Bajo sospecha - Retrato de un amor - Louise Allen - E-Book

Bajo sospecha - Retrato de un amor E-Book

Louise Allen

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Beschreibung

Bajo Sospecha La vida de la señorita Phyllida Hurst tenía ciertos secretos… Habiendo sobrevivido al escándalo de su nacimiento a fuerza de coraje y determinación, la bella Phyllida había alcanzado un precario equilibrio con la alta sociedad. Hasta que Ashe Herriard, el vizconde Clere, apareció para romper su mundo y sus planes cuidadosamente trazados en mil pedazos. Criado en la dinámica Calcuta, Ashe se mostraba desdeñoso hacia la formal sociedad de Londres, pero algo en Phyllida le intrigaba. Una promesa de secretos y la insinuación de un escándalo... ¡más que suficiente para seducirlo! Retrato de un amor En la intimidad del estudio se iba a desatar la pasión... Lady Cressida Armstrong siempre había sido la más inteligente y menos agraciada de la familia y sabía que su padre se había resignado a no poder casarla con nadie. A ella solo le aceleraban el pulso la ciencia y las matemáticas. A pesar de lo decepcionado que estaba del arte, el pintor Giovanni di Matteo estaba volviendo loca a la alta sociedad londinense con sus magníficos retratos. En otro tiempo su trabajo había sido todo inspiración, ahora no era más que técnica. Hasta que conoció a Cressie...

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Seitenzahl: 719

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 85 - marzo 2025

© 2013 Melanie Hilton

Bajo sospecha

Título original: Tarnished Amongst the Ton

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

© 2013 Marguerite Kaye

Retrato de un amor

Título original: The Beauty Within

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1074-544-5

Índice

Créditos

Bajo sospecha

Nota de la autora

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Retrato de un amor

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Nota histórica

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Manuscritos

Nota de la autora

Cuando terminé de escribir La joya prohibida de la India, que tenía como escenario la misma India en 1788, no pude evitar preguntarme por lo que les sucedería en el futuro a mis protagonistas, Nick y Anusha Herriard. ¿Qué mejor manera, me dije, que viajar en el tiempo hasta la época de la Regencia para averiguarlo? Esta historia es el resultado de ese viaje a través del tiempo, y empieza con la llegada a Londres de los marqueses de Eldonstone, acompañados de sus hijos, Ashe y Sara.

Ashe, según no tardé en descubrir, no se muestra precisamente entusiasmado con la perspectiva de buscar esposa, y yo me quedé tan sorprendida como él con la joven dama con la que tropieza en los muelles. Los Herriard son muy poco convencionales, pero al fin y al cabo pertenecen a la alta sociedad... ¿aceptarán entonces a Phyllida Hurst, con su oscuro pasado y sus múltiples secretos?

Ashe tampoco lo sabe, pero no puede evitar sentirse atraído por Phyllida... aunque eso lo lleve a aventuras llenas de obscenas obras de arte, un taimado cuervo y un siniestro señor del crimen. Espero que disfrutéis leyendo esta novela tanto como yo gocé escribiéndola.

Louise Allen

Uno

3 de marzo de 1816. El Támesis a su paso por Londres

—Es gris, como todo el mundo me había dicho —Ashe Herriard se apoyó en la borda del barco y contempló con ojos entrecerrados la ancha extensión del río Támesis. Estaba salpicado de todo tipo de barcos, desde diminutos esquifes y botes de remos hasta grandes naves que empequeñecían su velero de cuatro mástiles—. Veo más matices del gris de los que sabía que existían. Y del castaño, del beige, del verde. Pero mayormente del gris.

Había esperado odiar Londres, encontrarlo ajeno, pero en lugar de ello lo veía antiguo, próspero y extrañamente familiar, aunque todo su ser parecía revolverse contra aquella capital y todo lo que representaba.

—Pero no llueve, y la señora Mackenzie decía que en Inglaterra llovía todo el tiempo —Sara se hallaba de pie a su lado, arrebujada bajo su gruesa capa. Parecía alegre y entusiasmada, pese a que los dientes le castañeteaban de frío—. Es como el Garden Reach de Calcuta, solo que más bullicioso. Y mucho más frío —señaló un punto—. Hay incluso un fortín. ¿Ves?

—Es la torre de Londres —sonrió Ashe, reacio a contagiar su mal humor a su hermana—. Lo sé por mis lecturas.

—Estoy muy impresionada, hermano querido —le dijo con un guiño que desapareció cuando siguió la borda con la mirada—. Mata está siendo muy valiente.

—¿Lo dices por la manera que tiene de sonreír? Sospecho que los dos están siendo muy valientes.

Su padre le había pasado a su madre un brazo por los hombros y la mantenía bien cerca de sí. No era algo inusual, ya que eran muy expansivos en sus afectos para lo que dictaba la convención social, incluso para los relajados usos de la sociedad europea de Calcuta. Pero Ashe conocía bien a su padre y sabía lo que quería decir aquella tranquila expresión, sumada a la manera que tenía de apretar la mandíbula. El marqués de Eldonstone se estaba preparando para la batalla.

El hecho de que se tratara de una pelea contra los pocos recuerdos que conservaba de un país del que había permanecido alejado durante unos cuarenta años no la hacía menos real. Alejado de su propio padre, casado con una mujer que era mitad india y que se quedó consternada al descubrir que su marido era heredero de un título inglés y que por tanto un día tendría que volver, el coronel Nicholas Harris había esperado hasta el último momento para abandonar la India. Pero los marqueses no trabajaban como agregados militares en la Compañía de las Indias Orientales. Y siempre había sido consciente de que algún día tendría que heredar el título y regresar a Inglaterra para cumplir con sus obligaciones.

«Al igual que su hijo», pensó Ashe mientras se acercaba al lado de su padre. Pero no estaba dispuesto a que ese destino los derrotara. Procuraría además descargar de los hombros de su familia parte de aquella carga, aunque ello supusiera convertirse en aquella especie que le era tan ajena: el perfecto aristócrata inglés.

—Desembarcaré con Perrott y me aseguraré de que Tompkins venga a recogernos.

—Gracias. No quiero que tu madre y tu hermana se queden esperando en los muelles —indicó el marqués—. Haznos una seña cuando llegue con el carruaje.

—Así lo haré.

Ashe se marchó en busca de un marinero y un bote de remos. «Un nuevo país y un nuevo destino», se dijo. «Un nuevo mundo y una nueva lucha». Al fin y al cabo, los mundos nuevos estaban ahí para ser conquistados. Ya los recuerdos del calor, del color y de la animada vida del palacio del Kalatwah estaban empezando a convertirse en un sueño, escapándose entre sus dedos cuando nada le habría gustado más que retenerlos, Todos, incluso los del dolor y de la culpa. «Reshmi», pensó mientras procuraba ahuyentar el recuerdo con un esfuerzo casi físico. Porque nada, ni siquiera el amor, podía devolver la vida a los muertos.

«Por fuerza tiene que existir algún hombre consciente, sensato y responsable en la Creación», pensó Phillyda mientras se detenía ante la entrada del angosto callejón y contemplaba el bullicio de los muelles de Customs House. «Desafortunadamente, mi hermano no es uno de ellos». Lo cual no debería sorprenderla, porque su difunto padre no había sido ni consciente, ni serio ni responsable, y pocos habían sido los pensamientos que habían bullido en su cabeza aparte del juego, las mujerzuelas y el derroche de su fortuna.

Hacía ya veinticuatro horas que Gregory se había marchado de casa con el dinero del alquiler y, según sus amigos, había descubierto un nuevo garito de juego en algún lugar entre la torre de Londres y el puente del mismo nombre.

De repente sintió que algo tiraba de los cordones de sus botines. Esperando que fuera un gato, Phillyda bajó la mirada para encontrarse con la corneja más grande que había visto en su vida, de diminutos ojos negros. O quizá fuera un gran cuervo escapado de la torre de Londres... Pero tenía la cabeza y el cuello de un extraño tono gris, con un enorme pico. No era, pues, un cuervo. El animal le lanzó un insolente mirada y continuó tirando de los cordones de su calzado.

—¡Vete! —Phyllida retiró el pie, pero el gran pájaro se lanzó contra el otro, soltando un graznido.

—Lucifer, deja en paz a la dama.

El pájaro soltó otro graznido, aleteó y alzó el vuelo hasta posarse en el hombro del individuo alto y con la cabeza descubierta que repentinamente había aparecido ante ella.

—Os pido disculpas. Le fascinan los cordones y los lazos, cualquier cosa que sea larga y fina. Desafortunadamente, es un absoluto cobarde con las serpientes.

Por fin encontró Phillyda la voz para hablar:

—Es poco probable que eso constituya un inconveniente en Londres.

¿De dónde había salido aquel hombre hermoso y exótico que acababa de materializarse diabólicamente ante ella? Phillyda contempló su abundante cabello castaño oscuro, sus ojos verdes, su nariz recta, enfilada en aquel momento hacia ella mientras la miraba a su vez de arriba a abajo, así como su piel de un tono dorado. ¿Tez bronceada en marzo? No, se trataba de su color natural. Pensó que no debería sorprenderse si alcanzaba a oler un tufillo a azufre.

De pronto agarró al pájaro y lo lanzó al aire.

—Ve a buscar a Sara, especie de amenaza con plumas. Maldice y jura sin cesar cuando lo encierro en una jaula —añadió a modo de explicación mientras el ave volaba hacia los barcos que esperaban en el centro del río—. Aunque supongo que tendré que hacerlo, si no quiero que acabe persuadiendo a los cuervos de la Torre para que cometan todo tipo de maldades. A no ser que esos cuervos no sean más que una mera leyenda...

—No, son reales — «definitivamente se trata de un extranjero», añadió Phyllida para sus adentros. Iba bien vestido, pero de una manera que delataba sutilmente su origen no inglés. Una pesada capa negra con un forro algo más oscuro que sus ojos; una chaqueta también oscura: un pesado chaleco de brocado de seda; una camisa de un blanco inmaculado, también de seda...

—¡Señor!

El desconocido había clavado una rodilla en el sucio adoquinado y le estaba atando los lazos del botín, lo que le permitió ver que tenía el cabello largo hasta los hombros, contrariamente a lo que dictaba la moda, y recogido en la nuca en una coleta.

—¿Os ocurre algo? —alzó la mirada con gesto inquisitivo y un brillo divertido en sus ojos verdes.

—¡Me estáis tocando el pie, señor!

El desconocido terminó de atar la lazada con un enérgico tirón y se incorporó.

—Sería difícil atar el cordón de una bota sin hacerlo, me temo. Y ahora, ¿a dónde os dirigís? Os aseguro que ni Lucifer ni yo tenemos más planes respecto a vuestro calzado.

Su sonrisa divertida sugería que eran otras cosas las que podían peligrar. Phyllida retrocedió otro paso, y fue entonces cuando vio a Harry Buck pavoneándose por el muelle, seguido por uno de sus matones. Se le encogió el estómago mientras miraba a su alrededor en busca de algún lugar donde esconderse del más famoso maleante de Wapping. La asaltó una náusea. Si llegaba a reconocerla y se acordaba de su lejano encuentro de nueve años atrás...

—Ese hombre —señaló a Buck con la cabeza—. No quiero que me vea... y viene hacia aquí —pronunció sin aliento. Huir estaba descartado. Eso sería como lanzar un ovillo de lana delante de un gato; Buck la cazaría por puro instinto. Ni siquiera llevaba un sombrero decente que le ocultara bien el rostro; solo uno bien sencillo de paja, atado sobre una redecilla que le cubría el cabello recogido. «He cometido una estupidez al internarme de esta manera en su territorio, sin disfraz ni precaución alguna», pensó.

—En ese caso, creo que deberíamos llegar a conocernos mejor —el exótico extranjero dio un paso adelante, acorralándola contra la pared. Alzando el brazo con que recogía su capa, la protegió de las miradas de los curiosos mientras bajaba la cabeza hacia ella.

—¿Qué estáis haciendo...?

—Besaros —dijo. Y así lo hizo. Con su mano libre la atrajo eficazmente hacia su alto y duro cuerpo. Un brillo impúdico ardió en sus ojos verdes mientras su boca sellaba su indignada protesta.

Detrás de ellos se oyó un rumor de pasos, y la luz que entraba por el callejón se vio reducida con la aparición de unos corpachones en su entrada.

—Estás en mi territorio, amigo —pronunció una voz ronca—, y por tanto tiene que ser una de mis fulanas. Págame, pues.

«Una de mis fulanas», repitió Phyllida para sus adentros. «Oh, Dios. No puedo ponerme a vomitar. No ahora....» El forastero alzó entonces la cabeza al tiempo que ella enterraba el rostro en la tersa seda de su camisa.

—A este lo he traído yo. Además, yo no pago por tener sexo con hombres.

Phyllida oyó que el matón de Buck soltaba una carcajada. El tono de su protector sonaba confiado, divertido y tan sumiso como el de un pitbull. Se hizo un silencio hasta que finalmente Buck se echó a reír: un ronco sonido que a veces afloraba en sus peores pesadillas.

—Me gusta tu estilo. Ven a verme cuando quieras jugar a fondo. O buscarte una chica bien dispuesta. Pregunta a cualquiera en Wapping por la casa de Harry Buck.

Lo siguiente que oyó Phyllida fueron sus pasos alejándose por el callejón, hasta apagarse. Empezó a forcejear, furiosa con el único hombre con quien podía desahogar su indignación.

—¡Soltadme!

—¿Mmmm? —tenía la nariz enterrada en el hueco de su cuello, aspirando su perfume. Le estaba haciendo cosquillas. Como le hicieron también cosquillas sus labios un instante después, en una detenida y casi tierna caricia—. Aroma a jazmín. Espléndido —la soltó y se apartó, aunque no lo suficiente para su tranquilidad de espíritu.

Por lo general odiaba que la besaran. La repugnaba. Los besos solían llevar a cosas todavía peores. Pero aquel beso había sido... sorprendente. Y nada repugnante. Debía por tanto de depender del hombre que se lo había dado, aun cuando no hubiera estado enamorada de él, que era lo que imaginaba podía hacerlo más tolerable.

Inspiró profundamente y se dio cuenta de que, lejos de oler a azufre, su aroma resultaba muy agradable.

—Sándalo —pronunció en voz alta, en lugar de las otras palabras que le rondaban la cabeza, como «insolente oportunista» o «indignante libertino». Y también alguna que otra frase que jamás se había imaginado que llegaría a pronunciar, como «bésame otra vez».

—Sí, y a nardos, una pizca. ¿Sabéis de aromas? —todavía estaba demasiado cerca, acorralándola con el brazo cuya mano seguía apoyada en la pared.

—¡No voy a ponerme a hablar de perfumes con vos! Gracias por haberme escondido de Buck, pero ahora desearía que os marcharais. En verdad, señor, que no podéis ir por ahí besando a mujeres extrañas a vuestro capricho —agachándose, se escapó pasando por debajo de su brazo.

Vio que él se volvía para mirarla, sonriente, y algo pareció removerse en su interior. Aquel hombre no había hecho ningún intento por detenerla y, sin embargo, podía sentir el contacto de su mano como si fuera una realidad física. Nadie volvería a retenerla nunca contra su voluntad. Y sin embargo aquel hombre no le había inspirado ningún temor. «¡Estúpida! El hecho de que tenga encanto no lo vuelve menos peligroso», se recordó.

—¿Sois vos extraña? —replicó él.

Se le ocurrieron varias respuestas a aquella pregunta, ninguna de ellas muy femenina.

—Lo único que tiene de extraño mi comportamiento es que no os haya propinado un par de bofetadas —replicó Phyllida. El motivo por el cual no lo había hecho, después de la marcha de Buck, constituía por cierto un enigma para ella—. Que tengáis un buen día, señor.

Su boca le había sabido a vainilla y a café, mientras que su aroma le había evocado una tarde de verano en el jardín del rajá. Ashe se relamió el labio inferior mientras buscaba con la mirada al secretario inglés de su padre.

Mandaré el carruaje de la familia a buscaros, había escrito Tompkins en aquella última carta que había remitido al marqués junto con una doncella inglesa para Mata y Sara, y un secretario para su padre y para él mismo. El regalo más útil había sido efectivamente Perrott, abogado de confianza que parecía conocer hasta la última cifra y detalle del patrimonio y propiedades de los Eldonstone.

Dado que la repentina enfermedad e infortunada muerte de vuestro padre nos tomó a todos por sorpresa, me pareció aconsejable no perder tiempo en correspondencias y enviaros a una doncella inglesa, así como a mi secretario más capaz.

Su padre había reaccionado con rapidez nada más recibir la inevitable y desagradable noticia. Había llamado a Ashe al principado de Kalatwah, donde se había estado desempeñando como ayuda de cámara de su tío abuelo, el rajá Kirat Jaswan. Y luego había vendido, regalado o despachado sus posesiones, de manera que los cuatro se habían embarcado en el siguiente velero con rumbo a Inglaterra.

—Señor, el carruaje está ya aquí. Ya he avisado a vuestro padre y enviado el esquife.

—Aquí acaban vuestras tribulaciones, Perrott —dijo Ashe con una sonrisa mientras caminaba por el muelle junto al pelirrojo y servicial abogado—. Después de haberos pasado diecisiete semanas a bordo intentando enseñárnoslo todo, desde las leyes de arrendamiento e inversiones inglesas hasta las ramificaciones más oscuras de nuestro árbol familiar, debéis de sentiros deleitado de encontraros en casa de nuevo.

—Resulta, por supuesto, gratificante estar de regreso en Inglaterra, señor, y mi madre se alegará de verme. Sin embargo, ha sido un verdadero privilegio y un placer asistiros a vos y a vuestro padre.

«Y el pobre se ha enamorado perdidamente de Sara, con lo que probablemente será un alivio para ambos poner un poco de distancia de por medio», pensó Ashe. Era el único detalle estúpido que había encontrado en el comportamiento de Thomas Perrott. Enamorarse era cosa de criados, de románticos, de poetas y de mujeres. Y de estúpidos, algo que él no era. Ya no, al menos.

Su padre lo había hecho y, de manera insensata, se había casado por amor, algo por lo cual Ashe debería darle las gracias, ya que en caso contrario él no habría estado allí. Pero su padre era la excepción a la regla. En cualquier caso, un soldado de fortuna, que era lo que su padre había sido en aquel tiempo, podía hacer lo que gustara. En cambio su hijo, «el vizconde Clere», según se recordó con una mueca, debía casarse por razones por completo diferentes.

—Señor —Perrott se detuvo junto a un suntuoso carruaje negro, en cuya portezuela reconoció Ashe el escudo de la familia con el que estaba ya familiarizado por haberlo visto en documentos legales. Un escudo que figuraba también en el pesado sello que en ese momento portaba su padre.

Criados de librea saltaron del pescante para ponerse a su servicio. Dos carruajes más sencillos esperaban detrás.

—Son para vuestro servicio y el equipaje menor, señor. El grueso de la carga será despachada en cuanto esté en el muelle. Confío en que todo resulte a vuestra satisfacción.

—No veo carros de bueyes y menos aún señal de elefantes —observó Ashe con una sonrisa—. Entiendo que nos desplazaremos a desacostumbrada velocidad.

—Los gastos en forraje son asimismo mucho menores, ciertamente —repuso Perrott mientras volvían ambos sobre sus pasos para esperar al esquife.

—¡Aquí estás! —Phyllida dejó sombrero y retícula sobre la mesa mientras contemplaba la desgarbada figura de su hermano, que ocupaba el sofá como una marioneta a la que hubieran cortado los hilos.

—Aquí estoy —repuso Gregory, abriendo un ojo—. La cabeza me duele horrores, hermana querida, así que no me agobies, por favor.

—Haré algo más que agobiarte —le aseguró mientras lanzaba descuidadamente su abrigo sobre una silla—. ¿Dónde esta el dinero del alquiler?

—Ah, lo echaste en falta —sentándose, empezó a rebuscar en sus bolsillos. Una bola de billetes arrugados cayó al suelo—. Ahí lo tienes.

—¡Gregory! ¿De dónde diantres has sacado todo este dinero? —Phyllida se arrodilló y se puso a recogerlo, alisando los billetes y contándolos—. ¡Vaya, aquí hay más de trescientas libras!

—El azar —dijo sin más, repantigándose de nuevo.

—Tú siempre pierdes con el azar.

—Lo sé. Pero tú me agobiaste tanto repitiéndome que debía ser prudente y economizar que tus palabras me terminaron llegando al corazón. Tenías toda la razón, Phyll. No te he sido de gran ayuda, ¿verdad? Incluso califiqué tu sentido común de «agobiante». Pero admírate ahora de mi astucia: fui a un garito nuevo y ellos siempre quieren que ganes al principio, ¿verdad?

—Eso tengo entendido... —repuso, solo que no había sospechado que su hermano hubiera llegado a descubrir eso por sí mismo.

—Pues bien, viendo que había ganado, me propusieron, con sus sonrisas de tiburón, que me lo jugara todo a doble o nada. Y yo decidí aferrarme a la buena racha y no soltarla —explicó, engreído.

—¿Y dejaron que te marcharas sin mas? —el recuerdo de Harry Buck le provocó un escalofrío. Él jamás dejaba que un jugador ganador escapara indemne de alguno de sus garitos. Ni una virgen, por cierto. Sofocó el pensamiento como si cerrara de golpe un baúl.

—Oh, sí. Les dije que volvería mañana con amigos, para continuar con mi racha.

—Pero te desplumarán la segunda vez.

Gregory volvió a cerrar los ojos con un suspiro que revelaba mayor agotamiento que el causado por una simple resaca.

—Les mentí. Ya te lo he dicho: estoy pasando página, Phyll. Ayer por la mañana me estuve mirando largo rato en el espejo y me di cuenta de que la juventud no dura para siempre. Aquello me hizo pensar en las cosas que me habías estado diciendo y comprendí que tenías razón. Estoy harto de regatear cada penique sabiendo que tú trabajas tanto. Ambos necesitamos que me busque una esposa rica, y no encontraré ninguna en un garito de Wapping. Y necesitamos ahorrar para financiar un buen cortejo, según tus planes.

—Eres un santo —le dijo. Sabía que aquel ataque de virtud de su hermano no duraría mucho, pero lo quería con locura a pesar de todo. Quizá incluso hubiera madurado algo, realmente—. Me prometiste que iríamos al baile que dan mañana los Richmond, no te olvides.

—El baile de los Richmond no es precisamente el más selecto de los eventos sociales —observó Gregory.

—Difícilmente respondería a nuestro objetivo si lo fuera —replicó Phyllida—. Fenella Richmond es una pelotillera, lo que quiere decir que invita siempre a pelotilleros como ella junto a lo más granado de la alta sociedad. Seguro que encontraremos sus salones llenos de padres buscando un marido con título para sus hijos, a cambio de sus buenas guineas.

—Comerciantes. Industriales —parecía pensativo, no crítico, pero aun así ella se puso a la defensiva.

—Te recuerdo que tu hermana trabaja de tendera... Pero sí, estarán todos allí, dispuestos a integrarse en la gran sociedad. Si tienen a lady Richmond por una gran dama, imagina lo que disfrutarán conociendo a un guapo y soltero conde, con una casa en el campo y extensas propiedades. Así que muéstrate más encantador que nunca, hermano querido.

—Yo siempre soy encantador —resopló Gregory—. En ese aspecto no tengo problema ninguno. El desafío consiste más bien en ser alguien bueno y responsable. ¿Dónde has estado durante todo el día, Phyll?

Pensó que era mejor no revelarle que lo había estado buscando.

—Yo también estuve en Wapping, comprando abanicos a la tripulación de un velero procedente de China — «y viéndome atacada por una extraña corneja y besada por un hombre guapo», añadió para sus adentros. Al igual que llevaba haciendo durante las últimas horas, reprimió el impulso de llevarse los dedos a los labios—. Voy a guardar este dinero en la caja fuerte. Le diré a Peggy que esta noche cenaremos los dos.

Phyllida recogió sus cosas y volvió a atarse los cordones de su sombrero mientras bajaba corriendo las escaleras que llevaban al sótano.

—¿Peggy?

—¿Sí, señorita Phyllida? —la cocinera y ama de llaves salió de la cocina, secándose las manos—. El señor tiene resaca, por lo que veo. La bebida es una trampa y una abominación.

—Cenaremos los dos —Phyllida estaba acostumbrada a las drásticas condenas de Peggy sobre prácticamente cualquier actividad de disfrute—. Y Gregory ha traído dinero para pagar el alquiler y los salarios —se puso a contar los billetes en la mesa de madera de pino—. Toma. Esto es para ti, tu salario del mes pasado y el actual, y esto para Jane. Yo misma pagaré a Anna.

Jane era la escuálida moza para todo, mientras que Anna era la doncella de Phyllida.

—Hacedlo, por favor —dijo Peggy al tiempo que hacía montones con las monedas—. Gracias, señorita Phyllida. Espero que guardaréis el resto en la caja.

—Así lo haré. Ahora me voy a la tienda. Volveré en media hora.

—¡Guiso de conejo! —gritó Peggy a Phyllida, que corría ya escaleras arriba—. ¡Y pasteles de queso!

El día que había empezado tan mal estaba mejorando sorprendentemente, pensó Phyllida cuando salía de casa y giraba a la izquierda para enfilar Great Ryder Street, cruzar Duke Street en diagonal y entrar en Mason’s Yard. La renta y los salarios de la servidumbre estaban pagados, Gregory se había resignado a aceptar sus planes de buscarle una esposa rica y esa noche tendrían pastel de queso para cenar.

No había nadie cerca cuando entró por la puerta trasera de la tienda. Volvió a cerrarla bien y se dirigió a la parte delantera. Las contraventanas estaban cerradas y el interior del local en penumbra, pero podía distinguir las sombras de los carruajes que pasaban por Jermyn Street. Abriría al día siguiente, decidió mientras se arrodillaba ante el armario, apartaba un rollo de papel de embalar y levantaba el falso suelo. La caja fuerte estaba bien oculta debajo, a salvo de intrusos y de las peticiones de «préstamos» de su hermano. El rollo de billetes fue a reunirse con los ahorros que secretamente reservaba para la dote matrimonial.

La dote de Gregory, por supuesto, que no la suya. Phyllida cerró el armario y, en un impulso, abrió un cajón y sacó un paquete, que desenvolvió. Eran varitas aromáticas indias: cada pequeño rollo tenía una inscripción en un idioma que no sabía leer, junto con su traducción garabateada en inglés.

Rosa, pachuli, lirio, almizcle blanco, champa, resina de incienso, jazmín... y sándalo. Sacó una varita de uno de los rollos y se la acercó a la nariz. Se estremeció levemente en cuanto la reconoció. Olía a madera exótica, al igual que él. Un aroma peligroso y turbador, por alguna inexplicable razón. O quizá, en lugar de perfume, había sido el aroma de su piel, de aquella hermosa piel dorada...

Era absurdo, por supuesto. Él la había besado y protegido, divirtiéndose a su manera con la situación, y eso bastaba para turbar a cualquiera. No había misterio alguno en eso.

Phyllida abandonó la tienda, volvió a cerrarla con llave y regresó apresurada a casa.

Hasta que no estuvo cambiándose en su dormitorio no se dio cuenta de que había guardado la varita de sándalo en la retícula.

Había transcurrido algún tiempo desde que compró el paquete: de esa forma comprobaría su calidad. Acercó la punta a una llama y la varita empezó a quemarse mientras clavaba la base en la cera de una palmatoria. Luego se sentó decidida a no pensar en el brillo de diversión de aquellos ojos verdes mientras Anna, su doncella, le cepillaba el pelo.

Al día siguiente ejercería de tendera y después se convertiría en alguien enteramente distinto, por unas pocas horas, en el baile de lady Richmond. Ansiaba ya que llegara ese momento, aunque tuviera que pasar la velada mirando a matronas y debutantes, sin bailar. Porque bailar, al igual que soñar con amantes de ojos verdes y fantasear con el matrimonio, era para las otras mujeres, no para ella. Las volutas de humo de sándalo se elevaban en el aire, llevándose consigo sus sueños.

Dos

—¿Puedo ir de compras, Mata? Me gustaría visitar el bazar.

—Aquí no hay bazares, Sara. Son todo tiendas, con algunos mercados.

—Hay un sitio que se llama el Bazar de Panteón. Me lo dijo Reade.

Ashe enarcó una ceja y miró a su padre mientras se servía más café.

—No se parece a un bazar indio. Es mucho más tranquilo, y no se puede regatear. Es como un grupo de muchas tiendas pequeñas, todas juntas.

—Ya lo sé. Reade me lo explicó mientras me peinaba esta mañana. ¿Pero puedo ir, Mata?

—Hoy tengo demasiadas cosas que hacer para poder acompañarte.

La crítica mirada con que su madre abarcó la lúgubre penumbra de lo que le habían presentado como el «pequeño» salón matutino era en sí un claro indicio de lo que pensaba hacer durante la jornada, pensó Ashe. Inclinándose hacia su padre, murmuró:

—Cincuenta rupias a que mañana a esta misma hora Mata tiene a todo el servicio comiendo de su mano. Y cien a que esta misma semana empezará a redecorar la casa.

—No apuesto contra certidumbres. Si tu madre está pensando en deshacerse hoy mismo de estos horribles cortinajes, me alegaré de ello. Pero yo no puedo acompañarte, Sara —añadió el marqués cuando la joven dirigió su mirada implorante a los hombres sentados al otro lado de la mesa.

—Lo haré yo —se ofreció Ashe. Sara lo estaba afrontando bien, pero él sabía que se sentía tan intimidada como ilusionada con aquel extraño y nuevo mundo—. Podríamos dar un paseo, pero limitándonos a ver escaparates: no pienso dejarme arrastrar de una tienda a otra mientras tú titubeas a la hora de comprar alguna cursilería. Había pensado en ir a Jermyn Street. Hay allí algunas tiendas bien surtidas, según me comentó Bates, y necesito jabón de afeitar.

Una hora después, Sara ya se estaba quejando:

—¡Soy la que se está dejando arrastrar de una tienda a otra mientras tú titubeas a la hora de comprar jabón de afeitar!

—Tú también has comprado jabón. De tres clases —replicó Ashe, recordando de pronto por qué huía como de la peste de salir a comprar con mujeres—. Mira, una sombrerería de moda.

En realidad ignoraba si estaba de moda o no. Los años pasados enteramente en un principado indio no lo facultaban precisamente para calibrar los absurdos objetos que las mujeres inglesas lucían en sus cabezas, además de que todo lo inglés que se veía en Calcula llegaba por lo menos con año y medio de retraso. Pero aquello ciertamente entretenía a Sara. La vio detenerse ante el escaparate mientras miraba suspirando un sombrero de encaje, plumas y cintas de satén.

—Será mejor que no entres –le advirtió Ashe con tono firme, tomándola del brazo para continuar por Duke Street—. No quiero tener que explicarle a Mata por qué has vuelto a casa con un adorno propio de mujeres más bien ligeras...

—¿No te parece que Londres huele muy raro? No hay especias, no hay flores. Y no hay nada muerto, ni vendedores de comida en las calles.

—Aquí no —convino él—. Pero es que esta es la parte elegante de la ciudad. Incluso así, hay desagües y bosta de caballo, si es que echas de menos los ricos aromas de la vida callejera —de repente se detuvo delante de una pequeña tienda, con el relieve de dos ramas de laurel flanqueando una puerta pintada de verde—. Mira, fíjate en esa estatuilla de jade...

—Está llena de cosas preciosas... —dijo Sara, contemplando los objetos expuestos en el escaparate y en el interior de la tienda.

Pequeñas tallas y joyas se destacaban sobre un revoltijo de telas. Miniaturas pintadas se codeaban con lo que parecían iconos rusos. Antiguos ídolos de terracota descansaban al lado de vajillas japonesas. Ashe retrocedió un paso para leer el letrero que colgaba encima de la puerta.

—El Gabinete de la Curiosidad. Un nombre muy adecuado. Mira ese colgante de piedra de luna: es justamente del mismo color de tus ojos. ¿Entramos a verlo?

Sara le apretó el brazo toda entusiasmada y entró rápidamente mientras él le sostenía la puerta. Encima de sus cabezas tintineó una campanilla y se abrió la cortina del fondo de la tienda.

—Buenos días, monsieur, madame.

La tendera, según parecía, era francesa. Antes de acercarse, vaciló en un primer momento como sorprendida de verlos. Era de estatura mediana, llevaba el cabello oculto bajo una cofia blanca, con lentes tintados en la punta de la nariz. Iba perfectamente ataviada con su sencillo y recatado vestido pardo, abotonado hasta el cuello.

—¿En qué puedo ayudaros? —inquirió mientras se subía los lentes con gesto firme.

—Nos gustaría examinar el colgante de piedra de luna, si fuerais tan amable de mostrárnoslo.

—Certainement. ¿Deseáis sentaros, madame? —señaló una silla y sacó un llavero de filigrana. Una vez abierto el armario, sacó la joya, que descansaba sobre un lecho de terciopelo, y la puso delante de Sara.

Ashe vio cómo su hermana examinaba el colgante con el exquisito cuidado que su madre le había enseñado a tener. Era tan selectiva como él en cuanto a gemas y, por muy bonito que fuera el abalorio, no se lo llevaría caso de tener algún defecto.

Pero su atención se veía distraída, como sorprendido por una intuición que siempre había asociado con el instinto del cazador. Algo marchaba mal... No, más bien era como si no encajara algo. Se removió inquieto, abarcando con la mirada el pequeño espacio de la tienda. Nadie lo estaba espiando desde detrás de alguna cortina: estaba seguro de que se hallaban los tres solos.

Se dio cuenta entonces de que la vendeuse lo estaba observando. No tenía la mirada fija en el colgante, ni tampoco en Sara, espiando las reacciones de una potencial cliente, sino, discretamente, en él. «Interesante» pensó Ashe. Cambió de posición para poder contemplarla a su vez en la puerta de espejo de un armario veneciano. Era más joven de lo que había juzgado a primera vista, de cutis fino y sin arrugas, altos pómulos, barbilla ligeramente apuntada, ojos ocultos por aquellos lentes tintados. Vio que se mordía el labio inferior y movía las manos como si estuviera haciendo esfuerzos por no cerrar los puños. Había algo en aquella mujer que le resultaba tremendamente familiar.

—¿Cuánto cuesta? —inquirió de repente Sara, y la mujer se volvió para inclinarse hacia ella.

Algo en la manera que tenía de moverse volvió a alertarlo. Ashe decidió acercarse por detrás, como esperando interesado su respuesta. Advirtió que se removía inquieta, aparentemente incomodada por su cercanía, pero sin atreverse a mirarlo.

Nombró un precio. Sara chasqueó inmediatamente la lengua a modo de rechazo, presta a regatear. Ashe se acercó todavía más y sintió que la francesa se tensaba como un animal acosado. Tenía el cabello castaño, a juzgar por los finos mechones que escapaban de la severa cofia, y que formaban un seductor y delicado velo alrededor de la vulnerable nuca.

—Querría que la cadena estuviera incluida en el precio —dijo Sara.

Ashe inspiró hondo. Olía a mujer cálida y nerviosa y a...

—Jazmín —musitó, muy cerca de la oreja de la vendeuse. Vio que se quedaba paralizada. Oh, sí, aquello era decididamente como salir de caza—. Viajáis con frecuencia, madame.

—¿Lo decís por lo variado de mis artículos, monsieur? —replicó con tono firme, sin temblar en absoluto, un indicio del excelente estado de sus nervios—. Proceden ciertamente de todos los rincones del mundo. Y, sí, el colgante le sienta tan bien a vuestra esposa que incluiría con gusto la cadena en su precio.

—Pero... —empezó Sara.

—¿Lo quieres, querida? —la interrumpió Ashe—. Nos lo llevaremos entonces.

Resultaba interesante, y también sutilmente ofensivo, que la dama que había conocido en los muelles hubiera dado por hecho que estuviera casado. De manera perversa no vio razón alguna para sacarla de su error, y tampoco iba a sacar el tema en presencia de Sara.

¿Qué clase de hombre pensaría que era? ¿De los que besaban y flirteaban con la primera mujer con la que se topaban, teniendo una esposa en casa? Ashe no se tenía precisamente por un santo, pero se había criado con el ejemplo de fidelidad conyugal que representaban sus padres y despreciaba a los hombres que traicionaban a sus esposas. Esa era precisamente la razón por la que estaba tan determinado a escoger con sumo tacto. Estaban en Inglaterra, no en la India, y allí carecía de excusas para saltarse las reglas sociales.

Ashe estaba obligado a casarse y a engendrar el siguiente heredero; a engrandecer el título y apellido de su familia con las relaciones sociales adecuadas, así como el patrimonio familiar con tierras y con dinero. Miró a su hermana, recordándose una vez que las esperanzas que ella misma tenía de hacer un adecuado matrimonio dependían únicamente de la respetabilidad. Él, sin embargo, tendría que vincularse a una mujer capaz de aportar los contactos y la dote adecuados. Y debería haber un mutuo respeto, o la relación sería intolerable. El amor no tendría allí cabida alguna.

—¿Es vuestra la tienda? —inquirió mientras se quitaba los guantes para contar los billetes del rollo que le había entregado Perrott. Calculando los tipos de cambio de las monedas, intentó hacer una estimación de todo lo que podía ver en la tienda. Incluso a precios de la India, parecía representar una notable inversión.

—Sí, monsieur.

Se aferraba obstinadamente a su disfraz de vendedora francesa. Habituado como estaba a negociar con el adversario francés en la India, no pudo menos de admirar su acento.

—Impresionante. Me ha sorprendido que el nombre de la tienda sea El Gabinete de la Curiosidad, y no de las Curiosidades.

Sin los desagradables olores del río y de aquel nefando callejón, el sutil aroma a jazmín que despedía su piel cálida embriagaba completamente sus sentidos. Sintió que su cuerpo empezaba a manifestar inequívocos síntomas de interés.

—Es mi intención estimular el intelecto —explicó ella mientras le devolvía el cambio.

Sus desnudos dedos tocaron su palma y él aprovechó para cerrar en ese momento la mano.

—¿Los sentidos también? —sugirió. Vio que se quedaba muy quieta. Sus dedos eran cálidos, finos. Bajo el pulgar, podía sentir el martilleo de su pulso. Se dio cuenta de que él no era el único en reaccionar.

—Para encontrar los tesoros que hay aquí, es necesaria la curiosidad —terminó ella con voz insegura, como si se hubiera quedado sin aliento. El acento lo había perdido también, en parte.

—Podéis estar segura de que vos habéis estimulado la mía —murmuró Ashe—. Volveré, con o sin mi... hermana.

Sintió que su mano se tensaba dentro de la suya para relajarse luego con la misma rapidez. Aquello le demostró que era tan consciente de él como él de ella, y que la noticia de que estaba soltero no había sido mal recibida.

—Debo envolver el colgante, monsieur.

Intentó retirar la mano y él la soltó. No había alianza de matrimonio en aquellos largos y finos dedos de uñas ovaladas, exquisitamente cuidadas. El instinto de caza se agitó de nuevo en su alma, y también ciertas partes de su cuerpo que habría hecho bien en mantener bajo control cuando supuestamente estaba acompañando a su hermana en una inofensiva expedición de compras.

Ashe se guardó la caja aplanada en el bolsillo interior de su chaqueta, volvió a ponerse los guantes y esperó a que Sara recogiera su retícula y su parasol.

—¿Abrís la tienda cada día?

—Non. Abro a capricho mío, monsieur —respondió la dama de las curiosidades, ya con un tono cortante y recuperado el falso acento francés—. Suelo salir a comprar artículos.

—¿A los muelles de Londres, quizá?

Ella se encogió de hombros, en un elegante gesto que le hizo preguntarse si no sería, al fin y al cabo, francesa. Pero su acento de la primera vez que se vieron había sido el de un inglés perfecto.

—En cualquier lugar donde pueda encontrar tesoros para mis clientes, monsieur. Os deseo paséis un buen día, monsieur, mademoiselle...

—Au revoir —le devolvió el saludo en francés, y sonrió divertido al ver que fruncía los sabios. Porque la dama sospechó, acertadamente, que se estaba burlando de ella.

Phyllida corrió el cerrojo y se refugió en la trastienda. Él. Allí. Como si no tuviera ya suficientes problemas mientras intentaba, en vano, sacárselo de la cabeza. Alzó la mano derecha, la misma que él había capturado por unos instantes dentro de su puño grande y moreno. Se había sentido desbordada, una inesperada sensación. Y lo más turbador de todo era que no había sido en absoluto desagradable. La presencia de un hombre fuerte y decidido en contraste con la indolente indecisión de Gregory resultaba... estimulante. Y peligrosa. Se recordó que a pesar de todo su encanto o precisamente por ello mismo era un hombre, y un hombre decidido probablemente a apoderarse como fuera de lo que deseaba, caso de que ese encanto no funcionara. Los hombres no vacilaban en servirse de su superior fortaleza física a la hora de aprovecharse de una mujer.

Se había presentado no con su diabólico pájaro, sino con una encantadora hermana que parecía tan inteligente como hermosa. ¡Y el muy canalla, después de aquel beso, había dejado que ella se engañara pensando que era su mujer! Aunque eso no quería decir que no tuviera una esperándolo en casa, por supuesto. Lo cual no podía importarle menos, por cierto.

¿Pero quién era él? Le había pagado en efectivo, de lo que deducía que no era alguien de la alta sociedad. De haberlo sido, simplemente le habría entregado su tarjeta y esperado que le enviara una factura. Además, nunca lo había visto antes y ella conocía a todo el mundo de alguna importancia en Londres, de vista al menos. Quienquiera que fuese, era acaudalado. Su vestimenta era, como lo había sido aquel primer día, exquisita, con aquel toque de elegancia extranjera. Su hermana vestía también de manera impecable. Solo las perlas que adornaban su cuello y sus orejas eran de una altísima calidad.

¿Un rico comerciante? Que trabajara para la Compañía de las Indias Orientales podría explicar su presencia en los muelles. Un naviero, quizá.

Phyllida se dio cuenta de que estaba haciendo un nudo con la cadena de su llavero y lo deshizo con gesto impaciente. Aquel hombre era la primera persona que había conectado las diferentes facetas de su complicada vida. Pero dado que no estaba en posición de relacionarla con la señora Drummond, la tratante que recorría el East End y los muelles en busca de tesoros para madame Deaucourt, la copropietaria del Gabinete de la Curiosidad junto con ella, la algo turbia hermana del conde de Fransham, seguro que no podría representar peligro alguno...

«Solo en tus alocadas fantasías», se reprochó. Nunca antes le había gustado que la besaran, y las caricias que había recibido en Customs House habían procedido de una mano experta. Aquel hombre era un seductor de la peor especie, se recordó Phyllida mientas se calaba de nuevo los lentes tintados y se dirigía a abrir nuevamente la tienda.

Además de que debía de flirtear con todo lo que tuviera faldas, decidió mientras se miraba de pasada en el espejo. Nunca habría podido alegar la excusa de que se había quedado tan impresionado por su belleza que no había sabido lo que estaba haciendo. Vestida y peinada adecuadamente no estaba mal, ciertamente. Pero el día anterior, con aquel vestido de tela basta y el cabello recogido y oculto bajo aquella redecilla, jamás habría sido merecedora de una segunda mirada: lo cual, por supuesto, había sido precisamente su intención. Y algo le había costado a él reconocerla, pese a la sagacidad que traslucían sus ojos verdes, con el atuendo que se había puesto ese día.

El problema era que se descubría deseando con imprudente abandono que aquel desconocido le dedicara precisamente una segunda mirada. Y aquella suerte de locura amenazaba todo el plan de campaña que había empezado a la edad de diecisiete años, y que tanto le había costado desarrollar. «¡Imbécil», se amonestó. «Si se digna mirarte será para hacerte su amante: una simple posesión, y no su esposa». Porque el matrimonio no era para ella una posibilidad, sino un sueño.

—Bonjour, madame —abrió la puerta para saludar con una respetuosa reverencia a lady Harington, que respondió con un breve asentimiento de cabeza.

Era una cliente habitual, que obviamente ignoraba que, apenas dos tardes atrás, había mantenido una conversación de quince minutos con Phyllida Hurst antes de un concierto.

—He recibido un pequeño envío de los abanicos más elegantes de Oriente, madame —procedió a sacarlos de sus envoltorios y los desplegó sobre el mostrador—. Cada uno es único en su estilo. Solo los muestro a las clientes que saben apreciarlos.

«Y además son muy, pero que muy caros», añadió para sus adentros al ver el brillo de avidez de los ojos de la dama. Ganar dinero para librarlos a los dos de la ruina y para hacer de Gregory un caballero perfectamente respetable: ese objetivo lo era todo para ella. Y no debía dejar que nada amenazara aquellos planes.

—Gracias por el regalo, Ashe —Sara lo tomó del brazo mientras abandonaban Saint James Square para girar por Pall Mall—. ¿Por qué le dejaste creer a la vendedora que estábamos casados?

—No tardé en corregirla. No es asunto que le concierna —«pero se mostró interesada», se recordó.

—Flirteaste con ella.

—¿Y qué es lo que sabes tú de flirteos, si me permites que te lo pregunte? Todavía no te has presentado en sociedad.

Uno de los problemas de ser varón y soltero era que Ashe era demasiado consciente de los pensamientos, anhelos e intenciones de los demás varones solteros que no tardarían en entrar en contacto con su hermosa, dulce e inocente hermana. Solo de pensarlo le entraban ganas de encerrarla y esconder la llave durante otros cinco años.

—Me presenté en Calcuta. Fui a fiestas, picnics y bailes. A todo tipo de eventos, de hecho —ladeó la cabeza y le lanzó una pícara mirada—. Lo que pasa es que como tú estuviste todo el tiempo en Kalatwah, no te enterabas de lo que hacía.

—Aquello era distinto. Aquí todo es mucho más formal. Hay muchas reglas y convenciones y el escándalo acecha constantemente, especialmente en tu caso. Sé que es injusto, pero...

—Ya lo sé. Las jóvenes damas deben tener un comportamiento irreprochable, ser tan inocentes como bebés —Sara suspiró con aire teatral—. Lástima que yo no lo sea tanto.

—¿Qué? —Ashe se detuvo en seco. Solo cuando se dio cuenta de que estaban en plena calle, continuó caminando. Si tenía que regresar a la India para despedazar al individuo que le había puesto las manos encima a su hermana, lo haría sin dudarlo—. Sarissa Melissa Herriard, ¿quién es él? —gruñó.

—Nadie, tonto. Hablaba metafóricamente. No esperarás que Mata sea una de esas mujeres gazmoñas que no explican nada a sus hijas y esperan luego que lo descubran todo de golpe en su noche de bodas, ¿verdad? O que permiten que se metan en problemas porque no entienden lo que los hombres esperan de ellas.

Ashe gimió por lo bajo. No, por supuesto que su madre, educada como una princesa india, y presumiblemente instruida en la teoría de aquellos arcanos textos de su cultura, habría transmitido esa misma sabiduría a su hija en cuanto hubo alcanzado edad de merecer. No quería ni pensar en ello.

Ashe había pasado demasiado tiempo lejos de casa y su hermana pequeña había crecido demasiado rápido. A bordo del barco no se había dado cuenta. Sara había desplegado su infantil entusiasmo, su espíritu de curiosidad, y no había habido ningún hombre joven con quien flirtear salvo el desventurado señor Perrott. Como resultado, Ashe había seguido pensando en ella como en la adolescente que había dejado atrás cuando se trasladó a la corte de su tío abuelo. Pero ya tenía veinte años. Toda una mujer.

—Entonces finge, con todas tus fuerzas, que no tienes la menor idea —le dijo.

—Por supuesto —repuso su hermana, siempre tan recatada—. Entonces, ¿estuviste flirteando?

—No. Yo no flirteo con tenderas francesas poco atractivas.

—Mmm... No estoy seguro de que sea poco atractiva —dijo Sara—. Aunque creo que le gusta parecerlo. Quizá para ahorrarse problemas con los caballeros libertinos como tú —se detuvieron ante un inconexo y ruinoso edificio de ladrillo, con dos guardias de chaquetas rojas vigilando la entrada—. ¿Qué diantres es eso? —inquirió antes de que Ashe pudiera preguntarle por qué lo consideraba un libertino, y si sabía reconocer a alguno.

—El palacio de Saint James —respondió—. Es muy antiguo.

—Es una triste excusa para un palacio, en mi opinión. El del rajá más joven de la India sería mucho mejor —arrugó la nariz en un gesto desaprobador.

—Vamos hacia el parque —Ashe pasó con ella delante de los guardias, antes de que pudieran arrestarlos por lèse majesté o cualquier delito relacionado con formular algún grosero comentario sobre los palacios del soberano.

—¿De modo que estás buscando amante? —le preguntó Sara mientras atravesaban el pasaje bautizado con el extraño nombre de las lecheras, para entrar en Green Park.

—¡No! —pero sí. Ciertamente no pensaba hablar de ello con su hermana pequeña. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado con una mujer. Había tenido relaciones después de Reshmi; al fin y al cabo no era ningún monje, pero el viaje había durado meses y en el barco había llevado una vida monástica.

—Pero tendrás que buscar esposa. Mata así lo piensa. Al menos en Londres hay muchas más mujeres de las que enamorarse de las que había en la sociedad de Calcuta.

—No tengo intención de enamorarme. Necesito encontrar una esposa conveniente para un vizconde — «que además es heredero de un marquesado», añadió para sus adentros.

—Pero padre y Mata se casaron por amor. Oh, mira, hay vacas pastando en los prados. Pero no son sagradas, ¿verdad?

—No lo creo. No a no ser que la Iglesia de Inglaterra haya desarrollado algún extraño ritual... Mira, hay lecheras ordeñándolas... —se interrumpió—. Nuestros padres se conocieron y se enamoraron antes de saber que el tío de papá había muerto, haciendo heredero al abuelo. Mata incluso huyó antes de la boda, nada más enterarse, ya que no creía que pudiera ser una buena marquesa.

—¡Lo sé, pero es ridículo! Mata es inteligente, hermosa y valiente —declaró Sara con vehemencia—. ¿Qué más podía necesitar?

—Es la hija ilegítima de un comerciante de las Indias Orientales y una princesa india... Tendrás que convenir conmigo en que no es la habitual dama de la aristocracia inglesa. Solo consintió en casarse con nuestro padre porque lo ama... ¿por qué crees que se quedó en la India hasta el último momento?

—Yo creía que porque papá y el abuelo se odiaban.

Ashe pensó que esa era ciertamente una manera de describir una relación en la que un viejo y amargado holgazán había despachado a su hijo de diecisiete años para la India contra su voluntad.

—Nuestro padre se labró una nueva vida, su propia reputación en la India. Él nunca quiso volver, sobre todo con los temores de Mata, pero ambos sabían que era su obligación —se encogió de hombros—. Y un día, un día que espero que sea muy lejano... esa será también mi obligación. Y no pienso hacer pasar a otra mujer lo mismo que está pasando nuestra madre. Son muchísimas cosas por aprender, la convicción de que la gente habla a sus espaldas, las dudas constantes sobre si está o no a la altura, o si su origen es o no lo suficientemente noble...

—No me había dado cuenta de que eso fuera tan malo. Después de todo, sí que soy bastante inocente —reconoció Sara con un suspiro—. Me esforzaré todo lo posible por no darle más preocupaciones —le lanzó una sonrisa—. Puedo ser muy buena cuando me lo propongo. Y supongo que si tú encuentras a la esposa adecuada, ella también le será de gran ayuda a Mata, ¿no?

—Sí —convino Ashe, detestando al mismo tiempo aquella sensación que tenía de estar hablando de un caballo—. Ella podrá hacer de carabina tuya una vez nos hayamos casado. Y una esposa adecuada deberá tener buenos contactos en la política y en la sociedad —todavía era muy poco lo que sabía de la política inglesa, pero las intrigas de la corte india le parecían muy simples en comparación con lo que había leído al respecto.

—Yo quiero encontrar a alguien del que enamorarme, como Mata encontró a nuestro padre. Pobrecito Ashe... —Sara le apretó el brazo, compasiva—. El tuyo no será un matrimonio de amor.

Debería haber respondido rápidamente, o bromeado de alguna forma. Sara lo conocía demasiado bien.

—Oh, ¿es que acaso ha habido alguien?

—Sí. Quizá. No lo sé —estaba balbuceando. Él nunca balbuceaba. Procuró dominarse—. La cosa nunca llegó tan lejos.

—¿Quién? —al ver que no respondía, inquirió—: ¿En Kalatwah?

«Reshmi», pronunció Ashe para sus adentros. Sus grandes ojos oscuros, una boca llena de pecaminosas promesas, un corazón lleno de gozo y risas».

—Sí.

—¿La dejaste?

—Murió.

Habían pasado dos años. Su relación había estado condenada desde el principio y finalmente él había tenido que decírselo, y con demasiada brusquedad, porque no había querido hacerlo. Se comentó que fue un accidente que hubiera pisado una krait oculta entre la hierba seca, y él mismo intentó creer que había sido casualidad, que ella nunca habría querido matarse de una manera tan horrible, tan dolorosa. Pero su conciencia le decía que Reshmi había estado demasiado distraída, demasiado dolida para ver por dónde iba, como solía hacer normalmente.

Era culpa suya. Desde la muerte de Reshmi, había administrado sus relaciones con un cínico cuidado, sin malentendidos ni por una ni por otra parte. Y sin compromisos.

—Fue hace mucho tiempo. Ya no pienso en ella —procuraba no hacerlo, porque cuando pensaba en Reshmi volvía a sentir el dolor de su pérdida, el recuerdo de la dulzura de sus labios en los suyos. La culpa por haber ejercido tanto poder sobre la felicidad de otra persona para terminar fallándole.

Nunca la encontraría otra vez: aquella casi inocente sensación del primer amor. Una sensación que había quedado repentinamente truncada, como una amputación. Era eso, junto con la culpa, lo que explicaba por qué le dolía tanto. Nunca volvería a ser tan joven, ni tan ingenuo, lo cual era una bendición porque el amor parecía perjudicar siempre a las dos partes. ¿Cómo podía el superviviente soportar el dolor causado por la muerte del que no sobrevivía?

Sara se inclinó hacia él y apoyó la cabeza en su hombro por un momento, demasiado respetuosa para seguir haciéndole preguntas. Al cabo de unos segundos, comentó:

—Mira, están ordeñando las vacas. ¿No es increíble? ¡Aquí mismo, al lado del palacio! —de repente se soltó de su brazo y echó a correr por el césped, riendo, para que él la siguiera por la hierba verde, olvidado del tórrido calor y de los colores de la India. Porque todo aquello no era más que el pasado.

Tres

—¡Con qué elegancia baila vuestra hija, señora Fogerty!

Teniendo en cuenta la cantidad de dinero derrochado en la ropa de la señorita Fogerty y la casi exasperada corrección de sus maneras, «elegante» era probablemente un cumplido más que aceptable para su amorosa madre.

—Gracias —sonrió afectadamente la matrona mientras hacía sitio a Phyllida en el banco tapizado. Sus esfuerzos para recordar con quién estaba hablando resultaban dolorosamente visibles, pero Phyllida no se molestó en iluminarla—. Su pareja es un excelente bailarín —añadió la matrona, contemplando detenidamente a Gregory.

—¿El conde de Fransham? Sí, ciertamente. Una familia de alcurnia —Phyllida agitó suavemente su delicado abanico, permitiendo que la señora Fogerty reparara en los antiguos broches y camafeos que lucía. Formaba parte del rico surtido de su tienda, lo que significaba que, cuando quisiera venderlos, tendría que recurrir a un intermediario si no quería que los reconocieran.

—¿Sois pariente suyo? —de repente la mujer mayor parecía ávida de conocer detalles.

—Conocida –mintió. Cuando de lo que se tratara era de cortejar, Phyllida se resignaba siempre a diluirse en un segundo plano—. Grandes propiedades, por supuesto, y una magnífica casa en el campo –«con decenas de cubos bajo las goteras, carcoma en el tejado y jardines de fantasía convertidos en oscuras junglas», añadió para sus adentros—. Aunque —bajó la voz—, como tanta antigua y noble familia, los recursos para invertir escasean un tanto.

—¿De veras? —la señora Fogerty entrecerró los ojos mientas contemplaba la apuesta figura de Gregory y el corte impecable de su traje con renovado interés. Para alegría de Phyllida, parecía haberse iluminado con la insinuación de que el conde andaba a la busca de una rica esposa, y sin que pudiera mostrarse muy selectivo respecto a la nobleza de su origen.

El señor Fogerty, un molinero de Lancashire que había prosperado gracias a su propio esfuerzo, figuraba entre los primeros puestos de la lista de padres ricos en busca de un yerno de la aristocracia. Y Emily Fogerty parecía una joven inteligente y agradable, aunque quizá no lo suficientemente obstinada para lidiar con Gregory. La chica, sin embargo, no era la única candidata, ni tampoco la favorita de Phyllida. Al cabo de unos minutos de conversación, se disculpó para partir en busca de la señorita Millington, hija única del banquero Sir Ralph Millington y candidata ideal.

—¡Phyllida Hurst! —la llamó de pronto la condesa viuda de Malling, que parecía montar guardia a la entrada del salón de baile de los Richmond.

—Madame —ejecutó una reverencia, sonriendo. Aquel viejo dragón solía aterrorizar y ahuyentar a media sociedad, pero a Phyllida la divertía, conociendo como conocía el gran corazón que ocultaba bajo su adusto exterior—. ¿Me permitís que alabe vuestro sombrero?

—Doy miedo con él —la vieja dama se tocó el extremo en punta mientras esbozaba una diabólica sonrisa—. Pero me gusta. Y bien, ¿cómo te va la vida últimamente, querida?

Estaba lejanamente emparentada con su madre y se había esforzado mucho en mitigar el escándalo producido por el matrimonio de sus padres, encargándose de que sus hijos fueran debidamente aceptados en la alta sociedad. Phyllida gozaba de la confianza necesaria para compartir rumores y chismes con ella, criticar su vestuario y preguntarle por sus doguillos, Hércules y Sansón.

—¿Podemos sentarnos, madame?

—¿Y perdernos las llegadas de los invitados? Absurdo —lady Malling le propinó un doloroso golpe de abanico en la mano—. Dame tu brazo. ¡Vaya! ¿Qué es aquello que relumbra? Ah, es Georgina Farraday, que se ha teñido el pelo de rubio. ¿A quién querrá engañar?

El baile acababa de terminar y la música había cesado, con lo que el comentario destacó claramente sobre el murmullo de las conversaciones. Phyllida reprimió una sonrisa.

—Prefiero no comentar nada, madame —musitó.

—¡Bah! Oh, aquello que estoy viendo ahora es mucho más interesante. Eso es justamente lo que llamo una figura perfecta de caballero.

Phyllida no pudo evitar darle la razón. El caballero que se hallaba al pie de la entrada debía de contar unos cincuenta y muchos años, pero dudaba que tuviera un solo gramo de grasa superflua en su espléndido cuerpo alto y delgado, de anchos hombros. Su cabello cano tenía un brillo dorado y su traje de noche presentaba un corte tan sencillo como elegante, que favorecía su atlética figura. Llevaba del brazo a una impresionante dama de piel atezada, con una gran melena de color castaño oscuro y elaborado peinado.

—Es decididamente guapo. Como lo es también su dama... fijaos en la finura de sus movimientos. Debe de ser extranjera... Italiana, ¿no os parece?