Cartas y rimas - Gustavo Adolfo Bécquer - E-Book

Cartas y rimas E-Book

Gustavo Adolfo Bécquer

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Beschreibung

El presente volumen recoge tanto las nueve cartas escritas desde Veruela y agrupadas con el título Desde mi celda, como las cuatro literarias.

En cuanto a las rimas, se recogen las publicadas en las Obras, así como aquellas publicadas aparte en distintos medios y volúmenes. Incluye, asimismo, las dos que en la actualidad se atribuyen a su falsificador.

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Cartas y rimas

 

 

por

 

Gustavo Adolfo Bécquer

 

 

 

 

 

 

 

 

Edición basada en las siguientes ediciones:

Imprenta de Fortanet, Madrid, 1871.

Librería universal de J. A. Fernando Fé, Madrid, ediciones de 1877 a 1904.

 

Ilustraciones de Valeriano Bécquer.

 

 

 

Imagen de portada: Valeriano Bécquer, 1864.

 

Esta edición moderniza la ortografía y adapta la puntuación para facilitar la lectura, pero en lo demás procura ser lo más fiel posible a las antedichas ediciones.

 

De esta edición: Licencia CC BY—NC—SA 4.0 2020 Xingú

https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/deed.es_ES

Índice

 

Desde mi celda

— I — Carta primera

— II — Carta segunda

— III — Carta tercera

— IV — Carta cuarta

— V — Carta quinta

— VI — Carta sexta

— VII — Carta séptima

— VIII — Carta octava

— IX — Carta novena

 

Cartas literarias a una mujer

I

II

III

IV

 

Rimas

— I — Yo sé un himno gigante y extraño

— II — Saeta que voladora

— III — Sacudimiento extraño

— IV — No digáis que agotado su tesoro

— V — Espíritu sin nombre

— VI — Como la brisa que la sangre orea

— VII — Del salón en el ángulo oscuro

— VIII — Cuando miro el azul horizonte

— IX — Besa el aura que gime blandamente

— X — Los invisibles átomos del aire

— XI — Yo soy ardiente, yo soy morena

— XII — Porque son, niña, tus ojos

— XIII — Tu pupila es azul, y cuando ríes

— XIV — Te vi un punto, y, flotando ante mis ojos

— XV — Cendal flotante de leve bruma

— XVI — Si al mecer las azules campanillas

— XVII — Hoy la tierra y los cielos me sonríen

— XVIII — Fatigada del baile

— XIX — Cuando sobre el pecho inclinas

— XX — Sabe, si alguna vez tus labios rojos

— XXI — ¿Qué es poesía?

— XXII — Cómo vive esa rosa que has prendido

— XXIII — Por una mirada, un mundo

— XXIV — Dos rojas lenguas de fuego

— XXV — Cuando en la noche te envuelven

— XXVI — Voy contra mi interés al confesarlo

— XXVII — Despierta, tiemblo al mirarte

— XXVIII — Cuando entre la sombra oscura

— XXIX — Sobre la falda tenía

— XXX — Asomaba a sus ojos una lágrima

— XXXI — Nuestra pasión fue un trágico sainete

— XXXII — Pasaba arrolladora en su hermosura

— XXXIII — Es cuestión de palabras, y, no obstante

— XXXIV — Cruza callada, y son sus movimientos

— XXXV — ¡No me admiró tu olvido!

— XXXVI — Si de nuestros agravios en un libro

— XXXVII — Antes que tú me moriré

— XXXVIII — Los suspiros son aire, y van al aire

— XXXIX — ¿A qué me lo dices?

— XL — Su mano entre mis manos

— XLI — Tú eras el huracán y yo la alta

— XLII — Cuando me lo contaron sentí el frío

— XLIII — Dejé la luz a un lado, y en el borde

— XLIV — Como en un libro abierto

— XLV — En la clave del arco mal seguro

— XLVI — Me han herido recatándose en las sombras

— XLVII — Yo me he asomado a las profundas simas

— XLVIII — Como se arranca el hierro de una herida

— XLIX — Alguna vez la encuentro por el mundo

— L — Lo que el salvaje que con torpe mano

— LI — De lo poco de vida que me resta

— LII — Olas gigantes que os rompéis bramando

— LIII — Volverán las oscuras golondrinas

— LIV — Cuando volvemos las fugaces horas

— LV — Entre el discorde estruendo de la orgía

— LVI — Hoy como ayer, mañana como hoy

— LVII — Este armazón de huesos y pellejo

— LVIII — ¿Quieres que de ese néctar delicioso

— LIX — Yo sé cuál el objeto

— LX — Mi vida es un erial

— LXI — Al ver mis horas de fiebre

— LXII — Primero es un albor trémulo y vago

— LXIII — Como enjambre de abejas irritadas

— LXIV — Como guarda el avaro su tesoro

— LXV — Llegó la noche y no encontré un asilo

— LXVI — ¿De dónde vengo?...

— LXVII — Qué hermoso es ver el día

— LXVIII — No sé lo que he soñado

— LXIX — Al brillar un relámpago nacemos

— LXX — Cuántas veces al pie de las musgosas

— LXXI — No dormía; vagaba en ese limbo

— LXXII — Las ondas tienen vaga armonía

— LXXIII — Cerraron sus ojos

— LXXIV — Las ropas desceñidas

— LXXV — Será verdad que cuando toca el sueño

— LXXVI — En la imponente nave

 

Del Libro de los gorriones.

— LXXVII — Dices que tienes corazón

— LXXVIII — Fingiendo realidades

— LXXIX — Una mujer me ha envenenado el alma

 

Otros poemas y rimas

— LXXX — A Casta

— LXXXI — A Elisa

— LXXXII — La gota de rocío que en el cáliz

— LXXXIII — Es el alba una sombra

— LXXXIV — Errante por el mundo fui gritando

— LXXXV — Negros fantasmas

— LXXXVI — Yo soy el rayo, la dulce brisa

— LXXXVII — Flores tronchadas, marchitas hojas

— LXXXVIII — No has sentido en la noche

— LXXXIX — Apoyando mi frente calurosa

— XC — Si copia tu frente

— XCI — Quién fuera luna

— XCII — Yo me acogí, como perdido nauta

— XCIII — Para encontrar tu rostro

— XCIV — Esas quejas del piano

— XCV — Nave que surca los mares

— XCVI — Lejos y entre los árboles

— XCVII — A todos los santos (1º de diciembre)

— XCVIII — Poesía inédita

— XCIX — Amor eterno

— C — Al céfiro

 

 

 

 

 

Desde mi celda

Cartas literarias

— I — Carta primera

Monasterio de Veruela, 1864

 

Queridos amigos: heme aquí transportado de la noche a la mañana a mi escondido valle de Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para tener el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, charlar un poco y recordar las agradables, aunque inquietas, horas de mi antigua vida. Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente hoy, que todos los grandes centros de población se parecen, apenas se percibe el aislamiento en que nos encontramos, antojándosenos, al ver la identidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes a quienes teníamos costumbre de ver y hablar de continuo. En el fondo de este valle, cuya melancólica belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio agrada y sobrecoge a la vez, diríase por el contrario, que los montes que lo cierran como un valladar inaccesible, me separan por completo del mundo. ¡Tan notable es el contraste de cuanto se ofrece a mis ojos; tan vagos y perdidos quedan al confundirse entre la multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes!

Ayer, con vosotros en la tribuna del Congreso, en la redacción, en el teatro Real, en La Iberia; hoy sonándome aún en el oído la última frase de una discusión ardiente, la última palabra de un artículo de fondo, el postrer acorde de un andante, el confuso rumor de cien conversaciones distintas, sentado a la lumbre de un campestre hogar donde arde un tronco de carrasca que salta y cruje antes de consumirse, saboreo en silencio mi taza de café, único exceso que en estas soledades me permito, sin que turbe la honda calma que me rodea otro ruido que el del viento que gime a lo largo de las desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros del monasterio o corre subterránea atravesando sus claustros sombríos y medrosos. Una muchacha con su zagalejo corto y naranjado, su corpiño oscuro, su camisa blanca y cerrada, sobre la que brillan dos gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias azules y sus abarcas atadas con un listón negro que sube cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la pierna, va y viene cantando a media voz por la cocina, atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los pucheros donde se condimenta la futura cena, y dispone el agua hirviente, negra y amarga que me mira beber con asombro. A estas alturas, y mientras dura el frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el estudio.

Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro a buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al perro, que se enrosca junto a la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro con que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la espetera al reflejo del fuego, ¡cuántas veces he interrumpido la lectura de una escena de La tempestad, de Shakespeare, o del Caín, de Byron, para oír el ruido del agua que hierve a borbotones, coronándose de espuma y levantando con sus penachos de vapor azul y ligero la tapadera de metal que golpea los bordes de la vasija! Un mes hace que falto de aquí, y todo se encuentra lo mismo que antes de marcharme. El temeroso respeto de estos criados hacia todo lo que me pertenece no puede menos de traerme a la imaginación las irreverentes limpiezas, los temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas de Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero con las mismas señales y colocados en el orden en que yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado bastante y no he matado casi nada. Después de apurar mi taza de café, y mientras miro danzar las llamas violadas, rojas y amarillas a través del humo del cigarro que se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes para El Contemporáneo, ya que me he comprometido a contribuir con una gota de agua, a fin de llenar ese océano sin fondo, ese abismo de cuartillas que se llama periódico, especie de tonel que, como el de las Danaidas, siempre se le está echando original y siempre está vacío. Las únicas ideas que me han quedado como flotando en la memoria, y sueltas de la masa general que ha oscurecido y embotado el cansancio del viaje, se refieren a los detalles de éste que carecen en sí de interés, que en otras mil ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como ahora, se han ofrecido a mi imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un modo tan extraordinario y patente.

Los diversos medios de locomoción de que he tenido que servirme para llegar hasta aquí me han recordado épocas y escenas tan distintas, que algunos ligeros rasgos de lo que de ellas recuerdo, trazados por pluma más avezada que la mía a esta clase de estudios, bastarían a bosquejar un curioso cuadro de costumbres.

Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño saco de noche, después de haberme despedido de ustedes, llegué a la estación del ferrocarril a punto de montar en el tren. Previo un ligero saludo de cabeza dirigido a las pocas personas que de antemano se encontraban en el coche, y que habían de ser mis compañeras de viaje, me acomodé en un rincón esperando el momento de partir, que no debía tardar mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el ir y venir de los guardas de la vía y el incesante golpear de las portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos, como un caballo de raza impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el hipódromo. De cuando en cuando, una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por último, sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de adelante a atrás y de atrás a adelante, y aquella especie de culebra negra y monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo largo de los rails y arrojando silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un tren es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual, aunque en grado máximo, al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la embriaguez, de la carrera, algo de lo vertiginoso que tiene todo lo grande; pero, como quiera que, aunque mezclado con algo que place, hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por completo.

Apenas hubimos andado algunos kilómetros, y cuando pude hacerme cargo de lo que había a mi alrededor, empecé a pasar revista a mis compañeros de coche; ellos, por su parte, creo que hacían algo por el estilo, pues con más o menos disimulo todos comenzamos a mirarnos unos a otros de los pies a la cabeza.

Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy pocas personas. En el asiento que hacía frente al en que yo me había colocado, y sentada de modo que los pliegues de su amplia y elegante falda de seda me cubrían casi los pies, iba una joven como de dieciséis a diecisiete años, la cual, a juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no sé qué aristocrático que se siente y no puede explicarse, debía pertenecer a una clase elevada. Acompañábala un aya, pues tal me pareció una señora muy atildada y fruncida que ocupaba el asiento inmediato, y que de cuando en cuando le dirigía la palabra en francés para preguntarle cómo se sentía, qué necesitaba o advertirla de qué manera estaría más cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se tomaba por la joven pudieran hacer creer que era su madre; pero, a pesar de todo, yo notaba en su solicitud algo de afectado y mercenario, que fue el dato que, desde luego, tuve en cuenta para clasificarla.

Haciendo vis-à-vis con el aya francesa y medio enterrado entre los almohadones de un rincón, como viajero avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto y rubio como casi todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y completo que su traje de touriste; nada más curioso que sus mil cachivaches de viaje, todos blancos y relucientes; aquí la manta escocesa, sujeta con sus hebillas de acero; allá el paraguas y el bastón con su funda de vaqueta; terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde, dilatada y redonda, se hubo empapado bien en los objetos, entornó nuevamente los párpados, de modo que, heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas largas y rubias se me antojaban a veces dos hilos de oro que sujetaban por el cabo una remolacha, pues no a otra cosa podría compararse su nariz. Formando contraste con este seco y estirado gentleman, que, una vez entornados los ojos y bien acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como una esfinge de granito en el extremo opuesto del coche, y ya poniéndose de pie, ya agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo del asiento, o recostándose alternativamente de un lado y de otro como el que siente un dolor agudo y de ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor como de cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el cual señor, a lo que pude colegir por sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a Zaragoza, de donde nunca había salido sino a la capital de su provincia, hasta que, con ocasión de ciertos negocios propios del Ayuntamiento de que formaba parte, había estado últimamente en la corte como cosa de un mes.

Todo esto, y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno del hombre era de lo más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando tal afán por enredar conversación sobre cualquier cosa, que no perdonaba coyuntura. Primero suplicó al inglés le hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa del coche que tenía más próxima: el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano y lo hizo sin contestar una sola palabra a las expresivas frases con que le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a la joven para preguntarle si la señora que la acompañaba era su mamá. La joven le contestó que no con una desdeñosa sobriedad de palabras. Después se encaró conmigo, deseando saber si seguiría hasta Pamplona: satisfice esta pregunta y él, tomando pie de mi contestación, dijo que se quedaba en Tudela; y, a propósito de esto, habló de mil cosas diferentes y todas a cual de menos importancia, sobre todo para los que le escuchábamos. Cansado de su desesperante monólogo o agotados los recursos de su imaginación, nuestro buen hombre, que por lo visto se fastidiaba a más no poder dentro de aquella atmósfera glacial y afectada, tan de buen tono entre personas que no se conocen, comenzó a poco, sin duda para distraer su aburrimiento, una serie de maniobras a cual más inconvenientes y originales. Primero cantó un rato a media voz alguna de las habaneras que habría oído en Madrid a la criada de la casa de pupilos, después comenzó a atravesar el coche de un extremo a otro, dando aquí al inglés con el codo o pisando allí el extremo del traje de las señoras para asomarse a las ventanillas de ambos lados; por último, y esta fue la broma más pesada, dio en la flor de bajar los cristales en cada una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del pueblo, pedir agua o preguntar los minutos que se detendría el tren. En unas y en otras, ya nos encontrábamos cerca de Medinaceli y la noche se había entrado fría, anubarrada y desagradable; de modo que, cada vez que se abría una de las portezuelas, se estaba en peligro inminente de coger un catarro. El inglés, que hubo de comprenderlo así, se envolvió silenciosamente en su magnífica manta escocesa; la joven, por consejo del aya, que se lo dijo en alta voz, se puso un abrigo; yo, a falta de otra cosa, me levanté el cuello del gabán y hundí cuanto pude la cabeza entre los hombros. Nuestro hombre, sin embargo, prosiguió impertérrito practicando la misma peligrosa operación tantas veces cuantas paraba el tren, hasta que, al cabo, no sé si cansado de este ejercicio o advertido de la escena muda de arropamiento general que se repetía tantas veces cuantas él abría la ventanilla, cerró con aire de visible mal humor los cristales, tornando a echarse en su rincón, donde a los pocos minutos roncaba como un bendito, amenazando aplastarme la nariz con la coronilla en uno de aquellos bruscos vaivenes que de cuando en cuando le hacían salir sobresaltado de su modorra para restregarse los ojos, mirar el reloj y volverse a dormir de nuevo. El peso de las altas horas de la noche comenzaba a dejarse sentir. En el vagón reinaba un silencio profundo, interrumpido solo por el eterno y férreo crujir del tren y algún que otro resoplido de nuestro amodorrado compañero, que alternaba en esta tarea con la máquina.

El inglés se durmió también, pero se durmió grave y dignamente, sin mover pie ni mano, como si, a pesar del letargo que le embargaba, tuviese la conciencia de su posición. El aya comenzó a cabecear un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse en estilo semiserio. Quedamos, pues, desvelados, como las vírgenes prudentes de la parábola, tan solo la joven y yo. A decir verdad, yo también me hubiera rendido al peso del aturdimiento y a las fatigas de la vigilia si hubiese tenido la seguridad de mantenerme en mi sueño en una actitud, si no tan grave como la del inmóvil gentleman, al menos no tan grotesca como la del buen regidor aragonés, que ora dejándose caer la gorra en una cabezada, ora roncando como un órgano o balbuceando palabras ininteligibles, ofrecía el espectáculo más chistoso que imaginarse puede. Para despabilarme un poco, resolví dirigir la palabra a la joven; pero, por una parte, temía cometer una indiscreción, mientras por otra, y no era esto lo menos para permanecer callado, no sabía cómo empezar. Entonces volví los ojos, que había tenido clavados en ella con alguna insistencia, y me entretuve en ver pasar a través de los cristales, y sobre una faja de terreno oscuro y monótono, ya las blancas nubes de humo y de chispas que se quedaban al paso de la locomotora rozando la tierra y como suspendidas e inmóviles, ya los palos del telégrafo, que parecían perseguirse y querer alcanzarse unos a otros lanzados a una carrera fantástica. No obstante, la aproximación de aquella mujer hermosa que yo sentía aún sin mirarla, el roce de su falda de seda, que tocaba a mis pies y crujía a cada uno de sus movimientos, el sopor vertiginoso del incesante ruido, la languidez del cansancio, la misteriosa embriaguez de las altas horas de la noche, que pesan de una manera tan particular sobre el espíritu, comenzaron a influir en mi imaginación, ya sobreexcitada extrañamente.

Estaba despierto, pero mis ideas iban poco a poco tomando esa forma extravagante de los ensueños de la mañana, historias sin principio ni fin, cuyos eslabones de oro se quiebran con un rayo de enojosa claridad y vuelven a soldarse apenas se corren las cortinas del lecho. La vista se me fatigaba de ver pasar, eterna, monótona y oscura como un mar de asfalto, la línea del horizonte, que ya se alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de las olas. De cuando en cuando dejaba caer la cabeza sobre el pecho, rompía el hilo de las historias extraordinarias que iba fingiendo en la mente y entornaba los ojos; pero, apenas los volvía a abrir, encontraba siempre delante de ellos a aquella mujer y tornaba a mirar por los cristales, y tornaba a soñar imposibles. Yo he oído decir a muchos, y aun la experiencia me ha enseñado un poco, que hay horas peligrosas, horas lentas y cargadas de extraños pensamientos y de una voluptuosa pesadez, contra las que es imposible defenderse: en esas horas, como cuando nos turban la cabeza los vapores del vino, los sonidos se debilitan y parece que se oyen muy distantes, los objetos se ven como velados por una gasa azul, y el deseo presta audacia al espíritu, que recobra para sí todas las fuerzas que pierde la materia. Las horas de la madrugada, esas horas que deben tener más minutos que las demás, esas horas en que, entre el caos de la noche, comienza a forjarse el día siguiente, en que el sueño se despide con su última visión y la luz se anuncia con ráfagas de claridad incierta, son, sin duda alguna, las que en más alto grado reúnen semejantes condiciones. Yo no sé el tiempo que transcurrió mientras a la vez dormía y velaba, ni tampoco me sería fácil apuntar algunas de las fantásticas ideas que cruzaron por mi imaginación, porque ahora sólo recuerdo cosas desasidas y sin sentido, como esas notas sueltas de una música lejana que trae el viento a intervalos en ráfagas sonoras; lo que sí puedo asegurar es que gradualmente se fueron embotando mis sentidos, hasta el punto que cuando un gran estremecimiento, una bocanada de aire frío y la voz del guarda de la vía me anunciaron que estaba en Tudela, no supe explicarme cómo me encontraba tan pronto en el término de la primera parte de mi peregrinación.

Era completamente de día, y por la ventanilla del coche, que había abierto de par en par el señor gordo, entraban a la vez el sol rojizo y el aire fresco de la mañana. Nuestro regidor aragonés, que, por lo que podía colegirse, no veía la hora de dejar tan poco agradable reunión, apenas se convenció de que estábamos en Tudela, tercióse la capa al hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo, en la otra el cesto y saltó al andén con una agilidad que nadie hubiera sospechado en sus años y en su gordura. Yo tomé asimismo el pequeño saco, que era todo mi equipaje; dirigí una última mirada a aquella mujer, que acaso no volvería a ver más, y que había sido la heroína de mi novela de una noche, y, después de saludar a mis compañeros, salí del vagón buscando a un chico que llevase aquel bulto y me condujese a una fonda cualquiera.

Tudela es un pueblo grande con ínfulas de ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía, una posada con ribetes de fonda. Sentéme y almorcé; por fortuna, si el almuerzo no fue gran cosa, la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta justicia a la navarra que se encuentra al frente del establecimiento. Aún no había tomado los postres, cuando el campanillazo de las colleras, los chasquidos del látigo y las voces del zagal que enganchaba las mulas me anunciaron que el coche de Tarazona iba a salir muy pronto. Acabé de prisa y corriendo de tomar una taza de café bastante malo y clarito por más señas, y ya se oían los gritos de «¡Al coche, al coche!», unidos a las despedidas en alta voz, al ir y venir de los que colocaban los equipajes en la baca, y las advertencias, mezcladas de interjecciones, del mayoral que dirigía las maniobras desde el pescante como un piloto desde la popa de su buque.

La decoración había cambiado por completo, y nuevos y característicos personajes se encontraban en escena. En primer término, y unos recostados contra la pared, otros sentados en los marmolillos de las esquinas o agrupados en derredor del coche, veíanse hasta quince o veinte desocupados del lugar, para quienes el espectáculo de una diligencia que entra o sale es todavía un gran acontecimiento. Al pie del estribo, algunos muchachos desharrapados y sucios abrían con gran ociosidad las portezuelas, pidiendo indirectamente una limosna, y en el interior del ómnibus, pues este era propiamente el nombre que debiera darse al vehículo que iba a conducirnos a Tarazona, comenzaban a ocupar sus asientos los viajeros. Yo fui uno de los primeros en colocarme en mi sitio al lado de dos mujeres, madre e hija, naturales de un pueblo cercano y que venían de Zaragoza, adonde, según me dijeron, habían ido a cumplir no sé qué voto a la Virgen del Pilar: la muchacha tenía los ojos retozones, y de la madre se conservaba todo lo que a los cuarenta y pico de años puede conservarse de una buena moza. Tras mí entró un estudiante del seminario, a quien no hubo de parecer saco de paja la muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto a ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla con rodilla. Siguieron al estudiante otros dos individuos del sexo feo, de los cuales el primero parecía militar en situación de reemplazo y el segundo, uno de esos pobres empleados de poco sueldo, a quienes a cada instante trasiega el ministerio de una provincia a otra. Ya estábamos todos y cada uno en su lugar correspondiente, y dándonos el parabién porque íbamos a estar un poco holgados, cuando apareció en la portezuela, y como un retrato dentro de su moldura, la cabeza de un clérigo entrado en edad, pero guapote y de buen color, al que acompañaba una ama o dueña, como por aquí es costumbre llamarles, que en punto a cecina de mujer era de lo mejor conservado y apetitoso a la vista que yo he encontrado de algún tiempo a esta parte.

Sintieron unos y se alegraron otros de la llegada de los nuevos compañeros, siendo de los segundos el escolar, el cual encontró ocasión de encajarse más estrechamente con su vecina de asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio pequeño para el volumen que había de ocuparlo, aunque grande por la buena voluntad con que se le ofrecía. Sentóse el ama, acomodóse el clérigo, y ya nos disponíamos a partir, cuando, como llovido del cielo o salido de los profundos, hete aquí que se nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril, con su imprescindible cesto y su monstruosa sombrerera. Referir las cuchufletas, las interjecciones, las risas y los murmullos que se oyeron a su llegada sería asunto imposible, corno tampoco es fácil recordar las maniobras de cada uno de los viajeros para impedir que se acomodase a su lado. Pero aquel era el elemento de nuestro hombre gordo: allí donde se reía, se empujaba, y unos manoteando, otros impasibles, todos hablaban a un tiempo, se encontraba el buen regidor como el pez en el agua o el pájaro en el aire. A las cuchufletas respondía con chanzas; a las interjecciones, encogiéndose de hombros, y a los envites de codos, con codazos, y de manera que a los pocos minutos ya estaba sentado y en conversación con todos, como si los conociese de antigua fecha. En esto partió el coche, comenzando ese continuo vaivén al compás del trote de las mulas, las campanillas del caballo delantero, el saltar de los cristales, el revolotear de los visillos y los chasquidos del látigo del mayoral, que constituyen el fondo de la armonía de una diligencia en marcha. Las torres de Tudela desaparecieron detrás de una loma bordada de viñedos y olivares. Nuestro hombre gordo, apenas se vio engolfado camino adelante y en compañía tan franca, alegre y de su gusto, desenvainó del cesto una botella y la merienda correspondiente para echar un trago. Dada la señal del combate, el fuego se hizo general en toda la línea, y unos de la fiambrera de hojalata, otros de un canastillo o del número de un periódico, cada cual sacó su indispensable tortilla de huevos con variedad de tropezones. Primero la botella, y cuando ésta se hubo apurado, una bota de media azumbre del seminarista, comenzaron a andar a la ronda por el coche. Las mujeres, aunque se excusaban tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con el vino; el mayoral, dejando el cuidado de las mulas al delantero, sentóse de medio ganchete en el pescante y formó parte del corro, no siendo de los más parcos en el beber; yo, aunque con nada había contribuido al festín, también tuve que empinar el codo más de lo que acostumbro.

A todo esto, no cesaba el zarandeo del carruaje; de modo que, con el aturdimiento del vinillo, el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de estos, el gritar de aquellos, las palabritas a media voz de los de más allá, un poco de sol enfilado a los ojos por las ventanillas y un bastante de polvo del que levantaban las mulas, las tres horas de camino que hay desde Tarazona a Tudela pasaron entre gloria y purgatorio, ni tan largas que me dieran lugar a desesperarme, ni tan breves que no viera con gusto el término de mi segunda jornada.

En Tarazona nos apeamos del coche entre una doble fila de curiosos, pobres y chiquillos. Despedímonos cordialmente los unos de los otros, volví a encargar a un chicuelo de la conducción de mi equipaje, y me encaminé al azar por aquellas calles estrechas, torcidas y oscuras, perdiendo de vista, tal vez para siempre, a mi famoso regidor, que había empezado por fastidiarme, concluyendo al fin por hacerme feliz con su eterno buen humor, su incansable charla y su inquietud, increíble en una persona de su edad y su volumen. Tarazona es una ciudad pequeña y antigua; más lejos del movimiento que Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto, pero tiene un carácter más original y artístico. Cruzando sus calles con arquillos y retablos, con caserones de piedra llenos de escudos y timbres heráldicos, con altas rejas de hierro de labor exquisita y extraña, hay momentos en que se cree uno transportado a Toledo, la ciudad histórica por excelencia.

Al fin, después de haber discurrido un rato por aquel laberinto de calles, llegamos a la posada, que posada era con todos los accidentes y el carácter de tal el punto a que me condujo mi guía. Figúrense ustedes un medio punto de piedra carcomida y tostada, en cuya clave luce un escudo con un casco que, en vez de plumas, tiene en la cimera una pomposa mata de jaramagos amarillos nacida entre las hendiduras de los sillares; junto al blasón de los que fueron un día señores de aquella casa solariega, hay un palo, con una tabla en la punta a guisa de banderola, en que se lee con grandes letras de almagre el título del establecimiento; el nudoso y retorcido tronco de una parra que comienza a retoñar cubre de hojas verdes, transparentes e inquietas, un ventanuquillo abierto en el fondo de una antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros de colores; a los lados del portal sirven de asiento algunos trozos de columnas, sustentados por rimeros de ladrillos o capiteles rotos y casi ocultos entre las yerbas que crecen al pie del muro, en el cual, y entre remiendos y parches de diferentes épocas, unos blancos y brillantes aún, otros con oscuras manchas de ese barniz particular de los años, se ven algunas estaquillas de madera clavadas en las hendiduras. Tal se ofreció a mis ojos el exterior de la posada; el interior no parecía menos pintoresco.

A la derecha, y perdiéndose en la media luz que penetraba de la calle, veíase una multitud de arcos chatos y macizos que se cruzaban entre sí, dejando espacio en sus huecos a una larga fila de pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de los postes; y, diseminados por el suelo, tropezábase aquí con las enjalmas de una caballería, allá con unos cuantos pellejos de vino o gruesas sacas de lana, sobre las que merendaban, sentados en corro y con el jarro en primer lugar, algunos arrieros y trajinantes.

En el fondo, y caracoleando pegada a los muros o sujeta con puntales, subía a las habitaciones interiores una escalerilla empinada y estrecha, en cuyo hueco, y revolviendo un haz de paja, picoteaban los granos perdidos hasta una media docena de gallinas; la parte de la izquierda, a la que daba paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver un rincón de la cocina iluminada por el resplandor rojizo y alegre del hogar, en donde formaban un gracioso grupo la posadera, mujer frescota y de buen temple, aunque entrada en años; una muchacha vivaracha y despierta, como de quince a dieciséis, y cuatro o cinco chicuelos rubios y tiznados, amén de un enorme gato rucio y dos o tres perros que se habían dormido al amor de la lumbre.

Después de dar un vistazo a la posada, hice presente al posadero el objeto que en su busca me traía, el cual estaba reducido a que me pusiese en contacto con alguien que me quisiera ceder una caballería para trasladarme a Veruela, punto al que no se puede llegar de otro modo.

Hízolo así el posadero, ajusté el viaje con unos hombres que habían venido a vender carbón de Purujosa y se tornaban de vacío, y héteme aquí otra vez en marcha y camino del Moncayo, atalajado en una mula como en los buenos tiempos de la Inquisición y del rey absoluto. Cuando me vi en mitad del camino, entre aquellas subidas y bajadas tan escabrosas, rodeado de los carboneros que marchaban a pie a mi lado cantando una canción monótona y eterna; delante de mis ojos la senda, que parecía una culebra blancuzca e interminable que se alejaba enroscándose por entre las rocas, desapareciendo aquí y tornando a aparecer más allá, y a un lado y otro los horizontes inmóviles y siempre los mismos, figurábaseme que hacía un año que me había despedido de ustedes, que Madrid se había quedado en el otro cabo del mundo, que el ferrocarril, que vuela, dejando atrás las estaciones y los pueblos, salvando los ríos y horadando las montañas, era un sueño de la imaginación o un presentimiento de lo futuro. Como la verdad es que yo fácilmente me acomodo a todas las cosas, pronto me encontré bien con mi última manera de caminar, y dejando ir la mula a su paso lento y uniforme, eché a volar la fantasía por los espacios imaginarios, para que se ocupase en la calma y en la frescura sombría de los sotos de álamos que bordan el camino, en la luminosa serenidad del cielo, o saltase, como salta el ligero montañés, de peñasco en peñasco, por entre las quiebras del terreno, ora envolviéndose como en una gasa de plata en la nube que viene rastrera, ora mirando con vertiginosa emoción el fondo de los precipicios por donde va el agua, unas veces ligera, espumosa y brillante, y otras sin ruido, sombría y profunda.

Como quiera que, cuando se viaja así, la imaginación desasida de la materia tiene espacio y lugar para correr, volar y juguetear como una loca por donde mejor le parece, el cuerpo, abandonado del espíritu, que es el que se apercibe de todo, sigue impávido su camino hecho un bruto y atalajado como un pellejo de aceite, sin darse cuenta de sí mismo ni saber si se cansa o no. En esta disposición de ánimo anduvimos no sé cuántas horas, porque ya no tenía ni conciencia del tiempo, cuando un airecillo agradable, aunque un poco fuerte, me anunció que habíamos llegado a la más alta de las cumbres que, por la parte de Tarazona, rodean el valle, término de mis peregrinaciones. Allí, después de haberme apeado de la caballería para seguir a pie el poco camino que me faltaba, pude exclamar como los cruzados a la vista de la ciudad santa:

Ecco aparir Gierusalem si vede.

En efecto, en el fondo del melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas ondulaciones del Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas entre el follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por la última luz del sol poniente, vi las vetustas murallas y las puntiagudas torres del monasterio en donde, ya instalado en una celda y haciendo una vida mitad por mitad literaria y campestre, espera vuestro compañero y amigo recobrar la salud, si Dios es servido de ello, y ayudaros a soportar la pesada carga del periódico en cuanto la enfermedad y su natural propensión a la vagancia se lo permitan.

— II — Carta segunda

Queridos amigos: si me vieran ustedes en algunas ocasiones con la pluma en la mano y el papel delante, buscando un asunto cualquiera para emborronar catorce o quince cuartillas, tendrían lástima de mí. Gracias a Dios que no tengo la perniciosa, cuanto fea costumbre, de morderme las uñas en casos de esterilidad, pues hasta tal punto me encuentro apurado e irresoluto en estos trances, que ya sería cosa de haberme comido la primera falange de los dedos. Y no es precisamente porque se hayan agotado de tal modo mis ideas que registrando en el fondo de la imaginación, en donde andan enmarañadas e indecisas, no pudiese topar con alguna y traerla, a ser preciso, por la oreja, como dómine de lugar a muchacho travieso. Pero no basta tener una idea; es necesario despojarla de su extraña manera de ser, vestirla un poco al uso para que esté presentable, aderezarla y condimentarla, en fin, a propósito para el paladar de los lectores de un periódico, político por añadidura. Y aquí está lo espinoso del caso, aquí la gran dificultad.

Entre los pensamientos que antes ocupaban mi imaginación y los que aquí han engendrado la soledad y el retiro se ha trabado una lucha titánica, hasta que, por último, vencidos los primeros por el número y la intensidad de sus contrarios, han ido a refugiarse no sé dónde, porque yo los llamo y no me contestan, los busco y no parecen. Ahora bien, lo que se siente y se piensa aquí, en armonía con la profunda calma y el melancólico recogimiento de estos lugares, ¿podrá encontrar un eco en los que viven en ese torbellino de intereses opuestos, de pasiones sobreexcitadas, de luchas continuas, que se llama la Corte?

Yo juzgo de la impresión que pueden hacer ideas que nacen y se desarrollan en la austera soledad de estos claustros por la que a su vez me producen las que ahí hierven, y de las cuales diariamente me trae El Contemporáneo, como un abrasado soplo. Al periódico que todas las mañanas encontramos en Madrid sobre la mesa del comedor o en el gabinete de estudio, se le recibe como a un amigo de confianza que viene a charlar un rato, mientras se hace hora de almorzar; con la ventaja de que, si saboreamos un veguero mientras él nos refiere, comentándola, la historia del día de ayer, ni siquiera hay necesidad de ofrecerle otro. Y esa historia de ayer que nos refiere es, hasta cierto punto, la historia de nuestros cálculos, de nuestras simpatías o de nuestros intereses; de modo que su lenguaje apasionado, sus frases palpitantes, suelen hablar a un tiempo a nuestra cabeza, a nuestro corazón y a nuestro bolsillo: en unas ocasiones repite lo que ya hemos pensado, y nos complace hallarlo acorde con nuestro modo de ver; otras nos dice la última palabra de algo que comenzábamos a adivinar, o nos da el tema en armonía con las vibraciones de nuestra inteligencia para proseguir pensando. Tan íntimamente está enlazada su vida intelectual con la nuestra; tan una es la atmósfera en que se agitan nuestras pasiones y las suyas. Aquí, por el contrarío, todo parece conspirar a un fin diverso. El periódico llega a los muros de este retiro como uno de esos círculos que se abren en el agua cuando se arroja una piedra, y que poco a poco se van debilitando a medida que se alejan del punto de donde partieron, hasta que vienen a morir en la orilla con un rumor apenas perceptible. El estado de nuestra imaginación, la soledad que nos rodea, hasta los accidentes locales parecen contribuir a que sus palabras suenen de otro modo en el oído. Juzgad, si no, por lo que a mí me sucede.

Todas las tardes, y cuando el sol comienza a caer, salgo al camino que pasa por delante de las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la correspondencia que me trae los periódicos de Madrid. Frente al arco que da entrada al primer recinto de la abadía se extiende una larga alameda de chopos tan altos, que, cuando agita las ramas el viento de la tarde, sus copas se unen y forman una inmensa bóveda de verdura. Por ambos lados del camino, y saltando y cayendo con un murmullo apacible por entre las retorcidas raíces de los árboles, corren dos arroyos de agua cristalina y transparente, fría como la hoja de una espada y delgada como su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de los chopos, salpicadas de manchas inquietas y luminosas, está a trechos cubierto de una yerba alta, espesa y finísima, entre la que nacen tantas margaritas blancas, que semejan a primera vista esa lluvia de flores con que alfombran el suelo los árboles frutales en los templados días de abril. En los ribazos, y entre los zarzales y los juncos del arroyo, crecen las violetas silvestres, que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran distancia con su intenso perfume; y, por último, también cerca del agua y formando como un segundo término, déjase ver, por entre los huecos que quedan de tronco a tronco una doble fila de nogales corpulentos con sus copas redondas, compactas y oscuras.

Índice de contenido

Portada

Índice

Desde mi celda

— I — Carta primera

— II — Carta segunda

— III — Carta tercera

— IV — Carta cuarta

— V — Carta quinta

— VI — Carta sexta

— VII — Carta séptima

— VIII — Carta octava

— IX — Carta novena

Cartas literarias a una mujer

I

II

III

IV

Rimas

— I — Yo sé un himno gigante y extraño

— II — Saeta que voladora

— III — Sacudimiento extraño

— IV — No digáis que agotado su tesoro

— V — Espíritu sin nombre

— VI — Como la brisa que la sangre orea

— VII — Del salón en el ángulo oscuro

— VIII — Cuando miro el azul horizonte

— IX — Besa el aura que gime blandamente

— X — Los invisibles átomos del aire

— XI — Yo soy ardiente, yo soy morena

— XII — Porque son, niña, tus ojos

— XIII — Tu pupila es azul, y cuando ríes

— XIV — Te vi un punto, y, flotando ante mis ojos

— XV — Cendal flotante de leve bruma

— XVI — Si al mecer las azules campanillas

— XVII — Hoy la tierra y los cielos me sonríen

— XVIII — Fatigada del baile

— XIX — Cuando sobre el pecho inclinas

— XX — Sabe, si alguna vez tus labios rojos

— XXI — ¿Qué es poesía?

— XXII — Cómo vive esa rosa que has prendido

— XXIII — Por una mirada, un mundo

— XXIV — Dos rojas lenguas de fuego

— XXV — Cuando en la noche te envuelven

— XXVI — Voy contra mi interés al confesarlo

— XXVII — Despierta, tiemblo al mirarte

— XXVIII — Cuando entre la sombra oscura

— XXIX — Sobre la falda tenía

— XXX — Asomaba a sus ojos una lágrima

— XXXI — Nuestra pasión fue un trágico sainete

— XXXII — Pasaba arrolladora en su hermosura

— XXXIII — Es cuestión de palabras, y, no obstante

— XXXIV — Cruza callada, y son sus movimientos

— XXXV — ¡No me admiró tu olvido!

— XXXVI — Si de nuestros agravios en un libro

— XXXVII — Antes que tú me moriré

— XXXVIII — Los suspiros son aire, y van al aire

— XXXIX — ¿A qué me lo dices?

— XL — Su mano entre mis manos

— XLI — Tú eras el huracán y yo la alta

— XLII — Cuando me lo contaron sentí el frío

— XLIII — Dejé la luz a un lado, y en el borde

— XLIV — Como en un libro abierto

— XLV — En la clave del arco mal seguro

— XLVI — Me han herido recatándose en las sombras

— XLVII — Yo me he asomado a las profundas simas

— XLVIII — Como se arranca el hierro de una herida

— XLIX — Alguna vez la encuentro por el mundo

— L — Lo que el salvaje que con torpe mano

— LI — De lo poco de vida que me resta

— LII — Olas gigantes que os rompéis bramando

— LIII — Volverán las oscuras golondrinas

— LIV — Cuando volvemos las fugaces horas

— LV — Entre el discorde estruendo de la orgía

— LVI — Hoy como ayer, mañana como hoy

— LVII — Este armazón de huesos y pellejo

— LVIII — ¿Quieres que de ese néctar delicioso

— LIX — Yo sé cuál el objeto

— LX — Mi vida es un erial

— LXI — Al ver mis horas de fiebre

— LXII — Primero es un albor trémulo y vago

— LXIII — Como enjambre de abejas irritadas

— LXIV — Como guarda el avaro su tesoro

— LXV — Llegó la noche y no encontré un asilo

— LXVI — ¿De dónde vengo?...

— LXVII — Qué hermoso es ver el día

— LXVIII — No sé lo que he soñado

— LXIX — Al brillar un relámpago nacemos

— LXX — Cuántas veces al pie de las musgosas

— LXXI — No dormía; vagaba en ese limbo

— LXXII — Las ondas tienen vaga armonía

— LXXIII — Cerraron sus ojos

— LXXIV — Las ropas desceñidas

— LXXV — Será verdad que cuando toca el sueño

— LXXVI — En la imponente nave

Del Libro de los gorriones

— LXXVII — Dices que tienes corazón

— LXXVIII — Fingiendo realidades

— LXXIX — Una mujer me ha envenenado el alma

Otras rimas y poemas

— LXXX — A Casta

— LXXXI — A Elisa

— LXXXII — La gota de rocío que en el cáliz

— LXXXIII — Es el alba una sombra

— LXXXIV — Errante por el mundo fui gritando

— LXXXV — Negros fantasmas

— LXXXVI — Yo soy el rayo, la dulce brisa

— LXXXVII — Flores tronchadas, marchitas hojas

— LXXXVIII — No has sentido en la noche

— LXXXIX — Apoyando mi frente calurosa

— XC — Si copia tu frente

— XCI — Quién fuera luna

— XCII — Yo me acogí, como perdido nauta

— XCIII — Para encontrar tu rostro

— XCIV — Esas quejas del piano

— XCV — Nave que surca los mares

— XCVI — Lejos y entre los árboles

— XCVII — A todos los santos (1º de diciembre)

— XCVIII — Poesía inédita

— XCIX — Amor eterno

— C — Al céfiro

Hitos

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