Caleidoscopio con vistas al futuro - Carlos A. Duarte Cano - E-Book

Caleidoscopio con vistas al futuro E-Book

Carlos A. Duarte Cano

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Dirigido a un público adolescente y con un diseño personalizado de dioses, transgresiones, ciencia-ficción y universos infinitos, son ingredientes de esta lectura que, como las imágenes eternamente cambiantes de un caleidoscopio, encierra en sí la capacidad de girar hacia el futuro sin réplicas, sin repeticiones. Este libro-ocular incita a descubrir las visiones encerradas en sus páginas y en sus múltiples lecturas, que como dimensiones fractales, simulaciones, o como casa de espejos en un gran parque de trucos, nos permite perdernos, temernos, identificarnos, viajar y hasta regresar.

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Seitenzahl: 170

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Colección al cuidado de Gretel Ávila Hechavarría

Perfil de la colección: Nydia Fernández Pérez

Edición y corrección: Olimpia Chong Carrillo

Diseño y composición: Ileana Fernández Alfonso

Cubierta e ilustraciones: Ceddy Valdivia

© Carlos A. Duarte Cano, 2015

© Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2015

ISBN 978-959-08-2278-0

Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva,calle 2, no. 58, Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

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A manera de introducción

Cuando era niño tuve un caleidoscopio. Probablemente lo heredé de mi hermano mayor, como casi todos mis juguetes. Me tocó crecer en una época donde estos escaseaban y se rifaban por tríos una vez al año. En mi infancia no existían las computadoras personales, consolas de juego, tablets ni celulares. Quizás por eso disfrutaba tanto mirar por aquel tubo las fugaces imágenes multicolores que se deshacían y formaban una y otra vez tras cada giro de mi mano. En cierta medida este libro es como aquel caleidoscopio, una sucesión de cuentos como imágenes de futuros imaginados. Tardé cuatro décadas y media para comenzar a escribirlos y algunos años más para publicarlos. Son diez cuentos inéditos que he organizado por orden cronológico, no del tiempo en que los escribí sino en el que se desarrollan las historias; desde aquellos futuros más cercanos hasta los más distantes en el espacio-tiempo. Como toda la ciencia ficción, estas historias no intentan en modo alguno predecir el devenir del hombre, son imágenes que nacieron de la combinación de nuestras realidades con mis sueños y, sobre todo, con mis pesadillas. Están escritas con la pretensión de que puedan interesar también al lector que nunca antes leyó ciencia ficción porque, más allá de cualquier artificio tecnológico, en el centro de cada historia procuré colocar un ser humano.

El autor

El hombre infalible

Yo he preferido hablar de cosas imposibles

porque de lo posible se sabe demasiado

Silvio Rodríguez, Resumen de Noticias

Los dos hombres se acomodaron tras la barra y pidieron cerveza. Pancho diría después que, por la forma en que la paladearon y los mohines que hacían, parecía que era la primera de sus vidas. Eran dos tipos tan comunes que resultaban extraños. Su ropa era demasiado correcta, su pelo demasiado peinado, sus rostros llevaban impreso de manera indeleble el sello de la coti­dianeidad. Durante largo rato se dedicaron a observar todo lo que pasaba en el bar con la curiosidad de un turista japonés, mientras, de tanto en tanto, intercambiaban algunas frases en voz baja.

El bar de Pancho había visto pasar tiempos mejores. Las luces macilentas; las telarañas que adornaban los techos con sus barrocas redes; las cucarachas que incursionaban osadas desde las hendijas para hurtar los restos de comida desperdigados por los tablones del piso y la exigua clientela daban fe de ello.

Después de la tercera cerveza, quedaban en el local tan solo cuatro comensales: un borracho destilando su tristeza en la esquina opuesta de la barra, una pareja ensimismada en un maratónico cuerpo a cuerpo en el rincón más oscuro del local y un hombre alto y delgado que bebía sin prisas mientras escribía en un cuaderno escolar.

El más viejo de los dos hombres se animó a interpelar a Pancho, que se ocupaba en lustrar copas y poner orden dentro de la barra.

—Disculpe, amigo.

—¿Me llamaba el señor? —respondió el dueño.

—Queremos hablar con alguien que haya conocido a Antón Feyt.

—Todos por acá lo hicimos en cierta forma, pueblo chico, ya sabe, pero por las cosas que cuenta, tal parece que nadie lo conoció mejor que aquel —contestó el cantinero señalando con la cabeza al escritor—, si es que es posible afirmar que alguien lo conociera en realidad —añadió.

—¿Su nombre?

—Se llama Ceferino García Doimeadiós y es poeta, apareció en Atilan hace un par de añitos.

—Llévele otra botella de lo que le guste tomar —ordenó el extranjero—, va por nosotros.

Pancho descargó con presteza otra botella en la mesa del artista, mientras señalaba con su mano en dirección a los donantes. Ceferino les dedicó un leve gesto de agradecimiento con la cabeza. Llevaba el pelo largo recogido atrás en forma de cola de caballo y vestía, con evidente descuido, una camisa beige cuyas mangas habían sido dobladas por encima del codo y un pantalón vaquero desteñido y raído. Las gastadas sandalias de cuero dejaban un margen de libertad considerable a los dedos de los pies.

Los dos extraños se levantaron y fueron a sentarse a su mesa. El más joven depositó una moneda frente al poeta a manera de preámbulo. Era una moneda reluciente, como recién sacada de la fábrica.

—Amigo Ceferino, mi nombre es Abel, y el de mi compañero, Dionisio.

—Encantado —respondió el poeta mientras desenfundaba su mejor sonrisa y atisbaba de reojo aquella moneda.

—¿Qué le parece si nos cuenta un poco sobre Antón Feyt? —preguntó Abel—. Según se dice, usted fue íntimo suyo. Si su historia nos sirve, habrá muchas más como esta.

El poeta tomó la moneda, la miró unos segundos y se la echó en un bolsillo. Bebió un sorbo generoso, encendió un cigarrillo y se acomodó en el rústico taburete de cuero. Luego observó con fijeza a sus interlocutores durante unos segundos.

—Será todo un placer —dijo por fin paladeando las palabras, y sonrió otra vez.

—Le escuchamos —declaró Abel impaciente mientras rellenaba el vaso del poeta.

—Lo primero que tengo que decirles sobre Antón Feyt es que jamás en su vida se equivocó —comenzó sentenciando Ceferino—. No me interpreten mal, en realidad no era un adivino. No aceptaba vaticinar el futuro ni por dinero ni por objetos de cambio que le ofrecían por montones en el pueblo. Él solo «veía» las cosas que tenían una explicación racional y donde el componente azaroso era mínimo. Pero como por lo visto los señores no traen prisa, voy a comenzar la historia desde el principio, así que acomódense bien y les ruego que traten de no interrumpir mi relato.

»Cuentan que un día ya olvidado, Antón llegó a Atilan, acompañado por su abuela Felicidad, y se instalaron en un ranchito a la salida del pueblo. Tenía ya seis o siete años. Nadie conoció a sus padres ni puede preciarse de haber obtenido información fidedigna sobre ellos. Como si nunca hubieran existido. Más adelante, este aspecto sería objeto de un sinnúmero de especulaciones, pero en aquella época la cosa no pasó del normal cotilleo de pueblo chico a costa de los recién llegados.

»Su leyenda comenzó a formarse desde la escuela primaria. El pequeño Antón era un niño tímido e introvertido, pero jamás erró una operación matemática: divisiones, multiplicaciones, ecuaciones y problemas, todos los resolvía con tan solo una mirada de sus ojos pardos. Su redacción y gramática eran impolutas; en historia no olvidó nunca una fecha o un hecho y en las demás materias también parecía saberlo todo de antemano, sin esfuerzo, como si ya hubiera pasado por ellas en una vida anterior. Era «el ejemplo» para sus maestros y, en consecuencia, objeto de la más virulenta envidia por parte de sus condiscípulos.

»La envidia, como casi siempre, se metamorfoseó en odio, y Antón se convirtió en el blanco predilecto de la crueldad infantil. En un inicio fueron tacos de papel lanzados con ligas desde los pupitres traseros pero, al comprobarse su impasibilidad ante las agresiones, aparecieron proyectiles más lesivos como las grapas de alambre. En los recesos le arrebataban a diario la merienda, le ponían zancadillas, y le llenaban los libros de estiércol canino.

»Nunca reaccionó ante las afrentas, continuó ensimismado en su mundo indescifrable y en sus respuestas axiomáticas que dejaban a todos alelados.

»¿Qué si hablaba? Pues mire usted muy poco, yo diría que lo imprescindible. Y sin embargo cuando lo hacía casi siempre era con interrogantes. Lo que más le gustaba era leer libros de todo tipo, pero ¿recuerda que le rogué no interrumpirme?

»Siempre llamó la atención una cierta incapacidad en Antón para participar en los juegos propios de los niños de su edad. Solía quedarse al margen de cualquier actividad física organizada, como si por alguna razón incomprensible le estuviese vedado participar en ellas.

»Pero tampoco disfrutaba los juegos de mesa, en especial los que tenían un factor aleatorio dominante. La excepción era el ajedrez, juego que llamó su atención desde que lo conoció en la biblioteca de la escuela. Por la forma en que miraba las partidas ajenas y porque más de una vez lo sorprendieron moviendo las piezas en solitario, nos dimos cuenta que conocía muy bien el juego. Sin embargo, siempre rehusó medirse tablero por medio con sus compañeros, quizás consciente de que entre ellos no encontraría rival apropiado, y que cada humillación intelectual que les inflingiera sería reciprocada con un escalado en las agresiones físicas.

»Durante la enseñanza media el nivel de violencia y sadismo experimentó una progresión exponencial. Le pegaban con palos y lo atormentaban con varillas eléctricas; le obligaban a meter su alargada figura debajo del pupitre y lo cosían a puntapiés. En una ocasión lo introdujeron en un saco que amarraron con una soga a la balaustrada de un balcón en el tercer piso y lo dejaron allí colgado, oscilando con fuerza bajo los embates del fuerte viento invernal.

»Él se mantuvo imperturbable ante tanto ensañamiento, jamás denunció a nadie, ni se quejó a la dirección de la escuela ni a su abuela Felicidad; nunca se notó en su mirada ni un asomo de odio o algún destello violento. Su figura enjuta continuó entrando cada día en la escuela, indiferente a las miserias y bajezas de sus congéneres; sus labios finos, que esbozaban apenas una sonrisa un tanto triste y un tanto enigmática, continuaron musitando sus respuestas lacónicas pero intachables. No pretendió nunca nada, rehusó participar en concursos, y jamás se le escuchó vanagloriarse de su sapiencia. Quizás muy pocos se percataron de que Antón era un iceberg, capaz de mucho más de lo que mostraba en público. Un día, por ejemplo, le vieron calcular sin pestañar unas cien cifras decimales del número π.

»Contra todo pronóstico, Antón sobrevivió esa etapa y a nadie asombró que saliera de Atilan y matriculara física teórica en la universidad más importante del país. Su carrera allí fue legendaria. Su suficiencia era de tal magnitud que en solo dos años había cursado o convalidado todas las materias, y publicado cuatro trabajos relevantes en revistas muy prestigiosas.

»Una vez graduado con honores, Antón regresó a Atilan y le entregó el título a la abuela. Felicidad, henchida de orgullo, lo hizo enmarcar y lo colgó en la sala, al lado del cuadro de su difunto esposo.

»Entonces, cuando parecía que el mundo entero estaba a sus pies, Antón abandonó de plano la ciencia y se dedicó a cultivar la tierra.

»Se levantaba a diario con el primer gallo y salía a la huerta con la misma disposición con la que resolvía los más intrincados problemas matemáticos o las más desconcertantes paradojas físicas. Cada semana llenaba una carreta con viandas y hortalizas que vendía al por mayor a los mercaderes locales por un monto módico. Nunca se le vio regatear un precio a pesar de que las verduras de su finca eran las más grandes y frescas, sus zanahorias las más tiernas, y sus frutas las más dulces de la región. No parecía importarle que a diario intentaran estafarle sin el menor recato. Regresaba con el dinero a casa y se lo entregaba íntegro a Felicidad. Apenas tenía gastos propios, era frugal en el comer, no bebía alcohol, no fumaba, ni visitaba las casas de citas. Jamás se le conoció mujer alguna ni mostró inclinaciones sospechosas por personas de su mismo sexo.

»En las noches, después de la cena, se encerraba en su cuarto y escribía. Llenaba pliego tras pliego con su letra perfecta. Escribía sin pausas, febrilmente, como quien recibe un dictado silencioso.

»Durante dos años sostuvo esa rutina sosegada, ese deslizarse por la vida sin pretensiones aparentes, hasta que un día lo encontraron. Un antiguo compañero, ahora investigador asociado del Instituto de Física Teórica, asomó un día su nariz por el huerto y desenfundó su maleta atestada de papeles y fórmulas. Le pidió consejo a Antón sobre unas ecuaciones que su tutor le había encargado, y en las cuales se estrujaba en vano las neuronas hacía ya más de tres meses. Antón tomó los papeles, los ojeó con rapidez y, sin pronunciar palabra, garrapateó tres folios de fórmulas durante veinte minutos. Cuando terminó, le entregó las hojas al visitante, le rogó que no mencionara su nombre y, sin más protocolo, se volvió a su huerta. El trabajo le valió al excompañero una publicación en la revista más prestigiosa del campo y su tesis de doctorado.

»Al poco tiempo comenzó el desfile: físicos, matemáticos, químicos y hasta biólogos venían a consultarle los más disímiles y complejos problemas. Él les ayudaba siempre con su habitual mansedumbre, pero cada vez tenía menos tiempo para dedicarle a su siembra. También lo asaetearon con ofertas de trabajo las universidades más notables, las compañías más opulentas, los gobiernos más poderosos. Antón las declinó todas, con la misma cuasi-sonrisa enigmática que les dedicaba a sus verdugos de los días escolares.

»Al difundirse la noticia de la excelencia de sus cosechas, nuestro amigo se convirtió también en referencia obligada para los agricultores de la región. Desde modestos campesinos hasta grandes terratenientes pasaban por su humilde rancho en busca de consejos útiles para mejorar el rendimiento de sus cultivos. La mayoría se alejaban frustrados y perplejos al comprobar que no había al parecer ningún secreto en los procedimientos agrícolas de Antón, como no fuera un enigmático don para hacer crecer las cosas en armonía. Los más paranoicos se retiraban molestos, seguros de que se les estaba escamoteando una novedosa fórmula para el abono de las tierras o un método revolucionario de regadío.

»Más tarde, cuando se extendió su fama, comenzó a acudir a él también otro tipo de gente y por motivos mucho más prosaicos: los políticos querían que les orientara en sus campañas electorales; los astrólogos que les asistieran en la interpretación de las cartas astrales, los comerciantes en sus estrategias de mercadeo, la policía en sus pesquisas criminales, los ladrones en la preparación de sus atracos, los jugadores en sus apuestas, los pobres en cómo ganar mucho dinero, los ricos en cómo serlo aún más, los hombres y mujeres comunes en la búsqueda de la felicidad. A todos les regalaba su sempiterno intento de sonrisa, pero les negaba la ayuda con un gesto de impotencia, les daba la espalda y retornaba a su parcela.

»Cuando parecía que nada podía empeorar este estado de cosas, apareció la prensa. El primero en llegar fue un periodista del diario del pueblo reclamando, con espíritu patriotero y localista, las primicias de una entrevista exclusiva con tan relevante personalidad. Como era de esperar, Feyt se negó de plano a hablar con la prensa y se refugió dentro del perímetro que marcaba la despintada cerca de su casa.

»Pocos días después llegaron representantes de la radio, la televisión y los periódicos de circulación nacional. También apareció la prensa extranjera. Abuela Felicidad se vio obligada a encadenar la puerta y dejar suelto a su perro, que si bien no impresionaba por su plante, exhibía una muy desarrollada capacidad ladradora, capaz de amedrentar al periodista más arres­tado.

»Como resultado de estos fracasos profesionales aparecieron una serie de artículos y reportajes, cortos pero muy especulativos y, como era previsible, no del todo gentiles para con Antón Feyt. En algunos de los titulares que figuraron en la prensa amarillista podía leerse por ejemplo: «Antón Feyt, ¿genio o loco?», «Misántropo local entre los vegetales y el Nobel», o el más insultante: «Desequilibrado mental se disfraza de genio». Ni Antón ni su abuela se enteraron de semejantes disparates, el uno porque nunca le había interesado en lo más mínimo la lectura de la prensa, la otra por analfabeta total, incapaz de distinguir una letra de una cagada de mosca.

»Entre tanto revuelo, y como a río revuelto ganancia de pescadores, los habitantes de Atilan estuvieron de plácemes con tantos visitantes ilustres, tanta prensa y tanta publicidad. Desde Pancho en este bar de mala muerte, hasta el lujoso hotel de Don Remilio, pasando por la casa de citas de la señora Jacinta y las familias de honrados campesinos o trabajadores del pueblo, todos vivieron los días de mayor esplendor que se recuerdan en el terruño.

»Los mismos paisanos, que en tiempos pasados convertían la vida escolar de Antón en un calvario, sonreían ahora con impudicia ante las cámaras y fabulaban sin ruborizarse acerca de lo íntimos que habían sido con el susodicho y lo felices que eran cuando jugaban con él al fútbol o al ajedrez.

»Las incesantes visitas y asedios comenzaban a dejar indelebles huellas en la prolija existencia de Antón. Con el poco cuidado sus verduras se hicieron menos exuberantes, sus zanahorias perdieron la lozanía y sus frutas el dulzor. Solo las misteriosas cuartillas continuaron cubriéndose de forma inexorable con letras y signos durante las jornadas de escritura nocturna.

»Cierta noche los sorprendió el sonido inusual de las aspas de un helicóptero. Sin el menor respeto por las reglas estrictas de Felicidad, el aparato se precipitó contra el patio cercenando amapolas y jazmines. Cuatro militares con espejuelos oscuros, boinas de tropas élites y fusiles de asalto, saltaron a tierra y ocuparon el lugar.

»Un hombre alto con grados de capitán, se acercó a la puerta de la casa. Antón lo esperaba impasible en el zaguán, el brazo izquierdo sobre los cansados hombros de Felicidad y su eterna sonrisa dócil en el rostro. El oficial mostró una orden de arresto oficial y Antón le preguntó, sin el menor dejo de ironía en la voz, que por qué habían tardado tanto. Abrazó y besó a la abuela a modo de despedida, y entró dócil en el vehículo sin pedir ninguna explicación.

»No volverían a verlo nunca más aquí en Atilan.

»Es sabido que Antón fue llevado al mismísimo palacio de gobierno donde se entrevistó con el presidente en persona. Las cosas que se dijeron, esas sí que nadie las sabe a ciencia cierta porque la entrevista fue a puertas cerradas. Sea lo que fuese, es claro que al Poder no le gustó, porque al salir de allí Antón fue encerrado en un calabozo del «Resguardo». Quizás fuera puro temor lo que motivó su reclusión, porque es sabido que a quien ostenta Poder, y llega a amarlo, le es difícil concebir que otra persona con mayores cualidades que él para ejercerlo, no solo no esté interesada en hacerlo, sino que incluso lo desprecie.

»La prensa se mantuvo censurada y al margen del asunto. En el pueblo, después de los chismorreos habituales, el interés por el destino de Antón languideció con predecible rapidez. Todos estaban demasiado inmersos en su principal ocupación sobre esta tierra de Dios: sobrevivir. Y llegaron a olvidarse casi por completo de Antón.

»Un mes justo después de su detención, el helicóptero volvió a visitar a la desconsolada Felicidad. Los soldados registraron la casa de arriba abajo.

»Varios años después, por un veterano borracho que conocí en este mismo bar, supe que aquel día buscaban evidencias de supuestas conexiones entre Antón y «El Enemigo», con el ánimo indudable de levantar curso legal contra él, y justificar de esa forma su permanencia en prisión. Buscaron con singular afán sus renombrados pliegos pero la suerte no les acompañó. No encontraron ni eso ni ningún otro elemento probatorio de su complicidad.

»Pero no lo soltaron.

»El director del penal, de seguro siguiendo órdenes estrictas, lo colocó en la sala de los presos comunes, donde tuvo que compartir con criminales de toda laya, asesinos, violadores, excrementos humanos sin posibilidad alguna de reivindicación. Esperaban que el pobre Antón colapsara en unos pocos días en ese ambiente de tempestuosa virulencia, y hasta corrieron apuestas entre los guardias sobre cuánto tiempo aguantaría el desdichado reo.

»Sin embargo, lo que ocurrió en la sala siete del penal se comenta aún con reminiscencias de milagro. Aquellos hombres con el alma torcida por el mal vivir, aquella crápula de los bajos fondos de la nación, aquellos condenados por la sociedad a la desmemoria y a la purga perpetua de sus violentas acciones; no solo no dañaron al recién llegado sino que lo convirtieron en su ídolo, maestro y objeto de la más misteriosa reverencia.