Bajo el faro - Heine T. Bakkeid - E-Book
SONDERANGEBOT

Bajo el faro E-Book

Heine T. Bakkeid

0,0
9,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Thorkild Aske fue una vez un buen policía, pero lo perdió todo cuando fue condenado a tres años por haber matado en un accidente de tráfico a una chica. Ahora acaba de salir de prisión, donde ha tocado fondo. En sus esfuerzos por reinsertarlo en la sociedad, su psiquiatra le encuentra un pequeño trabajo como detective: deberá encontrar a un joven que desapareció en las inmediaciones de un faro del norte del país. Al llegar al faro, Thorkild descubre que el mar encrespado le entrega un cadáver, pero, para su sorpresa, no es el del chico.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 459

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


HEINE BAKKEID

BAJO EL FARO

Traducción de Ana Flecha Marco

Título original noruego: Jeg skal savne deg i morgen.

Autor: Heine T. Bakkeid.

Publicado por acuerdo con Salomonsson Agency.

© Heine Bakkeid, 2016.

© de la traducción: Ana Flecha, 2019.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2019.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: octubre de 2019.

REF.: ODBO602

ISBN: 978-84-9187-487-4

GAMA • FOTOCOMPOSICIÓN

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escritodel editor cualquier forma de reproducción, distribución,comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometidaa las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).Todos los derechos reservados.

CONTENIDO

SIETE MINUTOS

MIÉRCOLES

  1

  2

  3

  4

  5

JUEVES

  6

  7

  8

  9

VIERNES

10

11

12

13

SÁBADO

14

15

16

17

18

19

20

DOMINGO

21

22

23

24

25

26

27

LUNES

28

29

30

31

32

33

34

35

36

37

38

39

40

41

MARTES

42

43

44

45

46

47

48

49

50

51

52

53

MIÉRCOLES

54

55

56

57

58

59

60

61

62

63

64

65

66

JUEVES

67

68

69

Hay días en los que no vemos que las montañas aún siguen en pie.Habrá horas en las que todo será basura que arrastra la marea a las playas negras.Momentos en los que no conozcamos a nadie.

WASSMO

SIETE MINUTOS

A las cinco y tres minutos llega el arrepentimiento. Un sentimiento de pánico que me atraviesa el cuerpo mientras jadeo e intento respirar. Tiemblo, tirito y sacudo las piernas para soltarme, sin éxito.

Dos minutos más tarde, las bocanadas de desesperación han remitido por fin. Reparo en que ya no necesito oxígeno, y que pendo de un hilo mientras mi cuerpo se va apagando por partes.

A las cinco y ocho minutos oigo el agua caer con fuerza contra las baldosas bajo mis pies. Un ruido ronco se me escapa de la garganta y por las mejillas me caen lágrimas o vapor de agua, y se llevan por el desagüe lo que queda de mí. Me muero de frío.

Allí está ella. Justo delante de mí, tan gris como el resto de la estancia. Me entran ganas de reír, de gritar de la ale­gría de verla de nuevo. Intento abrir la boca para decírselo, decirle que esto es lo más feliz que puede sentirse una persona. En lugar de eso oigo un crujido, y un segundo después estoy en el suelo. El agua de las duchas de la cárcel me cae en la cara mientras la manecilla negra del reloj de pared avanza un poco más.

Las cinco y diez.

MIÉRCOLES

1

Stavanger es la ciudad de las cacas de perro blandas. Salen del suelo como setas de asfalto y lo colorean todo a su humilde manera con tonalidades de marrón cuidadosamente escogidas.

Piso otra seta de asfalto y camino deprisa por Pedersgata hacia el centro. Antes, la oficina de empleo era una sala abierta rodeada de ventanales en un bajo que daba a Klubbgata y al lago Breiavatnet. Así, los viandantes podían mirar a aquellas criaturas lamentables que intentaban esconderse a la desesperada de vecinos y conocidos detrás de plantas de plástico, paneles y lámparas de pie mientras explicaban por qué habían perdido su trabajo. Esta puesta en escena de los individuos asociales ha cambiado de nombre y de local desde la última vez que estuve en la ciudad y ahora está en el edificio de al lado, que tiene una decoración más tradicional.

Saco turno de una máquina dispensadora y me siento en un sofá rojo en una sala sin ventanas ni oxígeno, una especie de búnker por encima del nivel de calle donde el olor a sudor, a pedo y a fracaso que emana de los presentes embriaga los sentidos desde el preciso instante en el que abro la puerta. Estoy rodeado de gente, pero apenas se oye nada. Solo un ligero zumbido y un tecleo esporádico rompen el silencio.

—¿El treinta y ocho?

Una orientadora laboral asoma la cabeza por una puerta abierta y barre con la mirada la sala de espera. En cuanto me acerco lo suficiente, me da un lánguido apretón de manos y me invita a pasar.

—Soy Iljana —se presenta con un fuerte acento de Europa del Este y se apoltrona en la silla—. Siéntese, por favor.

—Gracias —le digo, y me siento.

Iljana tiene el pelo negro y liso recogido en un moño bajo. Lleva un vestido gris claro con grandes botones negros como los que se usaban para hacer los ojos de los peluches antiguos.

—¿En qué puedo ayudarlo?

Le doy mi número de la seguridad social e Iljana se vuelve y teclea.

—¿Thorkild Aske?

—Eso es.

—¿Se ha registrado alguna vez como demandante de empleo?

—No.

Le acerco la carta que me dio el asistente social de la cárcel de Stavanger.

Iljana se inclina hacia el escritorio y la pantalla del ordenador mientras la lee. Cuando termina, sonríe sin mucho entusiasmo. Tiene los dientes pequeños, demasiado pequeños, casi parecen de niña, y los ojos grises como el vestido.

—Muy bien, Thorkild. —Se apoya las manos sobre el regazo—. El asistente social de la cárcel dice que ha decidido usted participar en una oferta interdisciplinar de ayuda para reinsertarse en la sociedad. Y eso está muy bien.

Pone especial énfasis en la palabra bien, y sonríe de nuevo.

Asiento con la cabeza.

—He asistido a una reunión con el Servicio Correccional Noruego, que me ha encontrado piso, un psiquiatra y un médico de cabecera, y he hablado con distintas unidades de formación. Entre todos me han ayudado a crear un grupo de apoyo con el que hablar del pasado y hacer planes de futuro para dejar atrás mi carrera delictiva. Yo diría que estoy casi rehabilitado al cien por cien.

No le ve la gracia a lo que digo y se vuelve a girar hacia la pantalla del ordenador.

—Tiene formación policial. —Sigue mirando la pantalla mientras habla—. Inspector de policía, primer oficial, voluntario de los Organismos Especiales de Investigación, funcionario en la Oficina de Investigación de Asuntos Policiales.

Titubea, se pasa la punta de la lengua por los dientecillos y se vuelve a girar hacia mí. Me adelanto.

—La policía que persigue a la policía.

—Claro. —Asiente—. Entonces, lo más natural es que busquemos un trabajo en el mismo campo cuando esté preparado, ¿verdad?

Le devuelvo la sonrisa.

—Perdí la plaza —le digo, y siento que el dolor en las mejillas y el diafragma amenaza con volver. Además, tengo la boca tan seca que me cuesta hablar.

—¿Cómo dice?

Abro la botella de agua y echo un trago. Espero que el agua me haga sentir mejor.

—Que en el juicio también me expulsaron.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Toda la vida —le respondo, y vuelvo a cerrar la botella que después pongo en el suelo, al lado de la silla. Los pinchazos que siento por dentro de los carrillos están a punto de convertirse en un fuerte martilleo—. Y todavía un poco más.

—Pero entonces, ¿a qué piensa dedicarse?

—Eso es lo que esperaba que me dijera usted.

Vuelvo a coger la botella de agua, la sujeto con fuerza con las manos. Los dolores, el olor, la luz, la falta de oxígeno y tener que estar aquí sentado hablando con otra desconocida, otra persona con responsabilidad, me altera. Siento la necesidad imperiosa de estar solo en una habitación sin superficies reflectantes. Al mismo tiempo, sé que este trance es necesario para pasar página. Ulf dice que no hay otra manera.

Iljana vuelve a mirar la carta y luego se gira de nuevo hacia la pantalla.

—Aquí dice que desearía solicitar un subsidio de desempleo mientras reciba tratamiento médico, ¿no es cierto?

Asiento con un cabeceo.

—Todavía no se ha llegado a un acuerdo sobre cuántas horas puedo trabajar después del... —digo, y dibujo unas comillas con los dedos— «accidente laboral». De todas formas, tanto yo como mi asistente social en la cárcel, el personal del hospital, el sacerdote, mi médico de cabecera, el psicólogo y mi amigo psiquiatra hemos decidido que me esforzaré por intentar reincorporarme a la vida laboral cuanto antes.

—¿Accidente laboral?

—¿No consta por ahí en alguna parte? —pregunto, y señalo la carta—. El sujeto Thorkild Aske intentó colgarse de una tubería en las duchas comunes varios meses después de su entrada en prisión. En medio de las vacaciones de invierno, además.

—¿Qué pasó?

—Se rompió la tubería.

Iljana se me queda mirando como si temiera que de un momento a otro fuera a atacarla o a autolesionarme con uno de los plátanos de plástico que hay en el bol de su escritorio.

—Bueno... —Titubea. Luego respira hondo y carraspea—. ¿Ha pensado en retomar los estudios?

—¿Para qué? —Estrujo la botella hasta que me caen unas gotas de agua entre los dedos y se escurren hasta el suelo—. ¿Para acabar siendo un ingeniero petrolífero de cuarenta años con una lesión cerebral? ¿Corredor de bolsa? ¿Auxiliar de odontología?

Iljana echa un vistazo al reloj de la esquina superior derecha de la pantalla y, con energías renovadas, dice lo siguiente:

—Le propongo que esperemos el resultado de la solicitud de subsidio de desempleo. Mientras tanto, buscaremos otras posibilidades para que pueda reincorporarse a la vida laboral, en un campo diferente. —Vuelve a teclear, sigue leyendo y teclea de nuevo hasta que por fin se vuelve hacia mí, satisfecha—. ¿Qué le parecería trabajar como teleoperador?

2

Decido que intentaré mitigar el dolor que siento en las mejillas y el diafragma comiendo un poco, y me compro un bocadillo en una cafetería que está justo al lado de la oficina del paro. Después me dirijo hacia Hospitalgata y sigo por Pedersgata hacia la vivienda que me ha facilitado el Servicio Correccional Noruego, justo debajo del puente.

En el buzón hay un catálogo de muebles y una carta para mí. Sé lo que hay dentro del sobre. Siempre es lo mismo: lo único que cambia es la edad de los niños. Crecen, aunque siempre tengan la misma cara. La primera que recibí tenía fotos de bebés recortadas de revistas y catálogos. Al principio también me enviaba recortes de cunas, sonajeros, biberones y sacaleches.

Cojo la carta y el catálogo, subo las escaleras y abro la puerta. Dejo el correo en la mesa que está entre el sofá y el mueble para la televisión en el que no hay ninguna televisión, me acerco a la cocina y saco el pastillero del armario que está sobre el fogón. Abro el compartimento del miércoles, me vacío en la palma de la mano el contenido de la sección del medio y me lo tomo con un trago de agua. Después enciendo la cafetera y me siento en el sofá con la carta.

Esta vez hay dos recortes dentro del sobre. Uno muestra un niño de unos siete u ocho años con el pelo castaño y ondulado, y una camiseta de colores con un pez con un sombrero y un esnórquel que nada por un arrecife. Debajo se lee: «Ropa bonita hecha para jugar y divertirse; vaqueros, pantalones, camisetas, sudaderas y mucho más. Tenemos prendas coloridas y resistentes para todos los niños».

El siguiente recorte muestra una niña de la misma edad. Según el texto, lleva una cazadora corta de color rosa pastel con cuello desmontable de piel sintética, vaqueros ajustados y camiseta a juego. «Tenemos vaqueros para los días de diario, prendas prácticas para jugar, ropa de fiesta y para todas las ocasiones», dice.

Meto los recortes en el sobre y lo deslizo hasta la otra punta de la mesa con el catálogo de muebles. Después me tumbo en el sofá y cierro los ojos.

En ese preciso instante, suena el teléfono.

—Bueno —dice una voz grave de hombre con marcado dialecto de Bergen que aspira ansioso, rozando lo íntimo, el humo de un cigarro. Ulf Solstad es psiquiatra y dirige el grupo de responsabilidad del que he hablado antes—. ¿Cómo fue la reunión?

Conocí a Ulf en la cárcel de Stavanger, donde pasó dieciocho meses por extorsión, sin que eso afectara a su cartera de clientes. De hecho, está más solicitado por la gente con dinero y problemas de la ciudad ahora que antes de entrar en prisión.

—Genial —le contesto con socarronería—. Tal vez me espere un brillante futuro como teleoperador.

—Relájate. —Ulf arrastra las vocales más de lo normal, incluso para ser de Bergen—. Ten paciencia y sigue abriéndote paso por este confuso laberinto que han creado para la gente como tú. Así es como debe ser. De ese modo descartan a los más débiles. Te juro que en cuanto te consigamos una prestación por desempleo ya habrás pasado oficialmente a formar parte permanente de las filas de personas asociales. Y, mientras tanto, procura mantenerte sano y salvo.

—¿Qué?

—Mira. —Ulf me interrumpe mientras me despego del sofá para ir a buscar una botella de agua—. Me llena de orgullo que quisieras estar conmigo en el grupo de responsabilidad y prometo que haré todo lo posible para que tengas la vida que deseas, Thorkild.

Oigo crepitar el cigarro.

—Necesito más Oxazepam. —Agarro la botella que se me ha caído al suelo y se ha metido rodando debajo del sofá—. Dentro de poco seré libre. Además, tenemos que aumentar la dosis de oxicodona.

—¿Ha aumentado el dolor?

—Sí —le respondo—. Y me han empezado a doler las piernas al caminar.

—¿Tal vez deberíamos evaluar la dosis de Neurontin?

—No —contesto. Doy un golpe y me aprieto el índice contra la mejilla dolorida. Pronto me empieza a arder la cara del dolor—. Me da dolor de cabeza. El Risperdal también. No me sientan bien.

—Thorkild, ya hemos hablado de esto. El Neurontin está indicado para los dolores nerviosos. Lo más seguro es que tengas que tomarlo el resto de tu vida. El Risperdal es un antipsicótico que aún necesitas, y mucho. Siempre se cree que lo que uno más necesita son las benzodiazepinas, porque inhiben la ansiedad, como la oxicodona. Y es cierto, pero son más adictivas, como bien sabes. Si tuviéramos que bajar la dosis, empezaríamos por ellas, y luego veríamos cómo te encuentras ahora que vuelves a estar en la calle, ¿no?

—No puedo dormir.

Me enfurruño y deslizo el correo hacia el borde de la mesa con el talón. Sé que tiene razón, y eso me pone de los nervios.

—Claro que sí —me responde Ulf, tranquilo—. Eso te pasa porque te he dado Sarotex. —Tose con fuerza antes de seguir hablando—. Todavía te lo estás tomando todo, ¿no?

—¿Qué quieres decir?

—Los medicamentos. ¿Te los tomas?

—Claro.

—¿También el Risperdal?

—Sí.

—Sabes que los necesitas, ¿verdad, Thorkild?

—Sí, lo sé —respondo demasiado alto.

—¡Basta! —exclama Ulf—. No soy el maldito sacerdote chepudo de la cárcel que intentaba ganarse el cielo.

Vuelve a respirar fuerte. Le he fastidiado el ritual y va a tener que encenderse otro cigarro en cuanto este se consuma hasta el filtro.

—Dijo que era una abeja sin flores.

—¿Quién dijo eso?

—El sacerdote de la cárcel.

—¿Estás de coña?

—No.

Ulf se enciende otro cigarro y expulsa el humo en el auricular.

—Cuéntame la historia, Thorkild. ¿Me haces ese favor?

Decido dejarlo que fume tranquilo y le cuento la historia.

—Soy una abeja en un mundo sin flores, y en mi mano está decidir en qué invertiré el tiempo que queda hasta que llegue el invierno.

—¿El invierno? —Ulf inhala y exhala con armonía. Lo oigo a través del auricular. En esa forma de aspirar y expulsar el humo se aprecia su agradecimiento.

—El invierno que antes o después se apodera de nuestra vida —continúo, y siento que se me relajan los músculos. Me reclino en el sofá y me dejo envolver por él. El efecto de las pastillas hace que el dolor se disuelva y desaparezca.

—Me estás tomando el pelo, ¿verdad? Dime que me estás tomando el pelo, Thorkild.

—No, lo digo en serio. Es como oír las olas romper contra las rocas. Chisss... Puuu. Chissss... Puuuu.

—Esto es lo peor que he oído en la vida: Chisss... Puuu. Chisss... Puuu. ¿Puedo usarlo?

—Todo tuyo.

—Oye —empieza a decir Ulf justo cuando me disponía a colgar. Habla tan alto que altera el ambiente que se había creado—. Alguien quiere hablar contigo.

—¿Qué?

—Alguien a quien conoces. De antes.

Duda, finge que aún no ha decidido si de verdad debería decirme esto antes de que el grupo de responsabilidad al completo haya diseccionado el asunto.

—¿Quién?

—El tío de Frei —responde Ulf al final—, y su exmujer, Anniken Moritzen —añade.

—¿Arne Villmyr? —pregunto, y siento que el desasosiego se apodera de mí. Tengo la boca seca y la luz que se refleja en la colcha que está frente a la ventana me hace daño en los ojos—. ¿Por qué?

—No tiene que ver con Frei —me responde Ulf algo tenso, como si aún no estuviera seguro de lo que está haciendo—. Arne y su exmujer tienen un hijo...

—Arne es homosexual —lo interrumpo desafiante. No me gusta el cariz que está tomando la conversación, y el de­sasosiego, las ganas de colgar, la luz cegadora y los ruidos de la calle se vuelven cada vez más insoportables.

—Aun así —responde Ulf, tranquilo, sin darme una excusa para colgar—. El caso es que tiene una exmujer y un hijo.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

Cierro fuerte los ojos y giro la cara para dejar de ver la colcha y la luz que se cuela a través de ella.

—Si me dejaras terminar... —Ulf suspira y expulsa el humo con energía—. A ver, pues Anniken Moritzen es una de mis pacientes. Necesita... —Titubea de nuevo, le da una calada al cigarro y continúa—. Necesitan ayuda. Su hijo ha desaparecido.

—No soy detective privado.

—No, Dios nos libre. —Ulf suspira—. Pero Anniken es mi amiga y no sé cuánto puedo hacer por ella en esta situación. Además, Arne y tú tenéis un pasado en común del que de todas formas no podéis escapar y ahora ha pedido hablar contigo. Creo que se lo debes, ¿no?

El dolor me oprime la cara, los ojos, el cerebro.

—Por favor —gimo con los dientes apretados—. Hoy no. Ahora no.

—Habla con ellos. Escucha lo que tengan que decir.

—No me apetece.

Ulf suspira de nuevo.

—Has jugado tus cartas, Thorkild. Has tocado fondo y has vuelto a subir, transformado. —Ulf coge aire y apaga el cigarro. A medio fumar. Arruinado—. No dejes que ese piso se convierta en tu nueva celda. Necesitas salir, hablar con gente y descubrir quién quieres ser en esta nueva vida al otro lado de las rejas.

—Lo sé —susurro y me vuelvo a apoltronar en el sofá. Abro los ojos, fuerzo la mirada hacia la luz cegadora que brilla sobre la colcha de forro polar y la mantengo fija hasta que me lloran los ojos.

—¿Qué has dicho?

—Que lo sé.

—¿Seguro? —Ulf Solstad cambia el tono de voz a uno más terapéutico—. Vale —dice cuando ve que no le contesto. Ahora respira con más calma—. En tal caso, pásate luego y vemos también lo de tu dosis, ¿vale? ¿Te parece?

El tercer intento de fumarse el cigarrillo perfecto tendrá que hacerlo solo.

3

Arne Villmyr se sienta junto a Anniken Moritzen, quien a su vez está sentada en una silla de oficina con las manos apoyadas en el escritorio. Detrás de ellos, tres ventanales del suelo al techo enmarcan un paisaje de pinos con sus carreteras ruidosas, sus estructuras sostenibles y sus edificios comerciales. Arne está tan elegante como la primera vez que lo vi hace ya casi cuatro años en su chalé de Storhaug Vest. Pero ahora tiene menos pelo, y está más pálido.

—¿Thorkild Aske? —pregunta Anniken Moritzen sin levantarse de la silla.

—Sí —contesto, y me acerco con decisión.

—Encantada —responde ella, sin entusiasmo.

Cuando por fin me estrecha la mano, me transmite desdén e indiferencia y noto que el lado derecho de la comisura de los labios no le responde al impulso de la sonrisa, que se queda coja, y más que otra cosa parece una mueca.

Arne Villmyr no tiene intención de devolverme el gesto cuando alargo la mano para saludarlo.

—Tengo una foto suya.

Anniken Moritzen saca una fotografía del cajón del escritorio.

—¡Qué bien! —exclamo. Me inclino hacia ella y tomo la fotografía con ambas manos para evitar que se me resbale de los dedos y acabe en el suelo.

—Es de hace cinco meses, cuando visitamos a mis padres en Jylland.

Anniken habla el dialecto local, pero no consigue disimular su procedencia danesa. Tiene cincuenta y tantos años y lleva un traje de chaqueta azul oscuro y una camisa blanca con los dos primeros botones abiertos. Me doy cuenta de que le debe de sacar una cabeza a su exmarido.

—Parece un sitio bonito en el que pasar la infancia.

Me mira como si quisiera decirme que sabe a qué estoy jugando, pero lo deja pasar.

—Es la última foto que tengo de él.

Mira fijamente la foto como si estuviera allí ahora mismo, en el jardín de sus padres, haciendo una barbacoa y tomando refrescos. Su hijo, Rasmus, se ocupa de la barbacoa. Lleva unos pantalones cortos del Liverpool, de color rojo, sandalias y un gorro de cocinero. Está moreno y tiene un físico atlético. El abuelo brinda con dos dedos de licor mientras Anniken Moritzen saluda a la cámara desde su asiento.

—Rasmus y algunos de sus compañeros de clase dieron la vuelta al mundo en un barco de vela el año pasado. —Anniken mira el fondo de la fotografía soñando despierta mientras habla, como si intentara absorber la energía que queda en el recuerdo que ahora evoca—. Pero tras un viaje al norte de Noruega, a Rasmus se le ocurrió convertir un antiguo centro formativo y de conferencias en un faro en un hotel de experiencias.

—¿Un hotel de experiencias?

—Buceo en naufragios, pesca con arpón y ese tipo de actividades al aire libre. Rasmus dice que se lleva mucho en el extranjero.

—¿Cuántos años tiene? —le pregunto, aunque conozco la respuesta. En el autobús de camino a Forus encontré una nota de prensa en un periódico digital de Tromsø relativa a un joven de veintisiete años desaparecido que al parecer murió en un accidente de buceo no muy lejos de Skjellvik, en el municipio de Blekøyvær.

—Nuestro Rasmus tiene veintisiete años.

—¿Y cuándo se fue?

—Anniken le compró el faro en verano —responde Arne. Tras él, la brisa del atardecer ha vuelto a arrastrar las nubes de lluvia, de un gris pálido, que se mueven con gran velocidad hacia el sudoeste.

Anniken asiente con un cabeceo sin mirarnos.

—El islote donde se encuentra el faro se abandonó tras el cierre del palacio de congresos en los años ochenta. Rasmus se fue de inmediato con unos amigos que lo ayudarían a restaurarlo durante las vacaciones.

—¿Cuándo desapareció?

—La última vez que hablé con él fue el viernes, hace cinco días. La policía encontró su lancha ayer por la mañana. Por eso creen que salió a bucear el sábado o el domingo.

—¿Y tú? —Miro a Arne Villmyr. Tiene la mirada perdida como un soldado que hace guardia mientras, detrás de él, la lluvia ya ha comenzado a golpear la ventana.

Arne sacude la cabeza mientras la lluvia cae con fuerza y estrépito sobre el tejado y el agua se desliza por la ventana.

—Apenas tienen contacto —responde Anniken, que aprieta los brazos contra el cuerpo como si de repente se encontrara allí fuera, bajo la lluvia.

—¿Desapareció él solo? —pregunto mientras dejo de mirar la foto y me centro en los tonos grises que se ven a través de la ventana.

—Sí, el último mes estuvo allí solo.

—¿Por qué cree la policía que se ha ahogado?

«Solo un poco más, Thorkild —pienso al compás de la lluvia contra el cristal—. Solo unas preguntas más y podrás volver a casa».

—Cuando encontraron la lancha faltaba el material de buceo. En su tiempo libre, Rasmus solía salir a bucear entre los escollos que rodean el faro. El viernes dijo que quería ir a bucear ese fin de semana, si el tiempo lo permitía.

—¿Tienen motivos para pensar que le haya ocurrido cualquier otra cosa, que no se trate de un accidente de buceo?

—No.

Percibo la molestia en su rostro. Tal vez la haya interrumpido en el mismo punto que todo aquel con quien haya hablado desde la desaparición de su hijo. Me entran ganas de levantarme y sacudirle los hombros, decirle que despierte, que deje de soñar, que eso no conduce a ninguna parte. Lo único que consiguen nuestras ensoñaciones es rompernos el corazón y hacernos pedazos.

—Fui allí en cuanto vi que no me cogía el teléfono. Sentía que algo iba mal. —Anniken Moritzen se vuelve hacia su exmarido—. Te lo dije, te dije que me habría llamado. Siempre me llamaba.

Arne le apoya la mano en el hombro con cuidado y asiente en silencio.

—Pero había tormenta —continúa Anniken—. La policía se negó a llevarme al faro. Me trataron como a una histérica y me mandaron a un hotel a Tromsø a unos quince kilómetros de allí mientras ellos se quedaron en el despacho sin hacer nada. Nadie quería ayudarme. Nadie hizo nada. Se quedaron ahí sentados, ¿sabes? Se quedaron ahí sentados sin hacer nada mientras mi niño estaba en el mar y necesitaba ayuda. —Anniken llora amargamente—. Por eso volví a casa, Arne. —Suspira con los ojos llenos de lágrimas—. Porque dijiste que encontrarías a alguien capaz de ayudarnos. Alguien a quien escucharían. ¿Recuerdas? Me prometiste que encontrarías a alguien capaz de ayudarnos.

Arne cierra los ojos y asiente una y otra vez. Anniken Moritzen vuelve a interpelarme.

—Tú, Aske. —Anniken toma aire y se enjuga las lágrimas con el dorso de la mano—. Hablarán contigo, lo sé. Tú lo puedes encontrar —dice con la sonrisa cálida que ese pensamiento le provoca. Se aferra a la ilusión de que aún hay tiempo—. Sí, puedes encontrarme a Rasmus.

Vuelvo a bajar la mirada hacia el hombre de la fotografía. Cuando yo tenía la edad de Rasmus, era el inspector jefe de la policía de Finnmark y me pasaba el tiempo tratando de convencer a motoristas borrachos de que no se cargaran las señales de tráfico de la zona.

—No soy detective —repongo, y dejo la fotografía en el escritorio.

—Te pagaremos —me espeta Arne Villmyr—. Si es cuestión de dinero...

—No es eso —susurro.

Me abstengo de decir que ya es demasiado tarde. Que nadie sale al mar en esas condiciones y regresa casi una semana más tarde. Pero Arne Villmyr ya ha soltado el respaldo de la silla y se dirige al escritorio.

—Ven —me dice, y me agarra del brazo. Señala la puerta con la cabeza, con un gesto brusco—. Sigamos hablando fuera.

Dejamos a Anniken Moritzen y salimos al pasillo, al fondo del todo, donde está el ascensor.

—Bueno —dice, y me suelta el brazo. Pulsa el botón del ascensor y se vuelve hacia mí—. Aquí estamos los dos solos.

—Mira —empiezo a decir, pero Arne Villmyr me interrumpe.

—Mi hijo está muerto —declara con calma y se coloca la camisa—. No hay nada que investigar —continúa cuando acaba con la camisa. Me mira—. Lo que tienes que hacer es encontrar su cuerpo y traerlo a casa.

—Dios mío —exclamo y sacudo los brazos—. ¿Cómo?

—Nada, bucea, salta a través de aros de fuego... Me importa una mierda cómo lo hagas. Perdí a Rasmus cuando abandoné a mi familia hace muchos muchos años. Pero no puede estar desaparecido, como si nunca hubiera existido. Necesitamos una tumba que visitar. —Arne aprieta la mandíbula. Se le endurece el gesto—. Y me he convencido a mí mismo de que tú nos la conseguirás. Piensa que de este modo saldarás una antigua deuda, o piensa lo que te dé la puta gana. Encuéntralo y tráelo de vuelta a casa.

—Arne —replico—. Por favor. No puedes restregarme ahora lo que ocurrió con Frei. Así no.

—Ya vale, Thorkild —prosigue con la misma calma que antes, aunque veo cómo se le agita el pecho debajo de la camisa—. No te permito que hables de ella —continúa—. Todavía no. No hasta que encuentres a Rasmus y lo traigas de vuelta a casa. Después podrás volver a arrastrarte al agujero del que has salido y hacer lo que te dé la gana durante el resto de tu vida. Pero, mientras tanto, tú buscas y yo pago, ¿de acuerdo?

El ascensor ya ha llegado y vuelto a desaparecer cuando Arne se vuelve para regresar al despacho de Anniken Moritzen. Se detiene en la puerta, dándome la espalda.

—Danos una tumba, Aske —concluye, con una mano en el pomo—. Una puñetera tumba. ¿Acaso es demasiado pedir?

4

La casa siempre está gris de noche. La luz oscura que pasa a través la colcha que he tendido fuera de la ventana del salón en el que duermo refuerza ese color mortecino que ilumina la sala del suelo al techo. Fuera se oyen la lluvia que cae por el canalón y el rugido de los coches que pasan de un lado a otro del puente que conecta la ciudad con Grasholmen, Hundvåg y las islas.

Estoy tirado en el sofá. De fondo, la radio suena al ritmo del bullir de la cafetera.

Escucho a Leonard Cohen pregonar con voz ronca: «You who wish to conquer pain, you must learn what makes me kind». Ulf me recomendó hace un rato en la consulta que escuchara algo de música después de la dosis nocturna para que el cuerpo recibiera todos los estímulos sedativos necesarios para contrarrestar los trastornos del sueño, pero prefiero la radio y la incertidumbre que conlleva.

Me doy la vuelta y giro la cara hacia la oscuridad y la silla que está entre la pared y el rincón de la cocina, donde oigo un ruido.

—Frei —jadeo y me incorporo al mismo tiempo que la voz de Cohen vuelve como un chelo bien afinado: «You say you’ve gone away from me, but I can feel you when you breathe».

De repente, un olor ácido a tierra inunda la estancia. Me levanto del sofá con cuidado. Siento un intenso hormigueo en el cuerpo. La expectativa de lo que está a punto de suceder.

Me acerco a la silla y estiro la mano hacia la oscuridad mientras la radio emite un nuevo crujido y la música muere y luego le da paso a un ruido blanco que se funde con la lluvia de otoño.

Bailamos. Entrelazados al ritmo del zumbido de la nevera en la estrecha cocina del piso. Sin música, sin luz, solo con el sonido de la lluvia y el cielo que se rompe en pedazos sobre nosotros. Ya no me siento la rodilla, que me quema de dolor. Lo único que veo son sus labios que tiemblan al compás de su cuerpo, que se mece de un lado a otro.

—Nunca pensé que te volvería a ver. —Sollozo, y algo me explota bajo la piel cuando las lágrimas agolpadas en los conductos obstruidos de los ojos consiguen abrirse paso hacia el exterior.

Su melena castaña y salvaje ha perdido el color y el brillo. La fragancia de extractos vegetales, especias y vainilla ha desaparecido, sustituido por el olor a jabón desinfectante y a tierra fría. Su aroma, el nuestro, se ha desvanecido, lavado por el tiempo que hemos estado separados el uno del otro.

—Pero has vuelto.

Le agarro los dedos entre los míos, la acerco a mí e intento hundir la cara en su pelo, y respirar, una y otra vez, hasta que me apoya la cabeza contra el pecho.

—Ven —susurro cansado y le paso la mano por la cintura y la acerco a mí.

Nos tambaleamos hasta el sofá cama, retiro la colcha, me la pongo sobre los hombros, como una capa, y me tumbo junto a ella. Siento que tiemblo cuando su frío cuerpo me roza.

Tiemblo de felicidad.

5

PRIMER DÍA CON FREI. STAVANGER,22 DE OCTUBRE DE 2011

Acababa de volver al trabajo en la Oficina de Investigación de Asuntos Policiales de Bergen después de pasar casi un año en Estados Unidos. Tenía una misión en Stavanger y me encontraba en la escalera de entrada de un chalé de la parte oeste del barrio de Storhaug, donde tenía una cita con un abogado que estaba implicado en uno de los dos casos que había ido a investigar.

El primero era una posible violación de la confidencialidad, presuntamente cometida por un empleado del tribunal en relación con un caso de compensación que implicaba a dos compañías petroleras extranjeras en la ciudad. El segundo era mucho más grave. El compañero de un po­licía de Stavanger lo acusó de violar el código penal y la ley de armas. Iba a reunirme con ese policía esa misma semana.

—¿Quién eres? —dijo de pronto una voz tras de mí cuando me disponía a llamar al timbre.

Hacía sol. La temperatura era cálida y agradable, aunque el otoño ya se hubiera instalado en las hojas de los árboles. Me volví de golpe. Tenía los ojos rasgados, llamativos, y la cara ovalada y enmarcada por una melena rizada recogida en varios moños.

—Thorkild Aske —le contesté, y di un paso a un lado—. ¿Quién eres tú?

—Frei —respondió ella, y subió la escalera y se quedó de pie junto a mí. Frei tenía veintipocos años y era casi tan alta como yo—. ¿Qué haces aquí?

—Tengo una cita con Arne Villmyr a las cinco. ¿Vive aquí?

—¿Eres policía?

—Más o menos.

Frei apoyó la mano en la barandilla, se inclinó hacia atrás y a continuación me dirigió una ardiente mirada juvenil. Deseé largarme de ahí: me avergonzaba de mi edad y mi forma física.

—¿Cómo que más o menos?

—Trabajo en la Oficina de Investigación de Asuntos Policiales, somos los que...

—Sí, sé quiénes sois. —Frei me sonrió de lado sin darme ocasión de terminar y llamó a la puerta con la mano que tenía libre—. ¿Y qué haces en casa del tío Arne? ¿Lo vas a detener?

—Como ya te he dicho, yo...

—¿Frei? ¿Eres tú? Pasa y cierra la puerta —dijo una voz de hombre en el interior de la casa—. Creo que tenemos un avispero en la terraza y no quiero que el salón se me llene de esos bichos infames.

Eché un vistazo al cielo y a la fuerte luz del sol, y después volví a mirar a Frei. Había soltado la barandilla, se había dejado las sandalias tiradas en el recibidor y se paseaba descalza por el parqué hacia el salón situado al fondo de un pasillo diáfano.

—Ha venido un hombre —dijo lo suficientemente alto como para que yo pudiera oírla—. Una especie de policía que quiere hablar contigo.

JUEVES

6

Lo que me encuentro en el espejo por la mañana se parece a un horrible fantasma del inframundo. Un rostro de un tono cetrino y grisáceo por la falta de luz solar y de vitaminas, los ojos estrechos con ojeras de un lila azulado y los párpados hinchados y abiertos solo a medias.

Me lavo la cara y arrastro las yemas mojadas de los dedos por la cicatriz en forma de media luna que tengo al lado del ojo, y la sigo hasta llegar a la densa acumulación de piel de la mejilla. Acaricio cada cráter y cada surco. El dolor llega casi de inmediato.

—No puedo —le susurro a la cara del espejo mientras jugueteo con el pastillero en el que guardo la medicación de las mañanas—. Él tendría que saberlo. No estoy preparado.

Después de tomar las pastillas, me visto y me acerco a la ventana, corro la colcha de forro polar y miro hacia fuera: es uno de esos días, no brilla el sol, no llueve, todo es de color azul grisáceo, como si la luz del cielo no quisiera encenderse del todo.

Estoy a punto de dar media vuelta cuando veo a un hombre con casco, una camiseta y unos pantalones ajustados que se acerca en bici hacia la casa. Se detiene frente a la entrada, eleva la mirada hacia la ventana, donde estoy, y saca un móvil. Ulf Solstad es corpulento, mide cerca de un metro noventa y cinco y está casi calvo. En la parte trasera de la cabeza tiene un corro de pelo grueso y pelirrojo atado en una coleta, un peinado no muy diferente del que llevaban los antiguos samuráis japoneses.

Suelto la colcha y retrocedo hacia el sofá. Empieza a sonar el teléfono.

—Buenos días, Thorkild —dice Ulf sin aliento cuando por fin respondo—. Anniken Moritzen ha llamado hace un rato. Dice que acaba de recibir un mensaje tuyo.

—Sí. —Me hundo en el sofá e intento centrarme en el hormigueo que siento en la mejilla. Lo llevo hacia el terreno del dolor y dejo que tome el control por un segundo—. No puedo ir.

—¿Por qué?

—No es ninguna broma.

—¿Por qué?

—Arne dice que su hijo está muerto.

—En eso tiene razón.

—Ay, Dios. —Suspiro—. Y entonces, ¿qué coño esperan de mí?

—Esto lo hacemos por Anniken —responde Ulf con calma—. Un día encontrarán a su hijo, hinchado y espantoso después de haber pasado tanto tiempo en el mar, comido por los peces y los cangrejos. Pero sigue siendo su niño, ¿entiendes? Y ya te digo yo que nadie te prepara para enfrentarte a lo que está a punto de llegar. Tú conoces el lenguaje de la policía, las rutinas en este tipo de situaciones, y la evolución y el progreso de las cosas. Tal vez trate, más que nada, de demostrarse a sí misma que no se da por vencida. Nadie puede darse por vencido antes de tener la certeza, Thorkild. Antes de intentarlo todo. ¿No estás de acuerdo?

No digo nada. Me quedo sentado con el móvil en la mano, con la mirada fija en la colcha de forro polar que cuelga delante de la ventana.

—Baja, Thorkild —me apremia Ulf al ver que no le contesto.

—No. —Se me corta la voz y las lágrimas tratan de abrirse paso por los conductos rotos de mis lacrimales.

—Déjame entrar, anda, y subo yo.

—No quiero.

—No me voy de aquí hasta que bajes o me dejes entrar.

—No puedes hacer eso —replico enfurruñado, a falta de algo mejor que decir—. Tienes que ir a trabajar.

—Ya tenía pensado dedicarte toda la mañana de hoy —responde Ulf, aún sin perder la calma, sin encenderse un cigarro. Sin intención de rendirse.

—¡Joder! —Me levanto de un salto del sofá—. ¿Se puede ser más cabezota? No lo entiendo. O sea, ¿me tengo que ir a ese sitio a dar vueltas por toda la puta isla para buscar a un chaval que todo el mundo dice que está muerto, ahogado y desaparecido para siempre?

—Hay otro motivo por el que quiero que vayas allá arriba.

—¿Cuál?

—Elisabeth.

—¿Mi hermana? ¿Qué tiene ella que ver con esto?

—Nada.

—¿Entonces?

—¿Cuándo fue la última vez que la viste?

Me encojo de hombros.

—Quiero que hables con ella cuando estés allí.

—¿De qué?

—De ti. De lo que has pasado.

—¿Por qué?

—Plantéatelo como una parte necesaria de tu nueva vida, Thorkild. Ya no eres jefe de interrogatorios. Aquel hombre que recababa información ha muerto, despojado de su honor y su título. Ahora eres como los demás: alguien que comparte lo que sabe. Tiene que ser doloroso aceptarlo.

La falta de tacto del discurso pedagógico de Ulf puede ser un golpe muy duro para alguien con el ego frágil y baja autoestima. Por suerte para mí, mi ego está muerto y mi autoestima se fue a otro sitio en el que le ofrecían mejores condiciones.

—Necesitas rodearte de personas responsables —prosigue Ulf—, pero también te vendría bien encontrar marcos de referencia saludables, fuera de tu círculo de terapia. Y la primera persona a quien quiero que incorporemos a ese modelo es tu hermana, Liz, que sé que te importa más de lo que eres capaz de reconocerte a ti mismo. Además, he estado pensando en lo que hablamos ayer, y te voy a hacer una receta de oxicodona para el viaje —añadió—. Así tendrás algo que te haga efecto rápido si lo necesitas. ¿Qué te parece?

Siento un hormigueo en el diafragma que me sube por la columna hasta la nuca, y al mismo tiempo comienzo a salivar.

—¿Cuántas?

—Las mismas que la última vez.

—¿Y qué pasa si tengo que estar allí más de una semana?

—Te mandaré una receta electrónica adondequiera que estés.

Apoyo el móvil en la mesa de la televisión y me aprieto los nudillos contra la boca. Se me ha pasado el dolor de la mejilla. Ha desaparecido en el único maldito momento en que lo necesitaba.

—¡Joder, joder, joder! —exclamo, mordiéndome el puño antes de tomar aire y volver a coger el teléfono. Vuelvo a abrir la ventana—. Vale —susurro en el auricular—, iré. Sube.

Ulf sigue al teléfono cuando abro a puerta de la calle. Asiente e irrumpe en el apartamento. Quita la colcha de la ventana y se tira en el sofá, que cruje bajo su peso.

—Bueno, bueno... ¿y cuándo te vas a Tromsø? ¿A las tres y media? Vale.

Chasquea los dedos y señala la cocina.

Me encojo de hombros.

—¿Qué?

—¡Un cenicero, coño! —Ulf se quita la mochila, busca la cartera y un paquete de Marlboro Gold, saca la visa y un cigarrillo que enciende con un movimiento brusco de la mano e inhala con fuerza—. Un billete de ida.

El aroma ácido del cigarro se me mete por la nariz y se me instala bajo la piel de las mejillas. Me voy la vuelta y voy al baño. Cojo el neceser y meto la maquinilla de afeitar, el pastillero y las cajas de medicamentos, junto con un cepillo de dientes y el resto de artículos de higiene. Después, salgo a la cocina para meter la cafetera y la radio de viaje en la maleta, mientras Ulf acaba de hablar por teléfono.

—¡Eh! —exclama Ulf, envuelto en una nube de humo en el sofá en cuanto ve la cafetera que estoy a punto de envolver en una toalla—. No la vas a necesitar. En el norte de Noruega también hay cafeteras.

—Me gusta la mía —protesto.

—No me jo... No, venga —dice con una mueca y haciéndome un gesto con la mano—, llévatela. Y llévate también unos rollos de papel higiénico, un cepillo para lavar la vajilla y un secador de zapatos. Qué más me dará a mí—. Dicho esto, retoma la conversación telefónica—. Sí, ¿hola? ¿Cuánto dice que cuesta?

Cuando da por terminada la conversación y se enciende otro cigarro, se vuelve hacia mí y asiente mientras aguanta el humo en los pulmones.

—¿Sabes qué? —dice cuando por fin lo expulsa—. Creo que, de hecho, te va a venir muy bien este viaje. Muy muy bien...

7

Ya está oscuro fuera cuando el avión aterriza en el aeropuerto de Tromsø. Una fina capa de nieve fresca cubre el suelo. Cojo mi equipaje y salgo al aire frío para pedir un taxi. Quince minutos más tarde, mi hermana se me queda mirando, incrédula.

—¿Thorkild? —dice, y me envuelve con los brazos.

—Hola, Liz.

Su abrazo me reconforta y, cuando intenta separarse, me resisto a soltarla.

—¿Estás bien?

Me acaricia la mejilla con un dedo rechoncho mientras me examina con sus ojos redondos.

—Súper —respondo.

—¿Cuándo te soltaron?

—Hace un par de días.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Un caso.

—¿Un caso? ¿Has vuelto a la policía?

—No.

—Pe... pero —tartamudea y sacude la cabeza, confusa.

—¿No me dejas pasar?

—Claro que sí. —Liz me conduce hacia el pasillo, y allí nos quedamos mirándonos sin decir nada. Está mayor y parece cansada. En verano cumplirá cincuenta años, pero aparenta más. Tiene los ojos hinchados, como si hubiera estado llorando, las manos rudas y gruesas, y un poco de sobrepeso. A los dos se nos nota el paso de los años—. Pareces triste, Thorkild.

—No te preocupes por eso. ¿Cómo estás tú?

Se aleja un poco.

—Yo estoy muy bien.

—¿Te sigue pegando?

—Thorkild, prométeme que no...

Veo cómo aumenta la desesperación en su mirada mientras siento que algo me quema por dentro.

—Solo te he preguntado si tu marido te sigue pegando. Por los moratones que tienes en el cuello y en el brazo, parece que ha llevado ese pasatiempo un poco más lejos.

—No puedo hacer esto. Arvid y yo estamos muy bien ahora, así que no vengas a estropearlo. No quiero... No lo voy a permitir.

Sacudo la cabeza y entro en el salón con los zapatos puestos.

—¿Dónde está?

—¡Thorkild! —exclama ella con la voz temblorosa e histérica que ha adquirido después de años de convivencia con un camionero violento que no es capaz de quitarle las manos de encima, en el peor sentido del término.

Oigo crujir el suelo en la planta de arriba y subo los escalones de tres en tres hasta llegar a la puerta del dormitorio. Arvid se incorpora en la cama con la espalda encorvada. Sus ojos esquivos se esconden tras una maraña de pelo oscuro y sucio.

—¿Qué coño haces aquí? —pregunta antes de que me acerque y le dé una patada en la cara.

Arvid cae de espaldas, rueda de la cama al suelo y se queda ahí tumbado, con la cabeza escondida bajo la mesita de noche.

Un segundo después, Liz entra con paso pesado en la habitación y me empieza a tirar de la chaqueta, mientras grita y se lamenta.

—¿Qué has hecho? ¡¿Qué has hecho?!

Arvid se pone al fin en pie, con una mano sobre la oreja. Clava la mirada en Liz.

—¿Lo ves? Mira lo que has hecho. Este hijo de puta es peligroso, siempre lo he dicho. Es un monstruo, ¿te enteras?

Escupe sangre y se seca los puños en el chaleco.

Liz me suelta y se va corriendo hacia su marido. Le acaricia la cara mientras susurra palabras tranquilizadoras.

Arvid le aparta la mano de un golpe y se acerca hacia mí.

—Me parece que vas a tener que andar con mucho cuidado si no quieres que te denuncie y te vuelvan a encerrar. Lo sabes, ¿verdad, puto asesino de mierda? —gruñe al pasar—. Y si vuelves a pasar por aquí, tendrás que atenerte a las consecuencias.

Me da un codazo al pasar y se va dando un portazo.

—¿De verdad que esta es la vida que quieres, Liz?

Liz saca café y pastelesy nos sentamos juntos en el sofá del salón, que está igual que la última vez que estuve aquí. Lo único nuevo es un sillón de cuero negro que hay frente al televisor. De Arvid, sin duda.

—No es como tú te lo imaginas. —Liz me mira y decide desviar la conversación hacia otros derroteros—. ¿Has hablado con mamá desde que está fuera? Siempre pregunta por ti cuando la llamo.

—Aún no he tenido tiempo.

—Dicen que ha empeorado. —Liz mira al plato de café—. Si el vuelo a Oslo no fuera tan caro... Y ahora que Arvid está incapacitado...

—¿Y papá?

—Ahí sigue. Lo vi en las noticias hace un tiempo. Algo que ver con la construcción de una nueva fábrica de aluminio en Islandia. Decían que dirige un nuevo grupo de defensa del medio ambiente. Una especie de grupo guerrillero. Se hacen llamar Kæfa Ísland, al parecer.

Me río al imaginarme los ojos brillantes y el pelo plateado del hombre que grita de euforia cada vez que la policía intenta echarlos a él y a su grupo de otra fábrica, otra manifestación contra las fuerzas del capital en nuestra isla.

—Las cosas nunca cambian.

—Me recuerdas a él —dice Liz, y me barre con la mirada las cicatrices de la mejilla. Después me vuelve a mirar a los ojos—. Es casi como si lo estuviera viendo a él, tal y como lo recuerdo cuando éramos pequeños. —Le da el hipo y su enorme cuerpo se hunde en el sofá—. Menos en el pelo, claro. ¿Por qué te lo cortas tanto?

—¿Cómo? —le pregunto inexpresivo, y veo cómo ese arranque de alegría que le había entrado se marchita y muere—. ¿En qué nos parecemos? ¿Te refieres a nuestra característica sustancia química? Ese óxido que emanamos y que ahoga y destruye todo lo que toca. ¿Es eso lo que ves?

—Thorkild, no me refería a eso, ya lo sabes. Ya sé que tú nunca has querido... Que lo que ocurrió con... Que tú nunca...

—¿A qué te referías entonces?

—Yo solo... —Liz se estira para coger un pastel. Sus ojos vuelven a posarse en mi mejilla, en la cicatriz—. Tú que siempre fuiste tan guapo —exclama, y se tapa la cara con las manos.

—Venga, Liz —digo, y le pongo una mano en el brazo mientras intento forzar una sonrisa indolora—. No todos podemos ser tan guapos como tú cuando nos acercamos a los cincuenta.

—Ay, para, Thorkild —dice hipando, y me mira por entre los dedos—. No seas malo. No te burles de mí.

—¿Qué dices? —le replico, sacudiendo los brazos—. Va en serio.

Por fin se quita las manos de la cara.

—Oye —dice cuando acaba de comer y ya se ha limpiado los dedos en la pernera del pantalón—, no creo que te puedas quedar aquí.

—Relájate, Liz, no me voy a quedar —le aseguro—. Ya no tengo licencia y necesito ayuda para alquilar un coche.

—Para Arvid tampoco es fácil.

Liz clava la mirada en el plato vacío, como si buscara allí, entre las migas, las fuerzas para seguir con las mentiras que tiene que contarse a sí misma a diario para no hundirse.

Da igual cuántas patadas le dé al cerdo violento con el que está casada. Le seguirá pegando, y ella siempre recurrirá al platito de café en busca de fuerzas para continuar. Liz sigue pensando que todo es solo una fase por la que tienen que pasar y que, si ella deja de hacer todas esas cosas que lo obligan a pegarle, todo saldrá bien.

8

Aparco el coche que Liz me ha alquilado y me dirijo a la recepción. Me registro y les pido una tarjeta para el aparcamiento. Entre Tromsø y el centro de Blekøyvær, donde Arne Villmyr ha concertado una cita con el comisario a la mañana siguiente, hay tres horas de viaje, contando los dos viajes en ferri.

De alguna manera se podría decir que me ha tocado una habitación con vistas: bloques de pisos, farolas y asfalto. El París del norte debe de estar escondido en algún sitio, en la oscuridad. Corro las cortinas, abro el equipaje y saco la cafetera, aunque en el hotel hay un hervidor de agua.

Voy con retraso. Son las siete y media y me duele el cuerpo. Las ansias de acabar con el malestar y la inquietud hacen que me tiemblen los dedos cuando saco el pastillero y abro la cajita que corresponde a la dosis nocturna.

Las pastillas parecen huevos de insecto que me ruedan por la palma de la mano. Cojo las dos naranjas, las de Risperdal, el antipsicótico, y las vuelvo a meter en el pastillero. El resto me lo trago de golpe. Después, saco el filtro y el café, lleno de agua la cafetera en el lavabo y la pongo en marcha.

En cuanto asoman las primeras gotas por la jarra de vidrio, enciendo la radio y apago las luces de una en una. Me desvisto, me meto en la cama y me tapo con el edredón. Ya se me ha empezado a relajar el cuerpo. Una turbia penumbra se hunde y echa raíces dentro de mí, y abre puertas que yo solo no consigo abrir.

«Por fin —suspiro mientras contraigo el cuerpo contra las rodillas—. Por fin estoy preparado».

Me quedo tumbado y espero, pero no sucede nada. El ventilador vibra, la fría luz polar se cuela entre las cortinas y yo me quedo quieto.

Al final me incorporo y busco la caja de las pastillas de oxicodona, que hacen efecto rápido. Saco dos del envase, me las echo a la boca y me vuelvo a acostar.

Después de otro largo rato de espera, más pastillas y un ataque de desesperación, me visto y salgo.

Al otro lado del puente veo la catedral del Ártico bajo el cielo polar, oscuro y frío. Después, paseo por el muelle y acabo en el centro comercial que está junto al puerto.

Ya en el centro comercial, entro en una perfumería. Con cuidado, cojo algunos frascos de las estanterías y los huelo. Después de probar varios, elijo un frasco transparente con un líquido negro y oleoso, como si fuera un trocito de madera carbonizada envuelta en plata y cristal, y voy a la caja con él.

—¿Se lo envuelvo? —pregunta la dependienta, una mujer de unos cincuenta años, bien maquillada, con el pelo teñido de negro, ojos oscuros y los labios finos y pintados de rojo.

Asiento con aire ausente.

—Le va a encantar —dice con una sonrisa y me entrega la bolsa con el perfume envuelto.

—Sí —respondo, y miro el papel de regalo rojo, dentro de la bolsa—. Tal vez no debería haberlo envuelto —añado.

La dependienta carraspea y una mujer mayor con un chaquetón de plumas pasa a mi lado con un frasco de perfume con una abeja arriba y la palabra honey escrita con letras finas y negras en un lateral.

—Ya. —La dependienta parpadea—. Puede quitarle el envoltorio antes de darle el perfume. —Parpadea dos veces y se dirige a la mujer con el frasco de la abeja—. Le va a encantar —añade, y sonríe—. ¿Se lo envuelvo para regalo?

Cierro la bolsa y me voy.

Enseguida estoy de vuelta en la habitación. Cojo la bolsa de la perfumería y pongo el frasco envuelto de perfume en la cama, junto a la almohada. Me quito la ropa deprisa y apoyo la espalda en el cabecero, quito el celo y arranco el papel de regalo.

El olor a perfume se escapa de la caja antes de abrirla. Me pesan los párpados y el hormigueo de las piernas está a punto de remitir. Tengo que darme prisa. Saco el frasco de perfume de la caja con los dedos temblorosos mientras intento mantener a raya los nervios y la expectación.

El tapón plateado se desliza con facilidad, y rompo el seguro que mantiene fijo el mecanismo del dosificador. Una nube de perfume sale disparada y me da en la cara. Estornudo y echo más perfume, y después me escurro en la cama y cierro los ojos.

Me quedo tumbado con la cara contra la almohada y espero. Al cabo de un rato, abro los ojos y me incorporo. El ventilador aspira el aroma de la habitación y la llena de un olor aséptico y frío, de hotel.

Salgo de la cama y compruebo que las ventanas estén cerradas antes de acurrucarme de nuevo, y me vuelvo a perfumar la cara. Esta vez me echo perfume también en las manos y en el pelo antes de volver a envolverme con el edredón.