Bajo el mismo cielo - Diego Cuéllar Jaramillo - E-Book

Bajo el mismo cielo E-Book

Diego Cuéllar Jaramillo

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Beschreibung

Bajo el mismo cielo narra, desde la mirada intime y personal de uno de sus protagonistas, la historia real de una familia que se enfrenta a un diagnóstico genético que afecta a sus dos hijos. Esto produce una convulsión y profundos cambios en sus vidas que van creando el entramado que acaba dando sentido a sus vidas. Una historia poderosa de transformación personal que, con un lenguaje ágil y ameno, contiene, además, una necesaria reflexión crítica acerca de algunos de los principales valores que sustentan la sociedad actual: la educación, las relaciones y el trabajo. Diego decide mirar de frente a la adversidad y encuentra asÌ el camino para replantearse su forma de vida, sus valores y sus prioridades y encontrar su propósito y el auténtico sentido de su existencia.

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Bajo el mismo cielo

El camino da sentido a la vida

Diego Cuéllar

Título original: Bajo el mismo cielo

Primera edición: Abril 2016

© 2016 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Diego Cuéllar

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Diseño de cubierta: Patricia Fuentes

Maquetación: Carolina Hernández A. y Emilio Marcos Varas

Conversión a libro electrónico: Patricia Fuentes

ISBN: 978-84-163648-6-2

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

–Oye papá, ¿alguna vez te has preguntado qué estamos haciendo aquí? ¿Para qué hemos venido a este mundo? –Parecía una pregunta más, una de esas preguntas retóricas que todos nos hacemos alguna vez y que, si no contestamos de alguna forma, reventamos. La respuesta automática es también retórica: «para trabajar, porque Dios así lo quiso, quizás para ayudar a los demás o simplemente para contemplar la vida pasar y se acabó. Simple, sencillo, ¿para qué si no? Vivimos para vivir, sentir, amar y sufrir».

Por supuesto que me lo he preguntado –contesté–. Muchas veces en los últimos años. Pero, ¿sabes? Tengo una respuesta. Yo estoy aquí, como tu madre, porque vosotros nos habéis elegido. Y no podemos ser más afortunados ni estar más orgullosos de tener el extraordinario honor de disfrutar la vida a vuestro lado.

A mis hijos Álvaro y Eva,

la razón más noble de este mundo

INTRODUCCIÓN

Diego Cuéllar nos ofrece en este libro un testimonio personal y familiar tan lúcido como emotivo, destinado a ayudar con su lectura a quienes puedan enfocar, en situaciones parecidas, lo realmente positivo que hay detrás de la discapacidad.

En su experiencia familiar hay dos casos del síndrome X-frágil, la segunda causa de retraso mental en varones después del más conocido síndrome de Down. Esa experiencia, que el autor nos narra en todo su proceso, desde el conocimiento traumático de un diagnóstico que golpea cruelmente a la familia, duplicado después, conlleva todo un desarrollo de frustraciones y expectativas, de dolor y esperanza, de decisiones que se van amoldando no ya a la aceptación de lo que tiene de desgracia, sino a lo que se abre como una positiva revelación de otras vidas, una suerte de transformación en el propio sentido de la existencia familiar.

Los hijos son así un hallazgo y, mucho más allá de cualquier tipo de resignación, cristiana o de cualquier otro ámbito moral, poco a poco concentran el extraordinario honor de disfrutar la vida a su lado.

La confesión de Diego Cuéllar, escindida entre el relato directo y la recopilación del diario que puntúa los hechos de su vida familiar y profesional, no tiene otro fin que el de poder iluminar a quienes, en situaciones parecidas, se sientan desorientados.

En los dos espacios narrativos hay elementos suficientes para que la confesión obtenga un grado muy provechoso de ejemplaridad y, por esa vía, de consuelo y aliento.

Se trata de una experiencia difícil, en la que la lucha personal está interceptada por muchas barreras sociales, incomprensiones y desafueros. En la narración de Diego está presente la denuncia y la reclamación sincera, la tenacidad y el reconocimiento generoso, eso que podemos entender como una odisea poco amparada en un mundo de valores trastocados y desatenciones egoístas.

La verdad y la emoción son las dos vías de un relato estricto y necesario, que cualquiera puede leer como reivindicación de lo más noble del corazón humano.

Luis Mateo Díez

Miembro de la Real Academia Española

PRÓLOGO

Apuntes del diario

Todos los días lo veía en el mismo sitio. Quieto, con la mirada perdida en el infinito, como si quisiera atravesar el Universo y observar lo que hay detrás. No era exactamente guapo; algo en los rasgos de su rostro le hacía diferente al resto del mundo. Sin embargo, su mirada emitía un brillo especial: penetrante, limpia y lúcida. Se giró de repente y se fijó en mí. Me sentí estúpido y bajé la cabeza avergonzado, cazado en mi curiosidad. Cuando me recuperé y le miré de nuevo, sus ojos aún seguían clavados en mí. Mantenía la más pura expresión de la inocencia. Me sonrió.

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Comencé a escribir sin motivo aparente. No esperaba nada, simplemente me puse en marcha frente al ordenador, sin un objetivo concreto, sin orden ni estructura, sin musa, como sólo hacen los malos escritores. Hacía años que había empezado un diario, esporádicamente, coincidiendo la mayor parte de las veces con mis innumerables viajes de trabajo por Europa.

El avión me inspiraba. Disponía del tiempo y la quietud necesarios para pensar, amparado en la soledad que permite la delicia de volar en clase business. El desconocido vecino, en la distancia de su asiento de en medio, no tenía posibilidad de escudriñar en mis quehaceres y la obligación de ser cortés desaparecía tras el saludo inicial. «Buenos días», y se acabó.

Casi todo el pasaje encorbatado de la clase de lujo trabajaba concentrado sin cesar en sus negociaciones, emails o leyendo la prensa económica, aprovechando y arañando al tiempo su valor. Tras la cortina, un mundo multicolor se apretaba los codos adecuándose a la postura más cómoda sin intimidad alguna. Pero no yo, que decidí que ese tiempo era mío, privado y precioso, y lo empeñé en escribir mi diario, en cada vuelo, a veces a la ida, otras a la vuelta. Pensé que sería el momento adecuado de recoger todo aquello vivido tan intensamente y unirlo, eternizarlo en mi memoria y, quién sabe si algún día, compartirlo con otras personas.

Aprovechando un pesado y tedioso período de enfermedad que me mantuvo tumbado un par de semanas, decidí ponerme manos a la obra. Estas palabras serían para mí, para mi llanto interior. Pretendía sellar con negra sangre las emociones más íntimas, mis pensamientos, lo sufrido y lo disfrutado en un camino que se acercaba ya al medio siglo, y en el que irremediablemente comenzaba a sentir la necesidad de relajar el lastre de las pesadas cargas de la existencia y disfrutar un poco más de lo mundano, de lo verdaderamente importante: de mi familia, de mí mismo, de mi tiempo. En lo más profundo de mi corazón deseaba además poder ayudar a alguien, quienquiera que fuese, en esos momentos de desesperanza en los que ni siquiera los consejos mejor intencionados sirven de nada sino, muy al contrario, atizan la desazón.

No podía empeñarme en contar mi vida. No hubiese sabido por dónde empezar. Era más práctico ceñirse a los límites concretos de un periodo que había supuesto un punto de inflexión: un momento en el que el trayecto se detiene y encuentra un nuevo rumbo. Entre otras muchas cosas porque el trazado de mi vida, como muchas otras alrededor, no ha sido excepcional. Nada que destacar excepto recuerdos grabados en la penumbra de la memoria, ráfagas intermitentes que a veces aciertas a congelar y disfrutar por una fracción de segundo. Un olor familiar, una cara, un sonido, una voz, un lugar…

J

Nací y crecí en una familia de clase media acomodada, y presumo orgulloso y sin equívocos, de ser feliz rodeado del cariño de una gran familia: cinco hermanos, mis padres, a quienes nunca agradeceré lo suficiente su incondicional sacrificio por educarnos en libertad, mis abuelos, protegidos en un privilegiado rincón de la memoria de mi infancia, y toda la parentela de tíos, primos, sobrinos, etcétera, que de una forma u otra generosamente me regalaron momentos inolvidables.

Aún puedo verme testigo de las divertidas carreras por los anchos pasillos, por el laberinto de los estremecedores cuartos oscuros y secretos de la fresca y lúgubre casa de mi abuelo José, Pepe, como era conocido ese hombretón fuerte, rudo pero adorable, curtido bajo el sol de las arcillosas tierras extremeñas, teñidas del color de la sangre de quien con tanto esfuerzo las trabaja. Jugábamos de niños a escondernos por los graneros, bodegas y caballerizas donde el dulce olor del trigo se mezclaba con la acidez de la uva fermentada y el inconfundible hedor a madera vieja de los excrementos de las asustadas gallinas y las pacientes mulas.

Admiraba especialmente al primo Antonio, quince años mayor que yo, con su penetrante olor a hombre trabajado en el campo, al que recuerdo ufano en su pequeño laboratorio de química en el doblao –que así es como llaman en esas tierras al desván, por doblar la casa por encima– que olía a azufre y ácidos de todo tipo. Era un santuario de brujería donde nos estaba prohibido tocar nada y donde el primo nos enseñaba pequeñas y mágicas fórmulas mezclando ingredientes pipeteados de decenas de botes de colores mientras disfrutaba, iluminada su sonrisa por los polvorientos rayos del sol que se colaban por el ventanuco bajo el que descansaba la mesa, con el asombro reflejado en nuestros inocentes e infantiles ojos.

Corrían tiempos en los que el clan familiar adquiría una relevancia especial y la frecuente reunión se tornaba intensa y deseable. Un interesante contraste con los tiempos actuales en los que ya no hay diferencia entre roles: los abuelos repiten paternidad y los padres parecen abuelos, niños con dos padres o dos madres o tal vez con uno solo, o ninguno. Vivimos en una sociedad que presume de libertades pero que, en ese afán liberador, ha olvidado los auténticos valores de la familia y no contempla ni resuelve el terrible impacto que ocasiona en la educación de nuestros hijos. Un modelo en el que las distancias cortas parecen insalvables mares y los encuentros escasean a causa de una vida social insípida o de un trabajo absorbente que actúa como un agujero negro que nos engullese lentamente. Aunque siempre nos quedará el consuelo de Facebook, una ironía tecnológica capaz de multiplicar nuestras amistades por millares y de las que podemos llegar a conocerlo todo pero sin verdaderamente interesarnos por nada.

Mis padres, como muchos otros padres de la posguerra española, tuvieron que emigrar de su pueblo natal para optar a una vida digna, buscando las oportunidades que el momento histórico podía ofrecer. Tantas y tantas maletas de madera salieron de los pueblos en busca de sueños anhelando una vida de futuro y progreso. Tantos y tantos triunfos y tantos y tantos fracasos. Afortunada generación la mía, que ya tenía un sitio privilegiado reservado en la línea de salida.

Han pasado catorce años desde que inicié mi diario. Desnudé mi pluma un 12 de marzo de 2001 y comencé a escribir en un feo cuaderno marrón que rondaba por mi mesa de despacho, esperando paciente a que alguien le diera uso o lo archivara en el olvido permanente del reciclaje. Y lo hice sin otra intención que la de hablar conmigo mismo en los momentos más difíciles de mi vida.

Suelo cargar con mi duelo yo solo; no me atrae involucrar a los demás en lo que considero profundamente mio, no tanto por miedo o vergüenza, sino porque tengo la firme convicción de que todos debemos afrontar nuestras propias circunstancias con la valentía suficiente para salir adelante. Cierto es que, a veces, esa carga es demasiado pesada, y por más que la arrastras, lejos de desprenderse se va pegando más y más a ti hasta que ya no puedes continuar y sucumbes al desaliento, abatido y abrumado por el lastre de la amargura.

Escribir significó en esos años tener una espita por donde escapaba la hiriente presión que oprimía mi pecho y a menudo nublaba mis ojos. Hoy, ese cuaderno con casi todas sus hojas descarnadas es uno de mis más preciados secretos. En él atesoro lo que no soy capaz de expresar con palabras. Guarda con celo mis lágrimas, mis miedos, mi esperanza, mi amor y mi alegría. Contiene una parte importante de mi vida, episodios que he vivido con la intensidad del huracán, en una soledad tan calmada y propia que he tenido vetada incluso a quien la ha vivido conmigo, mi esposa y compañera, Ana. La única persona a quien confiaría mi vida si tuviera que hacerlo.

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Vive tu propia vida. Quiero decir, vive allí donde estás, tal como eres, con lo que tienes, con los que estás. Procura apoyarte en la situación en que te encuentras y trata, al mismo tiempo, de adaptarte. No puedes escapar.

Swami Prajnanpad

Apuntes del diario. Marzo de 2001

Nunca pensé que pudiese ocurrirme a mí. Un día te levantas por la mañana, y antes de acabar la tarde, te das cuenta de que todo en tu vida ha cambiado. Las sensaciones son indescriptibles. Innumerables sentimientos se agolpan en tu cabeza, la colman impidiéndote pensar, buscar una luz en medio de la más absoluta oscuridad.

La vida ofrece muchos caminos. Algunos de ellos son elegidos, otros simplemente son capricho del destino. Están ahí para ti y no importa si su trazado es recto o torcido, hay que recorrerlos de igual forma. Lo importante, lo verdaderamente importante, es darse cuenta de que la fuerza del ser humano crece ante la adversidad, que los límites se estrechan y que sí, es posible superar cualquier obstáculo si la voluntad, la fe y la constancia lo permiten.

Hace pocos meses mi hijo mayor, Álvaro, fue diagnosticado con el síndrome X-frágil, la segunda causa de retraso mental en varones después del bien conocido síndrome de Down. El golpe fue terrible. Y cuando parecía que salíamos de la niebla en la que nos habíamos sumido, con la mirada más alta pero con los ojos aún vidriosos, nos arrolla el rodillo de la desgraciada mala fortuna con la noticia de que también Eva, nuestra hija, porta y padece el llamado síndrome X-frágil.

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Nunca olvidaré el 19 de febrero de 2001. Vivo en Las Rozas, en una zona residencial de una localidad situada a las afueras de Madrid. Un luminoso chalet adosado que antes perteneció a mi tío Paco y que vendió a mi padre después de sufrir un ictus cerebral que le obligó a dejarlo todo y retirarse al Sur, donde el destino no le dejó vivir todo lo que merecía y, después de sufrir un segundo ataque, finalmente dejó viuda y cuatro hijos a la temprana edad de cincuenta y cinco años. En mi salón cuelga una lámpara de alabastro que nos regaló el día de nuestra boda. Es el recuerdo permanente de mi tío, que me hace sonreír cuando la miro y guarda su recuerdo y el de la alegre familia que durante años habitó este hogar.

Aquella mañana bajaba a trabajar absorto en mis pensamientos que en todos esos días no eran otros que el devenir de Álvaro. Era una mañana fría pero radiante, anticipando el color de la primavera que asomaba en los primeros brotes, húmedos y brillantes por la suave caricia del sol sobre el rocío. Como casi todas las mañanas mi trayecto era lento, un coche detrás de otro en procesión asemejando afanosas hormigas en busca de su sustento diario. A menudo recordaba con una sonrisa torcida, a modo de mueca de la fortuna, el futuro que había preparado para mi hijo incluso antes de que él naciera. Resulta irónico cómo hacemos planes para los demás sin ni siquiera haberles consultado, sin recabar su opinión o sus sentimientos sobre ese destino «ideal» que, antes de que den el primer paso, ya les estamos prometiendo.

Para abstraerme escuchaba música melancólica pues ése era mi estado de ánimo. Las noticias no me animaban y los problemas cotidianos del trabajo habían sido desplazados a otro plano, como si ya nada de eso tuviese la menor importancia. Se me emborronaba continuamente la vista, pero sólo durante una fracción de segundo, pues como bien me enseñaron cuando era niño, los hombres no lloran, y yo he llorado muy pocas veces en mi vida. Tan pocas que casi no las recuerdo.