ARIEL
Aquella tarde, el viejo y venerado
maestro, a quien solían llamar Próspero, por alusión al sabio mago
deLa Tempestadshakespiriana,
se despedía de sus jóvenes discípulos, pasado un año de tareas,
congregándolos una vez más a su alrededor.Ya habían llegado ellos a la amplia sala de estudios, en la
que un gusto delicado y severo esmerábase por todas partes en
honrar la noble presencia de los libros, fieles compañeros de
Próspero. Dominaba en la sala—como numen de su ambiente sereno—un
bronce primoroso que figuraba al Ariel deLa
Tempestad. Junto a este bronce se sentaba
habitualmente el maestro, y por ello le llamaban con el nombre del
mago a quien sirve y favorece en el drama el fantástico personaje
que había interpretado el escultor. Quizá en su enseñanza y su
carácter había, para el nombre, una razón y un sentido más
profundos.Ariel, genio del aire, representa, en el simbolismo de la
obra de Shakespeare, la parte noble y alada del espíritu. Ariel es
el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos
de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y
desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la
vivacidad y la gracia de la inteligencia, el término ideal a que
asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior
los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de
torpeza, con el cincel perseverante de la vida.La estatua, de arte real, reproducía al genio aéreo en el
instante en que, libertado por la magia de Próspero, va a lanzarse
a los aires para desvanecerse en un lampo. Despegadas las alas;
suelta y flotante la leve vestidura, que la caricia de la luz en el
bronce damasquinaba de oro; erguida la amplia frente; entreabiertos
los labios por una serena sonrisa, todo en la actitud de Ariel
acusaba admirablemente el gracioso arranque del vuelo; y con
inspiración dichosa, el arte que había dado firmeza escultural a su
imagen, había acertado a conservar en ella, al mismo tiempo, la
apariencia seráfica y la levedad ideal.Próspero acarició, meditando, la frente de la estatua;
dispuso luego al grupo juvenil en torno suyo; y con su firme
voz—vozmagistralque tenía para
fijar la idea e insinuarse en las profundidades del espíritu, bien
la esclarecedora penetración del rayo de luz, bien el golpe
incisivo del cincel en el mármol, bien el toque impregnante del
pincel en el lienzo o de la onda en la arena—comenzó a decir,
frente a una atención afectuosa:Junto a la estatua que habéis visto presidir, cada tarde,
nuestros coloquios de amigos, en los que he procurado despojar a la
enseñanza de toda ingrata austeridad, voy a hablaros de nuevo, para
que sea nuestra despedida como el sello estampado en un convenio de
sentimientos y de ideas.Invoco a Ariel como mi numen. Quisiera ahora para mi palabra
la más suave y persuasiva unción que ella haya tenido jamás. Pienso
que hablar a la juventud sobre nobles y elevados motivos,
cualesquiera que sean, es un género de oratoria sagrada. Pienso
también que el espíritu de la juventud es un terreno generoso donde
la simiente de una palabra oportuna suele rendir, en corto tiempo,
los frutos de una inmortal vegetación.Anhelo colaborar en una página del programa que, al
prepararos a respirar el aire libre de la acción, formularéis, sin
duda, en la intimidad de vuestro espíritu, para ceñir a él vuestra
personalidad moral y vuestro esfuerzo. Este programa propio—que
algunas veces se formula y escribe; que se reserva otras para ser
revelado en el mismo transcurso de la acción—, no falta nunca en el
espíritu de las agrupaciones y los pueblos que son algo más que
muchedumbres. Si con relación a la escuela de la voluntad
individual, pudo Gœthe decir profundamente que sólo es digno de la
libertad y la vida quien es capaz de conquistarlas día a día para
sí, con tanta más razón podría decirse que el honor de cada
generación humana exige que ella se conquiste, por la perseverante
actividad de su pensamiento, por el esfuerzo propio, su fe en
determinada manifestación del ideal y su puesto en la evolución de
las ideas.Al conquistar los vuestros, debéis empezar por reconocer un
primer objeto de fe en vosotros mismos. La juventud que vivís es
una fuerza de cuya aplicación sois los obreros y un tesoro de cuya
inversión sois responsables. Amad ese tesoro y esa fuerza; haced
que el altivo sentimiento de su posesión permanezca ardiente y
eficaz en vosotros. Yo os digo con Renán: «La juventud es el
descubrimiento de un horizonte inmenso, que es la Vida». El
descubrimiento que revela las tierras ignoradas, necesita
completarse con el esfuerzo viril que las sojuzga. Y ningún otro
espectáculo puede imaginarse más propio para cautivar a un tiempo
el interés del pensador y el entusiasmo del artista, que el que
presenta una generación humana que marcha al encuentro del futuro,
vibrante con la impaciencia de la acción, alta la frente, en la
sonrisa un altanero desdén del desengaño, colmada el alma por
dulces y remotos mirajes que derraman en ella misteriosos
estímulos, como las visiones de Cipango y El Dorado en las crónicas
heroicas de los conquistadores.Del renacer de las esperanzas humanas; de las promesas que
fían eternamente al porvenir la realidad de lo mejor, adquiere su
belleza el alma que se entreabre al soplo de la vida; dulce e
inefable belleza, compuesta, como lo estaba la del amanecer para el
poeta deLas Contemplaciones,
de un «vestigio de sueño y un principio de pensamiento».La humanidad, renovando de generación en generación su activa
esperanza y su ansiosa fe en un ideal, al través de la dura
experiencia de los siglos, hacía pensar a Guyau en la obsesión de
aquella pobre enajenada cuya extraña y conmovedora locura consistía
en creer llegado, constantemente, el día de sus bodas.—Juguete de
su ensueño, ella ceñía cada mañana a su frente pálida la corona de
desposada y suspendía de su cabeza el velo nupcial. Con una dulce
sonrisa disponíase luego a recibir al prometido ilusorio, hasta que
las sombras de la tarde, tras el vano esperar, traían la decepción
a su alma. Entonces tomaba un melancólico tinte su locura. Pero su
ingenua confianza reaparecía con la aurora siguiente; y ya sin el
recuerdo del desencanto pasado, murmurando:Es hoy
cuando vendrá, volvía a ceñirse la corona y el
velo y a sonreír en espera del prometido.Es así como, no bien la eficacia de un ideal ha muerto, la
humanidad viste otra vez sus galas nupciales para esperar la
realidad del ideal soñado con nueva fe, con tenaz y conmovedora
locura. Provocar esa renovación, inalterable con un ritmo de la
Naturaleza, es en todos los tiempos la función y la obra de la
juventud. De las almas de cada primavera humana está tejido aquel
tocado de novia. Cuando se trata de sofocar esta sublime terquedad
de la esperanza, que brota alada del seno de la decepción, todos
los pesimismos son vanos. Lo mismo los que se fundan en la razón
que los que parten de la experiencia, han de reconocerse inútiles
para contrastar el altanerono importaque surge del fondo de la Vida. Hay veces en que, por una
aparente alteración del ritmo triunfal, cruzan la historia humana
generaciones destinadas a personificar, desde la cuna, la
vacilación y el desaliento. Pero ellas pasan—no sin haber tenido
quizá su ideal como las otras, en forma negativa y con amor
inconsciente—y de nuevo se ilumina en el espíritu de la humanidad
la esperanza en el Esposo anhelado; cuya imagen, dulce y radiosa
como en los versos de marfil de los místicos, basta para mantener
la animación y el contento de la vida, aun cuando nunca haya de
encarnarse en la realidad.La juventud, que así significa en el alma de los individuos y
la de las generaciones, luz, amor, energía, existe y lo significa
también en el proceso evolutivo de las sociedades. De los pueblos
que sienten y consideran la vida como vosotros, serán siempre la
fecundidad, la fuerza, el dominio del porvenir.—Hubo una vez en que
los atributos de la juventud humana se hicieron, más que en ninguna
otra, los atributos de un pueblo, los caracteres de una
civilización, y en que un soplo de adolescencia encantadora pasó
rozando la frente serena de una raza. Cuando Grecia nació, los
dioses le regalaron el secreto de su juventud inextinguible. Grecia
es el alma joven. «Aquel que en Delfos contempla la apiñada
muchedumbre de los jonios—dice uno de los himnos homéricos—, se
imagina que ellos no han de envejecer jamás». Grecia hizo grandes
cosas porque tuvo, de la juventud, la alegría, que es el ambiente
de la acción, y el entusiasmo, que es la palanca omnipotente. El
sacerdote egipcio con quien Solón habló en el templo de Sais, decía
al legislador ateniense, compadeciendo a los griegos por su
volubilidad bulliciosa:No sois sino unos
niños.Y Michelet ha comparado la actividad del
alma helena con un festivo juego a cuyo alrededor se agrupan y
sonríen todas las naciones del mundo. Pero de aquel divino juego de
niños sobre las playas del Archipiélago y a la sombra de los olivos
de Jonia, nacieron el arte, la filosofía, el pensamiento libre, la
curiosidad de la investigación, la conciencia de la dignidad
humana, todos esos estímulos de Dios que son aún nuestra
inspiración y nuestro orgullo. Absorto en su austeridad hierática,
el país del sacerdote representaba, en tanto, la senectud, que se
concentra para ensayar el reposo de la eternidad y aleja, con
desdeñosa mano, todo frívolo sueño. La gracia, la inquietud, están
proscriptas de las actitudes de su alma, como del gesto de sus
imágenes la vida. Y cuando la posteridad vuelve las miradas a él,
sólo encuentra una estéril noción del orden presidiendo al
desenvolvimiento de una civilización que vivió para tejerse un
sudario y para edificar sus sepulcros: la sombra de un compás
tendiéndose sobre la esterilidad de la arena.Las prendas del espíritu joven—el entusiasmo y la
esperanza—corresponden en las armonías de la historia, y la
naturaleza al movimiento y a la luz.—A donde quiera que volváis los
ojos, las encontraréis como el ambiente natural de todas las cosas
fuertes y hermosas. Levantadlos al ejemplo más alto:—La idea
cristiana, sobre la que aún se hace pesar la acusación de haber
entristecido la tierra proscribiendo la alegría del paganismo, es
una inspiración esencialmente juvenil mientras no se aleja de su
cuna. El cristianismo naciente es en la interpretación—que yo creo
tanto más verdadera cuanto más poética—de Renán, un cuadro de
juventud inmarcesible. De juventud del alma, o, lo que es lo mismo,
de un vivo sueño de gracia, de candor, se compone el aroma divino
que flota sobre las lentas jornadas del Maestro al través de los
campos de Galilea; sobre sus prédicas, que se desenvuelven ajenas a
toda penitente gravedad; junto a un lago celeste; en los valles
abrumados de frutos; escuchadas por «las aves del cielo» y «los
lirios de los campos» con que se adornan las parábolas; propagando
la alegría del «reino de Dios» sobre una dulce sonrisa de la
Naturaleza.—De este cuadro dichoso están ausentes los ascetas que
acompañaban en la soledad las penitencias del Bautista. Cuando
Jesús habla de los que a él le siguen, los compara a los paraninfos
de un cortejo de bodas.—Y es la impresión de aquel divino contento
la que, incorporándose a la esencia de la nueva fe, se siente
persistir al través de la Odisea de los evangelistas; la que
derrama en el espíritu de las primeras comunidades cristianas su
felicidad candorosa, su ingenua alegría de vivir, y la que, al
llegar a Roma con los ignorados cristianos del Transtevere, les
abre fácil paso en los corazones; porque ellos triunfaron oponiendo
el encanto de su juventud interior—la de su alma embalsamada por la
libación del vino nuevo—a la severidad de los estoicos y a la
decrepitud de los mundanos.Sed, pues, conscientes poseedores de la fuerza bendita que
lleváis dentro de vosotros mismos. No creáis, sin embargo, que ella
esté exenta de malograrse y desvanecerse, como un impulso sin
objeto, en la realidad. De la Naturaleza es la dádiva del precioso
tesoro; pero es de las ideas que él sea fecundo o se prodigue
vanamente, o fraccionado y disperso en las conciencias personales,
no se manifieste en la vida de las sociedades humanas como una
fuerza bienhechora.—Un escritor sagaz rastreaba ha poco en las
páginas de la novela de nuestro siglo—esa inmensa superficie
especular donde se refleja toda entera la imagen de la vida en los
últimos vertiginosos cien años—la psicología, los estados de alma
de la juventud, tales como ellos han sido en las generaciones que
van desde los días de René hasta los que han visto pasar a Des
Esseintes.—Su análisis comprobaba una progresiva disminución
dejuventud interiory de
energía en la serie de personajes representativos que se inicia con
los héroes, enfermos, pero a menudo viriles y siempre intensos de
pasión, de los románticos, y termina con los enervados de voluntad
y corazón, en quienes se reflejan tan desconsoladoras
manifestaciones del espíritu de nuestro tiempo como la del
protagonista deÀ rebourso la
del Robert Greslou deLe Disciple.—Pero comprobaba el análisis también un lisonjero
renacimiento de animación y de esperanza en la psicología de la
juventud de que suele hablarnos una literatura que es quizá nuncio
de transformaciones más hondas; renacimiento que personifican los
héroes nuevos de Lemaître; de Wizewa, de Rod, y cuya más cumplida
representación lo sería tal vez elDavid
Grievecon que cierta novelista inglesa
contemporánea ha resumido en un solo carácter todas las penas y
todas las inquietudes ideales de varias generaciones, para
solucionarlas en un supremo desenlace de serenidad y
amor.¿Madurará en la realidad esa esperanza? Vosotros, los que
vais a pasar, como el obrero en marcha a los talleres que le
esperan, bajo el pórtico del nuevo siglo, ¿reflejaréis quizá sobre
el arte que os estudie imágenes más luminosas y triunfales que las
que han quedado de nosotros? Si los tiempos divinos en que las
almas jóvenes daban modelos para los dialoguistas radiantes de
Platón sólo fueron posibles en una breve primavera del mundo; si es
fuerza «no pensar en los dioses», como aconseja la Forquias del
segundo «Fausto» al coro de cautivas, ¿no nos será lícito, a lo
menos, soñar con la aparición de generaciones humanas que devuelvan
a la vida un sentido ideal, un grande entusiasmo; en las que sea un
poder el sentimiento; en las que una vigorosa resurrección de las
energías de la voluntad ahuyente, con heroico clamor, del fondo de
las almas, todas las cobardías morales que se nutren a los pechos
de la decepción y de la duda? ¿Será de nuevo la juventud una
realidad de la vida colectiva, como lo es de la vida
individual?Tal es la pregunta que me inquieta mirándoos. Vuestras
primeras páginas, las confesiones que nos habéis hecho hasta ahora
de vuestro mundo íntimo, hablan de indecisión y de estupor a
menudo; nunca de enervación, ni de un definitivo quebranto de la
voluntad. Yo sé bien que el entusi [...]