Cicatrices - Heine T. Bakkeid - E-Book

Cicatrices E-Book

Heine T. Bakkeid

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Beschreibung

La célebre escritora Milla Lind investiga la desaparición de dos chicas adolescentes para escribir su próxima novela cuando el detective que trabaja para ella muere asesinado. Como ella insiste en seguir adelante con las pesquisas, su editorial se pone en contacto con Thorkild Aske, un expolicía experto en interrogatorios que acabó en prisión tras una tragedia. A pesar de sus reticencias, Aske acepta el trabajo. Su buen olfato para descubrir mentiras no tarda en revelarle que el caso esconde muchas trampas y que ahora su vida corre peligro. EN EL NORTE SE ENCUENTRAN LAS PUERTAS DEL PARAÍSO. TAMBIÉN LAS DEL INFIERNO.

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Título original: Møt meg i paradi

© Heine T. Bakkeid, 2018.

© de la traducción: Ana Flecha, 2021.

© de esta edición digital: RBA Libros S.A., 2021. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO859

ISBN: 9788491878070

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Portada

Portadilla

Créditos

El último día de trabajo de Robert Riverholt

Primera parte. Los que extrañan

1

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Segunda parte. Los que mienten

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Tercera parte. Los que no vuelven nunca

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Cuarta parte. Los que aman

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Quinta parte. Los que juegan

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Sexta parte. Los que matan

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Epílogo

Kripos, el Servicio Nacional de Investigación Criminal de Noruega, es responsable del registro central de personas desaparecidas del país. Cada año reciben unos mil ochocientos casos nuevos, es decir, que se registran cinco desapariciones al día. En los casos de personas desaparecidas, se trabaja siempre a partir de cuatro escenarios distintos: los que se quitan la vida, los que sencillamente se van, los que han sufrido un accidente y los secuestrados.

EL ÚLTIMO DÍA DE TRABAJO

DE ROBERT RIVERHOLT

—Bueno, ¿qué opinas?

Milla Lind estaba sentada con las piernas muy juntas. Llevaba un traje de chaqueta y ese día había elegido un peinado que Robert Riverholt recordaba haber visto en las solapas de sus libros. Su tono de voz era suave y agradable. No era tan asertiva ni habladora como el resto de su clientela. Sus preguntas nunca resultaban mecánicas, un puente entre las cuestiones relevantes de la conversación. Milla Lind siempre preguntaba porque le interesaba oír la respuesta. Eso es lo que más le gustaba de ella. Eso... y sus ojos.

—Me gusta. —Él le devolvió el manuscrito y se reclinó en la silla. Se pasó la mano por el pelo y sonrió—. Me apetece leer la continuación.

—¡Genial!

El agente sueco de Milla, Pelle Rask, asintió con entusiasmo desde un sofá situado al fondo del ático. No levantó la vista del iPad para hablar. Robert constató que Pelle había copiado su estilo a los vendedores de viviendas en régimen de tiempo compartido de Gran Canaria, con su media melena engominada y peinada hacia atrás y su camisa ajustada con los dos primeros botones abiertos.

Milla se giró hacia el sofá sin decir nada, y después se volvió de nuevo hacia Robert.

—Me apetece cerrar la serie cuando Gjertrud entra en la vida de August Mugabe —dijo, se agarró un mechón de pelo y le dio vueltas entre los dedos—. El momento en el que todo cambió.

Cuando Robert conoció a Milla, interpretó esa costumbre suya como una muestra de inseguridad. Estaba convencido de que sufría de una torpe timidez que la llevaba a toquetearse el pelo con las manos. Ahora ya sabía que no era así.

—Eso fue cuando desapareció su hija, ¿verdad?

—Sí —respondió Milla.

Robert paseó la mirada hasta una de las ventanas del techo, hacia el cielo despejado de Oslo.

—Creo que será un final digno para el proyecto.

—August me recuerda a ti. —Milla se soltó el mechón de pelo y se puso un bolígrafo amarillo entre los labios. Lo dejó allí unos segundos, y después lo volvió a agarrar y se dio unos golpecitos contra la pernera del pantalón—. Cada vez más.

—Pues estamos apañados.

Robert se rio con ganas.

«He dejado que vaya demasiado lejos —pensó y tensó los músculos de la cara—. Demasiado, demasiado lejos».

Milla siguió mirándolo.

—No sé si siempre me ha recordado a ti o si fui yo quien hizo que sea así.

—Bueno, no se lo digas a nadie. —Robert parpadeó y se golpeó los muslos antes de levantarse. Se despidió de Pelle, que seguía sentado en el sofá, con un cabeceo y se dirigió al pasillo, donde se detuvo y se giró de nuevo—. Nos vemos en Tjøme esta noche. Has convocado a las tropas, ¿verdad?

—Sí. —Milla se le acercó con el manuscrito en las manos—. Vienen todos. —Se detuvo y tomó aire—. ¿Has descubierto algo? ¿Alguna novedad?

—Esta noche, Milla. Esta noche lo hablamos.

Fuera, el sol inundaba el cielo. Caía entre las casas y engalanaba las calles de la capital. Robert Riverholt se había sumergido de lleno en la ciudad cuando salió de la rueda de hámster en la que estaba atrapado y empezó a trabajar por cuenta propia. Estaba tan absorbido por la arquitectura y la acústica que no reparó en los pasos que lo seguían ni en la sombra que se cernía sobre él cuando dobló la esquina hacia una calle flanqueada por árboles centenarios. Lo único que sintió fue el cañón contra la nuca y el sonido metálico del percutor contra el cartucho. Después de eso, el sol se desvaneció.

primera parte

Los que extrañan

1

Nunca me ha gustado el paso del invierno a la primavera. Los árboles están retorcidos, desnudos, y parecen mutaciones de plantas silvestres que salen del suelo tras una guerra nuclear. Todo Stavanger se ahoga en lluvias interminables que tiñen la ciudad de verde y de gris.

La oficina de empleo de Klubbgata, en el centro mismo de la ciudad, tiene más afluencia de usuarios que antes. El sofá de la sala de espera está lleno; los rostros, rígidos y hundidos por una sensación de derrota.

—Thorkild Aske. —El apretón de manos de Iljana no ha cambiado desde la última vez. De haberlo hecho, se podría decir que ahora es aún más flojo y su tacto, más frío, como si le estuviera estrechando la mano a un cadáver en una cámara frigorífica—. Un placer —dice ella sin ninguna convicción y se deja caer en una nueva silla de oficina azul con respaldo alto.

—Sí, un verdadero placer —respondo y me siento.

—¿Recuerda su número de identificación?

—Por supuesto.

Entre nosotros está el frutero con los plátanos de plástico, tan deprimente como de costumbre. Veo que ahora los acompaña un racimo de uvas negras, también de plástico, y una pera artificial, y aun así la oficina no tiene un aire más frutal que cuando en el frutero solo estaban los plátanos de imitación.

—¿Le importaría decírmelo? —pregunta, y se balancea algo molesta de atrás adelante en la silla.

Le dicto la ristra de números e Iljana aparta por fin la vista de mi cara deformada y vuelve a centrarse en la pantalla del ordenador.

—Entonces, ya no quiere pedir la prestación por desempleo, sino que le busque un subsidio por discapacidad, ¿no es cierto?

—Eso es. —Le entrego el sobre que he traído—. En la terapia de grupo me han dicho que es la única opción que tengo.

Iljana se quita las gafas.

—Después de lo que ocurrió cuando...

—Cuando visité a mi hermana en el norte el otoño pasado, sí.

— Cuando intentó... quitarse la vida —dice Iljana y me mira con gesto titubeante.

Asiento con la cabeza.

—Dos veces, además. Tiene todo mi historial dentro del sobre.

Iljana carraspea y mira los documentos.

—Sí. Una de esas veces, con ayuda de... —Levanta la vista del historial—. ¿Un arpón?

—Tenía demasiada presión.

—¿Por nuestra parte? ¿De la oficina de empleo?

Vuelvo a asentir.

Ulf, mi amigo y psiquiatra, ha decidido que ha llegado el momento de ir a por todas. Prestación completa por discapacidad. Ulf y mi médico de cabecera, además, han escrito al alimón una carta en la que aseguran que fue la presión de la oficina de empleo para que aceptara el trabajo de teleoperador en Forus lo que me llevó a cometer dos intentos de suicidio, en uno de los cuales me tiré al mar y en el otro me disparé un arpón que me atravesó la mano y se me clavó en el pecho. No mencionamos el caso que fui a investigar al norte. Además, Ulf amenazó con emitir comunicados de prensa si la oficina de empleo seguía presionando a su paciente, que padecía lesiones cerebrales y tendencias suicidas.

—Bueno. —Iljana mira los papeles—. Por nuestra parte, creo que tenemos todo lo que necesitamos.

Ordena los papeles y los vuelve a meter en el sobre. Después entrelaza las manos y las apoya en el regazo.

—Y ahora, ¿qué?

Me acaricio con un dedo la cicatriz que tengo en la palma de la mano. Todavía me duele donde se me clavó el arpón, sobre todo cuando llueve. Y en Stavanger eso sucede muy a menudo.

—Bueno. —Iljana suspira y junta los pulgares—. El siguiente paso es una evaluación neuropsicológica.

—¿En qué consiste eso?

Gira la cabeza hacia mí y evita que nuestras miradas se crucen.

—Se trata de una serie de pruebas cognitivas. Recibirá un aviso en algún momento, antes de que llegue el verano.

—Gracias —digo, y me pongo de pie.

Iljana dibuja una sonrisa artificial que no se corresponde con lo que dicen sus ojos y se inclina sobre el frutero.

—Quédese tranquilo, Aske. Respete sus propios límites. Nada de viajes mientras duren las pruebas.

—Nunca más —digo—. A partir de ahora solo habrá noches tranquilas en casa, me dedicaré a la vida contemplativa y pensaré sobre la oficina de empleo, la vida en general y las cosas que nos pasan desapercibidas.

Iljana sacude la cabeza con suavidad y vuelve a mirar la pantalla mientras yo me doy la vuelta y me voy.

Antes de salir del edificio me suena el móvil.

—¿Has terminado? —Ulf parece tenso. De fondo, oigo vibrar un motor. Arja Saijonmaa canta Gracias a la vida en sueco.

—He terminado.

—¿Y bien?

—Me van a llamar para hacerme unas pruebas neuropsicológicas esta primavera.

—Muy bien —declara Ulf—. Entonces, vamos por buen camino. Bien, bien. —Sobreviene una pausa y oigo a Ulf activar el intermitente mientras tararea y masca, desesperado, otro chicle de nicotina—. «Me ha dado la risa y me ha dado el llanto. Así yo distingo dicha de quebranto».

Cuando volví de Tromsø, Ulf me quitó los medicamentos y, para dar ejemplo, le dijo adiós a su paquete de Marlboro. El resultado ha sido un flagrante abuso de los parches y los chicles de nicotina. Enseguida nos dimos cuenta de que Ulf se había metido en un buen lío con esa decisión. Ahora no podía sucumbir al mono sin reevaluar mi régimen farmacológico. Todo esto ha dado lugar a una guerra táctica en la que yo espero y Ulf mastica.

—¿Has hecho la maleta para mañana? —pregunta Ulf antes de dejarme colgar.

—Sí. Hecha y cerrada.

—Esta vez, nada de cafeteras ni demás tonterías inútiles. No te puedes permitir volver a cagarla, Thorkild.

—Solo ropa y buenas intenciones.

—Puede que esta oportunidad con Milla Lind sea la última...

—Lo juro.

—Por cierto, Doris tiene ganas de conocerte. No conoce a ningún islandés.

—Bueno, yo soy solo medio islandés —respondo—. Ya lo sabes. Y llevo más de veinte años sin ir a Islandia.

—¿Qué más dará? El caso es que tiene ganas de conocerte.

—Ulf —digo, y cierro los ojos cuando el fuerte sol primaveral se cuela entre las nubes, sobre el edificio de la oficina de empleo del centro de Stavanger—, en cuanto a lo de la cena...

—Ni hablar. Te he invitado y vas a acudir. Esta vez no hay excusas. «Y el canto de ustedes que es mi mismo canto...». Ah, por cierto —prosigue Ulf, como si estuviera haciendo un dueto con Arja—. Compra perifollo.

—¿Qué?

—Perifollo. Trae perifollo.

—¿Qué es eso?

—Perifollo —gruñe y aprieta muy fuerte la mandíbula—. Se parece al perejil. Pasa por el súper cuando vengas. Y compra un poco.

—¿Tengo que hacerlo?

—«Y el canto de todos que es mi propio canto...». Sí —dice Ulf, y cuelga el teléfono.

2

—Ulf me ha dicho que eres impotente.

Doris me mira con curiosidad desde el otro lado de la mesa de la cocina del chalé que Ulf tiene en el barrio de Eiganes. Su nueva novia es una sexóloga, columnista y bloguera alemana de cincuenta y siete años. La conoció en una conferencia en Bergen.

—No he dicho que lo sea. He dicho que creo que lo es.

Ulf está en la isleta de la cocina, justo a nuestro lado. Corta el perifollo como si le fuera la vida en ello. Lleva una túnica ancha y sin mangas, y tres parches de nicotina en el brazo.

Doris parte un bollito con los dedos y pone los trozos en un plato, junto al bol de sopa. Enseguida llega Ulf con un puñado de perifollo y lo espolvorea en el bol de Doris, que coge un trocito de pan y lo usa para hundir el perifollo en el caldo turbio. Se lo lleva a la boca y mastica con ansia.

—Dime. ¿Te masturbas a menudo?

Miro fijamente el bol de sopa y hago como que no he oído la pregunta.

—Thorkild no se masturba —interviene Ulf, con tono complaciente. Nos sirve un poco de vino y luego se sienta con nosotros.

Doris hunde otro pedazo de pan en el caldo con perifollo y me mira con los ojos entornados.

—Entonces, ¿cómo lo sabes?

—De eso se trata. —Ulf se chupa los dedos para limpiarse el verde—. No lo sabe. Se crea barreras, obstáculos insalvables para evitar el contacto con el mundo exterior. Aske huye de cualquier cosa que se parezca remotamente a una interacción humana.

—El eremita moderno —digo en un intento desesperado por mostrarme espontáneo en esta pesadilla de reunión social. Me llevo el vaso a la boca y lo vacío de un trago.

Doris se apoya la barbilla en las manos. Tiene el pelo corto, teñido de rojo y disparado en todas las direcciones con un corte moderno que recuerda al tipo de arreglo floral que podría crear un florista maniaco depresivo. Tiene los labios finos, muy rojos, y la pálida piel le cuelga en pliegues, aunque no parece estar flácida ni tener sobrepeso. Más bien da la impresión de que acaba de adelgazar y la piel sobrante aún no ha tenido tiempo para adaptarse. Parece satisfecha, tanto consigo misma como con el escotadísimo atuendo que ha elegido para el interrogatorio al que me está sometiendo esta noche.

—¿Has intentado imaginarte una escena de carácter sexual?, ¿visualizar a una persona que normalmente pueda despertarte el deseo y, en consecuencia, también una erección?

—No sé... —respondo, tenso, y vuelvo a bajar la mirada al bol de sopa que tengo delante. El olor dulce y el líquido verde y aceitoso me recuerdan al agua salobre cubierta de algas— qué decir.

Doris saca un cigarrillo del bolso cuando termina de comer y lo enciende, y Ulf mira con rabia y con ansia la punta candente del cigarro.

—Debes atreverte a tener fantasías —dice Doris—. Deja que el deseo fluya de nuevo. —Se inclina hacia delante y exhala una nube de humo hacia el techo—. A veces las reprimimos y pensamos que ya no están a nuestro alcance. La represión sexual no es exclusiva de las mujeres, ni tampoco tiene por qué venir impuesta por terceras personas. —Aspira el humo y lo expulsa, satisfecha—. Puedo darte unos ejercicios que deberías probar cuando estés a solas.

—Gracias —murmuro mientras doy vueltas a la sopa con la cuchara sin ton ni son—. Muy amable de tu parte.

Ulf se retira molesto de Doris y su cigarro mientras se acaricia los parches del brazo con la mano.

—¿Y si le damos una última vuelta a lo que te espera mañana en Oslo?

—De acuerdo —respondo, encantado de cambiar de tema y de ver que Ulf lo pasa tan mal como yo.

—Me encantan sus libros —apunta Doris, feliz—. Poca gente ha sido capaz de crear un antagonista mejor que Gjertrud, la esposa de August Mugabe. ¿Has leído alguno de los libros de Milla?

Sacudo la cabeza.

—Bueno —prosigue Doris, y usa el bol de sopa como cenicero—. Milla Lind no solo es la reina indiscutible del género negro nórdico, sino que también es muy conocida en Alemania.

Ulf interviene mientras da buena cuenta de la sopa.

—Ha escrito una serie de doce libros sobre un comisario melancólico con el jugoso nombre de August Mugabe, cuya esposa ha intentado matarlo por lo menos en dos ocasiones.

—Tres —corrige Doris.

—¿Qué? —Ulf suelta la cuchara y mira molesto a Doris y a su cigarrillo—. No, dos. La primera...

—La mujer de Mugabe lo ha intentado matar tres veces. —Doris se sirve más vino—. En el primer libro, lo envenena; en el cuarto, incendia la casa de campo mientras él duerme drogado en el piso de arriba, y en el octavo...

—No, no —la interrumpe Ulf—. Al sicario que lo intenta matar en el octavo libro lo contrata el jefe corrupto de Mugabe: Brandt. Él mismo lo dice antes de apretar el gatillo, que se trata de un saludo de alguien con quien tuvo una relación de amistad. Si lo hubiera contratado Gjertrud, le habría dicho que el saludo es de alguien a quien August ha amado.

Ulf me mira y asiente con un cabeceo para pedirme que confirme su teoría. Me niego a reconocer las teorías del hombre que se interpone entre mis pastillas y yo, por lo que miro a otro lado y vuelvo a dirigirme hacia Doris.

—Lo dice por eso mismo, porque sabemos que quien ha contratado al sicario es Gjertrud —interviene Doris—. Esas palabras no son más que un último insulto de esa mujer casi septuagenaria que tanto desprecia al hombre que se negó a darle un hijo. Pasa lo mismo que con las patatas frías que siempre le ponía para cenar. El simbolismo feroz de una mujer sin hijos, sumida en el dolor y en un amargo arrepentimiento.

Ulf mastica con energía.

—Bueno, tal vez tengas razón —dice, y vuelve a girarse hacia mí—. Como ya sabes, al antiguo consultor de Milla, Robert Riverholt, lo asesinó a tiros su exmujer en plena calle hace unos seis meses. A Milla le afectó mucho y lleva sin trabajar desde entonces. Conocí a su psiquiatra de cabecera en un seminario sobre terapia del duelo en Fornebu. Milla y su anterior consultor acababan de comenzar el trabajo de investigación cuando murió él, y necesita ayuda para llevarlo a cabo antes de ponerse con el último y definitivo libro sobre August Mugabe. Los lectores de todo el mundo están esperando este libro, Aske.

—¿Y aquí es donde entro yo? —concluyo—. Como consultor del género negro, sea lo que sea eso.

—Diez días con la escritora de novela negra más importante de todo el país, por tres mil quinientas coronas al día —añade Ulf, y alza la copa en un brindis silencioso.

—Es mejor que fabricar velas en una empresa de Auglendsmyrå gracias a la oficina de empleo —respondo.

—De todos modos, todavía faltan unas semanas hasta que se efectúe el reconocimiento neuropsicológico, y se me ocurren pocas cosas más seguras y tranquilas que este plan. Irse de viaje con la mismísima Milla Lind no es algo que pueda recetarse a todos mis pacientes.

—Gracias —es mi sucinta respuesta. Apuro la copa de vino—. Necesito el dinero.

—¡Pues claro que sí, joder! —exclama Ulf, y se dirige a Doris—. Por cierto, creo que Gjertrud tratará de asesinar a August Mugabe por última vez en el último libro, y que la serie terminará cuando lo consiga. ¿Qué te parece? No estaría mal, ¿verdad?

—Estaría muy bien —conviene Doris, y se enciende otro cigarro—. No me espero menos de ella.

Resignado, Ulf se reclina en la silla con la sopa en las manos y se bebe lo que le queda directamente del bol.

—Quedarás con ellos mañana a la una en el Bristol —continúa después de acabársela. Se saca un paquete de chicles de nicotina del bolsillo del pantalón y se lleva un par a la boca—. El vuelo a Oslo sale a las ocho y media, así que sé bueno y ponte el despertador. Te llamaré de todas formas para ver si estás preparado. Si quieres, también podemos repasar la lista de medicamentos, por si hubiera alguna cosa de la que quisieras hablar.

—Ya sabes lo que quiero —digo con frialdad y dejo la copa a un lado.

—Esos tiempos ya han terminado —responde Ulf, y se pasa la lengua por el interior de la boca mientras tamborilea con los dedos en el bol de porcelana—. Para los dos. —Después se incorpora y empieza a quitar la mesa—. Te encargaste muy bien de que así fuera cuando estabas en Tromsø. Pero si no estás preparado para esto, lo respeto por completo. Después de todo, no han pasado ni seis meses desde aquello y podemos...

—No, quiero hacerlo —respondo—. Solo creo que podría estar bien llevarme algo por si acaso, tal vez una caja de oxicodona por lo menos, o...

—Ni lo sueñes. Neurontin, Risperdal y Cipralex para la ansiedad. Nada de oxazepam ni oxicodona. Ese es el trato.

—El Cipralex es para bebés.

Ulf hace una mueca, escupe el chicle en el fregadero y saca otros dos del paquete.

—Bueno, ¿y qué coño te crees que es esto? —exclama y me muestra los chicles que tiene en la palma de la mano—. Los dos hemos decidido sacrificar algo por nuestra propia salud. Si yo puedo hacerlo, tú también.

—¿Y si no puedo dormir?

—Te tomas una manzanilla y escribes un poema sobre el insomnio.

Doris apoya el cigarrillo candente en el bol de sopa.

—¿No es un poco arriesgado mandarlo hasta allá solo con Cipralex, Ulf?

El aludido resopla y se mete un chicle en la boca.

—Por supuesto que no. Precisamente por lo que pasó la última vez, no pienso darle ninguna de las pastillas que me pide.

Sacudo enérgicamente la cabeza y me pongo de pie para marcharme. Doris se acerca a mí y me apoya la mano en el hombro.

—En cuanto a lo que estábamos hablando antes, tal vez deberías sacar un tiempo para intentar encontrar el camino de vuelta a tu propia sexualidad ahora que vas a estar de viaje. Ver si te atreves a curiosear, a tener fantasías y a pensar en ellas. —Se detiene un instante y me mira con media sonrisa antes de hacerme la siguiente pregunta—: ¿Te apetece?

—Ulf dice que las fantasías son peligrosas para mí.

—Bueno. —Aprieta los labios y las comisuras se le contraen ligeramente—. Siempre hay que pensar adónde nos lleva la propia fantasía y, por supuesto, comprender a qué fantasías nos entregamos. Pero también podemos guardárnoslas dentro, ¿sabes? Siempre y cuando creas que te aportan algo y que no hacen daño ni a ti ni a los demás.

—Tienes razón —convengo, y le dedico una especie de sonrisa y un breve apretón de manos—. Siempre y cuando no le hagan daño a nadie.

3

En el autobús número 9 que va hasta Tananger viajamos solo el conductor y yo. Fuera está oscuro, la luz amarilla de las farolas se desliza por las ventanillas y el autobús se mece ligeramente hacia los lados, como si fuera un barco que avanza en la suave noche de primavera. A los árboles ya les han salido hojas nuevas, los dientes de león asoman por el borde entre la acera y la carretera a medida que nos alejamos de la ciudad y hacia el oeste.

Me bajo en la parada que está justo enfrente de la antigua capilla. El aparcamiento está vacío. Unas lucecitas brillan entre los setos, detrás de los edificios.

Me detengo nada más llegar al camino que conduce al cementerio. Veo frente a mí montones recién hechos de tierra con flores, lápidas con letras doradas, ángeles y pájaros iluminados con la luz tenue de farolas de vidrio y las antorchas. En el cielo sin luna, unas nubes negras se acercan deprisa desde el mar. He estado aquí muchas veces desde que volví de Tromsø. La primera vez me quedé aquí de pie. No llegué a entrar en el cementerio.

Camino por la parte de fuera, sigo el sendero entre las lápidas hasta que llego al lugar adecuado. Una suave ráfaga de viento hace que me detenga cuando veo su lápida. Es la cuarta desde donde me encuentro y tiene una luz a cada lado. Solo una de ellas está encendida. Me quedo de pie, inmóvil, y miro fijamente la piedra negra.

—Es más bonito cuando está oscuro —dice de repente una voz detrás de mí.

—¿Qué? —Me vuelvo de golpe y miro al anciano de ojos entornados, abrigo marrón y sombrero que está un paso detrás de mí, con un perro despeluchado atado a una correa—. Disculpe, ¿cómo dice?

—El cementerio —responde con suavidad—. Yo también prefiero venir por las tardes. No parece tan desangelado cuando está oscuro. Además, me parece que las luces le dan un encanto especial, incluso cuando llueve y hace viento.

—Sí —digo y me subo el cuello de la chaqueta—. Son bonitas.

—¿Tienes familia aquí?

—No, ella... —empiezo a decir, pero me detengo a media frase.

—Mi mujer. —El hombre señala con la cabeza una de las filas de lápidas del otro lado—. Viudo desde hace casi siete años. Mi hija me dijo que me vendría bien tener un perro —añade, y mira con una sonrisa al animal que tiene a los pies—. Para que me haga compañía. Está muy bien tener a alguien que llene el vacío, hasta que volvamos a vernos. —Me mira con los ojos llenos de fe—. En el paraíso.

Asiento despacio con la cabeza.

—¿Tienes perro?

—¿Qué?

—Perro, que si tienes...

—No, pero tengo pastillas.

—Ah, ¿y te ayudan?

—No estoy seguro —murmuro mientras busco la tumba de Frei con la mirada.

—Bueno —empieza a decir el hombre cuando el perro deja de tirar de la correa, y ambos desaparecen en la oscuridad.

Espero un rato antes de dar un paso adelante, hacia el césped mullido. Enseguida noto el suelo más frío, como si el invierno no se hubiera marchado del todo de aquí, y me apresuro a volver al camino. Salgo corriendo del cementerio hasta que llego de nuevo al aparcamiento.

4

Oslo es húmedo y el viento primaveral es más frío que en Stavanger, donde el olor a estiércol de vaca que proviene del distrito de Jæren ya ha empezado a inundar la ciudad. En el restaurante del hotel Bristol me indican que me dirija al guardarropa, donde una mujer cuelga mi abrigo en una percha y me da un recibo para que lo recoja más tarde. Vuelvo a dirigirme hacia la entrada. El jardín de invierno y el bar del hotel están casi a rebosar, hay música de piano y un penetrante aroma a granos de café tostados y hamburguesas con cebolla. Paseo la mirada por la multitud hasta que veo a una mujer y dos hombres en una mesa medio escondida tras una fila de macetas. La mujer sonríe y me saluda con la mano, mientras los dos hombres me observan con medida curiosidad.

Le devuelvo el saludo con torpeza y me dirijo hacia ellos.

—Tú debes de ser Aske —dice la mujer, y se levanta cuando me acerco a su mesa—. Te estábamos esperando.

Asiento con la cabeza y nos damos un apretón de manos.

—Eva —se presenta ella—. Soy la editora de Milla.

—Thorkild Aske.

—Pelle Rask —dice el hombre más joven sin levantarse de la silla—. Soy el agente de Milla. Nosotros, la agencia Gustavsson, nos ocupamos de los derechos internacionales.

—Halvdan —me saluda el segundo hombre, que se ha levantado de la silla—. Director editorial.

—Después irás a Tjøme, ¿verdad? —pregunta Eva cuando ya nos hemos sentado en nuestro sitio.

—Sí —le respondo—. Ese es el plan.

—Bien, bien. —Halvdan coge el tenedor y ataca un milhojas de dos pisos—. Todo irá muy bien, ya verás.

—Creo que se alegrará de conocerte —interviene Eva—. Pero hemos pensado que, de todas formas, resultaría conveniente que entre los cuatro repasáramos algunas cosas antes.

Un camarero se acerca con una cafetera pequeña y una taza que apoya frente a mí.

—Bueno —comienza Halvdan entre un bocado y otro—. Así que antes eras jefe de interrogatorios de la Oficina de Investigación de Asuntos Policiales.

Sujeta el tenedor en el aire y me mira por debajo de sus pobladas cejas, a la espera de mi respuesta.

—Eso es. Pero ya no —añado. Los tres me miran atentos y asienten. Es evidente que están al corriente de los cambios en mi carrera profesional—. Me destituyeron después de un episodio que tuvo lugar hace unos años, y por el que cumplí una condena de algo más de tres años en la cárcel de Stavanger.

—Y ahora eres autónomo —concluye el director editorial antes de entregarse de nuevo al milhojas, darle otro bocado y señalar a Eva con el tenedor—. ¿Fue Viknes-Eik quien escribió un ensayo sobre cumplir condena por los pecados?

—Sí. Caído en desgracia —responde Eva, y agarra una copa de vino—. Impresionante.

—Caído en desgracia, eso. Una lectura fascinante —dice, y mueve el tenedor como si de un cetro se tratara—. ¿Lo has leído?

Digo que no con la cabeza. Podría haber comentado que tengo algo de idea sobre caerse de bruces y cargarse tanto la vida profesional como la espiritual, que mi psiquiatra de Stavanger opina que sigo cayendo, pero no estoy de humor para hacer bromas sin gracia en la primera cita y dudo de que el jardín de invierno o el bar del hotel sean los lugares adecuados para hacer gala de una sinceridad descarnada disfrazada de conversación ligera con un toque de humor negro.

El director editorial gira el tenedor despacio alrededor de su propio eje y cierra los ojos.

—Muestra su profunda desconfianza hacia el sistema carcelario y el castigo, así como una visión romántica de una sociedad en la que el concepto de penitencia viene de dentro de uno mismo.

—En mis ojos verás mis barrotes —añade Eva.

—Sí, sí —dice el director editorial con un tono cantarín—. Eso es.

—Tendrás que firmar un acuerdo de confidencialidad —dice la agente sueca de Milla—. Y eso incluye no solo una confidencialidad total con respecto a toda la información que recibas sobre el próximo libro de Milla y su argumento, sino también en lo que respecta a la información que tengas que recabar sobre ella y su vida privada.

Asiento.

—Habladme de Robert Riverholt —digo y le doy un sorbo al café—, el antiguo consultor de Milla. Entiendo que...

—Le pegaron un tiro —se apresura a decir el director editorial—. Un asunto espantoso. Nos afectó mucho a todos.

—Riverholt era un expolicía con una vida privada bastante compleja. —Pelle acaricia con un dedo el asa de la taza de café—. Su mujer estaba enferma. Le disparó en medio de la calle y después huyó en coche y se quitó la vida en un aparcamiento junto al lago de Maridalsvannet.

Eva apoya una mano sutilmente sobre la mía.

—La tragedia no tuvo nada que ver ni con la editorial ni con Milla. Pero entiendo que estés preocupado. A Milla también le afectó. No ha escrito ni una sola...

—Bueno. —Pelle Rask carraspea y saca otro taco de papeles que extiende sobre la mesa—. Échales un vistazo y fírmalos para que podamos continuar.

Cojo los papeles y empiezo a leer. El director editorial saluda con la cabeza a un grupo de hombres que pasan por delante de nuestra mesa.

—En principio, estaríamos hablando de una semana —dice Pelle cuando termino. Me pasa un bolígrafo—. Pagamos la mitad de los honorarios por adelantado, y el resto cuando termine el tiempo que se establece en el acuerdo. Si se produjera algún retraso o si Milla te necesitara durante más tiempo, continuaríamos con las mismas condiciones, si te parece bien. Los viajes también están incluidos, así que guarda todos los recibos.

—Bueno —tercia el director editorial y deja el tenedor en el cenicero cuando firmo y le devuelvo el acuerdo de confidencialidad—. Seguro que tienes ganas de ver de qué va todo esto, ¿no?

Asiento. Tengo muchas ganas de ver qué espera Milla Lind de mí, en qué puedo ayudarla. Pero, sobre todo, me muero por ver qué espero yo que ocurra cuando acabe el trabajo. De verdad creo que Ulf irá a buscarme al aeropuerto con los bolsillos llenos de recetas y que me dirá: «Este es mi Thorkild, un buen chico. Aquí tienes tu oxazepam y tu oxicodona. Relájate, saluda a Frei, disfruta de tu piso y nos vemos al otro lado». Porque ese es el único motivo que tengo para salir de casa, porque creo que cambiará algo las cosas.

—¿Estás familiarizado con los libros sobre August Mugabe?

—No, la verdad es que no.

—Bueno. Milla Lind es una de nuestras escritoras de mayor éxito. Sus libros se han publicado en más de treinta países y ha vendido más de diez millones de copias en todo el mundo. Cuando lanzamos su anterior novela, Corazón de golondrina, nosotros, la editorial, emitimos una nota de prensa en la que anunciamos que Milla había empezado a trabajar en el último libro de la serie de August Mugabe. Acababa de empezar el proyecto cuando murió Robert.

—No ha escrito nada desde entonces —dice Eva—. Milla cayó en una depresión profunda, y hasta hace muy poco no ha reunido las fuerzas necesarias para retomar el proyecto.

—Milla y Robert se iban a basar en un caso real de desaparición —añade Pelle—. Lo iban a usar para ambientar la novela.

—¿Qué caso? —pregunto.

—Dos chicas de quince años desaparecieron en otoño del año pasado de un centro de acogida y rehabilitación de menores a las afueras de Hønefoss. Una mañana se metieron en un coche que estaba frente a la institución, y nadie las ha vuelto a ver desde entonces. La policía cree que se dirigían a Ibiza, adonde ya habían huido el año anterior.

—Es bastante ingenioso —dice el director editorial con la voz ronca—. Parece que, en el libro de Milla, ese caso está directamente relacionado con la trama entre August Mugabe y su mujer, que ha intentado matarlo al menos en dos ocasiones.

—¿No eran tres?

—Así que lo has leído —observa el director editorial y suelta una carcajada—. La cosa es que ni la propia Milla quiere ni confirmar ni desmentir si quien estaba detrás del disparo de Una cama de violetas era su mujer.

—Todo se ha quedado un poco en el aire desde que asesinaron a Robert —comenta Eva para reconducir la conversación—, y es importante que Milla se vuelva a poner en marcha.

—Y aquí es donde entras tú —añade Pelle—. Ocuparás el puesto de Robert, que consiste en interpretar informes policiales, ayudar con asuntos técnicos y demás. Es importante señalar que no es un trabajo de investigación policial, sino de investigación a secas, para el libro de Milla.

—Suena muy emocionante —miento.

—Sí, ¿verdad? —responden los tres a coro.

El director editorial se levanta.

—Pelle, Eva, ocupaos vosotros del resto. Tengo una reunión ahora a las dos —dice y se inclina hacia delante—. Aske, suerte —añade. Me da un fuerte apretón de manos y después se va.

5

El viaje en autobús a Tjøme dura dos horas y media. Hemos quedado en que alguien me irá a buscar y me llevará a la residencia de verano de Milla Lind, un lugar situado en el paisaje rocoso del municipio insular, en la orilla occidental del fiordo de Oslo. Aprovecho el viaje para leer uno de los libros de Milla Lind. Se titula Brazos de pulpo y lo protagonizan el melancólico detective jubilado August Mugabe y su mujer, que vive para odiarlo.

Cuando llegamos al centro de Tjøme, ya he leído más de la mitad del libro y también he establecido una especie de vínculo con el policía andrajoso que merodea encorvado entre los edificios de madera de Sandefjord en busca del hombre que sedujo y secuestró a la única hija de un armador.

—Eh, hola —dice un hombre en una mezcla de sueco y noruego en cuanto salgo del autobús. En una mano lleva dos bolsas de la empresa estatal de venta de bebidas alcohólicas. Sonríe y deja al descubierto dos filas de carillas blancas como la tiza que contrastan con su piel bronceada y tratada con bótox—. ¿Eres Thorkild?, ¿el policía?

—Expolicía. —Le doy un no muy enérgico apretón de manos—. Encantado.

—Joachim —se presenta el hombre con entusiasmo—. Joachim Börlund. La pareja de Milla.

Nos quedamos ahí de pie mirándonos unos segundos, él todavía alegre y sonriente y yo con una amable media sonrisa que llevo ya un tiempo practicando.

—Bueno —dice Joachim, y después se detiene como si se hubiera quedado sin energía—. Estaremos solos —prosigue cuando consigue reponerse—. Es una lástima que aún no se puedan pescar cangrejos. Hasta finales de junio, aunque se pongan trampas, no sale más que agua y porquería, pero hemos comprado unos bastante gordos en el supermercado —añade, y señala un Spar con la cabeza—. Es inconcebible ir a una casa de campo y no comer cangrejos de mar con unas copas de vino blanco, ¿verdad?

—Sería lo nunca visto —comento.

Joachim levanta las bolsas y está a punto de decir algo gracioso sobre el alcohol, pero se arrepiente en el último momento, fuerza una sonrisa, se da la vuelta y señala el coche, un SUV rojo de marca Volvo con las llantas resplandecientes y lacado brillante.

—Bueno, el fin del mundo no está muy lejos —dice Joachim cuando subimos al coche.

—¿Cómo? —pregunto, y me vuelvo hacia él—. ¿Qué has dicho?

—El fin del mundo —responde Joachim, y aprieta un botón para arrancar el motor del coche—. La casa está en el extremo sur de Tjøme, en un sitio que se llama Verdens Ende. El fin del mundo.

—¿En serio?

—Completamente. —Joachim mantiene la respiración, me dedica una sonrisa forzada y agarra el volante con los dedos y después lo suelta. Da la impresión de que siempre está incómodo, o puede que solo lo esté conmigo—. Se llama así, Verdens Ende. El fin del mundo —explica tenso—. Lo juro.

—Qué nombre más raro —le digo, y vuelvo a mirar hacia delante.

—Sí, sí que lo es.

Joachim respira hondo, suelta una mano del volante, arranca y sale con precaución del aparcamiento.

—¿Y a qué te dedicas? —le pregunto cuando pasamos por delante de un campo de golf. El césped está verde, al igual que los árboles que lo rodean. Es como si el verano hubiera llegado hace tiempo a esta parte del país.

—¿Yo? —pregunta, y me mira antes de contestar—. De un tiempo a esta parte me ocupo de organizar todo lo que tiene que ver con el trabajo de Milla. Entrevistas, ruedas de prensa, lecturas, viajes, correos electrónicos de fans de todo el mundo... El trabajo sucio, vamos. Antes llevaba una agencia de viajes en Estocolmo. Viajes organizados a Asia y a Sudáfrica. En uno de esos viajes conocí a Milla hace cinco años.

—¿Amor a primera vista?

—Eso es. Milla es lo mejor que me ha pasado en la vida —responde, y asiente con energía para sí para subrayar lo que acaba de decir.

—Háblame de mi antecesor, Robert Riverholt —le ruego cuando frena y pone el intermitente. Me recuerda a una abuela en un coche tan grande que tiene que agarrarse fuerte al volante mientras conduce.

—Milla llevó muy mal la pérdida de Robert —empieza a decir Joachim. El coche da un tirón cuando pisa el acelerador—. Desde entonces no ha conseguido escribir ni hacer nada, y yo me he tenido que encargar de que todo esto siga funcionando. —Respira hondo—. Pero ahora estás tú. Ahora volvemos a estar preparados.

La casa de campo es un enorme chalé de estilo suizo con un amplio jardín rodeado de árboles altos. A través de las hojas puedo intuir el mar y las rocas de la orilla.

—Ven —me indica Joachim cuando me detengo frente a la escalera de piedra que conduce a la entrada principal—. Vamos a ver si encontramos a Milla.

El suelo es de baldosa y las paredes tienen un zócalo de madera a media altura. Más adelante, veo varias habitaciones grandes, llenas de la luz que entra por los ventanales. Los muebles son o nuevos y blancos o viejos y sin tratar. Todas las estancias irradian un estilo rústico puro que solo se puede conseguir con dinero y con la ayuda de un diseñador de interiores.

Sigo a Joachim hasta el salón, con su mesa de comedor, su chimenea y sus puertas de cristal, y caminamos hasta la cocina, que tiene su propia salida a la parte trasera del chalé. Joachim deja las bolsas de la compra en la encimera y coloca las botellas de vino junto a las demás, justo al lado.

—Ya has vuelto —dice una voz suave detrás de mí.

Me vuelvo hacia la puerta que da a la parcela y veo a una mujer de mi edad, delgada, guapa, con el pelo recién teñido en distintas tonalidades de rubio. Hay algo en su mirada que no encaja con el resto de su aspecto. Me mira sin mirarme del todo.

—Sí. —Joachim se acerca a ella y le coge las manos—. Este es Thorkild Aske —le explica, y la dirige hacia mí.

—Hola, Thorkild —me saluda ella. Después se vuelve hacia las botellas de vino blanco, coge una y lee la etiqueta—. Todo el mundo está esperando un libro —dice sin dejar de mirar la botella—. Pero llevo mucho tiempo mal y no consigo reunir las fuerzas necesarias para sacar ningún proyecto adelante.

—Te entiendo perfectamente —le digo.

Milla me mira con curiosidad.

—Ah, ¿sí?

Asiento.

—A veces suceden cosas que hacen que el tiempo transcurra más despacio o que se detenga del todo, y entonces es difícil saber qué conseguirá que el reloj siga marcando las horas.

Ella sacude la cabeza despacio, sin quitarme ojo de encima.

—¿Y qué se hace entonces?

Me encojo de hombros.

—Encontrar una manera de aguantar el tiempo que dure la espera.

Siento cómo se me extiende por la boca el sabor a gelatina solo de pensar en las pastillas que en una ocasión tuve a mano. Podría haber añadido que pocas cosas hacen más llevadera la espera que los fármacos, pero sus pupilas contraídas, sus movimientos amortiguados y el tono de su voz me hacen ver que ya lo sabe.

—He oído que has estado enfermo. —Milla deja la botella de vino y se apoya en la isla de la cocina—. Por culpa de una mujer que murió, ¿no es cierto?

—Sí.

—Tal vez piensen que contigo todo va a ser distinto. Que, como dicen en inglés, dos errores suman un acierto. ¿A ti qué te parece?

Estoy a punto de responder, pero Milla Lind ya se ha dado la vuelta.

—Esta la puedes devolver —le dice a Joachim mientras señala una de las botellas de vino—. No es un buen vino.

Entonces se dirige de nuevo hacia mí, me agarra del brazo y me lleva hacia la puerta de cristal y de ahí, a una espaciosa terraza.

—Hay un montón de gente que espera un libro para saber qué le pasará a un personaje que he creado. Mientras tanto, Robert está en un cementerio, a menos de un metro de la mujer que lo mató. Nadie lo entiende —dice, y después me suelta el brazo—. Pero les daré lo que están esperando —prosigue—. Terminaré el trabajo, terminaré el libro. Y luego, después de eso... —Se detiene un segundo y pasea la mirada por los árboles y la superficie agitada del agua a lo lejos—. Se acabó.

Milla se dirige a un anexo que está pared con pared con el edificio principal. Ahora tiene los ojos más abiertos, como si con el paseo hubiera disipado lo que hasta hace un momento se interponía entre nosotros.

—Ven —dice ella—. Te hablaré de Robert y te contaré en qué estoy trabajando.

6

Milla abre las puertas de cristal y me conduce hacia su despacho en el anexo.

—El despacho es mi sitio. —Cierra las puertas, se sienta al escritorio, se atusa el pelo con una mano y enciende el ordenador con la otra—. Robert y yo acabábamos de empezar a investigar para el libro —dice. Se inclina hacia delante y teclea la contraseña. La luz de la pantalla le ilumina la cara—. Habíamos encontrado un caso real de desaparición que íbamos a usar en el libro.

—¿Tiene algo de especial ese caso en particular?

Milla niega brevemente sin levantar la vista de la pantalla.

—Salió en los medios. Aún no han encontrado a las chicas. Se trata de dos jóvenes que huyeron de un centro de acogida y rehabilitación de menores a las afueras de Hønefoss hace siete meses. Nos llamó la atención cuando estábamos repasando casos reales que utilizar en el proceso de investigación, porque las chicas eran muy jóvenes. Solo tenían quince años.

—¿Y con qué puedo ayudarte?

—Vamos a hablar con las familias y con la policía, y tú me ayudarás a interpretar y a explicar cómo se desarrolla un caso como este. Sé que has trabajado como jefe de interrogatorios y creo que esa experiencia puede ser muy útil para el aspecto psicológico.

—¿Y los familiares están dispuestos a hablar con nosotros?

—Robert quedó con los padres de una de las chicas desaparecidas. Valoran mucho toda la ayuda que se les pueda ofrecer y se alegran de que el caso no caiga en el olvido.

—¿Y la otra chica?

Milla sacude la cabeza.

—No tiene familia.

—¿Nadie?

—No. Tengo una carpeta para ti.

La cara de Milla desaparece tras la pantalla y la oigo revolver uno de los cajones del escritorio antes de aparecer de nuevo frente a mí. Titubea un segundo y después me pasa la carpeta.

—¿Por qué lo mató? —pregunto. La carpeta tiene una etiqueta que dice «Robert Riverholt»—. La mujer de Robert, digo. ¿Por qué le pegó un tiro?

Milla está a punto de decir algo, pero sacude la cabeza. Le da vueltas a un mechón de pelo con los dedos.

—Camilla estaba enferma —responde, al fin.

—¿Enferma?

—Tenía ELA, una enfermedad degenerativa que paraliza los nervios de la médula espinal y del cerebro. Se la diagnosticaron cuando Robert aún trabajaba en la policía. Robert me contó que en ese momento ya estaban comenzando los trámites de separación, pero él decidió quedarse a su lado todo el tiempo que le fuera posible. Llegó un momento en que ya no pudo más.

—Entonces, ¿lo mató porque estaba a punto de abandonarla?

—Sí —responde Milla, y se vuelve hacia la estantería—. No podía vivir sin él.

—¿Por qué cree la policía que las dos chicas desaparecidas se han ido a Ibiza? —pregunto mientras echo un vistazo a la carpeta de Robert sobre el caso.

—Las chicas ya se habían escapado una vez. —Milla carraspea cuando nuestras miradas por fin se cruzan—. Y esa vez se fueron a Ibiza.

—De acuerdo. —Sigo mirando los papeles—. ¿Y cuál es el plan?

—Mañana tú y yo iremos a Hønefoss para ver el centro con la madre de Siv, una de las dos chicas. Nos estará esperando.

—¿Por qué?

Dejo la carpeta en la mesa entre los dos.

—¿Cómo?

—Quiero decir que, si no vamos a investigar nada, si lo que vamos a hacer es escarbar en la reputación de estas chicas, ¿para qué me necesitas a mí? ¿Y para qué necesitabas a Robert? ¿Esto no es algo que puede hacer un escritor solo en su despacho?

Milla me mira fijamente y por fin señala la cicatriz que me empieza en el ojo, pasa por el hueco que tengo entre la mandíbula y el pómulo y termina en el labio superior, que nunca llega a tocar del todo el inferior, ni siquiera cuando tengo la boca cerrada.

—¿Cómo te hiciste eso?

—En el accidente. —Me vuelvo de forma que no me pueda ver el lado desfigurado de la cara—. Ulf dice que ya no tengo por qué hablar de eso.

—¿Te duele?

—Solo cuando estoy solo. O cuando estoy con más gente.

Por fin sonríe.

—Tienes razón —dice y se reclina en la silla—. Podría haberlo escrito todo sin salir de aquí, buscar algunos casos de desaparición en Internet para sacar imágenes del subconsciente y darles nombre, cara y una historia. Pero este caso es diferente.

Está a punto de añadir algo, pero coge aire y se vuelve hacia una de las ventanas. Las copas de los árboles se mecen con suavidad en el viento que sopla desde el mar.

—¿Por qué es diferente?

—Porque sí —responde Milla, y parpadea con fuerza varias veces—. Joachim te ha preparado una habitación en el cobertizo para barcos —prosigue, y señala hacia el bosque que se extiende bajo su despacho. Veo la silueta de un edificio blanco junto a las rocas—. Mañana a primera hora empezaremos a trabajar.

7

La sala del cobertizo dispone de un conjunto de muebles de mimbre centrados junto a un ventanal enorme con vistas al mar. Los únicos aperos de barco que hay aquí son algunos adornos que cuelgan de las paredes pintadas de blanco, o de las vigas vistas del techo. Me he sentado en una de las butacas de mimbre a mirar el contenido de la carpeta que me ha dado Milla. Hay recortes de periódicos, fotos de las chicas desaparecidas y demás documentación relativa al caso.

Siv y Olivia tenían quince años cuando desaparecieron del centro de acogida y rehabilitación de menores situado a las afueras de Hønefoss, el 16 de septiembre del año pasado. La última vez que se las vio se estaban subiendo a un coche desconocido en la parada de autobús ubicada junto al centro. La policía creyó que estarían en Ibiza porque las chicas habían huido antes y la policía y los servicios sociales las encontraron allí una semana más tarde. Pero ahora nadie tiene ninguna pista de su paradero desde que se las vio subirse al coche la mañana en que desaparecieron.

Saco las fotografías de las chicas desaparecidas. Siv tiene una melena rubia que le llega por los hombros, el rostro fino y con un exceso de maquillaje; mientras que Olivia lleva el pelo corto, de color negro azabache, rasgos marcados y ojos bonitos resaltados por una raya negra y gruesa. Todas las fotos de Siv y de Olivia son casi idénticas: dos chicas adolescentes ocultas tras cantidades industriales de maquillaje y una actitud pasota que las convierte en imitaciones estáticas e icónicas con morritos de pato y los ojos muy abiertos, como los de una muñeca. Solo las miradas no encajan: son demasiado frías, demasiado inertes, como si ya hubieran visto, vivido y perdido demasiado.

Saber que no vamos a investigar sobre el caso, que se me ha degradado a escarbar en el destino de estas personas en busca de una buena historia, solo empeora las cosas. Me doy cuenta de que esto es lo único que me traerá esta semana con Milla Lind: una extensión del sentimiento de pérdida.

Dejo las fotografías en la mesa y me apoltrono en la butaca. Frei no volvió, ni siquiera cuando me dieron el alta en el hospital de Tromsø y regresé a casa, a Stavanger. Ulf dice que eso demuestra que los daños cerebrales en la amígdala no han empeorado y que el sitio de Frei está donde tiene que estar, que es en la tumba, que no puede ser un trozo de carne congelada que yo pueda invocar con ayuda de la oxicodona y las benzodiazepinas. Cree que la abstinencia de las pastillas y de Frei me hace sentirme solo, que me estoy oxidando por la falta de interacción con otras personas. Yo diría que estoy solo, pero que no me siento solo, que es diferente, pero ambos sabemos que ese no es el problema.

Cuando cambio de postura en la butaca, veo de nuevo las fotografías de Siv y de Olivia sobre la mesa.

—¿Adónde os dirigíais aquel día? —murmuro antes de darme la vuelta y cerrar los ojos.

8

Ha llegado el día que espero desde que tenía tres años. Siv está de pie a mi lado, inquieta. Fuma y agarra el paquete de tabaco vacío y habla sin parar. Ya ha salido el sol y ha empezado a derretir la escarcha que se aferra al césped más abajo de la parada del autobús. Pronto iluminará el aparcamiento, al otro lado de la carretera, donde está el coche del vigilante nocturno, bajo las ventanas de la sala común.

Abro la mochila. Está casi vacía. Siv ha llenado la suya de ositos de peluche, maquillaje y ropa, pero yo no llevo casi nada en la mía, porque sé que esta noche, cuando caiga el sol, toda esa mierda carecerá ya de sentido. Este día de otoño es lo único que cuenta, porque es el primero y el último al mismo tiempo.

—Bueno. —Siv apaga el cigarro contra la parada del autobús cuando un coche negro aparece por la curva y se dirige hacia nosotras. Tira el paquete de tabaco vacío y coge la mochila—. ¿Estás?

—Sí —respondo, y miro por última vez el edificio del otro lado de la carretera—. Estoy.

9

Debo de haberme quedado dormido en la butaca. Cuando me despierto, se ha ido el sol. La superficie del mar se compone de líneas irregulares que bañan las rocas de la orilla. Los árboles crujen y sacuden las ramas. Tengo frío, estoy triste y echo de menos Stavanger y mi apartamento.

Me pongo los zapatos, salgo y me dirijo a la casa. Ya casi he pasado el grupo de árboles que se yerguen entre el cobertizo y la parcela cuando de repente veo a Milla en su oficina. Está tumbada sobre el escritorio con la cara hacia abajo y los brazos hacia delante. Tiene los ojos muy abiertos y boquea como si estuviera sufriendo convulsiones.

Estoy a punto de salir de entre los árboles cuando veo una sombra detrás de ella. La levanta arrastrándola del pelo, la sostiene unos segundos y la tira contra la mesa. La expresión de Milla parece oscilar entre el terror y el éxtasis. Cuando vuelve a tirar de ella, se le abre la blusa y se le sale un pecho. Joachim lo agarra fuerte con la mano que tiene libre.

De repente es como si Milla me estuviera mirando. Joachim le suelta el pecho y le lleva la mano al cuello. Milla ahoga un grito y tensa el cuerpo. Justo cuando parece que está a punto de desmayarse, Joachim le suelta el cuello. La agarra fuerte del pelo con la otra mano, de forma que Milla se queda colgando con la cara hacia el escritorio.

Solo en ese momento comprendo que no me está mirando a mí, sino que mira más allá, hacia la oscuridad que se cierne a mis espaldas. Joachim le suelta el pelo y Milla vuelve a caer contra el escritorio, mientras Joachim retrocede y desaparece entre las sombras. Me quedo ahí de pie un instante hasta que por fin emprendo el camino a la casa. A través de la puerta de cristal que conduce a su despacho vuelvo a ver a Milla. Se está abrochando la blusa, y se da la vuelta al verme.

—¿Necesitas algo?

Joachim se pasa las manos por el pelo escaso y recién decolorado cuando asoma por el hueco de la puerta.

—La maleta —respondo—. Me la olvidé en la entrada.

—Espera aquí —me dice, y desaparece por la puerta de la cocina hacia el edificio principal.

Doy un paso hacia el despacho, pero me detengo cuando veo a Milla a través de la puerta de cristal. Baja la persiana y oigo que echa el pestillo. Joachim viene enseguida con mi maleta.

—Lo siento —me disculpo—. No quería...

—No tenéis ni idea de cómo es —dice Joachim—. De lo que necesita.

—¿Y qué necesita? —pregunto cuando llegamos a los árboles que están entre la casa y el cobertizo.

Joachim se detiene frente a mí en un montículo de hierba que lo sitúa casi a mi altura. Sonríe. Los dientes le brillan en la penumbra.

—Perder el control.

Al ver que no digo nada, sacude la cabeza. Entonces se baja del montículo y prosigue.

—Las mujeres como Milla Lind necesitan un tipo muy concreto de hombre, no...

—Sí, me queda claro —respondo—. No tipos como yo.

Joachim sigue caminando entre los árboles sin responderme.

—Ni como Robert —añado.

—¿Cómo? —Se para en seco. Esta vez no encuentra ningún montículo al que subirse, pero da un paso más, para nivelar la diferencia de altura—. ¿Qué has dicho?

—Antes has dicho «tenéis» —respondo—. «No “tenéis” ni idea de cómo es». Supongo que te referías a Robert y a mí.

—Enseguida me di cuenta de qué tipo de persona era Robert. Era como un libro abierto.

—Entonces, se podría decir que eres un experto conocedor del género humano.

—No vas a estar aquí el tiempo suficiente para saberlo, compañero. Ten. —Joachim deja la maleta en el suelo, entre nosotros—. El resto te toca a ti —añade, y emprende el camino de vuelta a la casa.

10

Joachim y yo no intercambiamos ni una palabra a la mañana siguiente durante el desayuno, solo una mirada furtiva y un apretón de manos en la entrada cuando Milla y yo nos disponemos a marcharnos.

—Bueno, pues estamos los dos solos —dice Milla cuando nos sentamos en el coche para ir a Hønefoss.

—Sí —asiento, y agarro el volante.

No conducía desde que me quitaron el carné hace más de tres años, pero no he sido capaz de decírselo a Milla cuando me dio las llaves después de desayunar.

—Antes me encantaba viajar. —Milla se vuelve hacia mí y sonríe—. Visitar ferias del libro por todo el mundo, ir de compras, hacer escapadas de fin de semana a grandes ciudades.

—Háblame de tu libro.