé la primera vez de mis intenciones. Sin embargo, ya estamos aquí y dadas las circunstancias, si el perro reaparece, al menos habrá tenido un propósito esta vuelta por el Bajío. En un arranque de fervor incluso le pedí a mi papá que desde el Cielo nos ayudara a encontrar al Aquiles. Mi carcajada resonó del otro lado del estacionamiento del supermercado, ¿a poco ahora ya hasta hace milagros el fantasma?

El sitio estaba desierto, aunque lleno de coches estacionados y quizás eso le daba un aspecto más triste. El taxista que nos llevó de la estación de camiones a la casa de Daniela nos contó que allá la mayoría tienen carro porque trabajan en Silao, a diez minutos de carretera. Se quejó de embotellamientos propios de una ciudad más grande: «Todavía fuera el DF lo entendiera». Repetí sus palabras varias veces, nadie se podía perder irremediablemente en un lugar como Irapuato: siempre te topabas a alguien conocido por el camino o la gente se enteraba de boca en boca si anduviste por ahí.

El sol no proyectaba ninguna sombra. La hora del día en que hay una iluminación exactamente vertical no deja espacio para sutilezas. Estoy en Irapuato porque leí en internet que mi padre había muerto. Yo lo andaba buscando para hablar con él, porque algo me había convencido de que ese era el modo de resolver no solo el trauma que implicó su abandono —cosa que, según se mire, no era urgente—, sino también los problemas que tengo con Jacobo y mi relación con mi madre.

Dudo si «abandono» es la palabra precisa. En realidad, nunca fuimos una familia. Mi mamá se mudó al departamento de mi papá en Coapa y, cuando se separaron, ella fue la que se salió conmigo en brazos con el pretexto de protegerme. Yo crecí con la certeza que tiene cualquier persona abandonada: soy irrelevante. Ahora, cuando pienso en eso, me enoja que mi papá falló a su responsabilidad. Me molesta mucho la gente que no cumple con sus deberes. Era su obligación estar al pendiente de mí. Lo más básico. Si yo me comprometo con algo, lo logro y de la mejor manera posible; pero supongo que no todos tienen que parecerse a mí. Quizás mi mamá tiene razón cuando dice que él se molestó con ella y por eso no me buscó. Demos por buena esa razón, la venganza indirecta. Bien, pues eso tiene caducidad. En primera, supongamos que el abandono le causó problemas a mi madre durante mis primeros quince años de vida: el dinero, la salud, la adolescencia…, luego el abandono parece irse contra mí. En segunda, conforme pasa el tiempo, mi madre y yo somos dos personas cada vez más distintas. Sobre todo desde que ya no vivimos juntas no veo la razón por la que mi papá se sigue negando a buscarme. No toda yo soy mi madre, algo de él debo tener, y se necesita solo una poca de curiosidad para querer reconocerse en alguien.

Él podría buscarme porque es lógico pensar que nos parecemos y resulta intrigante saber cómo y en qué medida. A mí, por ejemplo, me gusta investigar a fondo cuando algo me llama la atención. Ahí está la colección de arañas patonas que tenía de niña. Llegué a reunir unas cien, con alfileres sobre un pedazo de unicel. Luego empecé a coleccionarlas vivas, pero se me morían. Entonces fui recopilando todo lo que encontraba sobre arañas para saber cómo cuidarlas. El dominó siguió cayendo y así llegué a la carrera. Mi mamá nunca aceptó ni entendió mi pasión, a la fecha sigue diciendo que mi problema es que no aprendí a olvidar. Al revés: eso es quizás mi único no-defecto. Hay una palabra precisa, mi única ¿virtud?

Siempre me acompaña la sombra afilada y puntiaguda de mi padre. No saber de él me arde como un fuego que no termina de aflorar en la comisura de los labios.

Una tarde, en el momento menos pertinente, escribí su nombre en el buscador de Google. Los primeros resultados mostraban perfiles homónimos. El cuarto era su esquela.

Lamentamos el fallecimiento del profesor David Bocanegra García (Irapuato, 1946-Estado de México, 2009), miembro fundador de la Universidad Pedagógica Nacional, Q.E.P.D.

Al lado del texto había una fotografía de él que yo nunca había visto (en realidad no había visto muchas), un perfil tres cuartos con un intento de sonrisa que se ahogó en mi garganta con una pena ácida. Su camisa tenía patrones de figuras en tonos tierra, el tapón negro de una pluma asomado desde el bolsillo del pecho. Detrás de mi papá, desenfocado, un árbol de jacarandas en flor. Esa foto deben haberla tomado en su trabajo durante alguna primavera, pensé. Las jacarandas (al igual que sus primos lejanos, los cerezos) solo abren alrededor de marzo y se supone que anuncian el paso a un mejor clima.

Me abrumó la soledad de haber llegado cuatro años tarde. La muerte es un lago quieto en el que las cosas —las discordias, las huidas y los quebrantos— se asientan hasta el fondo y recuperarlos de esa profundidad oscura requiere demasiado tesón. El mar siempre vuelve a empezar, pero los muertos no regresan.

Era verdad que mi papá ya no se iría a ningún lado y que en términos concretos ya no podría decirse que siguiera abandonándome. Su afronta terminó cuatro años antes de que yo supiera, pero ahora su rechazo hacia mí por fin podía cuantificarse con exactitud: me abandonó veinte años. Si llego a vivir más de cuarenta, él solo habrá faltado a la mitad de mi vida. Conforme sigan pasando los años, cada vez me habrá abandonado menos tiempo.

A ese alivio racional se contrapuso la idea de que tampoco podría alterar mi relación con él. Falso: la mayoría de las relaciones dependen solo de una de las personas porque lo relevante es cómo nos narramos la historia. Su muerte, sin embargo, significaba perder la oportunidad definitiva de saber quién soy.

Aunque él haya muerto, un padre no es algo que se pierde. Existe una vaga nostalgia por lo que no conoces bien pero te pertenecía de algún modo y ya no puedes recuperar: la cartelera vencida que encuentras en el cine cuando por fin decides ir, o la chamarra nueva que olvidaste en un café y ahora es de otra persona.

La noche de mi hallazgo en internet, Jacobo llegó tarde a dormir porque tuvo que rehacer varias veces unas pruebas en el laboratorio del Chopo, el primer trabajo miserable que consiguió tras titularse. Cuando volvió a casa, yo me había bebido media botella de Stolichnaya con agua de la llave. Tenía atorado en la garganta el resabio dulzón del vodka, pero no había podido llorar ni un poco.

—¿Cómo te fue en la chamba? —le pregunté.

—Se descompuso la centrífuga y eché a perder varias muestras. El técnico tardó horas en llegar, pedimos pizza. No tengo hambre, ¿y tú?

—Acá también hubo drama: una viuda negra mordió a una niña y le puse antídoto.

—¿Qué hacía una niña en el vivarium?

—No, ella y su papá andaban jugando en el circuito universitario, pero el vigilante les dijo que yo era doctora.

—¿Cuál fue el drama entonces?

—La niña era muy simpática.

—Ese vigilante es un metiche, ¿para qué le das cuerda?

—No pude levantar los registros de mis tarántulas. Entonces me metí a internet para matar el tiempo y firmar la salida.

—Bien hecho: «Natalia, la buscadora».

—Jacobo, busqué a mi papá. Escribí su nombre en Google.

—¿No que tu papá estaba muerto para ti?

—Pues ahora está muerto para ti también. Para todos.

—Para mí nunca ha estado vivo, ni siquiera lo conozco.