9,99 €
Bartleby, el escribiente es una de las narraciones más originales y conmovedoras de la historia de la literatura. Melville escribió este relato a mediados del siglo xix, pero por él no parece haber pasado el tiempo. Nos cuenta la historia de un peculiar copista que trabaja en una oficina de Wall Street. Un día, de repente, deja de escribir amparándose en su famosa fórmula: "Preferiría no hacerlo". Nadie sabe de dónde viene este escribiente, prefiere no decirlo, y su futuro es incierto pues prefiere no hacer nada que altere su situación. El abogado, que es el narrador, no sabe cómo actuar ante esta rebeldía, pero al mismo tiempo se siente atraído por tan misteriosa actitud. Su compasión hacia el escribiente, un empleado que no cumple ninguna de sus órdenes, hace de este personaje un ser tan extraño como el propio Bartleby. El libro está ilustrado por Javier Zabala, Premio Nacional de Ilustración 2005. "Bartleby, que data de 1856, prefigura a Franz Kafka. Su desconcertante Protagonista es un hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción. El autor no lo explica, pero nuestra imaginación lo acepta inmediatamente y no sin mucha lástima. En realidad son dos los protagonistas; el obstinado Bartleby y el narrador que se resigna a su obstinación y acaba por encariñarse con él." Jorge Luis Borges
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 81
Veröffentlichungsjahr: 2013
BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE
Herman Melville
Ilustraciones de Javier Zabala
Título original: Bartleby the Scrivener: A Story of Wall Street
© de las ilustraciones: Javier Zabala
© de la traducción: M.ª José Chuliá García
Edición en ebook: septiembre de 2013
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN DIGITAL: 978-84-15717-55-3
Diseño de colección: Diego Moreno
Corrección ortotipográfica: Ana M.ª Patrón
Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Contenido
Portadilla
Créditos
Autor
Ilustraciones
Herman Melville
(Nueva York, 1819-1891)
Novelista estadounidense y una de las principales figuras de la historia de la literatura. A los diecinueve años, descartando la posibilidad de ir a la universidad, comenzó a embarcarse en viajes que inspiraron sus obras, pasando algún tiempo en las islas del Pacífico.
De regreso a Estados Unidos trabajó como profesor y en 1841 viajó a los Mares del Sur a bordo del ballenero «Acushnet». Esta experiencia le sirvió para escribir Moby Dick.
Su exploración de los temas psicológicos y metafísicos influyó en las preocupaciones literarias del siglo xx.
Su muerte el 28 de septiembre de 1891 pasó desapercibida. Fue enterrado en un cementerio de la parte norte del Bronx.
Javier Zabala
(Léon, 1962)
Estudió Diseño Gráfico e Ilustración en la Escuela de Arte de Oviedo. Ha ilustrado más de 60 libros para las más importantes editoriales españolas y algunas de las más prestigiosas de Suiza, Italia, Reino Unido, China…
Sus libros han sido publicados en 15 idiomas y sus ilustraciones expuestas en numerosas muestras por todo el mundo. En 2005 recibe la Mención de Honor de los Premios de la Feria Internacional del libro infantil y juvenil de Bolonia por su libro D. Quijote.
El Ministerio de Cultura español le otorga el Premio Nacional de Ilustración 2005 por El Soldadito Salomón.
Soy un hombre de edad relativamente avanzada. Durante los últimos treinta años, por la naturaleza de mi profesión, he mantenido contacto más que frecuente con lo que podría parecer un tipo de hombres interesante aunque extraño, sobre los cuales, que yo sepa, no se ha escrito nada nunca; me refiero a los copistas de leyes o amanuenses. He conocido a muchos de ellos profesional y personalmente y, si quisiera, podría relatar historias dispares, ante las cuales los caballeros de natural bondadosos podrían sonreír, y las almas propensas a la sensiblería derramar lágrimas amargas. Pero prescindiré de las biografías de todos los otros escribientes a cambio de unos pocos pasajes de la vida de Bartleby, que fue el amanuense más extraño que haya visto o del que haya oído hablar jamás. Mientras que sobre los otros copistas de leyes podría escribir toda su vida, sobre Bartleby no podría hacer nada parecido. Creo que no existe material alguno para escribir una biografía completa y satisfactoria sobre este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby fue uno de esos seres de quien no se puede asegurar nada a no ser por fuentes primarias, que en este caso son muy escasas. Lo que mis propios y atónitos ojos vieron de Bartleby es todo lo que sé de él, excepto, en efecto, un vago rumor que aparecerá en el apéndice final.
Antes de presentar a este amanuense tal y como apareció ante mí la primera vez, resultaría conveniente que hiciera alguna mención sobre mi persona, sobre mis empleados y mi negocio, sobre el bufete y aledaños en general, ya que tal descripción puede resultar imprescindible para comprender adecuadamente al gran personaje del que voy a hablar.
In primis,1 soy un hombre a quien desde su juventud le ha invadido una profunda convicción, la de que la mejor forma de vida es la más sencilla. Por eso, aunque pertenezco a una profesión que ha sido de siempre muy activa y excitante, llegando incluso a cundir el pánico en ocasiones, no obstante, yo no había vivido nunca nada parecido; nada que pudiera invadir mi tranquilidad. Yo soy uno de esos abogados en absoluto ambiciosos, de esos que nunca se dirigen a un jurado o que, en modo alguno, provocan un elogio público, sino que en la serena tranquilidad de una cómoda guarida, saco adelante un cómodo negocio entre préstamos, hipotecas y títulos de propiedad de gente rica. Todos los que me conocen me consideran un hombre excepcionalmente sensato. El difunto John Jacob Astor,2 un personaje poco dado al entusiasmo poético, no dudó en decir que mi primera y gran cualidad era la prudencia, y la segunda el método. No lo digo por vanidad; tan solo quiero dejar constancia de que si no me quedé sin empleo en el ámbito de mi profesión fue gracias al difunto John Jacob Astor, nombre, lo admito, que me encanta repetir, pues tiene una musicalidad redondeada y orbicular que suena a lingotes de oro y plata. Me tomaré la libertad de añadir que la buena opinión del difunto John Jacob Astor no me resultaba indiferente.
En la etapa anterior al momento en que comienza esta breve historia, mi trabajo se había visto incrementado notablemente. Me habían asignado la antigua oficina, inexistente ahora en el estado de Nueva York, del Secretario del Tribunal de la Equidad.3 No era una oficina muy difícil de llevar, pero sí muy bien y gratamente remunerada. Yo me sulfuro en contadas ocasiones y en menos, incluso, me permito cóleras violentas ante injusticias o escándalos; pero ahora me van a permitir que muestre cierta impetuosidad y que proclame que la repentina y violenta supresión de la Oficina del Secretario del Tribunal de la Equidad, con la adopción de la nueva Constitución, fue en mi opinión un... decreto prematuro, en tanto en cuanto yo había contado con el usufructo de las ganancias para toda la vida y tan solo me pude beneficiar durante unos pocos años —muy pocos—. Pero ese es otro asunto.
La oficina estaba situada en una planta superior en el n.º... de Wall Street. Por uno de los lados lindaba con el muro blanco interior de un enorme hueco que atravesaba el edificio de arriba a abajo a modo de tragaluz. Este paisaje se podría considerar soso más que otra cosa, insuficiente para lo que los pintores llaman «natural». No obstante, si por ahí era así, desde el otro extremo de la oficina la vista ofrecía como mínimo contraste, si no algo más. En aquella dirección las ventanas contaban con una vista panorámica a un majestuoso muro de ladrillo, negro por los años y por la sombra sempiterna; muro que no exigía el uso de lentes para poner de manifiesto su latente belleza sino que, para beneficio de todos los espectadores miopes, se elevaba unos tres metros por encima de mi ventana. Debido a la gran altura de los edificios colindantes y a que mis oficinas estaban en un segundo piso, el espacio que quedaba entre este muro y el mío se asemejaba, y no poco, a una gran cisterna cuadrada.
Justo antes de la llegada de Bartleby, tenía trabajando para mí a dos personas como copistas y a un prometedor muchacho como botones. El primero era Turkey, el segundo Nippers y el tercero Ginger Nut. Podrían parecer apellidos, aunque no de los que se encuentran normalmente en los registros. En realidad eran apodos que se ponían los tres empleados entre sí y que se suponían representativos de sus respectivas naturalezas o personalidades.4
