Belleza descubierta - El beso perfecto - Conquistar el amor - Andrea Laurence - E-Book

Belleza descubierta - El beso perfecto - Conquistar el amor E-Book

Andrea Laurence

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Beschreibung

Belleza descubierta Andrea Laurence El director ejecutivo Brody Eden era un hombre solitario y taciturno que tenía secretos que se negaba a desvelar a nadie, hasta que conoció a su nueva asistente, Samantha Davis. Samantha no quería enamorarse de su jefe, pero Brody tenía algo especial; bajo sus hoscos modales se percibía ternura y una intensa pasión a la espera de ser liberada. Y ella deseaba ser quien se metiera en su guarida… y en su cama. El beso perfecto Red Garnier Uno de los atractivos hermanos Gage le robó a Molly Devaney el corazón en un baile de máscaras con un apasionado beso, y ella pensó que había encontrado por fin a su alma gemela. Pero al día siguiente el seductor enmascarado se comportó como si ella no existiera. Molly decidió darle celos, por lo que recurrió a otro de los hermanos, Julian Gage, quien se ofreció a representar el papel de su amante. Conquistar el amor Joan Hohl Maggie estaba convencida de que Mitch era un tipo arrogante y engreído. Y él no iba a hacer nada por conseguir que su bellísima nueva secretaria cambiara de opinión. Sin embargo, la intensa atracción que ambos sentían no sabía de tales falsedades. La dinámica Maggie estaba destinada a ser la amante de Mitch y, él, a hacer que el corazón de ella ardiera de pasión.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 439 - febrero 2020

 

© 2013 Andrea Laurence

Belleza descubierta

Título original: A Beauty Uncovered

 

© 2013 Red Garnier

El beso perfecto

Título original: Wrong Man, Right Kiss

 

© 2000 Joan Hohl

Conquistar el amor

Título original: The Dakota Man

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2001 y 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-903-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Belleza descubierta

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

El beso perfecto

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Conquistar el amor

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

¿Acuerdo de confidencialidad?

Samantha Davis miró a su madrina con el ceño fruncido. Agnes había apoyado a Sam toda la vida. Confiaba en la mujer que había asumido el papel de madre cuando Sam estaba en la escuela elemental. Y estaba ayudándola a conseguir un empleo cuando Sam más lo necesitaba. Pero, aun así, no le gustaba cómo sonaba el asunto.

Llegar a la oficina de Agnes había sido toda una odisea. Sam estaba muy segura de que había menos medidas de seguridad en la sede de la CIA. Se preguntó en qué se estaba metiendo.

–No es nada de lo que tengas que preocuparte, cielo –Agnes empujó el formulario hacia ella–. El señor Eden es muy especial con respecto a su privacidad. Por eso hay tantas medidas restrictivas para subir a esta planta. Nadie tiene acceso excepto yo, el señor Eden y el jefe de seguridad. Soy la única persona de la empresa que tiene contacto personal con él. Si ocupas mi puesto mientras estoy de vacaciones, tú también interactuarás con él, así que tendrás que firmar el acuerdo.

Sam sintió un incómodo cosquilleo en la nuca. Aunque Agnes y ella eran las únicas personas en la habitación, se sentía observada. Miró con curiosidad alrededor de la moderna pero cómoda oficina y vio una diminuta videocámara en una esquina. Había una segunda cámara en el extremo opuesto de la habitación. ¿Quién necesitaba equipo de vigilancia para supervisar a su secretaria?

Si cualquiera excepto su madrina le hubiera pedido que aceptara ese trabajo, se habría ido. Pero Agnes no la pondría en una situación difícil solo para irse de vacaciones en su cuarenta aniversario de boda. Seguro que no era tan malo como parecía.

Sin embargo, no entendía qué ocurría ahí. Miró con desconfianza el documento de confidencialidad. Brody Eden era el propietario de Software de Sistema Eden. Soluciones de comunicación para oficinas. Nada clasificado. Nada que pudiera perjudicar la seguridad nacional si se filtraba. Pero, si incumplía los términos del acuerdo, se vería obligada a pagar una compensación de cinco millones de dólares.

–Esto no me convence. ¿Cinco millones de dólares? No tengo ese dinero.

–¿Crees que yo sí? –Agnes se rio–. Es una suma tan elevada que nadie se atreve a romper el acuerdo. Mientras hagas tu trabajo y no hables del señor Eden con nadie menos conmigo, estarás bien.

–No lo entiendo. ¿Hablar de qué? –por lo que Sam sabía, Brody Eden era una especie de genio a la sombra. Era como Bill Gates pero sin rostro conocido. Los periodistas habían intentado encontrar información suya sin éxito, y eso había incrementado el misterio. Sencillamente, no había existido antes de lanzar su imperio del software. Suponía que si la gente descubría que tenía acceso a él podrían pedirle información, pero ¿qué iba a decirles?

Sam no entendía tanto misterio. Siempre había supuesto que era un truco para dar publicidad a la empresa, pero las cámaras y el contrato le hacían preguntarse si no habría algo más.

–Firma el acuerdo y te lo contaré. No es nada grave –Agnes suspiró–. Desde luego, nada por lo que merezca la pena perder esta oportunidad. Necesitas el dinero. Firma –le dio un bolígrafo–. Hazlo.

Sam necesitaba el dinero, sin duda. Y era un buen sueldo. Demasiado bueno. Tenía que haber una razón que lo justificara, pero por lo visto no sabría cuál hasta después de firmar su pacto con el diablo. Se dijo que daba igual. Tenía que pagar el alquiler y solo le quedaban quince dólares. Firmó y fechó el acuerdo.

–Excelente –dijo Agnes con una sonrisa–. Crucero por el mediterráneo, allá voy –se levantó de la silla y metió el documento en una carpeta. Lo llevó a una especie de pequeña puerta plateada que había en la pared, que resultó ser un cajón. Agnes metió la carpeta dentro y lo cerró.

–¿Qué es eso?

–Es para entregarle el contrato al señor Eden.

–¿No entras en su despacho a dárselo?

–No –Agnes se rio–. Casi nunca entro allí.

Sam se volvió a las enormes puertas de roble que las separaban del despacho de Brody Eden. Parecían lo bastante fuertes para resistir cualquier ataque, y seguramente contaban con cerrojos y alarmas de vanguardia. Eran intimidantes, inasequibles. Se moría de ganas de saber qué había al otro lado.

–¿Y él no sale aquí a recoger nada?

–Sí, pero solo cuando le apetece. Se comunica por el interfono y el ordenador. Envía varios correos electrónicos y mensajes instantáneos a lo largo del día. El cajón funciona para todo lo demás. Así le entregarás el correo e intercambiarás documentos con él. Cuando acabe con algo, lo meterá en el cajón.

–¿Como Hannibal Lecter?

–Algo así –admitió Agnes. Se sentó tras el escritorio–. Bueno, ahora que el tema legal está solucionado, tenemos que hablar.

Sam inspiró profundamente. La última media hora le había creado mucha tensión nerviosa. Ya que había firmado en la línea de puntos, no estaba segura de querer saber el secreto. Pero, por otro lado, le atenazaba la curiosidad.

–¿En qué lío me has metido, Agnes?

–¿Crees que habría trabajado aquí tanto tiempo si el trabajo fuera horrible? He tenido jefes malos pero él no es uno de ellos. Adoro a Brody como si fuera mi propio hijo. Tienes que aprender a manejarlo. Será menos… hiriente… si lo haces.

Hiriente. A Sam no le gustaba esa palabra. Prefería que sus jefes fueran amables. Por supuesto, tener un jefe carismático y sexy había tenido como resultado un corazón roto y quedarse sin empleo. Tal vez sería mejor un jefe hiriente y distante. Si apenas pasaba tiempo con él no podría tener una aventura y acabar siendo despedida.

Sam se volvió hacia una de las videocámaras. Se sentía incómoda teniendo esa conversación sabiendo que él podía estar escuchando.

–¿Nos está observando por ahí?

–Probablemente, pero no recibe sonido –Agnes se encogió de hombros–. Solo puede oírnos por el intercomunicador. Podemos hablar tranquilamente, así que te contaré el gran secreto. El señor Eden quedó desfigurado en un accidente, hace mucho tiempo. No quiere que nadie lo sepa. A eso se reduce todo el misterio: nadie puede saber lo desfigurado que está. Cuando le veas cara a cara, si le ves, es mejor que no reacciones, actúa como si no lo notaras. Oculta la sorpresa, el disgusto y la compasión. Tal vez resulte difícil al principio, pero te acostumbrarás.

Sam no pudo evitar sentir un pinchazo de lástima por su nuevo jefe. Tenía que ser muy solitario vivir así. Sonaba horrible. Le hizo desear ayudarlo de alguna manera. Era su naturaleza.

Su padre siempre la había llamado «arreglatodo». La madre de Sam había fallecido cuando ella tenía siete años, pero su corta edad no le había impedido convertirse en la mujer de la casa. Si los calcetines tenían agujeros, los zurcía; si faltaba dinero para la compra, hacía macarrones para comer.

Si alguien tenía un problema, Sam lo solucionaba con rapidez y eficacia. Incluso si no se lo pedían. Por eso sus dos hermanos menores le llamaban «metomentodo».

–¿Lo veré alguna vez? Da la impresión de que no sale nunca –Sam se preguntaba cómo iba a ayudar al señor Eden si se mantenía oculto.

–Antes o después, lo hará. Gruñón como un oso después de hibernar. Pero ladra más que muerde. Es inofensivo.

Sam asintió, absorbiendo la información. Agnes pasó a informarle de sus tareas. Además de las funciones de secretaria, tenía que hacer recados para él.

–¿Tengo que recoger la ropa del tinte? ¿No tiene una esposa o alguien que lo haga? –preguntó, mirando la lista que le dio Agnes.

–No. Es soltero. Cuando he dicho que solo tú y yo lo veremos, era en serio. Le traerás el café por la mañana. A veces le encargo el almuerzo, pero suele traerlo él o alguien lo entrega en el vestíbulo; en ese caso tendrás que bajar a recogerlo.

–¿Cómo puede vivir alguien sin salir al exterior? Sin ir a las tiendas, al cine o a cenar con amigos? –Sam estaba atónita.

–El señor Eden vive por medio del ordenador. Lo que puede hacer así, lo hace. Lo que no pueda hacer, te lo pedirá a ti. Serás su asistente personal, más que su secretaria. No paga un salario tan alto para que te pases el día limándote las uñas y contestando el teléfono.

–¿Cuándo empiezo? –preguntó Sam. Ya que sabía la verdad, no se sentía tan nerviosa.

–Mañana. Serás mi sombra durante dos días, después estarás al mando cuatro semanas.

–Vale. ¿Hace falta una vestimenta especial?

–La mayoría de los empleados visten a su gusto. El señor Eden lleva traje a diario, aunque no sé por qué, dado que solo yo lo veo. Se te da tan bien ir a la moda que no tendrás problemas.

Sam intentó no reírse de esa alusión a su gusto por ir a la moda. Era un eufemismo para referirse a su obsesión por la ropa y los zapatos. Le encantaban las cosas brillantes, rosas y moradas. Un par de zapatos de plataforma o un bolso de cuero adecuados casi podían llevarla al clímax.

Por desgracia, los dos últimos meses de desempleo habían sido devastadores para su vestuario. Pero eso ya era el pasado. Tenía trabajo, había vuelto al mundo y volvería a la moda. El señor Eden vería todo un desfile de modelos por sus videocámaras.

–Vamos a conseguir tu etiqueta y tus códigos. Escanearán tus huellas digitales para que puedas acceder a esta planta.

Sam se levantó y siguió a su madrina. Sintiéndose valerosa, se detuvo un momento y miró directamente a la cámara. Se echó los largos rizos rubios por encima del hombro y se enderezó.

–Si vas a pasar el próximo mes mirándome por esa lente –dijo, sabiendo que no la oía–, espero que te guste lo que ves.

 

* * *

 

«Gustar» era quedarse muy corto. Samantha Davis era toda una distracción.

Brody llevaba dos días observando a su nueva asistente siendo adiestrada por Agnes: era como contemplar una película fascinante. Las dos grandes pantallas conectadas a las cámaras de vigilancia habían capturado su atención desde que Samantha se presentó a la entrevista. Había ignorado su trabajo y olvidado una conferencia telefónica. Le intrigaba la mujer y también su forma de volverse hacia la cámara como si lo observara, igual que él a ella.

Tal vez porque no veía a mucha gente, sobre todo a mujeres, Samantha lo tenía hipnotizado. Le gustaban los espesos rizos rubios que le caían por los hombros y la espalda. Su piel tenía un tono dorado, como si le gustara salir a correr o a nadar al aire libre. Le atraían sus enormes ojos marrones y su esplendorosa sonrisa. No era muy alta, pero lo compensaba con tacones altísimos que, acompañados de faldas cortas y rectas, daban un aspecto fantástico a sus piernas. Era muy atractiva.

Brody quería a Agnes como a una madre. Era trabajadora, eficiente y algo regañona, pero a él le gustaba así. Agnes era una dinamo en la oficina. Brody se preguntaba cómo iba a apañarse sin ella.

Agnes le había mencionado su viaje de aniversario hacía meses. Había tenido tiempo de sobra para prepararse. Sin embargo, seguía sin hacerse a la idea de que faltaría tanto tiempo.

Cuando Agnes había sugerido que contratara a su ahijada para sustituirla, le había parecido una idea sensata. Pero no se le había ocurrido preguntarle si su ahijada era atractiva. Suponía que a la mayoría de la gente no le importaría eso, pero a él sí. Brody evitaba a la mayoría de la gente pero, sobre todo, a las mujeres guapas.

Nadie lo entendía, y menos aún sus hermanos de acogida, que siempre lo pinchaban para que saliera y tuviera citas. Porque no sabían cómo era eso para él. Cuando ellos abordaban a una chica guapa solo tenían que preocuparse de ser rechazados. Y, considerando que sus tres hermanos eran guapos y ricos, eso no ocurría a menudo.

Cuando Brody se acercaba a una mujer guapa sabía que el rechazo estaba cantado. Pero eso no era lo peor. Era la expresión de la mujer cuando lo veía. Esa primera reacción. El destello de miedo y asco que ni la persona más sensible y educada podía evitar. En el mundo de Brody, eso era lo primero, aunque fuera seguido por una rápida recuperación y un intento de simular indiferencia.

Era aún peor la inevitable compasión que seguía. Brody sabía que había gente con lesiones peores que la suya que no se escondían. Algunos incluso eran conferenciantes, modelos para otras víctimas. La gente, inspirada por su fuerza, veía más allá de sus cicatrices.

Esa opción, por noble que fuera, no encajaba con Brody. No se había lesionado sirviendo a su país y no quería ser la imagen pública de las víctimas de quemaduras de ácido. Ya le costaba bastante enfrentarse a la lástima de una sola persona. No podía soportar la compasión pública. Suponía que esa era la razón de su reputación no solo de recluso, sino de auténtico bastardo. No le gustaba ser así, pero era una necesidad. La gente no sentía lástima por un villano, aunque estuviera desfigurado. Pensaban que se lo merecía.

Brody suspiró y volvió a mirar la pantalla que mostraba a Agnes y a Samantha.

Mirar a una mujer bella y recibir a cambio una mirada de horror… Brody prefería evitarlo. Por eso no había salido aún a presentarse. Le daba igual que ella pensara que era un grosero. Todos lo pensaban.

Disfrutaba observándola a distancia, a salvo de su expresión horrorizada ante su rostro deforme y lleno de cicatrices. Como estaría allí un mes, Brody acabaría saliendo. Pero, cuando ocurriera, ella seguiría siendo bella y él sería… lo que era.

El pitido de uno de los ordenadores puso fin a sus oscuros pensamientos. Girando en la silla, se acercó a una de las seis máquinas que rodeaban el escritorio. Una de sus búsquedas tenía resultados.

Había diseñado un programa que revisaba Internet a diario respecto a distintas búsquedas, incluidas las de su propio nombre, Brody Butler. Un filtro excluía duplicados y menciones de otros Brody Butler cuya identidad había establecido.

Después, revisaba los resultados por si había algo que pudiera causarle dolor a él o a su familia de acogida. Si alguien lo buscaba, Brody sería el primero en saberlo. Era un hombre muy celoso de su intimidad, y no quería que su pasado interfiriera en su presente. Por eso había tomado el apellido de su familia de acogida cuando terminó el instituto. Quería dejar atrás su pasado. Quería empezar de cero y tener éxito porque era listo y astuto, no porque la gente le tuviera lástima.

Lo preocupaba que alguien vinculara a Brody Butler y a Brody Eden, porque eso daría lugar a preguntas sobre su pasado que prefería evitar.

Brody nunca bajaba la guardia. Sabía que si algo podía ir mal, iría mal. Sus hermanos lo acusaban de pesimismo, pero él prefería estar preparado para lo peor. No había podido evitar que su padre biológico le pegara, pero siempre había estado preparado física y mentalmente cuando ocurría.

Así que, igual que había hecho de niño, dormía con un ojo abierto, por decirlo de alguna manera. Su ojo nunca dejaba Internet. Si alguien lo buscaba, estaba preparado.

–¿Qué tenemos aquí? –Brody echó un vistazo al informe y suspiró con alivio. Alguien llamado Brody Butler había estrellado un camión contra el escaparate de un supermercado en Wisconsin. Falsa alarma. Nadie lo estaba buscando ese día. No lo habían hecho en los últimos cinco años. Tal vez nunca lo hicieran.

Su identidad anterior se había desvanecido cuando dejó el instituto. No era más que otro crío perdido en el sistema de acogida. Ni siquiera sus auténticos padres lo habían buscado. Su padre, en prisión, tenía acceso restringido a Internet, pero su madre tampoco lo había buscado. Dado que había apoyado al padre maltratador en vez de al hijo maltratado, le importaba poco.

Brody no estaba seguro de poder llegar a entender a las mujeres. Era inteligente, cariñoso y exitoso, pero la mayoría de las mujeres solo veían las cicatrices. Y, además, su madre asistía a todas las vistas de libertad condicional, anhelando el día en que su agresivo esposo saliera de la cárcel para vivir con él de nuevo.

Era mejor estar recluido. Las mujeres, bellas o no, solo causaban problemas y dolor. Y sin duda, su nueva asistente sería igual. Era una novedad, un brillante juguete. Su brillo no tardaría en apagarse y podría volver a centrarse en el trabajo.

Salir con la secretaria no solo era un cliché, era mala idea. Incluso fantasear con ello le causaría problemas. Lo mejor era mantener las distancias hasta que Agnes volviera.

Brody miró el monitor y vio a Samantha sentada sola ante el escritorio. Estaba preciosa, con un rizo rubio cayéndole por la frente. Le hizo desear salir, presentarse y apartarle el rizo de la cara. Pulsó el botón del intercomunicador.

–¿Dónde está Agnes? –preguntó, con voz seca. Notó que le ofendía, por cómo se enderezó, frunció el ceño y se echó el pelo atrás.

–Buenas tardes, señor Eden –contestó con tono amable, ignorando la pregunta y dejando claro lo que opinaba de sus malos modales.

Su madre de acogida, Molly, también lo habría recriminado por su grosería. Pero le servía para mantener a la gente a distancia.

–¿Dónde está Agnes? –repitió.

–Ha bajado a llevar un informe a administración y a recoger su almuerzo del vestíbulo. Me ha dejado a cargo del teléfono.

El almuerzo. Había olvidado que había pedido comida a su restaurante tailandés favorito.

–Cuando vuelva, dígale que necesito preguntarle algo –la observó en el monitor.

–Verá, ella va a estar fuera un mes, y tendrá que apañarse conmigo. ¿Por qué no empezar ya? ¿Y si le llevo yo el almuerzo, me presento y me hace la pregunta? Si no sé la respuesta, seguro que puedo averiguarla.

–No será necesario, señorita Davis. Pídale a Agnes que venga cuando regrese.

Él pensaba retrasar un encuentro cara a cara lo más posible. Tal vez indefinidamente.

–Sí, señor –canturreó ella, pero él notó que casi echaba humo por las orejas.

Brody la observó ordenar su escritorio con gestos airados. Después, alzó la vista a la cámara. Él se quedó sin aliento, atrapado por sus ojos oscuros. Sabía que ella no lo veía, pero se sentía como si lo estuviera taladrando con la mirada.

Lo miraba sin miedo, compasión o asco. Por desgracia, eso no sería igual cuando no hubiera cámaras entre ellos.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

«Necesito este empleo. Necesito este empleo. Necesito este empleo».

Sam se apretaba las sienes y repetía ese mantra cada vez que el señor Eden llamaba a su mesa, pero eso no mejoraba su humor. De hecho, le causaba un horrible dolor de cabeza. Solo llevaba allí tres días sin Agnes, pero ya estaba deseando que volviera. Era obvio que no era capaz de tratar con la bestia.

Agnes le había advertido de que era «hiriente», y era una descripción de lo más ajustada. La irritaba. Cierto que estaba ocupado y tenía que dirigir un imperio, pero no le mataría ser amistoso o, cuanto menos, educado. O preguntarle qué tal le iba, o darle los buenos días. Pero se limitaba a ladrarle órdenes: «Consígame esto, haga aquello, recoja mi almuerzo».

Ya se había hecho a la idea de que nunca entraría en su despacho. Él había rechazado cualquier sugerencia en ese sentido y tampoco había salido. Estaba en el despacho cuando Sam llegaba y seguía allí cuando se iba. Se preguntaba por qué había tenido que firmar un contrato de confidencialidad cuando solo podría haber dicho de él que era un antipático. Por lo que había oído del resto de los empleados de Software de Sistema Eden, eso no era ningún secreto.

–Necesito este trabajo.

Sam leyó los nuevos correos electrónicos y empezó a escribir una carta. Según avanzaba el día, más le costaba concentrarse en el trabajo. El dolor de cabeza empeoraba y empezaba a sentirse mareada. El monitor empezó a parecerle demasiado brillante y cada sonido era como una puñalada que le atravesaba el cerebro. Tenía que irse a casa, tomarse una pastilla y echarse una siesta.

–¿Señor Eden? –dijo, tras pulsar el botón del intercomunicador.

–¿Sí? –como siempre, fue una respuesta impaciente y seca.

–No me encuentro bien. ¿Le importa si me voy a casa?

–¿Es algo terminal?

–No creo –respondió ella, sorprendida por la brusca respuesta.

–¿Es contagioso?

–No, señor. Es una migraña. Los analgésicos que tomo están en casa.

Él no contestó , pero un momento después el cajón plateado salió de la pared. Sam se levantó de la silla y se acercó. Dentro había un envase de ibuprofeno. Eso no iba a servir. Por lo visto, el señor Eden no sufría migrañas. Pero la respuesta era clara. No podía irse a casa. Sam se tomó un par de pastillas. Era mejor que nada.

–He pedido comida italiana para almorzar –dijo él, como si la conversación anterior no hubiera existido–. Estará en el vestíbulo dentro de quince minutos.

A él le daba igual que no se sintiera bien. Ni siquiera se había molestado en pedirle que fuera por su almuerzo, ni en decir «por favor» o «gracias». Y nunca le preguntaba si ella quería pedir algo.

Sam no sabía si era un genio desconsiderado con todo el mundo o si, sencillamente, no la consideraba digna de su atención.

–Ponla en el cajón cuando llegue –añadió él, como si hubiera alguna otra opción.

Sin responder, Sam se llevó la mano al bolso, sacó un par de dólares y agarró la bolsa de ropa sucia que él había dejado junto a su escritorio esa mañana. Si no podía irse a casa, era mejor hacer cuanto pudiera: bajaría, llevaría la ropa al tinte y compraría un sándwich.

Cuando volvía al vestíbulo, vio al repartidor con la bolsa de comida en el mostrador de recepción. La recogió y atravesó los múltiples controles de seguridad para volver a su despacho. Dejó ambas bolsas de comida en el escritorio y fue al minibar a por una taza para su bebida. A mitad de camino, oyó un gruñido por el intercomunicador.

–Eh…, ¿mi almuerzo, señorita Davis?

–Un segundo –exclamó ella, agarrando una taza. No había hablado por el intercomunicador, pero si las paredes no estaban insonorizadas, tenía que haberla oído. Le dolía la cabeza, estaba de mal humor y había llegado al límite.

De vuelta al escritorio, agarró la bolsa de papel con la comida de él para meterla en el cajón. Pero se detuvo. Estaba cansada. Como a él no le preocupaba su dolor de cabeza, ella no iba a preocuparse de su estómago vacío. Si quería comida, que saliera a por ella.

Sam colocó la bolsa al borde del escritorio y miró la cámara con una ceja arqueada. Un momento después, el cajón de metal salió hacia fuera. «No», pensó ella.

Desenchufó el cable de su teléfono, apagó el monitor y se quitó la rebeca negra de Michael Kors. Fue hacia la cámara más cercana y tapó la lente con la rebeca. La otra cámara no apuntaba a su escritorio, así que sentó ante él y sacó el almuerzo de la bolsa.

Necesitaba el trabajo, pero él también la necesitaba a ella. Si quería su almuerzo, iba a tener que salir a recogerlo. Si quería que ella hiciera algo, tendría que pedírselo con amabilidad. Si no le gustaba podía despedirla, pero dudaba que lo hiciera.

No tenía a nadie que entrevistara a su sustituta.

Pasaron cinco minutos. Oía mensajes instantáneos entrando en su ordenador, pero con la pantalla apagada no podía verlos.

Cinco minutos después oyó el sonido del cerrojo y el giro de un pomo. Había conseguido que la bestia saliera de su guarida.

Había conseguido su propósito pero, de repente, se puso nerviosa. Repasó mentalmente lo que Agnes le había dicho: «Desfigurado, no reacciones, oculta tu lástima». Se preparó para no reaccionar cuando apareciera.

La puerta se abrió y se le hizo un nudo en el estómago. Esperaba que le gritara, pero él fue hacia la cámara de vigilancia y quitó la chaqueta. Solo vio su perfil y supuso que el otro lado de la cara era el dañado, porque lo que podía ver era muy agradable. Era alto y fuerte. El caro traje color azul marino se ajustaba de maravilla a sus anchos hombros. El cabello castaño oscuro, casi negro, le llegaba al cuello de la camisa. La mandíbula fuerte, los pómulos altos y la nariz recta le daban un aire aristocrático.

Era un hombre muy atractivo. Casi parecía una estrella de cine. A Sam le gustaban los hombres altos, morenos y guapos, y él lo era.

Entonces se volvió hacia ella. Sam intentó mantener una expresión neutra, pero era difícil. Todo el lado izquierdo de su cara estaba cubierto de cicatrices. La piel estaba arrugada y retorcida desde la sien a la mandíbula y cuello abajo. La lesión se extendía hasta la oreja, deformando el cartílago y el nacimiento del pelo estaba retraído con respecto al otro lado. El ojo, la nariz y la boca estaban bien.

Él extendió la mano para ofrecerle la rebeca. La mano izquierda también estaba cubierta de cicatrices. Casi se veía la silueta en el rostro, que debía haberse tapado intentando protegerse de algo. De algo horrible, sin duda.

Tragó saliva y aceptó la rebeca, negándose a evitar el contacto ocular. Era difícil, porque tenía unos ojos impresionantes. Eran azul oscuro como zafiros, y brillaban como tales, enmarcados por espesas pestañas negras. Sam podía perderse en esos ojos y olvidar lo demás.

El ruido del teléfono al ser reconectado la hizo volver a la realidad. Bajó la vista a tiempo para verlo recoger su almuerzo. Después, él la miró con un una mezcla de irritación y confusión.

Sin saber qué hacer, Sam sonrió. Sabía que se había metido en problemas, pero había utilizado su resplandeciente sonrisa más de una vez para suavizar sus errores.

Él no le devolvió la sonrisa. Giró en redondo, volvió a su despacho y cerró de un portazo.

Después, silencio.

Siguió esperando que llegara una regañina por el interfono. Un correo electrónico dándole instrucciones para recoger sus cosas. O un mensaje instantáneo. Pero solo hubo silencio.

Tal vez sí sabía cómo manejarlo. Agnes no era de las mujeres que permitían que les dieran órdenes. Tal vez necesitaba saber cuáles eran sus límites con ella. Él había impuesto los suyos y ella los respetaría. Por el momento.

Se relajó para almorzar. O al menos lo intentó. Tras dar unos cuantos mordiscos al sándwich, se libró del dolor de cabeza y las náuseas, pero otra cosa la reconcomía.

No podía dejar de pensar en esos bellos ojos azul intenso.

Tras la advertencia de Agnes, había esperado que su rostro estuviera… destrozado. Pero no era así. Las cicatrices eran terribles, cierto, pero eso solo era una parte de él. El otro lado de su rostro era muy atractivo y era alto y musculoso. Podía imaginarse deslizando las manos por los músculos de sus brazos y apretándose contra su pecho.

El cosquilleo ansioso de antes se había convertido en otro tipo de cosquilleo. Sam se removió en la silla e inspiró con fuerza para librarse del deseo.

–Basta de eso –dijo en voz alta–. No repetiré –dio otro mordisco al bocadillo e intentó concentrarse en comer en vez de en su jefe.

Si el fiasco de su empleo anterior le había enseñado algo, era que las relaciones en el trabajo eran mala idea. Y con el jefe eran desastrosas. Sobre todo cuando el jefe estaba casado y nunca lo había mencionado.

Sam había sido una ingenua cuando se enamoró de su jefe, Luke. Había bajado la guardia ante el guapo y seductor embustero. Había aprendido una dura lección. Dadas las circunstancias de su empleo actual, no había creído que fuera a tener problemas. Brody era un gruñón desfigurado y solitario. Muy lejos de poder convertirse en una fantasía sexual. Pero lo había visto y todo había cambiado. Agnes le había dicho que Brody no estaba casado, pero estaba tan lejos de su alcance como cualquier otro jefe.

Disgustada consigo misma, Sam guardó el resto del sándwich. Si se centraba en el trabajo tal vez olvidaría el aroma de su colonia y la sensual curva de sus labios. O no.

Quizás no tendría que haberlo obligado a salir.

 

* * *

 

Brody no tenía que haber salido. Lo sabía pero lo había hecho de todas formas.

Y estaba ante su escritorio, meditabundo. Había pasado una hora y no había tocado el envase de espaguetis al horno. Era su plato preferido, pero había perdido el apetito al encontrarse cara a cara con Samantha Davis.

Las cámaras de vigilancia no le habían hecho justicia. Era devastadora en persona. Tenía un aura de confianza que la lente no transmitía. Tampoco transmitía su aroma. Su rebeca le había dejado un perfume floral en las manos. Al acercarse a ella también había captado el leve olor de su brillo de labios.

De repente, Brody se sintió acalorado, a pesar del aire acondicionado. Se inclinó hacia delante y se quitó la chaqueta, pero eso no lo ayudó mucho.

Quería besar y saborear esos labios. Su cuerpo había reaccionado rápidamente a la proximidad. Se le aceleraba el pulso. Esa reacción le había obligado a volver a su despacho para no hacer el ridículo.

Samantha nunca lo besaría. Al menos porque fuera atractivo y deseara besarlo. La única ocasión en el pasado en la que una mujer había parecido interesada, lo había estado en su cuenta bancaria. Una vez conseguido lo que deseaba, se había ido.

Lo cierto era que Brody tenía suficiente dinero para que las mujeres le quitaran importancia a sus cicatrices. Conocía a gente que aguantaba cosas peores por tener acceso a una tarjeta de crédito sin límite. Todos los billonarios que aparecían en la revista Forbes tenían a una rubia pechugona veinte años más joven colgada del brazo en las fotos. No importaba lo viejos, feos o desagradables que fueran los hombres si eran ricos. Pero eso no era lo que Brody quería.

Quería más que una mujer trofeo. Quería más de una relación de lo que podía comprar. Brody nunca tendría amor y lo sabía.

Sam le había dado esperanzas. No había reaccionado como se temía. Había inspirado con más fuerza, pero después su reacción había cambiado. En vez de mirarle las cicatrices le había mirado a los ojos. Y había visto en sus ojos marrón oscuro suavidad y calidez. Y había sonreído.

Sin asco, sin pena, sin irritación. Casi había creído ver atracción. Había visto la misma mirada en los ojos de una chica que admiraba a uno de sus hermanos en el instituto. O en como su madre de adopción, Molly, miraba a Ken. Pero a él nunca lo habían mirado así.

El problema era decidir qué hacer a continuación. Sentía la tentación de dejar de aparentar grosería e intentar hablarle. Tal vez después pudiera plantearse pedirle que saliera con él. Pero su instinto le advertía que se alejara, aunque su cuerpo le pedía cercanía.

Brody, mirando el monitor, lamentó su inexperiencia con las mujeres. Los años que Agnes había trabajado para él no lo habían ayudado en ese sentido. Si se había equivocado respecto a la reacción de Sam, se sentiría como un estúpido cuando ella lo rechazara. Y lo haría. Y eso dificultaría su relación de trabajo. Así que sería mejor callar.

Al menos, lo peor había pasado. Sam lo había visto. El momento incómodo ya estaba salvado.

El pitido del correo electrónico hizo que se concentrara en el ordenador. Tenía una videoconferencia con el equipo ejecutivo en quince minutos. Ni siquiera los empleados más antiguos y de más confianza veían el rostro de Brody, sino una cortina roja de fondo; él se sentaba a un lado. Podría haber convocado una conferencia telefónica, pero le gustaba ver sus rostros en las reuniones; averiguaba más por sus expresiones que por sus voces.

Necesitaba la agenda y los reportes financieros que le había pedido a Samantha que preparara para la reunión. Brody llevó la mano al botón intercomunicador y titubeó. No tenía ninguna razón para volver al escritorio de Sam, aparte del deseo de verla de nuevo. Casi hubiera preferido que lo hubiera mirado con horror para poder concentrarse en el trabajo en vez de en el bamboleo de sus caderas cuando se movía.

Quizás había malinterpretado su reacción. Si volvía a salir y evitaba mirarlo, si evitaba su mano cubierta de cicatrices, entonces su mundo volvería a la normalidad. Sí, por eso mismo iba a salir.

Salió de detrás del escritorio y rodeó la máquina de pinball de camino a la puerta. Se detuvo con la mano en el pomo, haciendo acopio de valor para salir. Deseaba no haberse equivocado al interpretar su reacción, pero no sabía qué haría si ella se sentía atraída por él.

–Cobarde –se maldijo, obligándose a salir a la zona de recepción.

Sam se enderezó en el escritorio y lo miró con sorpresa y cierta aprensión. Arrugó la frente. Brody se preguntó si le daba miedo. No sería la primera vez.

–¿Ocurre algo, señor Eden? –se puso en pie de un salto y se alisó la blusa–. Le pido disculpas por lo de antes, señor. Ha sido poco profesional. Usted puede salir del despacho cuando quiera.

Eso explicaba su expresión. Creía que estaba enfadado. Seguramente había estado preocupándose por si la despedía mientras él pensaba en besarla. Eso solo demostraba lo equivocado que estaba. No iba a despedirla ni, por desgracia, a besarla. Brody negó con la cabeza.

–No hace falta que se disculpe, señorita Davis.

Ella dejó escapar un suave suspiro de alivio y su cuerpo pareció relajarse. Él no pudo evitar fijarse en cada detalle de su cuerpo, desde el movimiento de sus senos al respirar, a la curva de su cuello.

–Sam, por favor –dijo ella.

Sam. Eso le gustó.

–Tendría que haber salido antes. Estoy muy ocupado –dijo, aunque la disculpa le sonó pobre.

–Claro –Sam asintió comprensiva. Llevó la mano a una carpeta y se la entregó, sonriente–. Aquí tiene el informe de la reunión.

Brody se quedó inmóvil, hipnotizado por la belleza de su sonrisa. Labios llenos y rosados, dientes blancos y brillantes. Parecía sincera, suplicándole que confiara en ella. Iluminaba su rostro, haciéndola aún más atractiva. Su madre de acogida siempre le había dicho que era muy guapo cuando sonreía. Pero nunca había creído a Molly, sabía que las madres tenían que decir ese tipo de cosas.

Aceptó la carpeta y se la puso bajo el brazo. Sabía que tenía que volver al despacho, pero algo le mantenía clavado en el sitio. Quería quedarse con ella y buscó alguna excusa.

A Brody se le daba fatal hablar de naderías, así que ni siquiera lo intentó. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y encontró un dispositivo de memoria USB. Contenía todos los archivos más importantes y lo llevaba consigo dondequiera que iba. Pensó que era justo lo que necesitaba para saber si su nueva secretaria era sincera o solo una buena actriz.

–Necesito que imprimas un archivo de aquí mientras estoy en la reunión –le entregó el dispositivo con la mano cubierta de cicatrices.

Observó a Sam mientras miraba el diminuto dispositivo en la palma de su mano. Tras un leve titubeo, utilizó las largas uñas rosadas para agarrarlo sin rozarle la piel.

Intentó contener la desilusión. No le importaba mirarlo, pero no quería tocarlo. Era educada y amistosa con él porque era su jefe. Nada más. No tendría que haber dejado que su mente divagara.

–Es un documento que he escrito sobre las últimas innovaciones de nuestro control de bases de datos. Por favor, imprímelo para que pueda leerlo esta tarde.

–Sí, señor.

Brody se dio la vuelta para volver a su despacho a lamerse las heridas, pero ella lo llamó.

–¿Señor Eden?

–¿Sí? –se detuvo y la miró.

Sam salió de detrás del escritorio y fue hacia él. Brody se tensó involuntariamente. Ella alzó la mano al lado desfigurado de su rostro y él se quedó sin aliento. ¿Qué estaba haciendo?

–Su camisa…

Las yemas de sus dedos le rozaron levemente la piel arrugada del cuello antes de enderezarle el cuello de la camisa. Debía de haberse doblado cuando se quitó la chaqueta. El inocente contacto hizo que su cuerpo ardiera. Aunque no hubiera sido más que un leve roce no premeditado, era la primera vez que una mujer le tocaba las cicatrices.

Su madre de acogida le había besado y tocado la mejilla a menudo, y las enfermeras le habían puesto cremas y vendajes después de varios procesos reconstructivos, pero no era igual. Un escalofrío le recorrió la espalda. La sensación había sido muy distinta.

Sin pensarlo, alzó la mano para agarrar la de ella. Sam tragó aire, pero no se apartó cuando los dedos desfigurados rodearon los suyos. Eso lo alegró. No estaba listo para soltarla. Sintió una placentera corriente eléctrica recorrerle el brazo. Todos sus nervios se despertaron y tuvo la impresión de que ella sentía lo mismo. Lo miró con los ojos marrones muy abiertos, y los labios húmedos y casi suplicando su beso.

Él bajó su mano lentamente, mirándola a los ojos. Sam tragó saliva y dejó caer el brazo cuando la soltó.

–Así está mejor –dijo, nerviosa, señalando el cuello de la camisa. Levantó el dispositivo con la otra mano–. Imprimiré esto, señor.

–Llámame Brody –dijo él, recuperando la voz. Aunque fuera su jefe, no quería formalidades con ella. Quería oírla decir su nombre. Quería volver a tocarla, pero no lo haría.

Sam miró el reloj rosa que lucía en su delicada mueca. Brody no pudo evitar notar que todo en ella era brillante. En la mano derecha llevaba un enorme anillo que hacía que los pendientes parecieran discretos. Las costuras de su camisa de color seda reflejaban la luz, al igual que su sombra de ojos color rosado. Los zapatos de tacón estaban decorados con lentejuelas y piedrecitas que formaban una margarita. Incluso los botones de su rebeca parecían diamantes en miniatura.

–Vas a llegar tarde a la conferencia, Brody.

Su nombre le sonó maravilloso en labios de ella, pero no podía centrarse en eso. Miró su propio reloj, que era caro pero discreto. Ella tenía razón.

–Gracias –dijo.

Volvió al despacho, cerró la puerta y apoyó la espalda. Inspiró profundamente, llenando sus pulmones de su perfume. Se le fue la cabeza y la sangre fluyó para estimular su deseo con la frustración a la que se había acostumbrado a lo largo de los años.

Ninguna mujer, brillante o no, había tocado sus cicatrices así. Deseaba con cada fibra de su cuerpo que volviera a hacerlo.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

La casa estaba vacía. Siempre lo estaba cuando Brody llegaba. Colgó el abrigo del gancho que había junto a la entrada, dejó el maletín del portátil sobre la mesa de la cocina y soltó un silbido.

Obtuvo la respuesta de un ruido de uñas en el suelo de madera, bajando la escalera. Un momento después, un enorme labrador de color crema corrió hacia él. Brody afianzó las piernas cuando la perra se alzó sobre las patas traseras y puso las delanteras en su pecho. Normalmente lo recibía en la puerta, así que tenía que haber estado profundamente dormida en su enorme cojín.

–Hola, Chris. ¿Has pasado un buen día con Peggy? –se inclinó para dejar que lo lamiera y le rascó suavemente las orejas.

La perra se bajó y correteó alrededor de sus piernas, agitando el rabo con entusiasmo. Chris era una perra feliz y una gran compañía para Brody. El malhumor era imposible con ella. Su hermana de acogida, Julianne, se la había regalado en su cumpleaños, tres años antes. Había decidido que necesitaba una rubia en su vida, así que, en broma, él le había puesto el nombre de la sexy cantante pop Christina Aguilera.

Había sido un gran regalo. Le hacía compañía en la enorme casa vacía. El ama de llaves, Peggy, la cuidaba y sacaba a pasear durante el día, y si tenía que viajar a veces se quedaba con Agnes. Todo el mundo adoraba a Chris.

–¿Te ha dado ya la cena Peggy?

Chris corrió al bol vacío y lo miró con expectación.

–Aquí tienes –dijo, llenando el cuenco con su pienso favorito–. ¿Qué me habrá dejado Peggy para cenar?

Olisqueó el aire: comida mejicana.

Peggy llegaba después de que él saliera y se iba antes de que volviera. Mantenía la casa limpia, se ocupaba de Chris, de la colada que no necesitaba ir al tinte, hacía la compra y cocinaba para él. Peggy era una cocinera excelente. Su estofado era divino, incluso mejor que el de Molly, aunque Brody nunca lo habría admitido.

Peggy llevaba cinco años trabajando para él, pero Brody no estaba seguro de qué aspecto tenía. Había visto la copia de la foto de su carné de conducir en su archivo, pero poca gente se parecía a sus fotos. Agnes la había entrevistado, así que no conocía a Peggy en persona. Solo sabía que soportaba su idiosincrasia y, por eso, era perfecta.

Dejó la chaqueta en un taburete y buscó la nota que Peggy le dejaba cada noche. La encontró junto a un plato de galletas caseras en la isla de la cocina. Se metió una galleta en la boca y gruñó de placer, la mujer se merecía un aumento de sueldo.

Hay enchilada en el horno. He comprado tu cerveza favorita, está en la nevera. He cambiado las sábanas. El correo está en tu escritorio. Chris ya ha cenado, no dejes que te engañe. También recibiste un paquete de tu hermano.

 

Peggy

 

Un paquete de su hermano. Brody fue a la nevera a por una cerveza y agarró otra galleta. Fue a su estudio seguido por Chris. En el escritorio había un montón de facturas, correo basura y una gran caja marrón. Según la etiqueta era de Xander, uno de sus hermanos de acogida.

Brody había ido a vivir con Ken y Molly Eden con once años, meses después de que su padre lo atacara. Había crecido en su granja de Connecticut, con su hija, Julianne, y otros niños de acogida. Consideraba a los Eden y a los otros tres chicos que entraron en la granja: Wade, Xander y Heath, su auténtica familia. Xander y su hermano menor, Heath, habían llegado después de que sus padres fallecieran en un accidente de tráfico. Xander era unos meses menor que Brody, era congresista por Connecticut y vivía en Washington DC.

Fue directo a por el paquete. Era un misterio. Arrancó el papel y, en la caja, vio la foto de una muñeca hinchable.

La tortura de sus hermanos nunca acababa. No dejaban de preocuparse por su vida amorosa. Sabía que sería aún peor si supieran cómo era en realidad. Brody agarró el teléfono.

–Al habla Langston –contestó Xander.

–Mira –empezó Brody, yendo directo al grano–, espero estas tonterías de Heath, pero no de ti. Se supone que eres el sensato.

–En la oficina, desde luego. Pero el resto del tiempo soy tu hermano y estoy en mi derecho de opinar de tu vida amorosa, o tu falta de ella.

–No tienes de qué hablar, Xander. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una cita?

–Llevé a Annabelle Hamilton a una recepción la semana pasada.

–¿A un evento político de recaudación de fondos? –Brody soltó una risita y se sentó.

–Bueno, sí, pero…

–Eso no cuenta. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste un cita en la que no hablaste de política, estuviste en un evento político o dejaste a tu acompañante sola mientras hablabas con algún posible donante de fondos?

Su hermano tardó un minuto en contestar.

–Rechazo las fronteras que pones en mi vida amorosa. La vida de un congresista soltero es complicada.

–Eso es lo que pensaba. Tendrías que haberte quedado esa muñeca de plástico tú.

Xander se rio y le dijo algo a otra persona. A pesar de lo tarde que era, seguía en la oficina.

–¿Tienes a alguien contigo?

–A uno de mis internos. Se marcha ya y me estaba recordando mis citas de mañana. Tengo que enseñar el capitolio a algunas personas importantes del distrito.

Hubo un largo silencio antes de que su hermano hablara.

–Es muy tarde para seguir en la oficina. Odiaría trabajar para ti. Eres un mal jefe –dijo Brody, acariciando las orejas a Chris, que acababa de apoyar la cabeza en su regazo.

–No tanto como tú. Al menos hablo cara a cara con mis empleados, en vez de ladrar órdenes por un interfono.

–Les pago bien por esa incomodidad.

–Eso es justo, supongo. Los míos no cobran. Es lo bueno de los becarios en prácticas; puedo aprovecharme de su idealismo gratis, así cuando se licencien estarán asqueados y listos para integrarse al sistema del servicio público.

–Suenas cansado, Xander. ¿Estás seguro de que estás listo para una nueva campaña?

–Es solo que he tenido un día muy largo. Apenas tengo tiempo libre. Y sé que ninguno de nosotros tenemos tiempo para tener citas. Por eso te envié esa deliciosa muñeca de plástico. En realidad es una invitación a una fiesta de recaudación de fondos la semana que viene. Si te hubiera enviado una tarjeta, la habrías ignorado.

–Enviaré un cheque.

–No quiero que envíes un cheque, Brody. Quiero que vengas.

Lo decía como si socializar en un cóctel con un montón de desconocidos fuera su idea de pasarlo bien. Xander sabía de sobra que no lo era, así que había algo que no le estaba diciendo.

–¿Cómo se llama ella? –preguntó.

–¿Por qué dices…?

–Eres tan transparente como mamá.

–Se llama Briana Jessup –Xander soltó un suspiro–. Doctora Briana Jessup. La conocí hace unas semanas. Es una cirujana plástica especializada en cirugía reconstructiva. Pasa varias semanas al año en países del tercer mundo ayudando a niños desfigurados.

Brody escuchaba, pero cada palabra que oía lo irritaba más.

–No sé qué es peor, si pensar que intentas liarme con alguien o que intentes convencerme de que vea a un médico más.

–Es un evento social –corrigió Xander–. Pensé que estarías más cómodo con una mujer si supieras que ha… –la voz se le apagó como si no supiera cómo expresarlo. Xander, como buen político, siempre buscaba las mejores palabras.

–¿Visto cosas peores? –sugirió Brody.

–Sabes lo que quiero decir, tío. No te ofendas.

Brody tomó un sorbo de cerveza. Entendía la intención de su hermano. Una mujer que tuviera experiencia con lesiones graves podría no reaccionar tan negativamente al verlo. Incluso podría llegar a tocarlo, aunque fuera por curiosidad profesional. Sin duda era mejor opción que la última mujer con la que Xander había intentado emparejarlo.

–No estoy ofendido. Simplemente no me interesa una relación con esa doctora tuya.

Era cierto. Tal vez habría funcionado una semana antes. Pero la mente de Brody ya estaba llena de imágenes de una mujer concreta. Una resplandeciente rubia con muchas curvas y a la que le gustaba el rosa.

–¿Sigues molesto por lo que ocurrió con Laura? Ya han pasado tres años.

–¿Por qué iba a seguir molesto por lo de Laura? –Brody soltó una risita–. ¿Solo porque me emparejaste con una mujer que simuló atracción por mí el tiempo suficiente para cargar cien mil dólares en mis tarjetas de crédito? Sería tonto si aún me importara después de tres años.

–Sabes que lo siento–Xander suspiró–. Parecía que le gustabas de verdad; odio que te robara. Pero esta mujer es distinta. Creo que te gustaría.

–Estoy demasiado ocupado para eso ahora mismo. Tengo la cabeza en… otra cosa.

–¿Estás saliendo con alguien? –preguntó Xander con cierta incredulidad.

–No. No seas ridículo.

–Pero estás interesado en alguien, ¿verdad?

–Supongo que se podría decir que sí… –Brody no podía negarlo. Estaba interesado. No podía dejar de pensar en Sam y en cómo sería tocarla.

 

 

Sam se tomó otro trago de café expreso, pero dudaba de que fuera a ayudarla. Los primeros cuatro no lo habían hecho. Seguía agotada. Apenas había dormido esa noche. Su mente era un torbellino.

Había empezado el miércoles irritada con su jefe. Brody era exigente, grosero y desconsiderado. Pero para cuando volvió a casa se sentía intrigada. Excitada, incluso.

¿Qué le había ocurrido? ¿Hacía cuánto tiempo? ¿Cómo podía vivir aislado de todos? ¿No se sentía solo? ¿Por qué era tan desagradable?

Su gen de buscar soluciones se había despertado con la necesidad de arreglar la vida de Brody. Le parecía una pena que se escondiera. Era un hombre listo, exitoso y guapo. No podía permitir que un accidente le impidiera llevar una vida plena.

Sam echó un vistazo a la puerta de su despacho. Tenía ganas de entrar, agarrarle la mano y sacarlo a la luz del sol. Estaba segura de que eso le haría bien.

Entonces vio que la puerta no estaba cerrada del todo. Eso era raro. Brody solía ser muy meticuloso respecto a cerrar la puerta con cerrojo. Debía de estar distraído.

O quizás fuera una invitación inconsciente. Sam no creía en los accidentes, todo sucedía por alguna razón. Tal vez Brody quisiera una vida más abierta, más llena, pero no sabía por dónde empezar. Ella podía ayudarlo y era posible que él lo supiera.

–Sam, ¿puedes pasarme la nueva propuesta de distribución? –dijo la voz de Brody por el altavoz.

–Sí, señor.

Sam sacó la carpeta y miró el cajón plateado y la puerta. No sabía si Brody la había dejado abierta a propósito, pero decidió aprovechar la oportunidad.

Metió la mano en su bolso y sacó un espejito. Estaba bien maquillada, llevaba los rizos rubios recogidos en un moño suelto y sus labios seguían brillantes. Tenía un aspecto fantástico.

Se levantó del asiento, se puso la carpeta bajo el brazo y tiró del bajo de su vestido de punto. Fue hacia la puerta y agarró el pomo. Ni siquiera tuvo que girarlo, una leve presión bastó para abrir.

Sam metió la cabeza en la habitación, esperando que Brody empezara a gritarle, pero no lo vio. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio una máquina de pinball a la izquierda. Al lado había otra máquina de juegos. Ambas destellaban, iluminando el rincón de la oscura habitación. Más allá, vio una zona con cómodos sofás de cuero y una minicocina con fregadero y frigorífico.

En el otro rincón había una máquina de pesas y una cinta andadora. Eso explicaba los músculos que tenía. Casi esperaba ver una cama, pero era lo único que faltaba en ese pequeño mundo privado.

Avanzó un paso y vio el escritorio a la derecha. Tenía forma de U y encima había varios ordenadores. Las dos primeras pantallas mostraban las imágenes, en blanco y negro, de las cámaras de seguridad que vigilaban su zona de trabajo. Daban una buena perspectiva de su escritorio. En ese momento él estaba de espaldas, o la habría visto entrar al despacho.

Sam tomó aire y se acercó. El zumbido de los ordenadores y el aparato de aire acondicionado apagaron el sonido de sus tacones en el suelo.

Cuando estaba solo a un paso de él, se paró y miró un cuenco de caramelos de colores que daban un toque de alegría al ambiente monocromo. Su coraje empezaba a desvanecerse, pero era demasiado tarde para dar marcha atrás. Decidió esperar un momento para ver si se daba la vuelta. Si decía su nombre, seguramente él daría un bote de medio metro en la silla.

Sam echó un vistazo a la pantalla que él estaba mirando. En la parte de arriba se veía el nombre «Tommy Wilder», y debajo una larga serie de enlaces y descripciones. Nunca había oído ese nombre antes. Después vio que en la pantalla de al lado aparecía su propio nombre. Se preguntó si estaba investigándola en Internet.

No pudo evitar soltar una exclamación. El leve ruido hizo que él se girara en la silla de inmediato. La inicial mirada de sorpresa no tardó en convertirse en una de ira. Apretó la mandíbula, clavó los ojos en ella y se levantó de un salto.

–¿Qué diablos haces aquí? –preguntó–. ¿Cómo has entrado?

–He traído el archivo que querías –Sam apretó la carpeta contra el pecho y dio un paso atrás–. La puerta estaba abierta y…

–¿Qué? ¿Pensaste que la había dejado abierta para ti? –interrumpió él.

–No, yo… –no tenía cómo explicarse. Retrocedió un par de pasos más, hasta que sintió metal contra su espalda. Echó un vistazo y descubrió que estaba contra la máquina de pinball. Estaba atrapada.

–¿Qué has visto? –preguntó Brody, señalando los ordenadores–. Dímelo –bramó.

Sam estaba confusa. Estaba enfadado por su presencia, pero parecía más preocupado por que lo hubiera estado espiando. No había visto nada importante. Además, ¿qué importaba eso? Había firmado un acuerdo de confidencialidad. Aunque hubiera visto información sobre el asesinato de John Kennedy, no podría decírselo a nadie.

–Solo unos nombres. Mi nombre. Nada más.

Brody se acercó y puso una mano a cada lado de la máquina, atrapándola. Sus ojos azules parecían casi negros en la penumbra.

Incluso con la carpeta contra el pecho, Sam percibió el calor de su cuerpo. El aroma de su colonia le llenó los pulmones.

Era muy alto. A pesar de que ella llevaba tacones de diez centímetros, casi lo estaba mirando a los ojos. Sus cuerpos se alineaban perfectamente. Se le desbocó el corazón cuando pensó en tocarlo. El contacto anterior había sido tentativo e inocente, pero poderoso. Sabía que no era buena idea, porque él estaba lo bastante enfadado como para despedirla; no iba a besarla.

Sam notó que él contemplaba su boca antes de mirarla a los ojos. Había tenido experiencia con los hombres y sabía cuando uno la deseaba. La sorprendió, dadas las barreras que Brody había interpuesto entre ellos, pero no había duda: la deseaba.

–¿Cuál era el otro nombre? –su voz sonó fría, pero mucho más tranquila.

–¿Timmy? ¿Tommy? No lo sé. Solo lo vi un instante –contestó Sam, confusa.

Al oír eso, Brody asintió y sus músculos parecieron relajarse. Pero no se movió.

Las luces parpadeantes de la máquina de pinball iluminaban el rostro de Brody. Era guapísimo. Ella lo observó, deseando entender por lo que había pasado para sufrir esas lesiones.

Sin poder controlarse, alzó la mano y se la posó en la mejilla herida. Apenas la había rozado con la palma cuando él se apartó. Sam no quería que hiciera eso. Ni sus cicatrices ni él la asustaban.

Así que deslizó la mano hacia su cuello y lo atrajo, buscando sus labios con los suyos. Él tensó la boca y, por un momento, ella pensó que había cometido un gran error. Pero, después, él se relajó y llevó una mano a su cintura.

Sus labios se volvieron blandos y dulces. Sam tuvo que obligarlo a abrir más la boca, deslizando la lengua por su labio inferior.

Esperó, nerviosa, a que Brody tomara las riendas del beso, a que la aplastara contra la máquina y empezara a tocarla. Pero él no lo hizo. Todos sus movimientos eran titubeantes, como si se lo estuviera pensando.

La carpeta cayó al suelo, pero a Sam no le importó. Con ambas manos libres, se abrazó a su cuello y se acercó más a él, si él no lo hacía, lo haría ella.

Eso pareció darle valor. Se apretó contra ella y le rodeó la cintura con los brazos. Sam se arqueó hacia él, sintiendo cada firme centímetro de su cuerpo. Él emitió un suave gruñido.

El sonido devolvió a Sam a la realidad. Aunque era ella quien había tomado la iniciativa, comprendió de repente lo que estaba haciendo.

Besando a su jefe. Otra vez. Era como si quisiera que la historia se repitiese. La última vez había sido un desastre.

Así que Sam posó las manos en el torso de Brody y empujó suavemente hasta que sus labios se separaron y él retrocedió. Se quedaron quietos un momento. Después, ella se agachó para recoger la carpeta y se la entregó.

Brody dio otro paso atrás, pero no dejó de mirarla con curiosidad. Su expresión era confusa e incrédula pero, poco a poco, se transformó en una de confianza.

Entonces, por primera vez, la boca de Brody se curvó en una sonrisa. A ella le temblaron las piernas. Era una sonrisa encantadora e inesperada. Todo su rostro se iluminó y sus ojos chispeaban, haciéndolo parecer aún más guapo. Esa sonrisa le provocó el deseo de contarle chistes para hacerle reír. Hacía que lo deseara aún más.

Sintió una intensa oleada de calor. Tenía el corazón desbocado y anhelaba volver a tocarlo. Eso era malo, muy malo. Tenía que salir de allí antes de perder la cabeza por completo y empezar a quitarse la ropa.

Giró sobre los talones, rodeó la máquina de pinball y salió corriendo del despacho de Brody. Cerró la puerta de golpe.

Capítulo Cuatro

 

 

 

 

 

Sam no le dio las buenas noches al marcharse. En un momento dado, Brody miró la pantalla de seguridad y vio que su escritorio estaba vacío y su abrigo no estaba en el perchero. Mejor, porque si le hubiera dicho algo no habría podido contestar.

Habían pasado tres horas y la cacofonía de pensamientos que le rondaban la mente le impedía pensar a derechas. No había conseguido trabajar por falta de concentración. En un instante, muchas cosas habían cambiado para bien y para mal.