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Morgan no quiso hacer nada malo ese día. En realidad, ella quería hacer algo bueno. Pero su acto bondadoso jugó su papel en una tragedia mortal. Para seguir adelante, Morgan debe aprender a perdonar, primero a alguien que hizo algo imperdonable y también a ella misma. Pero ella no consigue hacerlo. Ni siquiera puede ir más allá de la puerta del apartamento que comparte con su madre y su hermanito. Morgan se siente como si estuviera bajo el agua, incapaz de salir a la superficie. Incapaz de ver a sus amigos. Incapaz de ir a la escuela... Cuando parece que ya no puede contener la respiración por más tiempo, un adolescente aparece en el apartamento de al lado. Evan le recuerda el aire salado del océano y las sensaciones que solía tener cuando nadaba. Él podría ser lo que ella necesita para reconectarse con el mundo exterior. Bajo el agua es una novela poderosa y esperanzadora sobre la redención, la recuperación y la búsqueda de la fuerza que se necesita para enfrentar el pasado y seguir adelante.
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Seitenzahl: 310
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Portadilla
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Agradecimientos
Bajo el agua
Marisa Reichardt
Bajo el agua
Reichardt, Marisa
Bajo el agua / Marisa Reichardt. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Del Nuevo Extremo, 2018.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
Traducción: Martín Felipe Castagnet
ISBN 978-987-609-704-8
1. Narrativa Infantil y Juvenil Estadounidense. I. Castagnet, Martín Felipe, trad. II. Título.
CDD 813
© 2017, Marisa Reichardt
Título en inglés: Underwater
© 2017, Editorial Del Nuevo Extremo S.A.
A. J. Carranza 1852 (C1414 COV) Buenos Aires Argentina
Tel / Fax (54 11) 4773-3228
e-mail: [email protected]
www.delnuevoextremo.com
Imagen editorial: Marta Cánovas
Traducción: Martín Felipe Castagnet
Diseño de tapa: @WOLFCODE
Diagramación interior: ER
Correcciones: Lucas Ryan
Primera edición en formato digital: noviembre de 2017
ISBN 978-987-609-704-8
Digitalización: Proyecto451
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina
Capítulo 1
Me acabo de mudar. No de una ciudad a otra, sino de un extremo del sillón al otro. No me suelo sentar en esta parte, pero estoy tratando de escuchar qué dicen en el apartamento de al lado. Soy bastante rara con respecto a dónde me siento pero me gusta que las cosas queden a mi izquierda. Necesito saber qué hay de ese lado.
Las paredes de nuestro apartamento de dos habitaciones son delgadas y están pintadas con ese color blancuzco habitual de los alquilados, pero todavía no puedo escuchar qué es lo que dicen del otro lado. Solo puedo descifrar el tono de las voces.
Una es aguda.
La otra es grave.
Mujer.
Varón.
Entonces escucho pasos en el piso de linóleo y el ruido de la puerta mosquitero que se abre, seguido de los dos golpes rápidos una vez que vuelve a su lugar.
Alguien golpea mi puerta. Los nudillos martillean la madera endeble, y el eco resuena en el interior de mi apartamento.
Sí, puedo abrir la puerta. Pero no puedo cruzar el umbral. Esa es mi regla: nada me lastimará si no cruzo el umbral.
Aprieto el hombro contra la puerta y sujeto el picaporte.
—¿Quién es?
—Evan.
—No te conozco.
—¿En serio? —se ríe—. Me acabo de mudar al apartamento de al lado.
Espío por la mirilla. Ofrece una versión larga y distorsionada de quien está allí afuera. No es la mejor perspectiva, pero puedo asegurar que tiene las manos vacías. Bien.
Aunque sé que Evan eventualmente va a pasar de “nueva persona” a “vecino”, no estoy impaciente por comenzar con las presentaciones. Esta clase de actitud es exactamente la que garantizará, dentro de un mes, que Evan piense de mí como esa chica rara con el pelo rizado que nunca sale de su casa. Estoy segura de que es lo que el resto del edificio piensa. Todos se van cada día, y yo sigo aquí. Vuelven a casa, y yo sigo en el mismo lugar. Ahora mismo, Evan no sabe todo eso, así que probablemente deba abrirle la puerta aunque el mero pensamiento me hace sudar las manos. La abro un poquito. Apenas.
Guau.
Evan es lindo.
Y parece de mi edad.
La mirilla no le hacía justicia.
Se pasa la mano por el pelo. Es esponjoso y castaño con las puntas rubias por el sol. Está bronceado, empapado por el sol al igual que su pelo, y se le está pelando la nariz. Se acaba de mudar de la playa. Literalmente. Parece que tenía una choza en la arena. La manera en que huele me da ganas de quedarme cerca. Me recuerda las cosas que extraño. Respiro su aroma, disfrutando el perfume de la tierra, el océano y el humo de las fogatas.
—Um, ey —dice—. ¿Estás enferma o algo así?
Considero cerrarle la puerta en la cara. ¿Cómo puede decirme algo así tan rápido?
—¿Por qué? —pregunto. Puedo escuchar el tono brusco en mi voz, mi acento lárgate-de-aquí. Lo suficiente como para hacer que se enderece y dé la vuelta en sus ojotas.
—Perdón. Es que… es miércoles. ¿No deberías estar en el colegio? ¿Estás con reposo?
Claro que quiso decir eso, que estoy físicamente enferma, como con neumonía o diarrea explosiva. Y no mentalmente enferma.
—¿Por qué no estás tú en el colegio?
—Porque me estoy mudando hoy y empiezo mañana —lo dice como si fuera una obviedad—. No puedo hacer ambas cosas al mismo tiempo.
Me doy cuenta de que no estoy siendo la vecina más cordial para dar la bienvenida.
—Perdón —murmuro—. No soy buena hablando con desconocidos.
—¿El hecho de que viva en la casa de al lado me hace menos desconocido?
—No realmente.
—Oooookey.
Se pasa una vez más la mano por el pelo, como si estuviera frustrado. Pero también está tratando de entender. Es la manera en que mamá me miraba el Día de Acción de Gracias, cuatro meses atrás, cuando le dije que ya no podía sacar la basura.
—¿Qué es lo que querías? —le pregunto.
Sacude la cabeza, y uno de sus rulos rubios cae sobre su ojo. Se tira el mechón detrás de la oreja.
—¿Es tu auto el que está atrás, el que está recubierto con el plástico? La patente dice 207. ¿Es tuyo, no?
—Ajá.
—Genial, porque mamá necesita que descargue las cajas del camión de mudanza. No quiero rayarte el auto. ¿Lo podrías mover?
De inmediato se me acelera el corazón. Lo escucho golpear mi pecho como lluvia contra el techo. Evan probablemente pueda escuchar la furia de mis latidos. Me seco las manos en el pijama de franela mientras busco excusas. Me siento como si quisiera agarrar manzanas de una rama muy, muy alta.
—No puedo. Estoy enferma. No puedo salir. No puedo mover el auto.
No puedo. No puedo. No puedo. Es mi mantra, ahora.
Evan me mira. Las cejas arqueadas. Perplejo.
—Espera, antes te enojaste conmigo por asumir que estabas enferma. ¿Ahora es de verdad?
—Sip —respondí con una tosecita—. Muy enferma. Y es contagioso. No deberías acercarte demasiado.
Se echa atrás algunos centímetros. En el patio, la luz del sol rebota en la superficie de la piscina y se refleja en los pies de Evan, como si estuviera parado en un charco.
—¿No quieres mover el auto?
—No puedo.
—Pero como dije antes, está en el medio del camino.
—¿Y si lo mueves tú?
Sí, qué brillante. Bien hecho, Morgan. A medida que los meses pasan improviso cada vez mejor.
—¿Quieres que yo lo mueva? Hace cinco segundos me tratabas como un extraño. ¿Y si me lo robo y lo vendo en Craiglist?
—No lo harás. Espera que busco las llaves.
Cierro la puerta y las tomo del portallaves que mamá colgó en la cocina, después de muchas mañanas de búsqueda frenética. Cuando vuelvo a entreabrir la puerta pierdo el aliento una vez más, porque de verdad que Evan es más lindo de lo que debería.
Basta, Morgan.
Le extiendo las llaves, pero cuando mueve el brazo para agarrarlas mi cuerpo entra en alerta extrema.
Me sobresalto.
Se me caen las llaves.
Evan se inclina, con mucha calma, sin apartar los ojos de los míos, y su mano atraviesa el umbral para agarrarlas.
Me roza los pies descalzos con la punta de los dedos.
Mi cuerpo da un salto.
La respiración agitada.
Se endereza.
—Ey, ¿la piscina es climatizada? —pregunta—. ¿O se me va a congelar la cara si me tiro?
La piscina. Trato de ignorarlo: parece una burla. Pero en cuanto Evan lo menciona prácticamente puedo sentir el agua fresca a lo largo de mis dedos y mi espalda. Lo imagino sacándose la camiseta y zambulléndose. Después trato de desimaginarlo.
—Está tibia, pero es demasiado corta como para hacer largos. Y demasiado poco profunda como para dar un giro bajo el agua. Además deberías sacar las hojas vos mismo.
—Suena como que sabes bastante de natación. ¿Estás en algún equipo?
—Ya no.
—Ah. ¿Por qué no?
—Porque no. Solo tráeme las llaves más tarde, ¿está bien? O tráeme el efectivo, si lo vendes.
—Voy a conseguir un buen precio —se ríe—. No me echo atrás con tanta facilidad.
Cierro la puerta. Espero que mi auto encienda. Mamá lo saca de vez en cuando para mantenerlo andando, pero es un auto antiguo. Ya me amenazó con venderlo. Dice que podríamos usar el dinero. Estoy segura de que no lo dice en serio. Para ella, vender mi auto sería admitir la derrota. Prefiere mantener las esperanzas.
Mamá espera que vuelva al colegio cuando sea tiempo de empezar la preparatoria.
Por ahora hago la secundaria de forma online. Ir a mi otro colegio se volvió demasiado difícil. No puedo controlar nada en el mundo real. Los autos doblan las esquinas demasiado rápido. Las puertas se cierran con ruido. La gente aparece de la nada. Es impredecible.
No me gusta lo impredecible.
Mi casa es lo suficientemente predecible. Hasta hoy, que me enteré que tenemos vecinos. Y hay un adolescente como yo en el apartamento de al lado. Bueno, no exactamente como yo, porque estoy segura de que Evan sí sale de su casa. Tiene la apariencia de alguien a quien le gusta surfear y ver bandas en antros repletos a los que se entra con contraseña por algún callejón. Alguien que usa los estacionamientos de los negocios abandonados para andar en skate o que baja corriendo por las colinas solo por la adrenalina. No como yo.
Porque tiene una vida.
Yo hago el colegio online y todos los días almuerzo una sopa de tomate y un sándwich de queso grillado.
Apoyo los ingredientes sobre la barra de fórmica, manchada con café, que separa la cocina de la sala. Los pongo en fila, como me enseñó papá: pan, manteca, queso y una plancha bien caliente.
Me gusta el crepitar de la manteca cuando la apoyo sobre la plancha. Es un buen recordatorio de lo rápido que cambian las cosas. Un segundo estás entero, al siguiente quedaste fundido.
Me gusta ponerle extra queso a mi sándwich para que chorree por los costados. Así lo puedo levantar y sorber lo que cae. También mojo el pan tostado en la sopa, y lo paso por el fondo del bol. Almuerzo en el sillón: atrás mío están las cortinas y adelante está el televisor. Soy una ermitaña. No tengo idea de si afuera está nublado o soleado, si hace frío o calor, a menos que le preste atención. Dentro de mi living nada cambia. Tengo la programación en la tele, la escuela online, el mismo almuerzo, y llamadas de mi madre a las diez de la mañana y a las dos de la tarde para saber cómo estoy.
Mi psicóloga me visita dos veces por semana.
Se llama Brenda.
Tiene un perfil duro pero ojos suaves.
Tiene tatuajes que le recorren los brazos hasta que se pierden bajo las mangas o el cuello de la remera.
Viene los martes y los jueves después del almuerzo.
A la una del mediodía.
Estará aquí mañana.
Nos sentaremos en el sillón y me hará apagar la tele.
Odio eso.
A veces Brenda me obliga a decir cosas que me hacen llorar. Pero generalmente hablar con ella me calma. También chequea mis remedios para asegurarse de que tenga las suficientes pastillas de emergencia. A veces las necesito. Para los días malos. Brenda no me las puede recetar porque no es esa clase de médica. Es psicóloga. Mi médico de cabecera fue quien me las recetó, después de hablar con Brenda.
Hoy me siento diferente porque Evan está en el apartamento de al lado.
Lo puedo escuchar martillar los clavos contra la pared. Puedo escuchar sus pasos en la escalera. También el ruido de la puerta mosquitero, que se abre y se cierra cada vez que entra y sale, cuando sube y baja las escaleras.
Evan está en el apartamento de al lado. Huele como el océano.
En eso pienso durante el resto del día. Es lo que escucho cuando tomo la sopa y miro las telenovelas.
Asumo que me va a traer las llaves cuando haya terminado de subir todo. Pero cuando las horas pasan y no regresa, pienso que tal vez sí vendió mi auto. O al menos lo movió a algún lugar lejano. Casi que sería un alivio.
Hasta que eventualmente golpean la puerta.
Pregunto quién es, como si alguien más pudiera venir sin aviso.
—Soy yo de nuevo. Te traje las llaves.
Enciendo la luz del porche porque el sol ya se ha puesto y quiero verlo mejor. Está más transpirado, pero el cabello todavía está esponjoso y los rulos le caen en la cara de una forma que me hacen evitar verlo a los ojos. Me extiende las llaves del auto, con llavero de la secundaria Pacific Palms.
—Disculpa que haya tardado tanto, pero lo puse de vuelta en donde estaba. Ese Bel Air es un clásico. ¿Cómo conseguiste una joya así?
—Era de mi abuelo.
No sé nada de autos. Solo conozco cosas de este Bel Air color rojo matador, porque mi abuelo me las contó un millón de veces hasta que me las aprendí de memoria.
—¿De qué año es?
—Del cincuenta y siete.
—Tu abuelo debió haber sido un tipo con mucha onda.
—Lo era.
Le sonrío y cierro la puerta.
Evan golpea de nuevo. Golpea fuerte y varias veces. Vuelvo a abrir la puerta porque no puedo evitarlo. Hay algo que me acerca al umbral, puedo sentirlo. Tengo un cosquilleo en el dedo gordo del pie. Miro hacia abajo y descubro que tengo un pie prácticamente afuera del apartamento.
Nos miramos, inmóviles.
—¿Por qué cerraste la puerta así? —me pregunta.
Por suerte, mi hermanito entra corriendo al patio. Tiene los brazos extendidos, como un avión. Con la boca hace el ruido del motor, y escupe saliva al cielo. Mamá aparece detrás de él con su gastado uniforme de hospital. Su cabello está enmarañado y descuidado, y en el hombro carga la mochila de superhéroe de mi hermanito. No es enfermera. Se encarga de la parte asquerosa. De lunes a viernes baldea la sangre y el vómito de los pasillos del hospital. Y algunas noches, como hoy, llega con una pizza de Penzoni contra la cadera mientras lucha por sacar el montón de facturas del buzón.
Mi hermano sube de a dos escalones por vez. Se detiene cerca de Evan. Deja caer los brazos, hace un ruido de succión (zzzzzip) y lo observa con las sospechas de un niño de jardín de infantes.
—¿Quién eres?
—Soy Evan.
—¿Evan qué?
Evan se ríe.
—Eh, Evan Kokua.
Lo saluda con una especie de apretón de manos secreto, que termina chocando puños con Ben de una manera que hace que mi hermano se destornille de risa.
—¿Eres un superhéroe?
La sonrisa de Evan ilumina la descolorida galería que pasa por mi puerta; luego se agacha para mirarlo a los ojos.
—Si lo soy, nunca lo voy a admitir.
—¡Increíble!
Ben se abre paso al interior de la casa. Casi me tira hacia adelante, pero me las arreglo para permanecer adentro.
Mamá sube las escaleras, me alcanza la caja con la pizza y mira a Evan.
—La mitad es de queso, la otra mitad de pepperoni. Sé que no es muy original, pero estás invitado, Superman.
Se pone de costado como para entrar al apartamento.
Evan se mueve hacia adelante, listo para entrar a nuestra pequeña casa, pero al verme se detiene a mitad de camino. Mis ojos debían estar saliéndose de las cuencas, porque vuelve a su lugar, los dos pies contra el felpudo de entrada.
—Nah, mejor no. Tengo que clavar una biblioteca contra la pared. Terremotos.
Se alza de hombros. Nosotras también.
Los terremotos de California. Siempre estamos esperándolos. Todos esperando que ocurran cosas que quizás nunca lleguen; cosas que, si llegan a ocurrir, quizás no sean tan malas como las que ya pasaron.
—Me llamo Carol —dice mamá, y extiende el brazo. Se estrechan la mano, y él sonríe.
—Encantado de conocerte, Carol. Yo soy Evan. Me mudé con mi mamá, venimos de Hawaii. Ya la vas a conocer, estoy seguro.
Mamá estira sus brazos y golpea por accidente el helecho moribundo, lo suficientemente fuerte como para que la maceta colgante oscile bajo la luz del porche.
—Bienvenido a la Mansión Paraíso, Evan. ¿No es espléndida?
—Sin duda —digo—. Apuesto a que no imaginabas que el paraíso tenía vista al contenedor de basura y sin aire acondicionado.
Evan se ríe con una risa auténtica que sacude algo suelto en mi interior. Me gustan las risas auténticas tanto como el sol tibio en mi cara, pero no he escuchado ni sentido nada de eso en mucho tiempo.
—Bueno, buenas noches entonces —dice mamá mientras entra al apartamento—. Vas a tener que venir a comer pizza más adelante. ¿O no, Morgan?
No es una pregunta, es una esperanza. Es un pedido para apurarme y tener una vida de nuevo.
—Em, claro —digo, jugueteando con el elástico de mi pijama diurno. Me quedo de pie junto a la puerta, mirándolo—. Perdón, mi mamá me avergüenza.
—Nada que ver. Solo dice las cosas como son. Sabemos dónde estamos. Sabemos que vivimos dentro de la letra de una pésima canción de country.
Evan simula que toca una guitarra invisible.
Algo en él me hace querer ser valiente, así que me acomodo una imaginaria correa de guitarra y toco las supuestas cuerdas a la altura de mi cintura.
—Ella vive en un edificio venido abajo / en las afueras del vecindario —canto imitando la tonada de una cantante country.
—Nada mal —asiente, mientras comienza a alejarse—. Para nada mal. Voy a tener que componer música para acompañarlo. Una vez que aprenda a tocar la guitarra.
La idea de hacer música juntos es tan ridícula que me hace reír.
Evan me sonríe.
—Tienes una buena risa. Como que cuando te ríes, realmente va en serio. Mi primo era así.
El elogio me descoloca, y me lo tengo que repetir en mi cabeza para asegurarme de que lo escuché bien.
—Bueno, tu primo debió haber sido alguien muy cool.
Evan sonríe desganado y después alza los hombros.
—Sí, creo que te hubiera caído bien. Bueno, espero que te sientas mejor. Mi mamá jura que la sopa ayuda. ¿Eres de tomar sopa?
Me vuelvo a reír.
—¿Qué?
—Eso fue gracioso de una manera que ni siquiera te imaginas.
—Okey, bueno, me alegra que te haya podido hacer reír. De nuevo.
—Yo también.
Sigo riéndome mientras me despido y cierro la puerta. Es un sonido que hace eco en mi interior y en mi exterior, y que hace que mamá se detenga sobre sus pasos cuando me giro a verla. Permanece quieta en el medio de la cocina y me mira, una sonrisa cruzándole los labios. Es un segundo. Aparece y se va. Después saca una porción de pizza de la caja y la deja caer en el plato de mi hermano.
—¿Comes?
Asiento con la cabeza y me ubico en el taburete contra la barra de la cocina. Mamá y Ben se sientan a mi izquierda, porque conocen el procedimiento.
—Evan se veía bien. ¿Charlaron mucho? —pregunta mamá mientras busca una porción.
—Lo suficiente.
—No sé si fue suficiente para él. Quería quedarse a comer.
—Debería haberse quedado —dice Ben—. Es cool.
—Sí, demasiado cool, me parece —agarro una porción y giro en dirección a mi hermano—. ¿Con quién jugaste hoy en la escuela? Cuéntame todo.
Ben me cuenta una historia sobre el recreo, sobre cómo jugaron a la granja y que mientras todos los chicos eran animales a él le tocó ser granjero.
—Es la mejor parte porque ahí tienes que jugar a alimentar a todos los chicos —se ríe, y sacude la cabeza como para intentar borrar el error—. Quiero decir, a todos los animales.
Sigue hablando, tartamudeando por el entusiasmo. Escucho el sonido de su voz. Incluso cuando tiene la boca cubierta con salsa de tomate y huele a transpiración y a tierra, lo abrazo y le doy un beso en el pelo.
—Te amo. ¿Lo sabías, no?
—Sí, sí —dice, con la boca llena—. Yo también.
Capítulo 2
Mis pastillas de emergencia están en un frasco color ámbar en el segundo estante del botiquín. Las miro cada mañana y espero que no sea el día en que tenga que tomar una. Pero saber que están allí me hace sentir mejor. Hace dos meses que no necesito una pastilla de emergencia. Desde el día de San Valentín. Ese fue un mal día porque llamó papá. Me negué a atender el teléfono, incluso aunque él pidió hablar conmigo. Fue la última vez que intentó. Pero sí habló con mamá, que terminó enojada. También habló con Ben, que quedó confundido. Ben le preguntó cuándo iba a venir a casa, porque hacía más de un año que lo había visto por última vez. Desde que papá regresó de su quinta y última misión en Afganistán. Desde que mi mamá pidió el divorcio y la tenencia completa. Una vez que Ben se fue a otra habitación adonde no podía escucharla, mamá le dijo a papá que ni se le ocurriera venir a la Mansión Paraíso.
Así que papá no vino.
Y probablemente nunca lo haga.
Después de que mamá y Ben se fueron al trabajo y a la escuela, tomé el frasco con pastillas. Pasé el dedo por la etiqueta, donde dice que Morgan Grant tome una pastilla según sea necesario.
Hoy no.
Lo pongo en el estante de regreso.
Cierro la puerta.
Escucho a Evan salir de su apartamento mientras estoy en mi cuarto, poniéndome un pijama limpio; no tiene sentido vestirme con ropa de verdad cuando nunca dejo la casa. Slap slap hace la puerta mosquitero, y boom boom sus pisadas en la escalera. Abro las cortinas y lo observo irse.
Es la primera semana de abril, pero para Evan es el primer día de colegio. Todo será nuevo, pero mucho será lo mismo. Porque sigue siendo colegio. Y el colegio no cambia mucho, sea en un lugar o en otro. Evan va a estudiar en un aula. Se va a sentar en un pupitre frente a un pizarrón. Un profesor se va a parar junto al pizarrón y le va a decir cosas aparentemente inteligentes. Evan las va a anotar en un cuaderno con garabatos en la portada. Les va a caer bien a las chicas, estoy segura. Las chicas lindas lo van a reclamar durante la hora del almuerzo para que se siente con ellas y las vea comer manzanas y tomar Coca Diet. Sé todo esto porque yo solía ser una de esas chicas.
Pienso en esas cosas.
Miro una telenovela.
Almuerzo un sándwich de queso grillado y una sopa de tomate.
Hago dos lecciones completas.
Estudio el teorema de Olle.
Mando por mail un análisis de los colores en El gran Gatsby a mi profesor de Literatura.
Espero a Brenda.
Espero a que sea la una del mediodía.
***
Al mediodía, sé que Brenda está por llegar. Lo sé porque siento un cosquilleo en las venas. Sé que está por llegar y tengo que abrir la puerta para dejarla entrar.
Tengo que hablarle. Tengo que contarle.
Quizás una ducha ayude.
Meto la cabeza en el agua caliente y dejo que me empape hasta el cráneo. El pelo se me pega a las orejas, y no puedo escuchar los ruidos de afuera. Me gusta estar bajo el agua porque solo estoy yo. Los ruidos y el resto del mundo quedan muy lejos.
He pasado mucho tiempo bajo el agua porque era parte del equipo de natación de mi secundaria. Nadaba cada día de la semana, incluso fuera de temporada, desde las tres de la tarde hasta las cuatro y media, en los andariveles de veinticinco metros de la piscina de la secundaria. Nadaba con las mismas tres amigas que había conocido en las inferiores, cuando tenía once años y mi papá fue enviado a una base cerca de Pacific Palms.
Mi mamá acababa de quedar embarazada de Ben, así que esperábamos que el traslado de papá significara que permanecería en casa durante un tiempo. Pero apenas nos instalamos fue convocado a su tercera misión en Afganistán. Así que regresó al combate y mamá y yo nos propusimos sacar lo mejor de Pacific Palms.
Me hice muy cercana a mis compañeras de equipo, y para cuando entramos en la secundaria éramos un cuarteto inseparable. Chelsea era hermosa y brillante con ese rubio del sur de California que hacía que los chicos tartamudearan en su presencia. Brianna nadaba los cincuenta metros de estilo libre más rápido que cualquier otra chica en la historia de nuestro colegio. Y mi mejor amiga, Sage, era demasiado inteligente para su edad, preparada a la perfección para los modelos de Naciones Unidas y hablando de cosas que otros chicos de dieciséis años ni siquiera sabían que existían.
Yo era un poquito de todo eso. Pero después del 15 de octubre, después de ese día, la secundaria de Pacific Palms cerró sus puertas. Mis amigas y yo nos repartimos por diferentes colegios mientras los albañiles se ocupaban de cambiar las partes del colegio que nos perseguirían por siempre. La administración separó a los estudiantes en base a limitaciones barriales que inventaron en el momento. Las cuatro no vivíamos lo suficientemente cerca como para ir al mismo lugar, así que nos fuimos alejando a medida que las cosas seguían cambiando.
Brianna se puso de novia.
Yo empecé la secundaria online.
Chelsea dejó de llamar.
Y Sage se mudó antes de empezar lo que supuestamente iba a ser su nuevo colegio.
En nuestro viejo colegio, en cambio, imaginaba las brillantes banderas azules del campeonato todavía colgando del enrejado de la piscina al aire libre. No sabía si seguían allí, pero quería que así fuera. Porque mi nombre estaba en una de ellas. Tenía un récord. Era nadadora de larga distancia. Era alguien que podía seguir y seguir por siempre, parejo y constante, y luego hacer un último esfuerzo para alcanzar la victoria.
Ahora mi vida entera es una carrera. Cada minuto lleva al siguiente. Cada día entremezclándose con otro. Es como cruzar la línea de meta eternamente. Es como pasar lento una canción rápida.
Chelsea y Brianna no entienden eso. Lo intentaron. Vinieron a visitarme, pero terminamos sentadas mirando la tele.
—Ven a la fiesta con nosotras —decía Brianna—. Habrá un montón de chicos lindos.
—Un montón —repetía Chelsea.
Yo me hacía una bolita en el sillón, los pies con pantuflas debajo de mí. “Ahora mismo no me interesan ni los chicos lindos ni las fiestas. Pero no dejen que les impida disfrutarlo”.
—No es lo mismo sin ti —lloriqueaba Chelsea.
Sage me llamaba desde su casa nueva los fines de semana. La mayoría de las veces sonaba distante y triste y en busca de soluciones.
—¿Entonces dejaste el colegio? —preguntaba—. ¿Es más fácil así?
—Un poco —respondía yo.
—¿Sí?
—Sí.
Brenda golpea mi puerta a las 12:57 del mediodía. Quiero esos tres minutos que faltan para mí. Pero ya está aquí. Respiro hondo. Largo el aire lentamente. Y abro la puerta. Brenda sonríe, y puedo ver el hueco entre ambas paletas que la hace parecer una chiquita. Sé cuántos años tiene porque una vez se lo pregunté.
—Si eso importa, tengo veintinueve —dijo—. ¿Pero por qué quieres saberlo?
—Solo quería ver si me lo dirías.
Hoy una rasta púrpura le cae en la cara, y ella se la echa atrás junto a las rastas que lleva atadas con una colita extra grande. Cuando lo hace puedo ver el arito de bucles plateados que le cuelga del lóbulo. Y el signo de la paz tatuado detrás de la oreja. Abro la puerta por entero, y ella entra.
Se sienta. A mi izquierda, porque sabe. Saca un cuaderno y una lapicera. Tiene páginas y páginas escritas sobre mí. Estoy segura de que regresa a su consultorio después de verme y tipea todas las notas en su computadora. No me lo dijo. Solo lo sé. Sería estúpida si no lo supiera. Todo el mundo guarda todo en computadoras.
Me saca el control remoto de la mano y apaga el televisor.
Nos quedamos mirándonos. Empezamos.
—Entonces. ¿Cómo han sido estos días?
Le cuento sobre las cosas triviales que pasaron ayer y hoy. Sopa. Telenovelas. Tareas escolares. Y después le cuento sobre Evan.
—¿Un chico? ¿De tu edad? —Está intrigada. Me puedo dar cuenta por cómo golpea la lapicera contra el anotador—. Cuéntame sobre él.
—Es alto. Y veraniego.
—¿Veraniego? ¿Qué significa eso para ti?
Su voz es apacible, como si estuviera acariciando a un gato.
Entonces le cuento sobre la arena suave y el agua encrespada del océano. Del cielo azul brillante moteado con gaviotas y aeroplanos. De ese mismo cielo poniéndose oscuro y manchado con la luna y las estrellas. Le cuento del humo de las fogatas y de las tablas de surf. De musculosas y pantaloncitos cortos. De bicicletas playeras y conos helados. De bikinis y marcas de bronceado. De fiestas y promesas. De cerveza fría y besos tibios.
Le cuento de todas las cosas que solía hacer antes de esto. No es la primera vez que lo hago, pero hoy parece estar escuchando con extra atención. Creo que es porque sueno nostálgica.
—¿Extrañas eso? —me pregunta.
Y me largo a llorar.
Me alcanza un pañuelito descartable, y me hago una pelota en el sillón.
—Extrañar el verano es bueno —dice—. Llegará antes de que te des cuenta. Podrías irte preparando. Podrías volver a disfrutarlo.
Después de que Brenda se va me siento un poco mejor. No odio pensar en el verano. Pero cuando lo hago pienso demasiado en las otras cosas. Me acurruco en posición fetal, las rodillas contra el pecho, esperando a que pasen los recuerdos.
Una hora más tarde golpean la puerta. Todavía estoy acurrucada, pero ya no estoy llorando. Mi nariz está llena de mocos, y me aclaro la garganta. Tengo los párpados hinchados y me laten las sienes. Quiero estar sola. Me quedo muy quieta y espero que quien sea que esté golpeando la puerta se vaya. Pero no. Quiere que sepa que está ahí.
—¿Quién es? —pregunto sin abrir la puerta.
—Superman.
Aunque eso me hace sonreír, le digo a Evan que no estoy vestida.
—No puedo abrirte.
—Bueno, vístete entonces. Te espero.
Así que lo hago. No sé por qué, pero lo hago.
Me lavo la cara. Me peino. Me pongo desodorante. Me pongo un corpiño limpio y me cambio la remera sucia. Lo hago todo en cinco minutos de reloj.
Cuando entreabro la puerta, Evan está sosteniendo algunas cartas y una taza desechable para llevar. La tapa tiene tres agujeros, como los frascos que Ben usa para juntar bichos del macetero que está en la entrada de la Mansión Paraíso.
—Primero que nada, te traje el correo —dice Evan, mientras me alcanza la factura de la tarjeta de crédito y algunas promociones de supermercado.
—Eres libre de quedártelo.
Sonríe.
—Segundo, te traje algo de sopa. Para que te pongas mejor —dice, y cuando me la da puedo oler el ajo—. Mi tía tiene un restaurante. Hacen buena sopa.
—Me gusta la sopa.
—Bueno, claro. ¿No les gusta a todos?
Alzo los hombros.
Miro cómo Evan me hace entrar.
—Uuh, no te ves muy bien.
—Ah, bueno.
Sus palabras me golpean duro. No debería haber abierto la puerta. No necesito que este chico lindo de Hawaii me traiga sopa y me diga que no soy linda. Hubo una época de mi vida en que sabía que era linda. Pero ya no me siento así.
—Uy, no —dice, y se pasa la mano por el pelo, avergonzado—. Perdón, de verdad. Sonó mal. Sonó como que pienso que eres fea o algo así. Y no lo eres. Solo te ves enferma, eso es todo.
Baja la mirada al felpudo de entrada.
Claro. Enferma. Me tiro el pelo hacia atrás con mi mano libre y lo ato sin necesidad de una colita.
—Está bien —digo.
—Solo quise decir que hoy te ves peor. Quizás es una de esas cosas en la que tienes que empeorar para poder mejorar.
—Sí, puede ser.
Destapo la sopa. El vapor se mete entre nosotros. El olor a ajo va de agradable a abrumador.
—No quería que se enfriara. Por eso necesitaba que abrieras.
—Gracias, Superman.
Sonríe como si lo aliviara que lo llame así. Advierto que se le forman hoyuelos en las mejillas bronceadas. Una parte de mí quiere clavarle un dedo ahí porque son demasiado tiernos.
—No soy Superman. Clark Kent, quizás. Pero no Superman.
—Sí, está bien.
Sonrío.
Evan golpea el borde del felpudo con las ojotas.
—¿Ya aprendiste a tocar la guitarra? —le pregunto.
—Nop —se ríe—. ¿Ya escribiste alguna canción?
—Sí, claro. Docenas.
—Mejor me apuro entonces —sonríe y se le vuelven a ver los hoyuelos—. Pero ahora mejor me voy a hacer la tarea. La clase de trigonometría está mucho más avanzada que en mi antigua escuela.
—¿Trigonometría, eh? ¿Así que todavía en el instituto?
—Sí. ¿Y tú?
—Igual.
No le digo que ya estoy en Cálculos y que Matemáticas es una de las pocas materias en las que no decaí.
—Bueno, vas a necesitar ponerte mejor así me muestras la ciudad, ¿sí? No conozco a nadie aquí.
Pienso en lo divertido que hubiera sido hace un año. Cuando era como era antes. Lo hubiera llevado al Café de Clyde por un chocolate caliente congelado. Y le hubiera mostrado la parte de la playa donde van los locales pero no los turistas. Le hubiera mostrado qué colina era la mejor para andar en bici y hubiera soltado el manubrio para que mis brazos volaran como alas y el viento me golpeara los oídos. Y una noche de sábado lo hubiera llevado a una fiesta y me le hubiera acercado para que me hablara al oído. Esa jugada siempre funcionaba. Le hubiera mostrado el hueco en el pasillo junto al auditorio de la escuela, donde pensaba que podía esconderme y nadie me encontraría. Le hubiera mostrado mi mundo. Ahora no puedo mostrarle nada salvo un apartamento diminuto y una chica que no puede atravesar la puerta.
—No salgo demasiado. Pero gracias por la sopa. Estoy segura de que debe ser muy rica.
Antes de que pueda responder, cierro la puerta y lo dejo del otro lado.
Capítulo 3
Ben ama los panqueques. Es nuestro ritual de los viernes a la mañana, y lo despierto quince minutos más temprano para asegurarme de que ocurra. Hoy se trepa al taburete y le permito verter la leche y romper un huevo en la mezcla. Está movedizo y charlatán. Me cuenta de los chicos de la escuela y de las palabras que está aprendiendo a escribir. Me cuenta de la biblioteca y que su sección favorita es la de ciencia.
—Hay un libro sobre electricidad. Y otro sobre rocas. Las rocas son buena onda. ¿Sabías que los diamantes pueden cortar vidrio?
Las mañanas de panqueques con Ben son las mejores. Desayunamos y charlamos hasta que mamá se lo lleva a su programa de adaptación escolar. Mamá corre por el apartamento y habla al mismo tiempo.
—No te olvides que hoy llegaremos tarde. Lo tengo que llevar a Ben a una fiesta de cumpleaños —se detiene, pone los brazos en la cintura y mira para todos lados—. Ben, ¿dónde está el regalo?
—Ni idea. Yo no lo envolví, fuiste tú.
Mamá lo busca a las corridas. Le alcanzo a Ben su almuerzo y le revuelvo el cabello recién peinado.
—Ey, tráeme una porción de pastel si puedes. Especialmente si es de chocolate.
Me agacho para cerrar la cremallera de su buzo y me da un beso ruidoso en el cachete. Me abraza del cuello y me sujeta fuerte.
—Roooaarrr. Soy un dinosaurio. Te atrapé. Roaaarrrr. No puedes escapar.
Me pongo de pie y finjo que intento resistir. Se me cuelga del cuello como la cadena de oro de un rapero. Lo hamaco a lo largo de la sala y se ríe. Luego me agacho y le doy un montón de besos en la cabeza, y le hago cosquillas hasta que me suelta y lo puedo apoyar en el piso de nuevo. Le cuesta quedarse de pie, doblado de risa.
—Que tengas un buen día —le digo—. No pases todo el rato leyendo sobre rocas. Presta atención a lo que dice tu maestra. Sé amable.
—Lo soy.
Mamá le da el regalo para que lo lleve al auto, y luego con un último tirón se acomoda el rodete.
—Haz algo —me dice—. Aunque sea algo chiquito.
Y atraviesan la puerta. Y la casa queda vacía. Y silenciosa. Puedo respirar.