Aves del paraíso - Luisa Etxenike - E-Book

Aves del paraíso E-Book

Luisa Etxenike

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Beschreibung

"Al amanecer, después de andar toda la noche, llega a su casa. Hay un coche de policía delante de la verja". Según parece, los vecinos han dado la voz de alarma por "una especie de mendigo que entra y sale de la casa a deshoras". Y ese mendigo es él. Pero ¿por qué el dueño de esa casa en el País Vasco ha regresado, al cabo de tanto tiempo, con semejante aspecto? ¿Dónde están su mujer y su hijo? ¿Y qué ha hecho para acabar así? A medida que el lector acompaña al misterioso protagonista en sus vagabundeos, va desplegándose una sobrecogedora verdad de la que son testigos mudos tanto las aves que lo sobrevuelan como los vecinos que lo acechan. "Entonces también había gente que vivía de vigilar. Y gente que moría de ser vigilada". Mediante una prosa fragmentaria, con un lenguaje desnudo pero profundo, Luisa Etxenike desarrolla en Aves del paraíso una situación opresiva que envuelve al lector en una intriga de amenazas e incertidumbres, que poco a poco se van despejando hasta desembocar en un desenlace sorprendente.

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Seitenzahl: 53

Veröffentlichungsjahr: 2020

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© de la obra: Luisa Etxenike, 2019

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: noviembre de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-51-7

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A Juana Langarica

I

Quick, said the bird, find them, find them

Round the corner.

T.S. Eliot:

«Burnt Norton»,

Four Quartets

Al amanecer, después de andar toda la noche, llega a su casa. Hay un coche de policía delante de la verja. Le saludan y le piden un documento de identidad. Les entrega el pasaporte.

Los policías le explican que están ahí por simple rutina, únicamente porque algunos vecinos han comentado que en esa casa, donde se supone que no vive nadie, de repente, desde hace algún tiempo, hay luz.

Simple rutina la luz.

Y también la vigilancia de los vecinos.

Algunos no se limitaban a vigilar, entonces, también recogían información y luego la entregaban. Era algo que se sabía. Él también lo sabía.

Ahora lo que estos vecinos han debido de decirles a los gendarmes es que, además de la luz, hay una especie de mendigo que entra y sale de la casa a deshoras.

Porque a él nadie lo conoce en el pueblo; desde que compraron la casa del otro lado de la frontera no han venido casi nunca y, de todas formas, con su nuevo aspecto —el pelo y la barba a su aire, la ropa como sea— nadie puede reconocerlo. Una especie de mendigo, le habrán dicho a la policía, un clochard.

Entonces no eran vecinos a los que se denunciaba. Sólo enemigos.

Era lo que pensaban muchos en su familia y en el círculo de sus relaciones. Él también lo pensaba, y peor que ellos. Sin ni siquiera la decencia de la convicción.

Los gendarmes le devuelven el pasaporte.

—Soy el propietario de la casa —dice.

Y está a punto de añadir: «de la cara de la fotografía del pasaporte también». Pero esa clase de humor sólo suele servir para dilatar los trámites y él quiere que le dejen solo cuanto antes.

—Supongo que podría presentar la documentación de la propiedad si la necesitáramos.

—Sí, en alguna parte debe de estar.

—¿Le importa que ahora entremos con usted?

Simple rutina. Saca la llave, abre la puerta, les conduce hasta el interior. No registran. Sólo echan un vistazo aquí y allá. El aire y el mobiliario intactos; el suelo, revuelto.

—¿Piensa quedarse?

—No lo he decidido aún.

—Hay mucho trabajo que hacer aquí.

—Sí, mucho trabajo. De todos modos, ahora tengo todo el tiempo del mundo.

Los acompaña hasta la salida.

—No se olvide de tener a mano los papeles de la casa.

—Los buscaré.

Cuando el ruido del coche de la policía se apaga, coge pan y el tarro de la mermelada. Sólo de eso se alimenta últimamente.

¿Cuánto dulce tendrá que comer para compensar este amargor por dentro?

Come metiendo la lengua directamente en el tarro. Cuando ya no llega, se ayuda también con los dedos.

El azúcar quema como el hielo.

No sabe qué esperaba sentir. Ni si esperaba sentir algo o que su interior permaneciera como un cuarto vacío.

No recuerda haber anticipado ni rechazado ninguna emoción.

Pero de lo que está seguro es de no haber imaginado la vergüenza.

Ha acabado de comer; extiende en el suelo los cartones y el saco de dormir, y se acuesta. Ahora duerme en su casa como si estuviera en la calle.

La casa es el lugar del reconocimiento y él ya no reconoce nada. Está en la calle.

Cierra los ojos.

No había imaginado la vergüenza. Fuego en la cara. Manos al cuello, en cualquier momento, dejándote sin aire.

No sabe cuánto ha dormido, pero todavía es de día. Recoge el saco de dormir y los cartones que extiende, cada vez que necesita tumbarse, sobre el suelo de la cocina. Las baldosas son lo más parecido a la intemperie. Hay camas de sobra, pero no quiere dormir en ninguna de las habitaciones de esta casa que, en cualquier caso, no eligió ni contribuyó a decorar. Su mujer se ocupó de todo, como siempre. Sólo usa el baño.

«Hay mucho que hacer aquí», dijeron los gendarmes, o algo parecido. Sí, mucho que hacer. Para empezar, encontrar el móvil que estará en alguna de las cajas de la mudanza que siguen precintadas; o, si hay suerte, en las maletas que permanecen abiertas y desordenadas, como bocas llenas, sobre la alfombra del salón.

Mete la mano ahí y va hurgando hasta que da con el teléfono. No tiene batería. Lo dejará cargando y cuando vuelva llamará a su exmujer para preguntarle por las escrituras.

Ahora necesita salir a andar, cuanto antes. Ha vuelto a despertarse con esa bola rasposa en medio del pecho. Como un ovillo de cuerda áspera, peluda. Y sólo andar le alivia. A cada paso siente cómo la cuerda se afloja. Y acaba soltándose y cayendo y quedando atrás, sobre el camino.

No hace nada más desde que se ha instalado en esta casa que su mujer y el abogado le adjudicaron en el reparto del divorcio. Él aceptó, intentando imaginar alguna forma de alivio en la distancia. Que nadie te conozca; no ser nadie.

Desde que se ha instalado aquí, no hace otra cosa. Sólo andar, andar, andar, desde la mañana hasta la noche. A veces tiene que continuar por la noche, como ayer, porque la bola tarda en deshacerse.

Es un experto. Lo ha hecho toda su vida, desde muy joven. Cada fin semana se iba al monte o al bosque y andaba durante horas, parando lo estrictamente necesario para beber o tomar un bocado o aliviarse; deprisa, para reanudar la marcha cuanto antes.

Lo ha hecho siempre, pero ahora es otra cosa. Porque entonces lo que contaba era la hazaña física. Atravesar a grandes zancadas el paisaje, sin apenas mirarlo. Se contaban por horas el bosque o el monte. Cuantas más horas andando, más satisfacción.

Ahora no; ahora camina también para fijarse. ¿Cuánto tendrá que mirar para compensar todo lo que no ha visto?

Ahora no cuenta las horas; recorre todas las que hace falta hasta que el ovillo se deshace por completo en su pecho y el último tramo de cuerda cae al suelo como una víbora muerta.