Cartas a Poseidón - Cees Nooteboom - E-Book

Cartas a Poseidón E-Book

Cees Nooteboom

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Beschreibung

«Con Cartas a Poseidón, Cees Nooteboom ha logrado una pequeña obra maestra que se lee como los mensajes en una botella de quien vive en una isla desierta: mensajes que ya no esperan ninguna respuesta.»Neue Zürcher Zeitung ¿Está el inmortal Poseidón de veras interesado en el género humano? ¿Sigue el señor de los mares todavía nuestras vidas? Estas cuestiones suscitan la curiosidad de Cees Nooteboom: le escribe cartas al dios del tridente y cada otoño, cuando abandona la isla en la que veranea, le ruega poder regresar al año siguiente. En estas cartas cuenta lo que le conmueve en la vida diaria, lo que piensa de Dios y de los dioses, y vierte una nueva mirada sobre los mitos antiguos. Así se pregunta, al cruzarse casualmente con un muchacho en la playa, si este niño puede ser el espejo en el que desaparece su propia edad. Poco le importa eso a las plantas del jardín mediterráneo del escritor, estas llevan su propia vida: el hibisco y el cactus se ponen a la defensiva cuando la radio emite los poderosos sonidos de Bayreuth...

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Seitenzahl: 223

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Cartas a Poseidón

ÍNDICE

Cubierta

Portadilla

Poseidón I

Boda con un sombrero

Asedio

Bayreuth

Poseidón II

Encuentro

Invalides

Poseidón III

Río

Challenger

Poseidón IV

Asclepias

Tiempo

Poseidón V

Camión

Kenkō

Teléfono

Poseidón VI

Infanticidio

Libros

Poseidón VII

Muro

Mancha

Poseidón VIII

Hölderlin

Velos

Cuadro

Poseidón IX

Orión

Pastoral

Poseidón X

Conversación

Agave

Poseidón XI

Paseo

El testigo

Poseidón XII

La silla

Burros

Jardín

Poseidón XIII

Chica

Luna de sangre

Poseidón XIV

Hombre

Superficie del agua

Verde

Poseidón XV

Bal des Ambassadeurs

Circe

Puerto

Poseidón XVI

Hipopótamo

Hesíodo

Poseidón XVII

Quilotoa

Tormenta

Zoológico

Poseidón XVIII

Vidas

El toro

Poseidón XIX

Hermanas

Ballena

Azul

Poseidón XX

Guerra

Ratón

Posidonia

Poseidón XXI

Antiguo

Llama

Poseidón XXII

Colegas

Piedra

Poseidón XXIII

Notas e imágenes

Agradecimientos

Créditos de las ilustraciones

Créditos

The death of one god is the death of all.

Wallace Stevens

Para Siegfried Unseld, a quien debo tantos cambios.

¿Cómo empezar? Corre el año 2008, un día de febrero en Múnich. En Marienplatz he comprado un libro de Sándor Márai. No es una novela, sino una colección de epigramas en prosa. Se titula Die vier Jahreszeiten (Las cuatro estaciones) y la cubierta rezuma cierta tristeza: un tallo quebrado, una flor grande que pende con las hojas muy apretadas aunque un poco marchitas, una imagen melancólica que no se aviene con ese día de invierno inesperadamente soleado. Hace años, cuando aún nadie hablaba de él, Klaus Bittner me regaló en Colonia el último diario de Márai, unas páginas parcas y transidas de amargura, que contenían sus notas escritas en los dos años previos a su suicidio a la edad de 89 años. Destierro en San Diego. ¿Por qué se le ocurriría a Márai instalarse en San Diego? Conozco ese lugar y no entiendo cómo este cosmopolita húngaro pudo acabar ahí sus días y escuchar como último sonido un disparo de revólver. Su esposa, que le había acompañado toda la vida en sus viajes, enfermó. Él la visita en el hospital, hasta que ella muere y esparcen sus cenizas en el mar. El escritor vive solo, se encuentra cada vez peor, lee a Aristóteles y su diario se torna una lectura fragmentaria y dolorosa. A continuación, la muerte. Su gran éxito fue póstumo. Mis amigos húngaros se sorprenden de la gran acogida que han tenido sus novelas; pero ellos están más interesados en sus diarios y crónicas de viaje. Márai fue un espíritu clarividente en un siglo, largo y oscuro, de fascismo y comunismo, de fronteras en perpetuo desplazamiento. Me encamino con mi nuevo libro hacia Viktualienmarkt en busca de un lugar para leer. La calle está animada. Veo un restaurante de pescado y encuentro un sitio en la terraza. Pido una copa de champán para celebrar este primer día de primavera y empiezo a leer. El libro se publicó en 1938, aunque los fragmentos que leo son obra de un contemporáneo, de un hombre que consagra su vida a mirar, leer, viajar y escribir. He elegido el restaurante al azar y en la servilleta que me entregan figura el nombre de Poseidón escrito en letras azules, en ese azul del mar junto al que resido en verano. Puede que eso sea una señal, que alguien quiera comunicarme algo, y yo he aprendido a atender a ese tipo de señales. El dios aparece representado con su tridente. Y en ese mismo instante decido que, cuando acabe el libro en el que estoy trabajando, me dedicaré a escribirle cartas a Poseidón, breves textos que versen sobre mi vida y las cosas que veo, oigo y pienso. Entre tanto el invierno alemán ha dado paso al verano español, acabé el libro y, en ese vacío que suele seguir al final de una obra, me viene a la memoria aquel día de invierno soleado de hace medio año. Dentro de tres días cumplo 77 años. Al día siguiente empieza el mes de agosto, el mes del César. Será la primera vez que le escriba a un dios. Cae la tarde. El mar está cerca de aquí, el mar de Poseidón y las rocas junto a las que suelo bañarme. Contemplo la extensa superficie luminosa y rizada del mar, su vaivén bajo el último fulgor del sol. No se oye sino el rumor del agua sobre las rocas. Sí, es hora de poner manos a la obra.

Poseidón I

En un relieve del siglo V antes de Cristo, del Cristo que te sustituyó y gracias al cual partimos en dos la infinitud del tiempo, están representados los doce dioses olímpicos dispuestos en una larga hilera. Todos portan sus atributos, pero no está claro hacia dónde se encaminan. Apolo, Artemisa, Zeus, Atenea. A continuación vienes tú. Tú vuelves la cabeza hacia Hera, que está situada detrás de ti. Esta, muy joven aún, mantiene los ojos cerrados y no te devuelve la mirada. ¿Qué estarías mirando tú? Reposas la mano izquierda en tu costado derecho y sujetas descuidado el tridente, esa peculiar arma que es tu seña de identidad y tu utensilio de pesca. Todos los peces te pertenecían. Aparecéis representados de perfil, con aspecto asirio, babilónico, como si vuestros cuerpos aún no hubieran sido capaces de desprenderse de la piedra. En esos tiempos remotos, tampoco nosotros habíamos logrado aún desprendernos de vosotros. ¿Por qué te elegí a ti entre todos los dioses? ¿Acaso porque resido parte del año a orillas de tu mar? ¿O porque al inicio de cada otoño, antes de regresar al norte, me arrojo siempre al mar desde las mismas rocas, llueva o truene? Es mi manera de suplicar que se me permita regresar al año siguiente, ¿y quién mejor que tú para suplicarle tal favor? Hace ya tiempo que buscaba un destinatario para mis cartas, pero ¿cómo escribirle a un dios? Es imposible, claro, y sin embargo yo lo hago. Con algún rodeo. Voy dejando mis cartas en la playa, sobre una roca que hay junto al mar, con la esperanza de que tú las encuentres. Te escribiré sobre cosas que leo, veo y pienso. Historias que imagino, que me vienen a la memoria, que me sorprenden. Noticias del mundo, como aquella anécdota del hombre que contrajo matrimonio con una muerta. Puede que encuentres las cartas o puede que se las lleve el viento. Si he decidido escribirte es porque pienso que quizá aún te interese conocer algo del mundo. No sé qué sucederá después, es imposible saberlo. Como mucho puedo imaginarlo. No se empieza por la respuesta. Siempre me he preguntado qué sentisteis vosotros los dioses cuando ya nadie os suplicaba ni os pedía nada. ¿Quién sería la última persona en invocaros? ¿Dónde fue? ¿Habéis hablado de eso alguna vez entre vosotros? Nosotros aún vemos vuestras imágenes, y sin embargo, ya no estáis aquí. ¿Sentisteis envidia de los dioses que os sucedieron? Y ahora que estos también han sido abandonados, ¿os reís de ellos?

Boda con un sombrero

En un pequeño pueblo del sur de Francia, un francés de 68 años ha contraído matrimonio con una mujer que no tiene edad, porque está muerta. Vivieron juntos durante veinte años y quisieron casarse, pero ella enfermó y falleció. En la boda con la muerta, que requirió el permiso del presidente de Francia, el hombre trajo consigo el sombrero de la finada. En El Golem de Meyrink, el héroe se apropia de los pensamientos de la persona dueña del sombrero que se pone. ¿Qué pensaría el sombrero el día de la boda? ¿Reconocería a la decena de convidados que asistieron a la ceremonia? ¿Y qué le habrá dicho al hombre una vez solos en casa?

Asedio

En el Prado, en una de las salas de la planta superior del nuevo anexo, hay un cuadro de Pieter Snayers. No hay más visitantes que yo en la sala, lo que intensifica el silencio que reina en el cuadro. En ese instante la temperatura exterior roza los 40 grados, pero en el cuadro ha nevado. Siento la nieve bajo mis pies. Corre el año 1641. Somos españoles, nuestra guerra contra Francia empezó hace seis años y se prolongará dieciocho años más. Desde una elevada colina oteamos una extensa llanura y el núcleo urbano y las murallas externas de Aire-sur-la-Lys. Nuestra mirada alcanza el horizonte, una franja de tierra azulada cubierta por la luz del norte y por unas nubes que solo esas lejanas tierras conocen. Nuestra lengua suena extraña en ese entorno. Cerca de nosotros hay unos árboles pelados y un par de perros. Nuestra misión es reconquistar la ciudad y así lo haremos. Eso dicen los libros. Abajo, a la izquierda, las tropas durante esos minutos irreales que preceden a cualquier batalla. Al fondo, el enemigo invisible que nos espera. Quien observe en el futuro esa escena nos rescatará de la muerte unos instantes, pero los pensamientos que cruzaron nuestra mente aquel día nos los guardamos para nosotros. El espectador verá historia o arte, o las dos cosas. Pero nada sabrá del aliento que aquella mañana salió de nuestras bocas, ni del graznido de las cornejas, ni del sonido de los cascos de los caballos sobre la tierra helada.

Bayreuth

Ocurre cada verano, con la misma certeza que Wimbledon o el Tour de Francia. De repente penetran en mi jardín mediterráneo sonidos alemanes. Sonidos aún inseguros, que no saben si son bienvenidos. Metales, timbales, voces altas y duras. Como sondeándolo todo. Noto que todo mi jardín se pone alerta, a la defensiva. Las palmeras, el hibisco, los cactus, el papiro, plantas que no sobrevivirían en la bruma fría del norte. Pero la música no tiene compasión, disfruta de su poder. A mis oídos llegan los tonos sostenidos alemanes, los sonidos militares del coro, esa otra lengua cortante, las cornetas de caza, el crescendo de una gran orquesta, la traición de Tristán que entrega a Isolda a su rey, la furia de ella, el grito de dolor que disfrazado de canción corre junto al lila claro del plumbago y, como una súbita tormenta, cruza veloz la buganvilla que deja en la tierra manchas moradas. Y yo ahí en medio, desterrado, un jardinero nórdico bajo los olivos, apresado en la contradicción de mi vida.

Poseidón II

Tú eres un dios, yo un ser humano. Lo mires como lo mires, este es el statu quo. Tal vez pueda preguntarte ahora lo que siempre quise preguntar. ¿Qué es un ser humano para vosotros? ¿Nos despreciáis por ser mortales? ¿O todo lo contrario? ¿Envidiáis nuestra condición de mortales? Obviamente, la inmortalidad es vuestro destino, aunque no sepamos dónde estáis ahora mismo.

Ya nadie habla de vosotros. Es triste. Es como si os hubierais diluido en la nada. Y sin embargo, de ser cierto que sois inmortales, y yo parto de esa premisa, es de suponer que seguiréis existiendo eternamente. El fin del mundo del que hablabais no ha llegado todavía. ¿Estáis cerca de vuestros templos vacíos? ¿Os hicisteis adictos a los sacrificios que os hacíamos? ¿Nos echáis de menos? Durante un tiempo fuimos vuestro vivo retrato, más adelante nos hundimos. Somos ruinas que siguen pensando y hablando. Hemos dejado de parecernos a vosotros.

Ahora bien, en realidad, ¿qué es más misterioso, ser mortal o inmortal? Y así retorno a mi pregunta primera: ¿qué pensáis de nosotros?

Hoy me he acercado al mar, soplaba un viento huracanado. Durante un buen rato estuve sentado en una roca mirando las agitadas olas grises. No obtuve respuesta a mis preguntas, como es natural. En otros tiempos, alguna vez os disfrazabais de humanos para trasladarnos algún mensaje. A veces tengo la impresión de que lo seguís haciendo. Tengo la sensación de que me he encontrado con alguno de vosotros. Aunque nunca estoy del todo seguro.

Encuentro

Dos chicos vienen hacia mí por el angosto camino que va del mar al pueblo.

Uno de ellos es un adolescente, alto, sin forma aún, su cuerpo entero se bambolea. A su lado, el paso del chico más joven que le sigue resulta mucho más mesurado. Moreno, sureño, romano. No sé calcular su edad, nueve o diez años tal vez, pero me llama la atención su mirada profundamente abstraída. Es imposible saber lo que está viendo en su interior, claro está, pero el misterio de su concentración extrema me incita a dar un salto en el tiempo. ¿Cuánto tiempo hace que yo tenía su edad? ¿Por qué siento que hay algo en él que reconozco? El hombre que soy ahora, transcurridos más de sesenta y cinco años, ¿estaba ya presente en el niño que no recuerdo? La pregunta me rondará la cabeza el resto del día. ¿Existe eso? ¿Otro ser como espejo en el que tu edad desaparece? ¿Por qué tengo la sensación de haberme cruzado conmigo mismo? Y, si no es así, ¿quién es esa persona que pasó a mi lado y que nunca llegaré a conocer?

Invalides

Los muertos son unos inválidos eternos. Nunca más recuperarán la movilidad. Los diez féretros, dispuestos en una simetría protocolaria, están alineados a lo lejos frente a un edificio clásico. Hay una considerable distancia entre el edificio y los féretros. En la foto el espacio parece blanco, como si estuviera cubierto de nieve. En el centro destaca un único personaje, el presidente de Francia. Es él quien ha traído a casa a esos muertos. Invisible en la foto está la pregunta que no se formula: ¿qué clase de guerra es esta? Dado que la distancia impide distinguir la expresión de los rostros, domina la dramaturgia del número, de lo singular frente a lo múltiple. Napoleón hizo erigir ese Dôme des Invalides para sus soldados. Es fácil evocarle en ese instante. El sentimiento de duelo prendido en esa geometría de pureza teatral contiene un dramatismo propio. Detrás del presidente, hacia la izquierda, un individuo hace el saludo militar. Su rango es invisible desde esta distancia. Las tropas apostadas frente al edificio, a un lado del mismo y junto a los féretros, forman un pentágono, un dibujo clasicista. Habría ruido, pero en la fotografía solo impera el silencio.

Poseidón III

Hoy he leído un relato de Kafka que no conocía. Lleva tu nombre: «Poseidón».

Kafka es un continente, te transporta a lugares donde no has estado nunca. Si admitimos que existe una literatura atemporal, tú todavía vives, aunque no seas feliz. Hace nada te vi formando parte de una comitiva de dioses y ahora debo rectificar esa imagen, pues al parecer no tienes tiempo para esas cosas. Estás demasiado atareado con la administración de tus dominios. Según cuenta Kafka, tú nunca viste el mar, como mucho, una vez, cuando ascendiste con gran esfuerzo al Olimpo. Ahí estaba el mar, muy al fondo, una inmensa masa de agua gris en movimiento. Eso último no lo dice el relato, es de mi cosecha. El monte que domina mi isla no tiene la altura del Olimpo, por supuesto, pero también yo contemplo el mar desde su cima una vez al año. Una inmensa masa de agua gris en movimiento, como acabo de decir. Dado que tú resides de modo permanente bajo las olas, no conoces el elemento sobre el que gobiernas. No sé qué pensar de eso. Así te ve Kafka, un dios fatigado en las profundidades de los océanos. Bajo un techo translúcido en movimiento. Inquieto. Un dios siempre ocupado con la revisión de las cuentas, gobernador de todos los mares. No puedes dejar la administración ni un instante, pues ellos no conocen a nadie más que pueda hacerse cargo de esta tarea. Kafka no menciona quiénes son «ellos», que para eso es Kafka. Es una imagen triste. Un viejo, en el fondo del mar, sentado ante su mesa de trabajo y siempre ocupado con su contabilidad. Por sentido del deber. De tridente, nada. En realidad tú detestas esa historia. Tampoco hay referencia alguna a las ninfas acuáticas o a las sirenas. En realidad, al parecer tampoco has navegado nunca tus mares. Solías decir que esperabas el fin del mundo. Justo antes del anunciado fin, después de revisar la última cuenta, harías quizá una breve excursión en barco, cuenta Kafka. Una excursión en barco, no sé cómo quitarme esa idea de la cabeza.

Río

Leticia. Una pendiente embarrada desciende hasta el río. Un hervidero de gente, cerdos y perros.Abajo, unas angostas barcas de remo cruzan el río para transportar a la gente a una pequeña isla llamada Fantasía. Detrás de mí, el mercado, las frutas, el pescado. Alguien me ayuda a bajar la pendiente resbaladiza que lleva a la pasarela donde atracan las lanchas motoras. Los demás pasajeros ya han llegado.Tres colombianos de Cali y dos holandeses. Y dos hombres que conducirán la lancha remontando el río a lo largo de cien kilómetros. Uno va sentado fuera en la proa, yo estoy al lado del que conduce. Cuando salimos del puerto el río parece abrirse. El agua, con su brillo metálico, se extiende entre las bajas riberas que se alejan gradualmente.

La pequeña lancha motora surca las aguas, su ruido ensordecedor disturba el infinito silencio que debe reinar en el centro del ancho río. Nos detenemos frente al parque natural de Amacayacu. Un camino se abre entre la selva, pasarelas cenagosas, el resplandor maravilloso de mil tonos de verde, hojas salidas de fantasías disparatadas como cuchillos dentados o afilados, un estanque con plantas acuáticas podridas bajo un cielo cada vez más oscuro, en la lejanía el bramido de una fuerte tormenta. Un mono con la cara maquillada se sienta a mi lado y me mira como si quisiera entablar una conversación conmigo sobre las pruebas de la existencia de Dios, pero en ese momento llega la lluvia que no cae sino que se alza en vertical, una pantalla de agua gris apenas transparente. Cuando escampa, la tierra empieza a humear como si el barro hirviera. La luz se torna de cinc y de hierro. Duelen los ojos cuando la lancha arranca de nuevo. Nos acompañan el baile de delfines rosados y las nubes de formas cambiantes. El río tiene una longitud de miles de kilómetros. Me gustaría llegar hasta Iquitos, hasta los Andes. El ruido del motor aturde. Apenas nos cruzamos con nadie, excepto con alguna que otra embarcación bajita con las figuras menudas de los indígenas. Durante horas vemos las mismas riberas, extensiones de verde y más verde, y nos preguntamos cómo será la vida en ese mundo sin carreteras ni automóviles, hasta que, horas después, viramos y regresamos con la corriente a favor a la isla de Santa Rosa, Perú. La tierra es de lodo.Vemos las raíces superficiales de los árboles enmarañadas, más allá un árbol pelado invadido de buitres, casas de madera levantadas sobre pilotes y unas diez mujeres en corro. Cada una de ellas sostiene un animal en los brazos: un perezoso, un papagayo, un caimán, una cría de cocodrilo, una tortuga de agua, una iguana, una rana gigante. Es obvio que se trata de un montaje. Esas mujeres están haciendo su trabajo, como se demuestra más adelante cuando el conductor de la lancha nos pide una contribución para ellas. Junto a las mujeres hay un hombre que lleva amarrado a una cuerda una especie de jaguar. Este empieza a soplar en cuanto me acerco. Nos encontramos frente a las mujeres pero miramos a los animales, una situación absurda, la reina en visita oficial. Las mujeres tienen diferentes edades, visten camiseta y pantalones. Sus semblantes no desvelan lo que piensan. Supongo que los nuestros tampoco. A los cocodrilos no se les acaricia, el perezoso parece sumido en un profundo sueño, la tortuga tiene doscientos años y ya lo sabe todo. Me alejo del grupo por un campo arenoso donde hay una casa de madera pintada de rosa y verde claro: la Asamblea Tradicional de Dios, Iglesia Evangélica. Los dioses nunca están lejos. Entro por una escalerita tambaleante y voy a parar a una sala grande y vacía. La preside una especie de altar con un atril para la Palabra; frente a este cinco sillas de plástico de un verde vivo acompañan seis estrechos bancos de madera sin respaldo. La luz penetra en el interior a través de los resquicios y hendiduras de las paredes de madera. El ambiente rezuma calma y serenidad. En los lugares donde se reza mucho se nota la presencia de Dios, dijo el filósofo que no creía en Dios. Yo me detengo un rato en el silencio y de pronto oigo arrancar el motor de la lancha. Mientras nos alejamos por el agua, el grupito de gente se hace cada vez más invisible hasta que desaparece en el lejano verde de la ribera del río como un dibujo borrado. Una aldea en una isla en el río, cerca del límite de Perú, a una distancia infinita de la capital donde no se conoce ni su nombre.

Challenger

No es un animal, aunque parezca que posee una cabeza, con un ojo velado en la parte superior derecha, dos cuernos blandos y aturdidos de una materia voluble, unos cuantos pelos de bigote blancos, largos y en punta, un cuello fino y frágil y justo encima de este un poco de cabello oscuro. Un provocador, pero ¿qué o a quién querría provocar? ¿A la sábana negra del universo que tiene al fondo?

Pero no es un animal, no, es una nube, compuesta de carne pulverizada y metal, de existencias desintegradas, materia viva y muerta que ha adoptado la forma de una blanca nube difusa, una tumba abierta en abanico hecha de un polvo cada vez más fino, la infinita descomposición de unos cuerpos de hombres y mujeres que alguna vez tuvieron un nombre.

Poseidón IV

Ignoro si lees alguna vez lo que se ha escrito sobre ti. ¿Has leído a Homero, Kafka, Ovidio? Probablemente, no. Yo, en cambio, gracias a ellos, sé más de ti de lo que te imaginas, aunque todo son interrogantes. Kafka te llama Poseidón; Ovidio, Neptuno. A decir verdad, no me gusta tu nombre latino. Es como un escritor con seudónimo. Los seudónimos han de estar muy justificados, porque de lo contrario uno se transforma en él, como Stendhal, o se divide entre diferentes nombres, como Pessoa. Y en el caso de Pessoa, además, cada uno de los nombres excluye o incluso asesina a los otros. Neptuno nunca ha conseguido imponerse a Poseidón, al menos para mí. En el mercado en Lindau se erige una estatua de Poseidón, no de Neptuno. Este porta tu mismo tridente, pero es un impostor. Es alguien que se hace pasar por ti y que ha aplicado un barniz romano a todo cuanto tú tienes de griego. Dante no leía el griego y por eso te llamó Neptuno, mas yo sé que se refería a ti. En Paraíso XXXIII, el último canto de la Divina Comedia, el poeta, iluminado por la luz eterna de su inefable visión, sabe que se ha adentrado en lo hondo del misterio divino y ha contemplado la unidad de todo lo existente en el universo, y, aun así, quiere describir cuanto ha visto. El poeta sabe que no será capaz de retener esa visión, porque no es sino un simple mortal, y que la imagen se le borrará de la memoria del mismo modo en que tú olvidaste, en la bruma de veinticinco siglos, aquel prodigioso instante en que viste deslizarse por el agua la sombra de Argos, la primera nave que surcó las aguas. La imagen te causó una profunda impresión, cuenta Dante, y yo intento imaginarme aquel instante: un dios, que nunca antes había visto una nave avanzando por sus mares, contempla cómo se desliza por el agua una sombra misteriosa con una vela extrañamente henchida, un artefacto oblongo guiado por remeros, el súbito rumor de voces humanas, un rey al mando de la nave, cazadores mortales tras el vellocino de oro.

Asclepias

El 14 de noviembre de 1827, la duquesa de Duras le escribe a Chateaubriand: «Mi vida pasada está tan alejada de mi vida presente que cuando pienso en ella me parece estar leyendo unas memorias o contemplando un espectáculo». Dos meses después la duquesa falleció en Niza. Sin haberlo leído, ella leyó el relato de su propia vida que Chateaubriand expuso en sus memorias. Lo que significa que estoy leyendo recuerdos por duplicado. Nada de qué asombrarse. Se trata de dos personajes pertenecientes a la nobleza con talento para la escritura cuyas vidas se desarrollaron en una época agitada. Terror, emigración, restauración. Grandes temas, sí, pero a mí me llama la atención otra cosa. En esa misma carta la duquesa le dice a Chateaubriand que le ha enviado una asclepias carnosa, una planta trepadora similar al laurel que no le teme al frío y que echa una flor roja como la camelia. Colócala bajo las ventanas de la biblioteca del Benedictino, le recomienda ella. El Benedictino era el nombre con que la duquesa se refería al propio Chateaubriand. El escritor como monje. La magia de la lectura. Una duquesa muerta, un escritor muerto, el camino que recorre la planta de Niza a Lausanne, su llegada a la biblioteca. La imagen que yo veo es el rojo de la flor y la veo ahora.

Tiempo

Mi reloj es un triángulo plano con un borde de oro doble pero muy fino. El tiempo, de ser cierto que el reloj representa un aspecto del mismo, yace muy plano sobre mi muñeca.

¿Existirá el tiempo también más allá de ese borde dorado? La esfera es blanca y su blancura inerte contrasta con mi piel viva y bronceada por el sol del verano. Los números son romanos, el IV y el VIII señalan oblicuamente hacia abajo, el VI está boca abajo, el tiempo apresado en su propia trampa. Junto a ese número hay algo escrito en una letra tan pequeña que me resulta imposible leerlo sin lupa. Gracias a la lente de aumento descubro, después de treinta años, que pone cuarzo. La etimología de esa palabra es desconocida. Sílex, granito, amatista. Lo cual quiere decir que estoy unido al mundo mineral. El IX y el III están uno enfrente del otro y mantienen un equilibrio ejemplar sobre un horizonte imaginario. Esa no es pues la causa de mi desconcierto. Será que se me ha caído el reloj. Una línea de fractura, fina e irregular, atraviesa la blanca esfera con los números simétricos y perturba el orden del tiempo. Si eso sucede en mi muñeca, ¿qué sucederá en cualquier otro lugar?

Poseidón V