Buscando su destino - Maisey Yates - E-Book
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Maisey Yates

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Beschreibung

«Quiero ese cuadro. Es mi última amante perdida, mi amor perdido». Alessandro di Sione era famoso por su frialdad y falta de sentimientos, pero ni él podía negarle a su abuelo su último sueño: que recuperara un cuadro salpicado por un escándalo que afectaba a una familia real. La clave para recuperarlo era la princesa Gabriella. Gabby, que fue con Alessandro a Isola d'Oro para encontrar el misterioso cuadro, se sintió atraída por ese hombre atormentado por el remordimiento del pasado. La inocencia de ella hacía que fuese intocable, ya que Alex estaba convencido de que tenía la sangre corrompida. Sin embargo, ¿podría ser su salvación la pasión que brotó entre ellos?

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Seitenzahl: 231

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Buscando su destino, n.º 132 - septiembre 2017

Título original: The Last Di Sione Claims His Prize

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-019-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

SE rumoreaba que Alessandro di Sione había despedido a un empleado porque le había llevado el café dos minutos tarde y cinco grados más frío de lo que lo había pedido. Se rumoreaba que había dejado a una amante, después de mucho tiempo, con un «adiós» y la información de que su secretaria le entregaría un regalo de despedida al cabo de unas semanas. También se rumoreaba que echaba fuego por la boca, que dormía en una mazmorra y que se nutría del alma de los condenados. Por eso, cuando su nueva secretaria provisional entró pisándole los talones al abuelo de él, no era de extrañar que estuviera roja como un tomate y pareciera que iba a la guillotina.

Naturalmente, nadie podía impedir que Giovanni di Sione entrara donde quisiera. Ninguna secretaria, por muy imponente que fuera, habría podido dejar fuera a su abuelo, independientemente de la edad que tuviera y de lo maltrecha que estuviera su salud. Sin embargo, como su secretaria habitual estaba de baja por maternidad y su sustituta solo llevaba un par de semanas allí, ella no lo sabía. Naturalmente, tenía miedo de que Giovanni fuese un intruso y de que fuesen a castigarla por esa infracción de la seguridad.

A él no le pareció necesario sacarla de su error. Era muy posible que se pasara el resto del día descifrando el significado de las miradas que le había dirigido. Era muy posible que cuando lo contara dijera que el color negro de sus ojos era el reflejo del color de su alma, y así ensombrecería un poco más su reputación sin que él moviera un dedo.

–Lo siento mucho, señor Di Sione –se disculpó ella llevándose una mano a los anodinos pechos.

Él dejó escapar un sonido bajo y de censura y arqueó una ceja. Ella empezó a temblar como un cachorrillo.

–¿Vuelvo a mi trabajo, señor? –preguntó ella mirando nerviosamente la puerta.

Él agitó una mano y ella salió tan precipitadamente como había entrado.

–Veo que estás levantado y que has salido –comentó Alex sin entrar en el sentimentalismo.

La salud de Giovanni había mejorado un poco con cada amante perdida que había recuperado.

–Ha pasado bastante tiempo desde mi último tratamiento y me siento mejor.

–Me alegro de oírlo.

–No has sido muy amable con tu secretaria, Alessandro –le reprochó su abuelo sentándose enfrente de su nieto.

–Lo dices como si creyeras que me importa que me consideren amable. Los dos sabemos que no es así.

–Sí, pero yo también sé que no eres tan atroz como finges ser.

Giovanni se dejó caer sobre el respaldo con las manos en las rodillas. Estaba haciéndose mayor y la leucemia había vuelto después de haber remitido durante diecisiete años. Además, tenía noventa y ocho años y, probablemente, no le quedarían muchos años de vida independientemente de su salud.

El objetivo era encontrar todas y cada una de las amantes perdidas de Giovanni. Las historias de esos tesoros estaban grabadas en la memoria de Alex, quien había estado oyéndolas desde que era un niño. Ahora, Giovanni había encomendado a cada uno de sus nietos que encontrara uno de esos tesoros. Menos a Alex, quien había estado esperando saber cuál era el papel que tenía que representar en esa misión.

–Es posible –concedió Alex dejándose caer sobre el respaldo e imitando la postura de su abuelo sin querer.

–Al menos, no te atreves a ser atroz en mi presencia.

–¿Qué puedo decir, nonno? Es posible que tú seas el único hombre más imponente que yo.

Giovanni agitó una mano para desdeñar las palabras de Alex.

–Lo halagos me dan igual, Alessandro, y tú ya lo sabes.

Lo sabía. Su abuelo era un hombre que había llegado a Estados Unidos sin nada y se había labrado una vida próspera, era un hombre que entendía el comercio y se lo había transmitido a Alex. Así se relacionaban los dos, ahí era donde se entendían.

–No irás a decirme que te aburres y quieres volver a la naviera.

–En absoluto, pero sí tengo una tarea para ti.

–¿Me ha llegado el momento de buscar una amante?

–He reservado la última para ti, Alessandro. El cuadro.

–¿Un cuadro? –Alex tomó un pisapapeles y lo cambió de sitio–. No irás a decirme que coleccionas cuadros de payasos o algo así.

–No –Giovanni se rio–. Nada por el estilo. Estoy buscando El amor perdido.

–Mi edad es avanzada y se me la olvidado un poco la historia del arte, pero no me suena el nombre.

–Debería. ¿Qué sabes de la desdichada familia real de Isola d’Oro?

–Si llego a saber que ibas a examinarme, habría estudiado.

–Recibiste una educación muy cara en un internado muy exclusivo. Me espantaría creer que malgasté el dinero.

Alex cambió de postura sin soltar el pisapapeles.

–Un colegio lleno de chicos que estaban a medio mundo de distancia de sus padres y muy cerca de un colegio lleno de chicas que estaban en la misma situación. ¿Qué crees que estudiábamos?

–Este tema estaría relacionado con ese campo de estudio concreto. El amor perdido es una parte muy escandalosa de la historia de la familia real. Aunque solo fue un rumor, nadie lo ha visto jamás.

–Menos tú, claro.

–Yo soy uno de los pocos que pueden confirmar su existencia.

–Eres un hombre con profundidades insondables.

Giovanni se rio e inclinó la cabeza.

–Es verdad, pero esa una de las ventajas de haber vivido una vida tan larga. Hay que tener profundidades insondables y cuadros secretos y escandalosos en el pasado, ¿no crees?

–No lo sé. Mi vida consiste en pasar muchas horas en la oficina.

–Y en desperdiciar tu vida y virilidad, en mi opinión.

Esa vez, le tocó a Alex reírse.

–Tienes razón, como tú no te pasaste los treinta años levantando tu imperio…

–Los mayores tenemos el privilegio de poder ver retrospectivamente lo que nadie puede ver en el presente, y de intentar educar a los jóvenes con esa visión retrospectiva.

–Me imagino que los jóvenes tenemos el privilegio de no hacer caso de ese consejo.

–Es posible, pero esta vez vas a hacerme caso. Quiero el cuadro. Es mi última amante perdida, mi amor perdido.

Alex miró al anciano, a la única figura paternal que había tenido de verdad. Giovanni había sido quien le había transmitido los verdaderos principios éticos del trabajo, del orgullo. Giovanni lo había criado, como a sus hermanos, de una manera distinta que sus padres. Se había hecho cargo de ellos cuando sus padres murieron y les había dado mucho más que una vida de inestabilidad y descuido. Les había enseñado a estar orgullosos del nombre de la familia y a no dar nada por sentado. Era posible que su hijo hubiese sido un juerguista inútil y licencioso, pero Giovanni había compensado con creces los errores que había cometido con él al asumir la tarea de criar a sus nietos.

–¿Y pretendes que vaya a buscarlo?

–Sí. Pasas demasiado tiempo trabajando. Tómatelo como la aventura de un niño, una expedición para recuperar un tesoro.

Alex volvió a agarrar el pisapapeles y lo levantó un poco antes de dejarlo otra vez con un golpecito poco delicado.

–Lo tomaré como lo que es, como una transacción comercial. Me has venido muy bien. Sin tu influencia habría acabado a la deriva, o, peor todavía, como un arribista que se abre paso en Miami a base de champán y bronceado de rayos UVA.

–Dios mío, que perspectiva tan deprimente.

–Sobre todo cuando, además, lo habría hecho con tu dinero.

–Mensaje captado. Soy una influencia magnífica –a Alex le complació ver que su abuelo esbozaba una sonrisa muy leve–. Necesito que recuperes el cuadro. Me ha costado Dios y ayuda ponerme los calcetines para venir aquí. No puedo cruzar el Mediterráneo hasta Aceena para recuperar el cuadro.

–¿Aceena? –preguntó Alex.

No sabía gran cosa de la isla, aparte de que era famosa por las playas de arena blanca y el agua cristalina.

–Sí, muchacho. Sinceramente, quiero que ese internado me devuelva el dinero.

–Sé dónde está Aceena y lo que es, nonno, pero, que yo sepa, su principal atractivo es el alcohol y su principal importación los estudiantes universitarios en vacaciones de primavera.

–Sí. Supongo que es la lamentable consecuencia de estar en primera línea de playa. Sin embargo, también es donde la familia D’Oro ha pasado el destierro.

–¿De vacaciones de primavera?

–En una casa de campo, creo. Aunque también creo que los hijos de la reina Lucia han estado de vacaciones perpetuas y dejando un reguero de escándalos por toda Europa. La reina vive allí con su nieta. Se rumorea que ella fue el tema del cuadro… –su abuelo hizo una pausa–…y su última propietaria. Eso he oído.

Él no era tonto y tampoco le hacía gracia que su abuelo le tomara por tonto. Giovanni no lo mandaría a Aceena por unos rumores vagos y sabría perfectamente quién era el tema del cuadro si lo había tenido. A nadie podía extrañarle que Giovanni tuviera el retrato de una reina caída en desgracia entre su colección de joyas perdidas.

–Parece que sabes mucho sobre la familia real.

–Tengo algunos lazos con Isola d’Oro. La… visité durante un tiempo. Tengo buenos recuerdos y llevo conmigo la historia.

–Fascinante.

–No hace falta que te fascines, Alessandro, solo tienes que hacer lo que te he dicho.

Naturalmente, si Giovanni se lo pedía, él lo haría. Se lo debía. Giovanni lo había criado después de la muerte de sus padres, le había dado un empleo y le había transmitido los principios éticos del trabajo que le habían hecho triunfar. No sería nadie sin Giovanni. Además, si el sueño de su abuelo era ver reunidas a sus amantes perdidas, él no sería el eslabón de la cadena que iba a romperse. Su tozudez ya había hecho sufrir bastante a su familia y no iba a añadir eso a la lista de reproches.

–Como quieras.

–Estás convirtiendo esto en una película manida, Alessandro.

–Creo que ir a buscar un cuadro que una familia real caída en desgracia ha escondido en una isla ya lo es bastante.

Capítulo 2

 

HAY un hombre en la puerta que ha venido a ver a la reina Lucia.

La princesa Gabriella levantó la mirada de libro que estaba leyendo y frunció el ceño. Estaba en la biblioteca sentada en un taburete de terciopelo que ella llamaba «puf» porque le gustaba cómo sonaba esa palabra. No había esperado que la interrumpieran porque la mayoría de los empleados domésticos sabían que no podían molestarla cuando estaba en la biblioteca. Se quitó las gafas, se frotó los ojos, desdobló las piernas, que las tenía debajo del trasero, y las estiró delante de ella.

–¿Y por qué cree ese hombre que puede presentarse de improviso y que la reina le conceda una audiencia?

Ella volvió a ponerse las gafas y apoyó las manos con firmeza en las rodillas mientras esperaba la respuesta.

–Se llama Alessandro di Sione. Es un empresario estadounidense y dice que ha venido para interesarse por… para interesarse por El amor perdido.

Gabriella se levantó de un salto y toda la sangre se le subió a la cabeza. Se tambaleó, recuperó el equilibrio y esperó a que el cuarto dejara de dar vueltas.

–¿Se encuentra bien, señora? –le preguntó Lani, la doncella.

–Muy bien –contestó Gabriella agitando una mano–. ¿El amor perdido? ¿Está buscando el cuadro?

–Yo no sé nada de ningún cuadro, princesa.

–Yo, sí –Gabriella lamentó no tener su diario para ojearlo–. Se mucho de él. Lo sé todo menos si existe de verdad.

Nunca le había preguntado por él a su abuela. La anciana era una mujer cariñosa, pero reservada, y el cuadro, según lo que se rumoreaba, era todo lo contrario. No podía imaginarse a su abuela en la actitud escandalosa que se necesitaba para que existiera El amor perdido… y sin embargo ella siempre se lo había preguntado.

–Disculpe, pero parece que lo esencial es saber si algo existe o no.

–No en mi mundo.

Gabriella sabía que cuando se trataba de investigar misterios genealógicos la mera posibilidad de que existiera algo era muy importante, era el punto de partida. Algunas veces, reunir información mediante la leyenda era clave para descubrir si algo era real o no. Muchas veces, confirmar la existencia de algo era el último paso, no el primero.

Cuando se trataba de saber algo sobre el destierro de su familia en Isola d’Oro, las leyendas, los cuentos populares y los rumores solían ser el principio de cada descubrimiento importante. En realidad, su experiencia con esas cosas estaba llevándola a conclusiones curiosas sobre el yeti o el monstruo del lago Ness. Al fin y al cabo, si distintas culturas tenían rumores sobre seres parecidos, era lógico concluir que tenían algo de verdad. Sin embargo, dejaría la criptozoología para otros hasta que pudiera tamizar lo que había de verdad y ficción en su historia familiar.

–¿Qué hago con el visitante, señora?

Gabriella se pasó un dedo por la barbilla. Lo normal sería decirle que ni su abuela ni ella estaban en casa, pero había oído hablar de El amor perdido y le producía curiosidad saber lo que sabía del cuadro. Aunque no quería confirmar su existencia a un perfecto desconocido. Sobre todo, cuando ella tampoco tenía la certeza absoluta de que existiera. Tenía que adivinar qué se proponía. Si era un timador que quería aprovecharse de una anciana, que era lo más probable, tendría que ocuparse de que no le dejaran entrar.

–Hablaré con él. No hace falta preocupar a la reina. Está tomando el té y no quiero molestarla.

Gabriella salió de la biblioteca y los pies se le hundieron en la mullida alfombra del pasillo. Entonces, se dio cuenta de que recibir descalza a un desconocido era impropio de una princesa, y representaba bastante bien su papel en público. Llevaba toda la vida practicándolo y podía pasar unas horas sonriendo y saludando con la mano como si fuera lo más natural del mundo, pero cuando estaba allí, en la maravillosa y aislada casa de campo de Aceena, dejaba a un lado el protocolo y los vestidos exclusivos. Se deshacía el moño que llevaba cuando se mostraba en público, se soltaba el pelo y era Gabriella, nada más. Se tocó las gafas. Tampoco las llevaba en público.

Sin embargo, no quería impresionar al desconocido. Solo quería interrogarlo y que se marchara por donde había llegado. Llegó al vestíbulo sin peinarse ni arreglarse de ninguna manera. Naturalmente, le habían dejado entrar. No se podía dejar en la calle a un hombre como él. Además, pudo comprobar el tipo de hombre que era en cuanto lo vio. Era… impresionante. Le recordó a una experiencia que había vivido en un museo. Había recorrido infinidad de paredes llenas de obras de arte maravillosas hasta que entró en un cuartito que había en un costado. Dentro había un cuadro con toda la luz dirigida hacia él. Todo lo que había visto antes palideció en comparación. El viaje había sido precioso, pero ese hombre había sido el destino.

Era como un Van Gogh. Su rostro estaba formado por líneas oblicuas y ángulos agudos. Tenía unos pómulos prominentes y un mentón anguloso cubierto por una barba muy corta y oscura. Sus labios tenían una curva delicada que hablaban de un artista hábil, quien sabía que después de tanta simetría implacable se necesitaba algo distinto que atrajera la mirada. En los rasgos de él también había una leve imperfección. El labio superior se elevaba un poco más por un lado que por otro y eso le daba un toque humano a Alessandro que no tenía el resto de él. La amplia espalda, el pecho musculoso, la fina cintura y las piernas largas y fuertes estaban cubiertos por un traje serio y hecho a medida. Los pies, por unos zapatos hechos a mano. Sí, todo en él tenía una perfección imponente. Todo menos esa boca que podía suavizarse, que indicaba que era un hombre y no una obra de arte.

Parpadeó y sacudió la cabeza. Eso era dejarse llevar demasiado por la fantasía, incluso para ella.

–Hola –le saludó ella entrando más en el vestíbulo–. ¿En qué puedo ayudarlo?

Sus ojos negros la miraron de arriba abajo con una expresión de desinterés.

–Me gustaría hablar con la reina Lucia sobre El amor perdido.

–Eso me han dicho. No obstante, me temo que la reina no puede recibir vistas en este momento.

Gabriella contuvo las ganas de subirse las gafas y se cruzó los brazos para intentar parecer un poco regia aunque llevaba mallas negras y una sudadera muy amplia.

–Y por eso ha mandado a… Me rindo. ¿Quién es usted? ¿La jovencita rebelde preparada para ir a un centro comercial o algo así?

–En realidad, soy la princesa Gabriella d’Oro. Por eso, cuando digo que mi abuela no puede recibirlo, lo digo con autoridad. Esta es mi casa y lamento tener que informarle de que no tenemos sitio para usted.

–Qué raro, a mí me parece espaciosa.

–Bueno, así están las cosas. Demasiados empresarios estadounidenses han pasado por aquí últimamente. Tendríamos que meterlo en el desván y allí solo se cubriría de polvo.

–¿De verdad?

–Me temo que su traje se estropearía por completo.

–Vaya, no podemos consentirlo. Este traje es nuevo y no quiero estropearlo.

–Entonces, lo mejor será que se marche.

–He venido desde muy lejos para hablar con su abuela. Es posible que le sorprenda, pero no he venido a Aceena por un motivo frívolo sino para hablar con ella de un cuadro.

–Efectivamente, eso dijo. Lamento informarle de que ese cuadro no existe. Sé qué habrá oído decir de él…

–Mi abuelo es… coleccionista. He venido para comprarlo en su nombre. Estoy dispuesto a ofrecer una cantidad generosa. Me imagino que una familia real caída en desgracia podría no estar en situación de rechazar una oferta así.

–Bueno, nos apañamos bien, pero gracias por su preocupación. Si desea hacer una donación a alguien que necesite de verdad su caridad, estaré encantada de facilitarle una lista.

–No, gracias. La caridad era secundaria. Quiero el cuadro y pagaré el precio que sea.

Ella tenía la boca seca. Le costaba hablar y, aun así, no podía parar el chorro de palabras.

–Bueno, me temo que voy a decepcionarlo. Si bien tenemos algunos cuadros, no tenemos ese cuadro. Por si no lo sabía, es posible que ese cuadro no exista.

–Sé muy bien que eso es lo que su familia quiere que la gente crea, pero yo creo que usted sabe más de lo que dice.

–No –esa vez, se subió las gafas–. Yo solo soy una jovencita que se va a un centro comercial. ¿Qué iba a saber yo que usted, con su infinita sabiduría de hombre adulto, no sepa?

–Lo atractivo que es Justin Bieber?

–No estoy segura de saber quién es ese.

–Me sorprende. A las chicas de su edad les encanta.

–En ese caso, ¿podría ofrecerle un caramelo de menta? Tengo entendido que a los hombres de su edad les encantan.

No entendía bien cómo había pasado eso, cómo había acabado intercambiando insultos con un desconocido en el vestíbulo de la casa de su familia.

–Aceptaré el caramelo si me hace un recorrido mientras lo termino.

–Lo siento, pero lo terminará en el césped.

Él se frotó la barbilla con una mano y ella se estremeció. Fue una reacción involuntaria al ruido que hizo al pasarse la mano por la barba. Era sensual y esa era una de sus debilidades. Le gustaban el arte, los almohadones, los postres y las telas suntuosas. Le gustaba el olor de los libros y el tacto de las páginas en los dedos, y captaba detalles muy sutiles, como el sonido que hace la piel cuando es frotada sobre una barba incipiente.

–No estoy seguro de que esté empleando la mejor táctica. Si me expulsa, solo conseguirá que la sortee. Me pondré en contacto directamente con su abuela o encontraré a quien gestiona los asuntos de la familia real. Estoy seguro de que podré encontrar a alguien a quien le tiente mi oferta.

Seguramente, tenía razón. Si conseguía encontrar a sus padres y les ofrecía algo de dinero a cambio de información sobre un cuadro, o mejor aún, alguna sustancia ilegal, ellos estarían encantados de ayudarlo. Afortunadamente, lo más probable era que no tuvieran ni idea de lo que era ese cuadro ni supieran más sobre su existencia que ella. Sin embargo, estaban fatal y eran codiciosos, por eso, no le sorprendería que hicieran cualquier cosa.

Aun así, no iba a permitir que atosigara a su abuela, aunque era muy tentador retenerlo allí para interrogarlo. Llevaba estudiando la historia de su familia desde que aprendió a leer y los rumores sobre ese cuadro habían tenido un papel muy importante. Por una parte, estaba deseando que se quedara, pero, por otra, quería que se marchara lo antes posible. Por su abuela y porque se le secaba la boca, le sudaban las manos y se sentía alterada. Todo eso superaba a la curiosidad. Tenía que marcharse.

–Me arriesgaré. Puede ver tranquilamente los jardines antes de marcharse, son preciosos. Por favor, considere ese tiempo ilimitado para ver los setos podados artísticamente como un gesto de buena voluntad por mi parte.

Él esbozó una sonrisa muy leve.

–Le aseguro que no tengo ningún interés en sus… setos podados artísticamente.

Hubo algo en su manera de decirlo que le produjo un escalofrío y que la piel le abrasara. No le gustó.

–Pues será lo único que va a conseguir. Buenos días, señor.

–Buenos días –replicó él inclinando la cabeza.

Pareció muy tranquilo, pero sus palabras y su tono tuvieron algo sombrío y ella tuvo la sensación de que había una amenaza implícita. No obstante, disimuló, se dio media vuelta y se alejó de la puerta sin mirar atrás y dejándolo allí. Esperaba que algún empleado doméstico lo acompañara a la salida. Si no, tendría que instalarlo en el desván. Le divertía la idea de dejar en el desván a un hombre como ese, como si fuera una armadura vieja y oxidada. No dejó de sonreír hasta que llegó a la habitación acristalada donde desayunaba su abuela.

–Ha venido un hombre, Gabriella, ¿quién era?

La voz de la reina, frágil y delicada como una tela de araña, la recibió en cuanto entró en el cuarto. No tenía sentido preguntarle cómo había sabido que habían tenido visita porque siempre sabía lo que pasaba en su casa.

–Un empresario estadounidense –contestó Gabriella sintiéndose un poco cohibida por estar descalza.

Su abuela, como siempre, estaba impecablemente vestida. Nunca hacía distinciones entre su personaje público y su persona privada. Como siempre, tenía el pelo blanco recogido en un moño tenso y estaba diestramente maquillada. Tenía las uñas pintadas con el mismo tono coral de la camisa y los zapatos de tacón bajo eran del mismo tono crema que la blusa.

–Entiendo –la reina dejó la taza de té en la mesa que tenía delante–. ¿Qué quería?

–Es algo de lo que no habíamos hablado antes, ya lo sé, pero estaba… estaba interesado en un cuadro. El amor perdido.

Su abuela permaneció impasible con las manos sobre el regazo. De no haber sido porque palideció levemente, Gabriella habría llegado a pensar que estaban hablando del tiempo, pero la reacción de su abuela había sido inconfundible.

–Naturalmente, le dije que nunca se había confirmado que ese cuadro existiera –siguió Gabriella–. Le dije que solo era un rumor obsceno y le pedí que se marchara. Aunque es posible que esté paseando por los jardines.

Gabriella y su abuela giraron la cabeza para mirar por el ventanal justo cuando un hombre con traje oscuro pasaba apresuradamente y desaparecía por el camino. Algo cambió en la expresión de Lucia.

–Llámalo, pídele que vuelva.

–No puedo. Acabo… de expulsarlo. Sería inconsistente. Además, es bastante absurdo.

–Tienes que llamarlo, Gabriella.

Cuando Lucia empleaba ese tono, discutir no servía de nada, aunque Gabriella decidió que iba a intentarlo.

–No me fío de él, no quería que te molestara.

–Tengo que saber quién es. Tengo que saber por qué está preguntando por el cuadro. Es importante.

Su abuela replicó en un tono inflexible y Gabriella no pudo pasar por alto la orden.

–Claro, abuela. Iré a buscarlo ahora mismo.

–Por lo que más quieras, muchacha, ponte unos zapatos.

Gabriella asintió con la cabeza, salió de la habitación y fue a su dormitorio. Se puso unas zapatillas de lona y fue hasta la puerta principal. Estaba firmemente cerrada y no se veía al visitante por ninguna parte. Abrió la puerta y tomó el camino adoquinado que llevaba a uno de los jardines. Él no parecía el tipo de persona que aceptaría su ofrecimiento de que hiciera un recorrido por los jardines, pero tenía que cerciorarse. Su abuela le había ordenado que lo buscara y no iba a defraudarla. Su abuela lo significaba todo para ella. Sus padres habían preferido ir de fiesta en fiesta que criar a sus hijos y se llevaba tantos años de diferencia con sus hermanos que no recordaba casi cuando habían vivido en la misma casa. En cuanto tuvo edad suficiente para opinar sobre su situación, pidió ir a Aceena a vivir con la reina Lucia. Para ella, la anciana había sido la madre que no había sido su madre y no podía negarle nada.

Miró alrededor y no lo vio. Naturalmente, se habría marchado y ella no iba a averiguar cómo podía ponerse en contacto con él. Estaba molesta con él y consigo misma, pero sobre todo con él. Siguió por el sendero, giró a la izquierda al llegar al primer seto y se dio de bruces con unas espaldas muy anchas cubiertas por una tela oscura de primera calidad. Supo que era de primera calidad por su aspecto y por cómo se arrugó contra su cara. Retrocedió tambaleándose y él se dio la vuelta para mirarla. De cerca era más imponente y cautivador todavía. Irradiaba… Bueno, irradiaba.

–Observo que está aprovechando mi oferta de recorrer los jardines.

Él se colocó bien la corbata y ella se fijó en sus manos. Eran muy grandes, aunque él también era un hombre bastante grande. No tenían nada de particular, estaban proporcionadas y tenían el número de dedos habitual.

–No. Estaba al acecho. Había pensado que podría dar una vuelta e intentar conseguir una audiencia con su abuela más tarde.

–Es bastante… furtivo.

–«Furtivo» no es una palabra que suelo asociar conmigo mismo, pero la acepto. Creo que «resuelto» lo resume mejor.

–No sé por qué no se le puede llamar las dos cosas.

–Lo que usted quiera, pero ¿por qué está buscándome?

–Resulta… que mi abuela quiere hablar con usted.

–Vaya –su arrogante rostro esbozó una sonrisa–. Entonces, parece que no tiene tanta autoridad cuando se refiere a los deseos de su abuela…

–Estaba intentando protegerla. No puede criticarme por eso.

–Claro que puedo, puedo criticarla por lo que quiera.