Aromas de otro mundo - Stephanie Doyle - E-Book
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Aromas de otro mundo E-Book

Stephanie Doyle

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Beschreibung

Claudia Bertucci era una artista de la manicura, nacida en Brooklyn y que jamás había puesto un pie fuera de Nueva York. Pero de repente se vio obligada a esconderse de la mafia, y qué mejor sitió que una tranquila granja en el lejano Wisconsin, que además era propiedad de Ross Evans, un agente del FBI. Podía soportar el olor de las vacas, levantarse antes del amanecer, incluso prescindir de los cafés capuchinos... Pero resistirse al deseo que despertaba en ella su atractivo anfitrión, quizás acabara por obligarla a volver a Nueva York...

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Seitenzahl: 152

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Stephanie Doyle

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Aromas de otro mundo, n.º 1671 - septiembre 2019

Título original: Down-Home Diva

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-445-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ME PARECE que está muerto.

Claudia Bertucci se giró hacia su amiga, que la miró con aquella expresión bobalicona suya que tan bien reflejaba lo que tenía dentro de la cabeza.

–¿Hay un hombre desnudo en tu bañera con tres bolsas de hielo, los ojos abiertos como platos y un agujero en la frente y crees que está muerto?

Antoinette la miró con los brazos en jarras.

–Bueno, sí, está muerto –dijo impaciente–. ¿Y qué hacemos ahora?

Claudia cerró los ojos y tomó aire, no muy fuerte porque no quería oler al tipo muerto.

–Supongo que ha sido Rocco –dijo Claudia pensando en el novio mafioso de su amiga.

–Nooo. Rocco nunca haría algo así. No es un asesino –contestó Antoinette negando con la cabeza y meneando sus rizos rubios.

–¡Pero si es un gángster! –le espetó Claudia–. Podría ser un asesino. Podría ser el mayor asesino del mundo.

–No, te lo juro. Rocco solo blanquea dinero y, de vez en cuando, se queda con algo. ¿Crees que podría estar casi prometida con un asesino?

Claudia pensaba que Antoinette podría estar comprometida con Jeffery Dahmer sin enterarse ni cuando desapareciera su gato Buffy.

–¿Y entonces quién se ha cargado a este tipo? ¿Tú?

–Venga, no seas ridícula, Clade. Me conoces de sobra. Somos como hermanas.

Cierto. Habían crecido juntas y Claudia siempre había ejercido de hermana mayor y había cuidado de Antoinette. Recientemente, incluso le había dado trabajo en su salón de manicura. No importaba que se equivocara de vez en cuando dando citas o varias veces al día, la verdad. Lo importante era que estaban muy unidas. Claudia la había sacado de todos los líos en los que se metía sin darse cuenta.

Pero aquello era diferente. Había un muerto en su bañera. La última vez que Antoinette le había pedido ayuda con un muerto de por medio el desgraciado había sido un pez. Con los peces sabía lo que hacer, por el retrete y listo, pero estaba claro que aquel tipo no iba a caber.

Estaba segura de que había sido Rocco, pero no lo iba a repetir porque lo único que iba a conseguir sería que su amiga se lanzara a defenderlo. Y, la verdad, no le apetecía. Se había pasado toda la noche en el salón haciendo la contabilidad, algo que odiaba, y, cuando se iba a ir dispuesta a dormir todo el día, la había llamado su amiga para que fuera a ver a un tipo que tenía en la bañera. Le había parecido raro, pero, bueno, como hacía tiempo que no veía a un hombre desnudo… Supuso que sería algún tío bueno amigo de Rocco. Lo que no se esperaba era que fuera a estar muerto.

–¿Lo tapamos con una manta? –sugirió Antoinette.

–¿Para qué? ¿Para que no se enfríe? Con las tres bolsas de hielo que tiene… ¡Además, está muerto! ¡Una manta no lo va a revivir!

–Ya sé que está muerto, Claude, pero mírale la cosita. Está muy arrugada. Si estuviera vivo, se moriría de vergüenza.

Tras pedirle a su difunta madre que le diera paciencia, Claudia agarró a Antoinette de los hombros y la miró a los ojos.

–A ver si lo entiendes. Uno: el tipo está muerto. Dos: me importa un bledo que su cosa esté arrugada porque, tres: ¡está muerto! Tiene problemas más grandes.

–¿Y qué hacemos?

–Llamar a la policía.

–Por favor, no –imploró Antoinette agarrándola del brazo y dando brinquitos como una niña–. Le echarán la culpa a Rocco.

–Y no quieres que eso suceda porque…

–Porque él no ha sido. Sé que no ha sido él.

–¿Cómo lo sabes? ¿Has visto quién lo ha hecho?

–No. Cuando llegué a casa, el fiambre ya estaba en la bañera. Pero Rocco tiene a mucha gente por encima. Hay uno que se llama Jimmy, que siempre está comiendo chicle. Tiene ojos pequeños y brillantes y he oído que ha subido en el escalafón. Seguro que ha sido él.

–Mira, Toinette, será cierto que Rocco tiene a mucha gente peor que él por encima, pero el muerto está en tu bañera. Si no lo denuncias, vas a convertirte en cómplice. Puedes ir a la cárcel y, entonces, tendrías que contar todo lo que sabes de los negocios de Rocco y de sus amigos.

–Me niego –dijo muy segura–. Me agarraré al quinto mandamiento.

–No es un mandamiento sino una enmienda y no se agarra uno a ella sino que se acoge.

–¡Tú siempre tan listilla!

–¡Y tú siempre tan tontita! Dudo de que sepas lo que significa acogerse a la quinta enmienda.

–Claro que lo sé. Lo hacen constantemente en la serie NYPD Blue. Y también hay otra cosa que prohíbe que testifiques contra tu marido.

–Claro y si ese desgraciado se casara contigo podrías decirlo, pero, después de siete años de relación, lo único que has conseguido ha sido un abrigo de piel falso en el armario y un tipo muerto en la bañera.

–¡No es falso! Es mapache auténtico. No pienso testificar. Quiero a Rocco. Por eso estás siendo tan malvada. Estás celosa.

–Sí, claro, Toinette. Quiero salir con un gángster y encontrarme muertos en el baño.

–Por lo menos, yo estoy enamorada de mi novio.

Golpe bajo.

–Yo quiero mucho a Marco.

–Sí, por eso, cada vez que te lo pide le dices que no.

–No es el momento de hablar de mi vida privada. ¿Tienes alguna sugerencia? –preguntó suponiendo que no.

–¿Y si lo llevamos a otro sitio? –dijo Antoinette con cara de asco. Estaba tan dispuesta a tocar el cuerpo como Claudia. Vuelta al plan A.

–Voy a llamar a la policía.

–¿Quién va a llamar a la poli?

Claudia dio un respingo al oír aquella voz justo detrás de ella. Oh, oh, Rocco.

Efectivamente, justo en la puerta para que no pudiera salir.

–¡Rocco! Mi amor, menos mal que has llegado. Mira. Tenemos un muerto en la bañera. Le he dicho a Claudia que no has sido tú, pero ella quiere llamar a la policía.

«Con calma», pensó la aludida tragando saliva e intentando sonreír a aquel tipo bajito y forzudo que vestía trajes baratos, llevaba una colonia todavía más barata y uno anillo falso en cada dedo. Era patético, pero era de la mafia y todo el mundo en Nueva York tenía claro que era mejor no meterse con ellos.

–Aquí nadie va a llamar a nadie –anunció Rocco–. A ver ese fiambre, preciosa.

Claudia supuso que no le estaba hablando a ella. Se retiró para que el mafioso pudiera echar un ojo a la bañera. Claudia ni se lo pensó. Salió del baño directa a la puerta.

–Claudia, ¿adónde vas? –gritó Antoinette.

–¡Ven aquí! –gritó Rocco.

Demasiado tarde. Claudia ya estaba en el ascensor. Tenía que ir a la policía. Los convencería de que Antoinette no había tenido nada que ver. Rezó para que, si no lo lograba, hubiera una eximente por estupidez crónica.

Cuando fue a salir del ascensor, un tipo con una gorra de béisbol calada hasta los ojos chocó con ella.

–Perdón.

–Anda –ladró él.

Si no hubiera tenido tanta prisa, se habría parado a decirle un par de cosas. El hecho de estar en Nueva York no quería decir que todo el mundo pudiera ir por ahí contestando mal. Era su cruzada personal, intentar cambiar esa actitud, pero no era el momento.

Salió del edificio y la ciudad la absorbió rápidamente. Era domingo por la mañana. En cualquier otra parte del mundo no habría mucha gente en la calle, pero no en Nueva York, lo que era una suerte porque, si Rocco la había seguido, no la encontraría.

Con su pelo negro, su tez blanca y vestida en tonos oscuros, se perdió entre la muchedumbre.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NECESITO que me hagas un favor.

–¿Dónde habré oído eso antes? –dijo Ross Evans. Solo conocía a una persona que empezara las conversaciones así.

–Es un favor de nada.

–Suéltalo, MacCurdy –gruñó Ross–. Tengo mucho trabajo.

–En realidad, ha sido idea de Frank.

Ross esperó.

–Necesitamos que nos vigiles a una testigo.

Ross siguió esperando.

–No es peligrosa. Ni siquiera es una testigo de verdad. No ha visto nada. Solo encontró un cadáver, pero la mafia está metida y no les ha hecho ninguna gracia que le fuera con el cuento a la policía. Como está involucrado un tipo que estamos buscando, hemos decidido protegerla. El tipo no es un pez gordo, pero creemos que podría llevarnos al jefazo. ¿Qué dices?

–No.

Como si lo hubiera oído, MacCurdy siguió hablando.

–No sé por qué la vamos a proteger. No nos va a servir de nada. Dos gorilas intentaron asustarla, pero no consiguieron nada. Seguro que no la van a volver a molestar, pero ya conoces a Frank, siempre tan precavido. No quiere que nadie sepa dónde la tenemos. La verdad es que, para entrar en materia…

–Por favor –dijo Ross con frialdad.

–La han localizado dos veces aunque la segunda se escondió en el bosque y, técnicamente, no la encontraron. La cosa es que, desde entonces, dos agentes están permanentemente con ella. Resulta que una de sus empleadas es la novia de ese tipo que te he dicho que nos va a llevar hasta el pez gordo. Me parece que la testigo ha hablado con su amiga y le ha dicho dónde estaba. Hay que ser idiota. ¿Qué dices?

–No.

–Frank dice que tiene que haber un topo, pero yo ya le he dicho que es ella misma, que ha llamado a su amiga –continuó MacCurdy–. Pero ya lo conoces. Me ha dicho que busque un sitio que no esté en la lista de escondites, un lugar alejado de la mafia. Entonces, se le ocurrió que a ti te podría ir bien un poco de diversión. ¡Llevas años en esa granja! Eras el mejor agente del cuerpo. Debes de estar muriéndote por volver a tener algo de acción en tu vida.

–Estás dejando de fumar, ¿verdad? –preguntó Ross. No podía ser otro el motivo de semejante verborrea.

–Me como las tabletas de nicotina como si fueran caramelos. ¿Cómo lo sabes?

–Ya ves.

–Bueno, ¿qué dices?

–No.

MacCurdy suspiró.

Ross no tenía por qué darle más explicaciones, pero recordó que el que le estaba hablando era su ex compañero.

–Mira, tengo que pensar en Rosa May. No puedo ponerla en peligro.

–¿Quién ha hablado de peligro? No hay riesgos.

–La han localizado dos veces –le recordó Ross.

–¡Porque llamó por teléfono! Fue su amiga, seguro, pero hemos tomado precauciones. No le hemos dicho adónde la vamos a llevar. Mientras esté contigo en Wisconsin, no podrá hablar con su amiga. Hay muchas granjas en Estados Unidos.

–Pues búscate otra.

–Eso no es tan fácil –suspiró MacCurdy.

–¿Por qué?

–Porque estamos llegando a tu casa en estos momentos.

Ross maldijo y miró a su alrededor para ver dónde estaba su hija de once años. Por suerte, no andaba por allí.

–Los tienes cuadrados ¿eh, MacCurdy?

–Ha sido idea de Frank. Si no quieres hacerlo, llámalo a él.

«Claro», pensó Ross. ¿Cómo iba a llamar al hombre que le había sacado de incontables problemas?

–Espero que sepas lo que estás haciendo, MacCurdy. Al menor indicio de problemas, la dejo en la primera esquina que vea, ¿entendido?

–Entendido –contestó MacCurdy–. Sal a darnos la bienvenida.

Ross colgó furioso. Era lo último que necesitaba en su vida. Estaba encantado en su granja y no echaba en absoluto de menos la acción.

Bueno, aquello no era cierto del todo. La echaba un poco de menos, pero tenía otras responsabilidades. Su hija, pera empezar. La granja, para seguir. Era lo único que había heredado de su padre.

El sonido del claxon penetró en la cocina y Ross fue hacia la puerta de atrás. Agarró la gorra y se la puso para que no le diera el fuerte sol del verano en los ojos.

Rosa May, encantada de tener visita, ya estaba recibiendo a los desconocidos. A sus once años, era una niña espigada con el pelo muy rubio, como su madre, y una barbilla orgullosa, como su padre. Era su vida y se dejaría matar antes de que aquella testigo, fuera quien fuera, pusiera en peligro a su hija.

–Rosa May, vete dentro –dijo Ross.

–¿Quiénes son, papá?

–Viejos amigos –contestó él. Era verdad a medias. No le gustaba mentir a su hija, con la que tenía una relación muy buena, pero no estaba muy seguro de hasta dónde quería que supiera quién era la invitada.

Ross observó el Ford negro entrando por el camino que llevaba a su casa. Lo vio moverse de un lado a otro, botar y brincar. Como él recorría aquel kilómetro y medio en su camioneta, no se había dado cuenta de la cantidad de baches que había. Por una parte, se alegró pensando en cómo debían de tener los ocupantes del coche los estómagos. Les estaba bien empleado por irrumpir en su pacífica vida sin avisar.

Claudia pensó que, si aquello no dejaba de moverse, iba a vomitar. No iba a ser bonito. Le habían tapado los ojos y le habían puesto unos auriculares con una música terrible age a todo volumen. ¿No sabían quiénes eran Verdi, Vivaldi y Madonna? Lo único que estaban consiguiendo era irritarla todavía más de lo que estaba desde aquel día en el que Antoinette había encontrado un muerto en su bañera.

Primero la habían llevado a una casa muy segura en Jersey. Los gorilas habían volado todas las ventanas de la casa y, de milagro, no la habían dado. Debían de ser novatos. Ni entraron a ver si la habían matado. Principiantes. Aunque mejor así, claro.

Luego, la llevaron a un cobertizo en algún lugar de Virginia. Volvieron a disparar por las ventanas. Se les daba muy bien eso de cargarse los cristales. Aquella vez alcanzaron al agente en el brazo. Claudia había pasado un mal rato llevándolo por el bosque, pero encontró una cueva y se escondieron allí hasta que pasó la tormenta. El agente estaba como si le hubieran dado en el estómago en lugar de en el brazo. ¿Pero cómo eran tan llorones?

Maldita Antoinette. Maldito Rocco. Maldito hombre desnudo. Era lo último que necesitaba en su vida. Había conseguido que su salón de manicura tuviera buena fama, algo nada fácil en Brooklyn. Su local era diferente porque las uñas se diseñaban de forma personalizada para cada clienta. Iban mujeres de todas partes para presumir de que Claudia les había hecho las uñas.

Y, de repente, se encontraba huyendo para que no la mataran y, obviamente, alguien tenía informado a Rocco de dónde estaba. Aquella vez, parecía algún lugar en mitad de la nada. Por fin, el coche se paró. Su estómago se volvió a quejar para que quedara claro que no le había gustado ni el viajecito ni el burrito congelado que le habían dado por la mañana.

–Aire –murmuró quitándose los auriculares–. Necesito aire –añadió abriendo la puerta del coche y cayendo al suelo–. ¡Dios mío! ¿A qué huele?

Se quitó la venda que llevaba en los ojos con cuidado para no despeinarse ni estropearse el maquillaje. La máscara de ojos no quedaba bonita cuando se estropeaba.

Hierba. Kilómetros y kilómetros a su alrededor. Vio manchas blancas y negros a su izquierda. Vacas, supuso. A la derecha, había una casa. Blanca, de dos plantas, con porche alrededor. Más allá un granero que era más grande que la casa. ¡De hecho, era enorme! Al lado, un edificio bajo y alargado y, más allá, uno de aquellos gigantescos cilindros que tenía que tener toda granja que se preciara. Un símbolo fálico, sin duda. No era de extrañar que casi todos los granjeros fueran hombres.

¿Estaba en la tierra de los Amish o qué? Vio una camioneta roja junto a la casa y un tractor. Sabía que los Amish no conducían, así que ¿dónde diablos estaba?

–¿Dónde diablos estoy?

–Papá, ha dicho diablos –rio la niña.

Vaya. Debía de ser una palabra demasiado malsonante para aquella niña de «La casa de la pradera».

–Le agradecería que no empleara ese lenguaje delante de mi hija –dijo la voz de los supertacañones.

Iba a ser un hueso duro de roer. Alto, ancho de espaldas y muy fuerte. A su lado, Arnold Schwarzenegger era una zapatilla rusa. ¿Serían todos igual por allí?

–Lo siento. Estoy un poco confundida.

–Si no le gusta cómo huele aquí, váyase –sugirió el grandullón, obviamente molesto por que alguien hablara mal de su granja.

–Lo siento, pero venga, hombre ¿a quién le gusta este olor? –insistió aun a riesgo de ofenderlo más. ¡Olía horriblemente mal!

–A las vacas no parece importarles.

–Bueno, supongo que si las vacas lo aguantan, yo también podré –dijo Claudia.