Caricia muerta - Corvatta Martínez - E-Book

Caricia muerta E-Book

Corvatta Martínez

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Beschreibung

Un emprendedor cuyos brazos son remplazados por maravillosas piezas biomecánicas que lo harán cuestionarse sobre la importancia de lo que significa sentir; una voz que se filtra en la mente de una persona de forma misteriosa adentrándolo en un mundo fantasmal y errante; una explosión en un McDonald's desencadena una serie de sucesos cuando un joven pide como deseo un ángel que terminará revelando la diferencia entre lo sagrado y lo profano. Estos son solo algunos de los relatos que recoge este libro que nos lleva a explorar una armonía entre la imaginación filosófica y el cuento. Las dudas sobre la realidad, la muerte y la resignación se entrelazan en los personajes que intentan explicar de forma impotente su angustia y profunda soledad existencial.

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©️2023 Corvatta Martinez

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición febrero 2024

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-98-4

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado

Corrección de estilo: Diego Santamaría

Maquetación e ilustración de cubierta: David Avendaño

Diagramación: David Avendaño

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

A mi madre, A quien mis escritos le producían mucho sueño.

La caricia muerta

La ciencia ha robado su encanto al misterio del cosmos. El conocimiento ha entrado triunfante en la belleza de la realidad misteriosa. Las crisis del alma que antes fueron nobles e invisibles se miden hoy, se pesan, se calculan en aparatos electrónicos.

G. Arango.

Andrés tenía un cargo importante en una famosa compañía que exportaba empaques para medicamentos. Su trabajo se caracterizaba por un ingenio evidente para el diseño, en el que su objetivo se plasmaba en darle a las cajas y frascos un estilo capaz de unir muy bien la función y la forma del producto. Por esa razón, se ganó el respeto de su jefe y compañeros de oficina.

A diario meditaba por los pasillos de la empresa, forzándose a pensar en qué medida sus invenciones impulsaban iniciativas con resultados altruistas. En su casa, a veces, se quedaba en el escritorio hasta altas horas de la noche, escribía e imaginaba cómo mejorar las condiciones de vida de los más humildes, hasta que se dormía bajo la bombilla de una lámpara. Su esposa solía despertarlo para que se fuera a la cama. Y él, amaba ese gesto en el que ella caminaba sigilosa en su estudio, lo abrazaba por la espalda y subía sus manos hasta su cuello para dejar su cabellera sobre su cabeza e invitarlo a dormir a su lado. Oler la fragancia de su perfume, las cabezas juntas en señal de aprecio, unido a la suavidad del cabello de su esposa, le daban estabilidad a su relación. Ella se acostaba con el pelo cerca de su cara, y el aroma de su cuerpo lo atraía a un despertar de placer que animaba su creatividad y lucidez.

Andrés, por su parte, la acariciaba con delicadeza, recorría con ternura cada trazo de su cuerpo. Pasaba sus dedos por su cuello, y los deslizaba hasta su sexo y continuaba el curso de sus caricias, los dedos medio presionaban con desenvuelta fragilidad. Ella se estremecía; y antes de dormirse la besaba en los ojos, la frente y las orejas hasta que ella se movía con una sonrisa para preguntarle: ¿me acariciarás por siempre? Después él se iba a su lado de la cama y le explicaba, tras exponer sus brazos, que la virtud del hombre se resume en sus manos.

La caricia era para él una conexión íntima, el gesto de fortaleza con el que podía explicarse la vida.

Sabía deslizar sus manos por sus hombros para desnudarla y tenía una fantasía erótica en el que, al verla sentada con la vista al gran cuadro de Mondrian de su habitación, le quitaba lenta y dulcemente la ropa y ella se ofrecía a la definición sensual de las formas geométricas del cuadro que él bosquejaba sobre su cuerpo.

Era una especie de ritual traído de otro mundo, de uno en el que los hombres y las mujeres no tenían boca ni oídos, y están solo conectándose con su piel para acariciarse, hablándose así para siempre; sin decir nada, y sin esperar a que todo fuera dicho.

Una mañana salió al trabajo como de costumbre. Preparó su carro descapotable para aprovechar la luz del sol en la mañana. Arrancó ansioso por compartir algunas ideas con sus compañeros. La noche anterior hizo el amor con su esposa, eso lo inspiraba y le daba la certeza de que había logrado fusionar la sencillez de la vida diaria con la complejidad laboral y económica.

Puede ser que ese día los mensajes que guiaban el destino se hicieran más evidentes, y que cada decisión que se tomaba estaba conectada con algo más grande que sí misma, no era seguro para Andrés que hubiera situaciones que superaran la autonomía de las decisiones, pero ese día, un adulto mayor conducía de camino a su trabajo mientras bebía un café que compró en la calle Konrad. De pronto, el reflejo de un rayo de sol que rebotó en el vidrio de un edificio lo encegueció por un instante, lo que provocó que se echara el café encima y se pasara el semáforo en rojo. En fracción de segundos se estrelló contra el auto de un hombre que, hasta hacía unos pocos minutos, planeaba compartir con sus compañeros de oficina una idea innovadora. Su carro, último modelo de una empresa alemana, se salió de la vía y fue a dar debajo de un puente vehicular, justo antes de que cruzaran algunos niños.

Al experimentar el choque, oyó a quienes se acercaban a mirar el accidente. Minutos después, escuchó que una ambulancia se acercaba a toda velocidad a atender la emergencia. Los paramédicos rompieron la puerta del auto y lo sacaron. Estaba confundido y poco a poco se sumergió en un estado de inconsciencia, mientras percibía fugazmente las siluetas de los curiosos, consternados por lo sucedido, opacándose entre los comentarios y la iluminación centelleante de la ambulancia.

En el hospital vio a su esposa en la sala de espera, sentada con una revista en la mano y un movimiento en el rostro para expresarle calma mientras lo llevaban en camilla a la sala de cirugía. Ninguno de los dos pensó que se tratara de algo grave, porque nadie a su alrededor lo miraba ni se escandalizaba por su aspecto físico. Las vendas en su rostro y brazos fueron la rutina médica de cualquier paciente. Durante el recorrido solo veía el titilar de las luces en el techo del largo pasillo sin descubrir en qué estado se encontraba su cuerpo.

Al día siguiente, Andrés despertó en una habitación del hospital. Y, al intentar levantarse, notó que su cuerpo estaba mutilado: no tenía manos y le faltaban los antebrazos. Horrorizado, retrocedió con brusquedad en la cama y, al hacerlo, cayó al suelo. Se movía como un gusano que acaba de notar su falta de extremidades. Una enfermera acudió en su ayuda de inmediato y lo subió a la cama. Asustado, pedía explicaciones; y mientras la enfermera levantaba del piso la historia clínica, le dijo que sus manos habían sufrido unas terribles heridas en el accidente.

—Los huesos se quebraron —le explicó— y la gravedad de las heridas le produjo una hemorragia interna, que alcanzamos a detener. Por suerte, no alcanzó a afectar la vena principal que lleva la sangre a cabeza y cuello. Tuvimos que amputarlo para que no comprometiera más partes del brazo. Lo siento.

Se sintió melancólico. Quienes estaban allí, pudieron ver en su mirada su desasosiego. Vio la ventana cerrada con un reflejo claro filtrándose por el vidrio y el calor de la habitación le hizo desear abrirla. Consciente de su impotencia, extendió sus brazos al vacío, tocó la nada. Miró al techo con dolor y agonía, le suplicó a la enfermera que le permitiera entrar a su esposa.

Cuando esta entró, no dijo nada al respecto, únicamente lo abrazó y le dio unas pequeñas palmaditas en la espalda como si fuera un bebé recién nacido que llora.

—Está bien, está bien —le repetía ella. Sin embargo, no se veía triste o conmocionada por la situación. Entre tanto, los presentes observaban a aquel hombre joven y esbelto, confundido, sin tener sin tener clara la situación.

Todos, a excepción del accidentado, se comportaban como si fuera anormal que una persona sufriera porque le faltara una parte del cuerpo. En ese momento, llegó el cirujano y le mostró las prótesis que usaría de ahora en adelante.

Efectivamente, el médico le mostró unas fotografías y le dijo, con toda la tranquilidad, que todo estaría bien; mientras tanto, Andrés no salía de su asombro, todo le parecía en suma surrealista.

—La conexión mecánica entre su cerebro y las prótesis será perfecta. Le juro que no notará que las lleva; y podrá darse cuenta, al contacto con el frío titanio, que la sensibilidad regresa al sistema nervioso en su cerebro.

No obstante, al momento en que sus ojos se encontraron con sus nuevas extremidades, pasó de la ansiedad a un estado de liberación, delante de sus prótesis se imaginó ante una sinfonía exquisita de la cibernética, una obra maestra envidiable. Se abstuvo de decir lo que pensaba, y se rindió a la sensación de asombro. Las líneas de los dedos cibernéticos meticulosamente esculpidos lo fascinaron; las formas y la textura que solo podía apreciar con el sentido de la vista eran el testimonio de la capacidad creadora de los hombres. Se tranquilizó por un momento, y enseguida le pidió al cirujano que se las dejara de color blanco, y él asintió, sonriéndole.

Días después, ya en su casa, tomaba los alimentos con sus nuevas prótesis mecánicas como si se tratara de algo cotidiano. Tenía que asistir periódicamente a terapias y en una de ellas, el médico le recomendó que empezara a tocar algún instrumento musical para ejercitar y mejorar su relación sensorial con las prótesis. Podía mover los dedos a voluntad, así como la palma para dar la mano, y apenas si se escuchaba el sonido que emitían. Eran hábiles e ingeniosas, dos cualidades que él consideraba muy relevantes en la vida.

Continuó su trabajo con normalidad. Sus compañeros no se inmutaban al verlo tomar distintos objetos con sus nuevas manos: papeles, lápices, la taza de café, almorzar con la naturalidad con la que lo hacía cualquier otro. Era como si ese tipo de implantes se hubieran vuelto parte de la vida.

—Puedes remplazar tus ojos por unos biomecánicos con inteligencia artificial conectada a una parte del cerebro —le escuchó decir a un compañero de trabajo a otro en el cuarto de copiado— con sensores, o reemplazar algún órgano disfuncional con una prótesis capaz de acelerar el funcionamiento del cuerpo completo.

No notó ese estilo de vida antes, pero, por alguna razón, todo parecía más dinámico después del accidente.

Andrés descubrió la habilidad y destreza de sus nuevas extremidades para tocar la guitarra, el piano y el violín, y en menos de tres meses, su capacidad se incrementó. Un cliente que lo escuchó tocar la guitarra en su oficina, le comentó que tenía un bar en el centro y que si le gustaría podría presentarse allí. Lo tomó como una oportunidad misteriosa que lo llenaba de emoción, pues experimentar los sonidos musicales con intensidad, le ayudaría a entender mejor todas sus confusas y recientes emociones.

Esa misma noche se subió al escenario y tocó una melodía flamenca. El público lo aplaudió de pie por largos minutos. Andrés se levantó, dejó la guitarra a un lado y alzó los brazos en señal de agradecimiento a sus manos que ahora las percibía indescifrables y desconectadas del resto del cuerpo, casi autónomas y con la capacidad de desarrollar habilidades técnicas, y eso lo aterrorizó. No se atrevía a decir que tenían vida propia, ¿o quizás sí?

Una noche, su esposa fue al escritorio a despertarlo para que se fuera a la cama. Él quiso revivir las sensaciones que desde hacía un tiempo y sin explicación se desvanecían. Llevaban más de dos meses sin hacer el amor, ella no le decía nada, quizás, para no crearle ninguna situación incómoda en su nueva vida.

Ya en la cama, él deslizó la mano por la espalda de su esposa, esperaba confirmar que la unión entre lo mecánico y lo humano era artificial si quería explorar la sensación de lo divino. A su tacto, ella experimentó un alto grado de hipersensibilidad, sintió los dedos en su cuerpo extremadamente gravitantes. Sintió como si zumbaran en torno suyo, y no pudo soportar el nuevo pulso de su esposo.

En las noches, ella deseaba que Andrés la tocara, quería que deslizara nuevamente las manos por su espalda y cuello, y volver a la comunión auténtica y desinhibida para que le despertara alguna emoción. Pero el frío de las prótesis le producía una sensación desagradable y cada vez estaba más indispuesta a que él la tocara.

Andrés miraba durante largo rato sus manos, las movía de distintas formas y las sumergía en el agua, quería sentir el frío, la circulación, el desplazamiento ondulante del fluido en sus manos.

Asistió a una cita con el biocirujano que le implantó las prótesis y le dijo que empezaba a tener menos sensibilidad.

—Eso es imposible —le dijo el médico—. El diseño está conectado directamente a su sistema nervioso. Si usted no siente nada, es porque su cerebro no cumple con su debida función.

La explicación le molestó. Aseveró que en definitiva perdía sensibilidad y que no era una cuestión cerebral. No obtuvo la respuesta que esperaba.

—Lo único que puedo hacer, es formularle unos fármacos que le aumentarán la sensibilidad. Quizás la conexión no es la misma, pero el medicamento puede funcionar como un placebo o no. Depende de su capacidad para diferenciar lo que ve de lo que siente.

Andrés observó las manos blancas, finas, estrechándose con suavidad. Sin embargo, lo único que experimentó fue la dureza sonora y los ecos que el metal hacía cuando chocaban entre sí, nada más.

Intentó explicarle a su esposa lo que sucedía y ella le hizo creer que lo entendía. Pero cada noche, si él intentaba acariciarla, ella se resentía, se estremecía, y se daba la vuelta con desdén:

—Tengo sueño. Duerme —le decía—. Mañana debes ir a trabajar.

Andrés se quedaba boca arriba, como si estuviera de nuevo en el hospital, pensaba en qué hubiera pasado si nunca le hubieran puesto esas sofisticadas prótesis. Sus manos sugerían una presencia oculta, una siniestra creación científica que lo aterraba. Odiaba aquella habilidad secreta para realizar cualquier labor, y al mismo tiempo, la incapacidad para hacerle sentir a su esposa la calidez de sus caricias. Encogido en su cama, su vida ahora era una causa constante de gran frustración.

En la compañía empezó a tener dificultades. Le pedían que elaborara los diseños que antes hacía con pericia y ahora tardaba mucho más.

El jefe lo citó un día en su oficina para reclamarle por su bajo rendimiento. Se excusó, tras objetar que trataba de adaptarse a sus manos y que eso le tomaría un poco más de tiempo y le pidió paciencia. Pero el jefe se mostró molesto con la excusa, pensó que trataba de engañarlo. Así que se levantó del escritorio, caminó despacio, lo que llamó su atención; después de eso se quitó el zapato y la media y le mostró su pie izquierdo. Tenía una prótesis biomecánica.

—Nadie sabe que la tengo —dijo—. Y movía el pie y cada dedo como si fueran partes simbióticas de un mismo organismo—. Por eso, todo lo que me dice es confuso. Llevo con esta prótesis más de cuatro años y siento cada sensación en lo más profundo de mi piel, además, me permite caminar —agregó el jefe, expectante a la reacción de su empleado con la confidencia—. No enviaré la queja a la junta, pero quiero mejoras en su trabajo —le dijo mientras se calzaba.

Andrés se levantó y, al salir, le estrechó la mano a su jefe con menos fuerza de la habitual.

En su oficina, miró con ojos empañados algunas fotos de cuando tenía manos reales; eran recuerdos de un tiempo y un cuerpo que le pareció lejano. Un video mostraba a Andrés, escalaba un muro en una montaña rocosa, en otra imagen sus dedos amasaban la harina de las galletas en su cocina junto a su esposa que reía, todo era un paisaje inaccesible. Se estrechó y acarició el rostro para enfrentar su nueva situación. Indagó en su mente si existía la posibilidad de que estuviera soñando, pero los vestigios de las imágenes, sumado a los hechos tangibles de su pasado desechaban esta opción. Aun si el médico y su jefe dijeran que las manos de carne y hueso eran equiparables a las manos mecánicas, porque de todas formas podían cumplir cualquier función, cualquier tarea, su situación negaba material y oníricamente esa posibilidad. Podían todos decir que las prótesis eran reales, que la sensibilidad era algo que está en el cerebro y que se activa de manera inmediata al momento que necesitamos cualquier cosa. Sin embargo, él notaba que los usos que le daban a la palabra real estaban impregnados de una saturada relación efectista entre las personas y los objetos. Dudó de sí mismo al haberse entendido siempre como un sujeto auténtico y sofisticado. Sabía que ya no funcionaba bien y aceptó, a regañadientes, que el problema fuera la interacción cerebral.

Nada mejoró en los días venideros, su capacidad sensitiva se atrofiaba cada vez más. No percibía la relación entre lo humano y la materia en su propia piel, sino que estos se convertían en útiles razonamientos lógicos y algorítmicos desprovistos de toda esencia personal. Ahora consumía con más desespero las pastillas que le dio el médico con la esperanza de que la sensación volviera para poder acariciar genuinamente a su esposa.

Una mañana ella lo vio en medio de su desesperación, sentado en el comedor, miraba perdido el horizonte luminoso de la calle. No se había bañado en días y sus ojeras delataban que había llorado toda la noche. Ella lo miró, y le aseguró que todo estaba bien, que todo era normal, así como la sensación de sus manos. Él se le acercó, posó sus dedos en sus hombros con suavidad y con intención de abrazarla, pero, de pronto, sin querer, lo hizo con fuerza, y ella gritó:

—¡Me lastimas!

—Perdón, lo siento mucho —dijo él, avergonzado. Se sentó y se miró las manos, movió los dedos y se llevó una mano a la cara. Se limpió las lágrimas y al hacerlo, una de ellas se le quedó en uno de los dedos robóticos y le devolvió la sensación; pero se sintió confundido.

Durante una semana se la pasó dándole explicaciones a su esposa sobre un cambio de tareas en la compañía.

—Voy a realizar trabajo de campo, quizás a trabajar desde casa.

Aun así, cada día estarían más distanciados. Él estiraba la mano, el brazo para tocarla y ella se levantaba de inmediato para ocuparse en la cocina o en doblar la ropa, o se marchaba de casa en cuanto él estaba ahí.

Terminó por comprender, que su amor murió el día del accidente. Aquel vínculo amoroso, aquella plenitud en el amor que experimentaba al acariciar a su esposa, se había extinguido, y ahora todo era indiferencia y silencio. El erotismo era una farsa y la sensualidad del tacto estaba perdida para siempre. «Jamás la recuperaré», pensó. Entonces, guardó su ropa en una maleta y se marchó sin dejar ninguna nota.

Los primeros días se ganaba la vida en bares nocturnos, tocaba el piano. Estaba empeñado en conseguir trabajo como músico, y tuvo la suerte —gracias a sus distintas habilidades musicales— de que una banda de jazz lo contratara para tocar la guitarra. Cambió su nombre por Axel y decidió empezar una nueva vida como músico. Sus manos eran tan inteligentes que tocaban y aprendían cada acorde con versatilidad. Las composiciones que creaba eran maravillosas y el público decía que su música realmente salía del alma, pero no era así. Para él, todo lo que hacía era tan artificial, tan falso, que era incapaz de sentir con propiedad cada composición musical que tocaba. Estaba desesperado y sonreía cada noche a la concurrencia, simulando alegría.

Billy, el pianista, consumía LSD. Así que le pidió que le regalara una papeleta para experimentar otro tipo de sensaciones, o por lo menos para recuperar las que perdió. Lo sostuvo en la lengua un tiempo, en espera de que le hiciera efecto, pero nada sucedió; ni con esa ni con ninguna otra droga las cosas cambiaban. Su vida se hizo miserable desde el día que le implantaron las prótesis mecánicas. Aquellas prótesis, que con delirio la humanidad añoraba para postergar la vida, eran para él la maldición de una era que insensibilizó a la humanidad, al mismo tiempo que ordenaba todo de manera estadística y tecnológica.

Su confusión se hizo constante. La banda le pidió que se tomara un tiempo y él aceptó. En su vida todo era tan singular que no sabía por qué o cómo podía estar deprimido, si la única certeza que tenía era que no poseía sensibilidad en sus manos. No obstante, descubrió que la depresión era un estado latente que provenía del exterior y que nunca se manifestaba internamente, sino que se hacía presente en el reflejo de un laberinto para causar llanto y sufrimiento sin ninguna razón aparente. Esa fue la explicación que le dio a su problema: el darse cuenta de que la depresión no era un estado de extrema sensibilidad, sino de extrema ausencia de sentir o hacer que alguien entienda el significado de la sensación. «La depresión es la manera en que te ponen órganos artificiales», pensó

Su depresión se debía a la técnica con que sus manos adquirían conocimiento y lo transmitían con versatilidad a los demás.

Tocaba la guitarra en los pasajes del metro subterráneo como un forajido. Un exiliado solitario de la tierra olvidada a causa de la tecnología.

Un hombre con un violonchelo lo acompañaba algunas veces en alguna canción. A Axel le era indiferente, pero los transeúntes los miraban estupefactos: un hombre que tocaba la guitarra con unas manos metálicas y otro tocando el chelo con una pata de palo apoyada en el piso. Su instrumento era tan grande como una gran muleta que producía un sonido visible para quienes pasaban por ese corredor. Todos se sentían identificados al escuchar los ecos de su propia discapacidad. Por momentos, gente de distintas clases sociales se juntaban para percibir un mismo sonido e identificarse con esa música que explicaba la tendencia constante y repetitiva de una indiferente soledad.

Un día, mientras tocaba, le pareció ver a la que habría sido su esposa. Sonreía mientras un hombre le acariciaba el cuello con una de sus manos, al mismo tiempo que le rozaba con suavidad la mejilla. Ella sonreía, lo miraba, le tomaba la cara y lo besaba repetidamente.

Intentó dejar la guitarra y correr a saludarla; demandarle si acaso alguna vez se preguntó en dónde estaría él desde que se marchó de la casa, pero se arrepintió. Volvió a tomar la guitarra y se dispuso a tocar, cabizbajo, como siempre lo hacía, pues sentía vergüenza de que lo vieran tocar con esas manos metálicas, le incomodaba que lo vieran con admiración y lo aplaudieran y le dieran dinero en recompensa. Para él, cada cosa era falsa; todo. Sus aplausos, las risas que desplegaban, eran una señal de cómo lo artificial magnífica al ser humano.

Recogió el dinero, lo repartió con el otro músico y fue al supermercado a comprar un pan y un queso. Subió a su cuarto, buscó una botella de vodka y se sumergió en la bebida. Tomó la botella entre sus dedos con tal fuerza que la rompió. Harto de tanta falsedad en su cuerpo, buscó un destornillador e intentó cortar la vena mecánica que lo unía al mundo.

Introdujo el destornillador con violencia en su antebrazo, perforó la lámina hasta que vio brotar la sangre. Entonces, sin remordimiento, arrancó la prótesis de su brazo.

Era irónica la manera como una mano artificial lo ayudaba a curarse de su misma artificialidad. Con la otra tomó la prótesis y la arrojó a la calle. Quiso deshacerse de su otra mano golpeándola contra el mesón de mármol de la cocina. Poco a poco el titanio se quebró y unas chispas saltaron como si fuera sangre. El dolor, el tan anhelado dolor volvió, el pálpito del corazón. En medio de su desesperación, tropezó con la guitarra, la pateó contra la pared, lo que hizo que esta se rompiera en pedazos.

Estaba en el piso, ebrio, solo y triste, pensaba en cómo sería su vida de ahora en adelante sin sus manos. Sin poderlo aceptar, se arrastró por la habitación con las extremidades que le quedaban. Se acercó a la ventana, empujándose y apoyándose en la espalda. En cuanto estuvo ante el cielo negro, el aire estremeció su cuerpo como una caricia muerta. Sin dejar de mirar el firmamento, tomó un pequeño impulso y saltó.

A medida que caía, sentía que un vacío lo envolvía y que el mundo se difuminaba a su alrededor. Antes del golpe final, reconoció que la sensibilidad consistía en sentir el vacío como un lugar normal. Se estrelló contra el suelo, y, al borde de la muerte, vio su sangre correr y a algunos transeúntes acudir en su ayuda. Un hombre intentaba buscarle las manos y, sin encontrarlas, lo tomó por la espalda e intentó tranquilizarlo. Él, agónico, le dijo: Ahora lo siento todo, pero ya no me duele.

En los bordes imaginarios del cielo

En esa tarde tranquila de domingo paseaba cuando, de repente, una bomba estalló y dejó en escombros toda la plaza central. La multitud, aterrada, corría y buscaba esconderse detrás de las sillas del parque y en las galerías de centros comerciales. Yo, al igual que algunos sobrevivientes, nos vimos forzados a correr y escondernos mientras los escabrosos gritos de las víctimas se arrastraban con sus órganos fuera del cuerpo, aullaban en lamentos y charcos de sangre. Verlos abandonar sus pertenencias fue lo más chocante, tal vez porque el pito de mis oídos por la bomba afinó mis ojos para notar como si en ese instante entre la vida y la muerte hubiese quedado una fisura interior entre sus vanidades terrenales y el final de sus pobres almas.

La calle quedó en ruinas y una duna de polvo envolvía el lugar. Los paramédicos hicieron su arribo minutos después y también la policía que en segundos acordonó la zona. Las víctimas estaban por doquier entre los escombros de tierra seca y vidrios rotos. En boca de periodistas y paramédicos se escuchaba la misma frase repetida con resignación:

—¡Están muertos!

Los curiosos veían aterrados cómo algunas extremidades separadas de sus cuerpos seguían aferradas con fuerza a sus maletines y carteras de cuero o al paquete que acababan de comprar en un almacén. Era una especie de metáfora líquida, el olor a pólvora, y la repugnancia que se podía advertir ante la crueldad de ver cómo las cosas banales no perdían todo valor a la hora de la muerte.

Los paramédicos se encargaron de los heridos, les ponían vendas en la cara, espalda y brazos; a algunos les entablillaban las piernas.

Los periodistas, chaleco y antena, tomaron fotos del lugar desde diferentes planos, los primeros planos de las partes del cuerpo regadas y el registro de un agujero que había dejado la onda explosiva en la pared de un McDonald’s.

Los televidentes, en sus casas, se preguntaban:

—¿por qué tanta atención en esa parte del edificio?

Un cronista argüía en vivo y en directo que la tragedia se debía retratar con amarillismo porque así buscaban recuperar la memoria histórica del espacio; “El infierno rugió y de allí, como si se tratara de un volcán, el humo negro impregnó los cuidados trajes de los asistentes. Un luto se cierne sobre la ciudad acostumbrada a quedarse sin memoria colectiva. Un agujero dejó la explosión, y hoy se preguntan si se trata de una advertencia o el inicio de una guerra.”

Otros decían que esa era la huella exacta de la explosión, que en ningún otro lugar quedó una huella igual. Sin ninguna otra explicación, el Gobierno y la cúpula de la Policía se mantuvieron al margen de las opiniones de la prensa, y lo único que repitieron con insistencia a todos los medios fue que no se dejarían amedrentar por el crimen organizado y sus actos terroristas. Al día siguiente, los agentes gubernamentales se reunieron con urgencia para planear, según ellos, la respuesta a los actos violentos en busca de la seguridad. El ministro de Defensa, al que se le notaba en la cara la perplejidad, demostraba en su tono de voz un signo de aturdimiento, puede ser que estuviera avergonzado y en su pasmo de preguntas sin respuesta, preparó una alocución televisada en horario familiar para dar el gran anuncio: a partir de ese momento, el Ministerio de Defensa y de Seguridad Nacional pasaría a llamarse el Ministerio del Miedo, y todo hecho de violencia se manejaría, mediante análisis concretos de datos y estadísticas sobre los usos y administraciones del miedo en la ciudad, para que de ahora en adelante, solo ellos puedan destruir o cuidar, los más preciados derechos.

La primera reacción del presidente y todo su gabinete ministerial fue la de agradecer la nueva estrategia. Y explicaron con un discurso bastante conveniente al público en general las razones por las que podían estar tranquilos, pues ahora el miedo era un ejercicio racional y analítico. Es dudoso que los altos mandos oficiales entendieran la palabra racional o analítico. Incluso, escucharlos hablar de inteligencia militar se sentía irónico. Qué suerte tengo, me dije, después de poner una cura en mi frente y curarme con isodine las heridas de mis labios. Por otra parte, el resto de los ministerios, en especial el de la Protección Social, se propusieron crear una liga de oficiales para la seguridad. La presencia de las autoridades generaba tranquilidad, el fantasma del orden y la autoridad lograba apaciguar los temores más profundos. Ahora, con los oficiales y el adecuado uso del miedo, tenían una justificación para detener cualquier amenaza.

Días después, multitudes homenajearon a las víctimas, arrojaban flores y ponían velas en los lugares donde habían muerto sus familiares. La situación tenía un aire de graciosa crueldad, porque dejar velas y flores en lo que antes fuera un restaurante de hamburguesas y comida chatarra, le quitaba el misticismo a la conmemoración… o, por lo menos a mí me parecía algo ofensivo. «¿Por qué no se van a orar a sus casas? ¿Por qué convertir cada lugar mundano en un altar si, al fin de cuentas, la muerte nos asecha a todos?», pensé. De hecho, muchas de las personas se reunían alrededor del agujero que dejó la explosión y decían que, al hablar por el hueco, se podía pedir un deseo; incluso, que las palabras las escuchaba Dios, dado que él, de alguna manera, era como un agujero negro que escuchaba plegarias y también hacía antimilagros si las personas no estaban pendientes.

La verdad es que nunca he sido muy supersticioso y, cada vez que alguien dice cosas como esas, me entran unas ganas increíbles de echarme a reír. No porque sea un tonto ateo que anda por ahí con desconocimiento de cada cosa como si le importara la verdad de cada uno de ellos. No, yo lo niego por la belleza que existe en negar algo real. Desde niño, mi rebeldía nunca tuvo que ver con la separación entre lo aparente, la ilusión o la materialidad. A lo mejor se trataba, por lo menos para mí, de un tema más de amor que de moral.

Sin embargo, esa noche salí del cine y, mientras caminaba por la calle, quise ver si todavía quedaban algunas velas encendidas en la escena de la explosión. Para mi sorpresa, no había nadie cerca y el agujero estaba solo. Me acerqué a mirarlo de frente, con curiosidad, como si pudiera salir algo de ahí. Apunté con la mirada al fondo del agujero y mantuve la mano porque quería cerciorarme de que un agujero negro es solo un agujero negro, nada más; que su forma redonda y las fracturas de las rocas eran producto de los síntomas esquizoides de una población insatisfecha, más que un mensaje y una apertura que comunicaba directamente con Dios. Tras observarlo incliné la oreja para ver si emitía algún sonido. El ruido fue reseco, como cuando se sumerge la cabeza en una piscina y se saca de inmediato con el único fin de ver por curiosidad el mundo en su profundidad. Puse la mano en el agujero y observé con fina burla todo el lugar. En ese momento quise pedir un deseo, así que me aproximé al espacio roído de cemento y le pedí un ángel para que me ayudara a entrar en sintonía, con lo que en breve tiempo impondría el gobierno. Después me reí con sarcasmo, me reí de mí mismo y de la forma como las mentiras se repiten hasta convertirse en verdad, tal y como lo desea la gente.

De camino a casa, reflexioné en el autobús y noté que no pude hacer contacto visual con una joven atractiva que estaba sentada a mi lado. Exhalé resignado y pensé, después de todo, no debía tener nada de malo desear un ángel. «¿A quién le puede disgustar tener un ángel? Aunque, ahora que lo pienso, no sé con exactitud qué papel debería jugar un ángel en esta situación».

No estaba seguro de que fuera un verdadero deseo, pero es que en ocasiones me siento terriblemente solo y desearía tenerlo para compartir ideas diferentes a las ya controvertidas ideas terrenales. Ciertamente, quería compartir un poco esa noción que muchas personas repiten con vehemencia sobre la divinidad. ¿Y qué tenía de malo? Creer o no creer no es más que una cuestión de lenguaje. Así como creo que conozco el significado de las palabras creer y saber, también puedo cuestionar su validez.

Esa semana, miraba desde mi cuarto ese parque oscuro y solitario a ver si de casualidad aparecía por ahí el ángel, y llegué a esperar ese momento como un niño ingenuo. Pero nada sucedía. En el silencio de la noche, me abracé a la simplicidad, devoré las palabras de un par de hojas que a esa hora leía recostado en la cama, mientras esperaba a que me cogiera el sueño. No obstante, me quedé expectante de los sonidos provenientes de la calle. Escuché como si alguien tirara piedrecitas al cristal. Sonaba una tras otra y creí que había empezado a llover. Los sonidos siguieron repitiéndose hasta que me asomé y ¡ahí estaba él!

A primera vista no parecía ser un ángel. Usaba un gabán largo que ondeaba con el viento de la noche. Desde abajo, con un gesto de la mano, me invitó a bajar, a recibir un paquete. Estaba asustado, ¿con qué confianza puedes acercarte a un ser que, en plena noche, tira piedras a tu ventana para darte un paquete? De todos modos, decidí darme valor y bajar para demostrarme a mí mismo que no tenía nada que temer. Lo tenía en frente, y me dijo de inmediato que no preguntara por qué usaba un gabán tan grande. Su gabán negro, se notaba raído por el tiempo y las inclemencias del clima, parecía prestado o como si lo hubiera conseguido en una tienda de ropa usada. Su rostro, curtido por el sol, denotaba una piel morena que contrastaba con el intenso azul de sus ojos. Los dos nos observamos con cautela, sus alas encorvadas se movieron, su altura, superior a la de cualquier hombre que hubiera conocido, desafiaron la imagen cándida que yo había creado a partir de historias o leyendas. —No preguntes — Una voz áspera, pero no hostil, me impactó lo suficiente para que entre los dos quedara suspendido un silencio incómodo. Extendió su brazo y llevaba una caja de hamburguesa, me dijo que esa era su carta de presentación. Venía envuelta en un papel con el logotipo de McDonald’s, y pensé, que la comida que vendían en ese lugar contrastaba con una gran desilusión.

Le pregunté si Dios existía y él se negó a responder. Preferí no hacerle más preguntas porque pensé que quizá podía molestarse. En seguida, se marchó sin despedirse. A decir verdad, creí que sería interesante tener un ángel de amigo, pero de todas maneras seguía sintiéndome solo, y él no parecía más que un mensajero que venía a traerme una hamburguesa, sin mediar muchas palabras.

Días después volvió a presentarse en mi casa de la misma manera. Bajé y nos dirigimos al parque, allí platicamos largo rato, de temas no exactamente místicos o sobrenaturales. Fue en la tarde, caía brisa, hablamos del amor y me dijo que nunca lo había sentido, entonces le expliqué el significado del odio y cómo cargó los corazones de los hombres en el planeta tierra y me respondió después de escucharme con suprema atención, que sí lo sabía, pero que era mejor que lo ignorara. Antes de irse por fin me dejó ver sus alas y tocarles el borde. Resbalé los dedos desde la curva de sus hombros hasta la cintura, toqué un grupo de plumas rígidas y escamosas. Esta vez traía una mochila, le pregunté qué guardaba. Me dijo, con tranquilidad, que cargaba una bebida que consiguió en un supermercado. Miré la mochila de soslayo y me di cuenta de que era una botella de Bourbon a medio empezar. No parecía estar ebrio, y, de paso, me dijo que no tenía ningún otro lado a donde ir. Le ofrecí sin ningún reparo mi casa; le saqué un somier que guardaba para las visitas, y ahí se quedó, quieto, sin perder de vista el cielo del atardecer hasta que nacieron las primeras estrellas. Dejó su mochila y sacó, sin ninguna vergüenza, la botella de Bourbon. Bebió un par de tragos sin ofrecerme. Supuse que estaba bien así, ya que no quería que pensara que le cobraba el favor.

A la mañana siguiente, hablamos un poco más y no sé por qué, pero a pesar de ser un ángel, apuesto a que se la pasó mintiéndome toda la mañana, además, decía muchas groserías. El trago no le hacía el mismo efecto que a los humanos y lo bebía como si fuera agua. No estaba seguro por qué debería creerle a ese ser cosas como que había estado en diferentes lugares del paraíso, que caminó y sonrió en los bordes imaginarios del cielo, además, me dijo que una nube podía pesar más de cinco toneladas; también, que una vez un ebrio se quedó dormido al volante y que él lo salvó. Al escucharlo, me quedaba mirándolo con cara de escéptico, se silenciaba y luego me decía:

—Qué… ¿No me crees?, te lo juro por Dios.

Dejé de darle importancia y a veces deseaba que no llegara a mi casa en las noches.

Sin querer, un día le conté a un amigo que había pedido un deseo al agujero del McDonald’s y que me había concedido un ángel y que, este llegó una noche a mi casa con una hamburguesa. Me miró y me dijo que me creería si lo acompañaba a él a pedir un deseo al mismo lugar. No tenía certeza de nada, así que un día nos encaminamos al lugar después de que toda la gente se hubiese ido. Las velas derretidas alrededor del agujero marcaban todas las oraciones emitidas por los beatos. Me quedé en un observatorio de la calle y vi cómo él juntaba sus palmas para pedir un deseo como si fuera a susurrarle un secreto a la pared.

Apenas regresó no quise preguntarle qué había pedido. La verdad, no tenía importancia para mí.

Dos días después, nos encontramos en la barbería. Allí me dijo que era cierto lo que yo le dije y que él también tenía ahora un ángel de amigo. Sin que yo se lo preguntara, empezó a contarme que aquel bebía cerveza, comía muchas papas fritas y, al parecer, estaba con él solo para pedirle prestado un poco de dinero. Me sentí afortunado porque el mío, al menos, no me pedía plata.

Fue así como el rumor se extendió por toda la ciudad y uno a uno acudían al agujero a pedir su propio ángel como si de un gran milagro se tratara. A algunos se les presentaba en la noche, a otros durante el día, pero ninguno comentaba acerca de algún milagro realizado por ellos.

Los ángeles solo contaban historias graciosas, afirmaban conocer a Dios, y si uno les preguntaba: ¿Cuánto pesaba Dios? Se alejaban con indiferencia y soltaban una carcajada. Naturalmente, su idea del más allá era tan mundana como el suelo que pisaban. Y nadie les creía por ser como eran, por comportarse como humanos sucios, malolientes y despreciables, y por su aspecto de habitantes de calle.

Poco a poco, el problema se salió de control y las criaturas aladas estaban por doquier: en los andenes, calles y parques, pedían limosna. Las alas de ángel blancas ahora estaban grasosas y blanquecinas por los bordes. Soltaban plumas que se acumulaban en las avenidas y los parques junto a las hojas secas de los árboles. Finalmente, el gobierno los tomó en custodia. Los vistió con uniformes militares para que no anduvieran por ahí en las calles, e hicieran algo productivo por la sociedad.