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De una cárcel a otra… De un desierto a otro Ataviada al estilo de una novia ejemplar y tradicional, Zoe Martin esperaba a su futuro esposo, el jeque Nadir. La joven huérfana era la vergüenza de su familia adoptiva y, después de soportar seis años de tortura y esclavitud a manos de su tío Tareef, había sido vendida en matrimonio a un hombre al que todos conocían como… La Bestia. El riesgo no podía ser mayor… Pero casarse con el jeque podía darle aquello que tanto había anhelado. Libertad. Solo tenía que aguantar esos tres días de festejos nupciales. Sin embargo, Zoe no contaba con sentir algo tan repentino e intenso… Le bastó con una mirada para sucumbir al encanto del jeque Nadir ibn Shihab…
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Seitenzahl: 197
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Susanna Carr. Todos los derechos reservados.
CASADA CON EL JEQUE, N.º 2223 - abril 2013
Título original: The Tarnished Jewel of Jazaar
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicado en español en 2013.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3014-1
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
La oscuridad se cernió sobre el desierto cuando el todoterreno negro se detuvo delante de la posada del pueblo, un edificio grande, pero sencillo. Los arcos y las columnas que rodeaban el patio estaban decorados con guirnaldas de flores. Habían colgado tiras de luces de las palmeras. El jeque Nadir ibn Shihab oyó la música tradicional que provenía del otro lado de las columnas. En la distancia se divisaban fuegos artificiales que anunciaban su llegada.
Era hora de conocer a su prometida.
Nadir no sentía emoción alguna, ni curiosidad ni miedo. Tener una esposa era un medio para conseguir un fin. No se trataba de una elección emocional, sino de un arreglo civilizado; un acuerdo necesario dos años después de aquella reacción emocional y temeraria que tan cara le había costado.
Ahuyentó esos pensamientos. No podía pensar en la injusticia en ese momento. Con esa boda repararía el daño que le había hecho a su reputación y nadie volvería a cuestionar su compromiso con las tradiciones y costumbres de Jazaar.
Bajó del coche. El fuerte viento le sacudió el abrigo. El dishdasha se le pegó al cuerpo. El tocado blanco ondeó en el aire. La ropa tradicional era poco práctica, pero ese día la llevaba por respeto. Vio que se acercaba su hermano pequeño. Sonrió al ver que Rashid también llevaba el atuendo tradicional. Se saludaron con un abrazo.
–Llegas muy tarde para tu boda –le dijo Rashid en un tono confidencial.
–No empieza hasta que yo llegue –dijo Nadir, retrocediendo.
Rashid sacudió la cabeza ante la arrogancia de su hermano.
–Lo digo de verdad, Nadir. No es esta la forma de hacer las paces con la tribu.
–Lo sé. He venido lo antes que he podido.
Llevaba todo el día mediando entre dos tribus que se disputaban un terreno sagrado, y eso era más importante que un festejo nupcial, aunque fuera el suyo propio.
–Los ancianos no se van a quedar contentos –le dijo Rashid mientras caminaban hacia el hotel–. A sus ojos, deshonraste a tu país de la peor manera hace dos años. No te van a perdonar por llegar tarde.
Nadir no estaba de humor para aguantar el sermón de su hermano pequeño.
–Me voy a casar con la mujer que ellos han escogido, ¿no?
El matrimonio era en realidad una alianza política con una tribu muy influyente que parecía respetarle y temerle mucho. Según había oído, el apodo que le habían puesto por esos lares era «La Bestia». Al igual que simples mortales que saben que han despertado la cólera de un dios, los ancianos estaban dispuestos a sacrificar a una joven virgen, entregándosela como esposa.
Nadir se acercó a la fila de ancianos, vestidos con sus mejores galas. Al ver sus caras solemnes y serias, supo que Rashid tenía razón. No estaban nada contentos con él. Si esa tribu no hubiera sido una pieza importante en sus planes de reforma para el país, habría continuado ignorándola por siempre jamás.
–Mis más sinceras disculpas –les dijo, haciéndoles una reverencia.
Le traía sin cuidado ofender a esos hombres, pero decidió seguir adelante con el protocolo.
Aquel ritual de saludos tan prolongado no tenía ningún sentido para él, pero tenía que ser diplomático. Estaba luchando por aplacar la ira política de los ancianos, y la mejor forma de hacerlo era aceptar a una mujer de su tribu como esposa. La maniobra debería haber apaciguado ya los ánimos, pero los líderes no parecían del todo satisfechos.
Le invitaron a pasar al patio. El sonido de los tambores hacía vibrar el aire y le daba ritmo a un canto milenario. De pronto Nadir sintió que algo le tiraba por dentro, pero no quiso unirse a los festejos. Los invitados debían de estar muy contentos porque el jeque se iba a casar con una mujer de la tribu, pero él no estaba satisfecho con el giro que habían dado las cosas.
–¿Sabes algo de la novia? –le susurró su hermano al oído–. ¿Y si no es de tu gusto?
–Eso no tiene importancia –le dijo Nadir con tranquilidad–. No tengo intención de convivir con ella. Me casaré con ella y me la llevaré a la cama, pero en cuanto terminen los festejos de boda, vivirá en el harén en el palacio del sultán. Tendrá todo lo que necesite y yo recuperaré mi libertad. Si todo sale bien, nunca más volveremos a vernos.
Nadir escudriñó a la multitud. Los hombres estaban a un lado del pasillo, vestidos de blanco, cantando y dando palmas, provocando a las mujeres para que bailaran más deprisa. El otro lado era un río de colores con pinceladas de oro. Las mujeres se movían en silencio, tentadoras, meneando las caderas con disimulo hasta donde permitía el decoro. Sus vestidos sueltos y vaporosos se tensaban sobre curvas voluptuosas.
De repente todos se percataron de su presencia. Una ola de silencio se propagó entre la gente. La música terminó abruptamente y todo el mundo se quedó de piedra, mirándole. Se sentía como un huésped no deseado en su propia boda. Estaba acostumbrado a ver esa hosquedad en los rostros de sirvientes y políticos. Las empresas extranjeras habían dicho de él que era tan traicionero como un chacal cuando les había impedido aprovecharse de los recursos de Jazaar. Los periodistas decían que hacía cumplir la ley del sultán sin piedad, como un escorpión cuando usa su mortífero aguijón. Incluso habían llegado a compararle con una víbora cuando había respondido a la ofensiva de esos rebeldes sedientos de sangre. Sus paisanos bien podían temer mirarle a los ojos, pero sabían que cuidaría de ellos por todos los medios.
Nadir avanzó por el pasillo. Rashid iba justo detrás. Los invitados no tardaron mucho en recuperar el espíritu festivo. Reanudaron los cánticos y le rociaron con pétalos de rosa. Parecían descaradamente contentos; felices porque los festejos nupciales, que durarían tres días, acababan de comenzar. Nadir frunció el ceño. Los hombres sonreían de oreja a oreja y las mujeres gritaban... Parecía que hubieran aplacado el hambre de La Bestia.
Mantuvo la vista al frente. Había un estrado justo en el medio. Encima había dos sillas doradas, similares a tronos, flanqueadas por dos divanes. Su futura esposa estaba sentada en uno de ellos, esperándole con la cabeza baja y las manos entrelazadas sobre su regazo.
Al verla Nadir aminoró el paso. Llevaba un vestido tradicional, rojo carmesí. Un tupido velo le tapaba el cabello, enmarcándole el rostro y cayendo en cascada sobre sus hombros. El corpiño, con incrustaciones de oro, se le ceñía al cuerpo, dejando entrever unos pechos pequeños y una cintura esbelta. Sus manos, delicadas, estaban decoradas con un tatuaje de henna.
La observó durante unos segundos, con el ceño fruncido. Había algo distinto, algo que no encajaba en aquella joven novia... Se detuvo de repente en mitad del pasillo.
–¡Nadir! –le susurró su hermano, apremiándolo.
–Ya veo –su tono de voz resultó fiero y gutural. No daba crédito a lo que veía.
La mujer que tenía delante no era una novia de Jazaar, digna de un jeque. Era una marginada, una mujer con la que ningún hombre querría casarse. Los líderes de la tribu le habían tendido una trampa. Nadir se quedó quieto, petrificado, paralizado por la ira. Había accedido a casarse con una mujer escogida por la tribu, lo había hecho con buena fe... Pero la mujer que tenía delante era la sobrina huérfana y americana de una de sus familias.
Aquello era un insulto. Pero también era un mensaje. Evidentemente la tribu le había tomado por alguien demasiado moderno y occidental como para saber apreciar a una auténtica novia de Jazaar.
–¿Cómo se atreven? –masculló Rashid–. Nos vamos ahora mismo. En cuanto el sultán se entere de esto, repudiaremos a esta tribu oficialmente y...
–No –la decisión de Nadir fue rápida y contundente.
Aquello no le gustaba en lo más mínimo, pero todo su instinto le decía que debía hacerlo por un bien mayor.
–Yo he aceptado su elección.
–Nadir, no tienes por qué hacerlo.
–Sí que tengo que hacerlo.
La tribu esperaba que rechazara a la mujer. Querían que se rebelara contra las tradiciones del país y que demostrara que no apreciaba la forma de vida de Jazaar.
No podía hacer eso. No podía hacerlo de nuevo.
Y los ancianos lo sabían.
Arrugó los párpados hasta cerrar los ojos casi por completo. Aceptaría a esa mujer sin honor y acabaría con los ancianos de la tribu uno a uno en cuanto terminaran los festejos de la boda.
–Tengo que protestar –dijo Rashid–. Un jeque no se casa con una marginada.
–Estoy de acuerdo, pero necesito una esposa, y cualquier mujer de esta tribu me sirve. Esta mujer dará tantos problemas como cualquier otra.
–Pero...
–No te preocupes, Rashid. Voy a cambiar de planes. No voy a dejarla vivir en el palacio del sultán. La voy a recluir en el palacio de las montañas.
La escondería; ocultaría cualquier evidencia de la vergüenza a la que le había sometido la tribu. Nadie sabría jamás que había pagado una dote enorme por una esposa que no era digna de él.
Hizo un esfuerzo por echar a andar. La rabia caliente que sentía se transformó en hielo a medida que se acercaba a su futura esposa. Tenía el rostro pálido, los labios muy rojos y los ojos pintados de kohl. Llevaba una tupida diadema de rubíes y diamantes, largas columnas de pulseras de oro en ambos brazos y una maraña de collares en el cuello. Estaba vestida como una novia de Jazaar, pero era evidente que no era como las de verdad. Su mirada, siempre baja, y la rígida postura de su cuerpo apenas podían esconder esa naturaleza rebelde. Había un gesto casi desafiante en su expresión; parecía irradiar una energía provocadora...
Sensualidad... No podía negarlo. Aquella mujer tenía un toque sexy, terrenal, poderoso. La auténtica novia de Jazaar hubiera sido modesta y tímida; nada que ver con la doncella misteriosa y exótica que tenía delante. Podía imaginársela fácilmente bailando en el desierto, en mitad de la noche, descalza junto a una hoguera...
La joven levantó la vista con prudencia. Sus miradas se encontraron... Nadir sintió el golpe...
Zoe Martin sentía que la sangre corría por sus venas sin ton ni son mientras contemplaba esos ojos hipnóticos, oscuros. Por mucho que quisiera, no era capaz de apartar la mirada. Los ojos se hicieron más oscuros todavía. Se sintió como si estuviera atrapada en una tormenta de arena.
«Por favor, que no sea este el hombre con el que me tengo que casar», pensó.
Tenía que tenderle una trampa a su futuro marido, manipularle durante la luna de miel... ¿Cómo iba a hacerlo si era ese el hombre con el que estaba destinada a casarse? Bastaba con una sola mirada para saber que ese individuo era demasiado peligroso para los planes que se traía entre manos.
El jeque Nadir ibn Shihab no era apuesto. Sus rasgos eran demasiado duros, primitivos. Su rostro se componía de líneas duras y ángulos afilados. Su nariz beduina y esa mandíbula poderosa parecían insinuar un carácter difícil. Tenía los pómulos prominentes, un hoyuelo en la barbilla... Había un atisbo de suavidad en sus labios, pero la curva cínica de su boca advertía de una naturaleza impaciente. Sin ninguna duda, sus súbditos debían de hacer todo lo posible para mantenerse alejados de ese hombre, para no ser víctimas de su envenenado aguijón.
El color blanco perlado del dishdasha hacía contraste con su piel bronceada, casi dorada, pero no llegaba a cubrir del todo su cuerpo esbelto, enorme. Con cada movimiento que hacía, llamaba la atención sobre sus músculos macizos, compactos, duros. Zoe se dio cuenta de que esa apariencia elegante y compuesta no era más que fachada. Había crecido rodeado de opulencia y privilegios, pero pertenecía al desierto, implacable, hostil... Tenía la belleza cruda del desierto, pero también tenía su crueldad.
El jeque no tenía expresión alguna en el rostro, no expresaba emociones... Pero Zoe sentía el embiste de una energía arrolladora. Se encogió ligeramente; la piel le escocía bajo ese escrutinio inexorable. Quería frotarse los brazos, darse calor. Sentía la necesidad imperante de huir de allí, de renunciar a todo. La mano del miedo se cerró sobre su corazón. ¿Por qué se sentía así? El jeque no la había tocado todavía. Quería dar media vuelta y echar a correr, escapar de allí. Los latidos de su corazón retumbaban en sus oídos. Su respiración se hacía entrecortada. El instinto de supervivencia le decía que debía escapar, pero no podía moverse.
–As-Salamu-Alaykum –le dijo Nadir, sentándose a su lado.
Zoe se estremeció al oír esa voz masculina, hosca. El timbre era suave, pero el tono resultaba autoritario, casi tiránico... Apelaba a un oscuro deseo que se escondía en un rincón de su mente. De repente sintió un extraño cosquilleo en el vientre.
–Encantado de conocerte –añadió con una fría cortesía.
Zoe se sobresaltó. Todo el oro que llevaba encima tintineó. Le había hablado en inglés. Hacía tanto tiempo que no oía su lengua materna... De pronto sintió lágrimas en los ojos. Se mordió el labio para no derramar ni una. No debería haberse sorprendido tanto, no obstante, de que el jeque hablara inglés. Había estudiado en los Estados Unidos, viajaba mucho y conocía varios idiomas, además de las lenguas autóctonas de Jazaar. La frecuencia con la que viajaba al extranjero era una de las razones por las que había accedido a casarse con él.
Pero la curiosidad pudo con ella. No podía imaginarse al hombre que tenía al lado haciendo algo por alguien sin esperar nada a cambio.
–¿Por qué me habla en inglés?
–Eres americana. Es tu lengua.
Ella asintió con la cabeza, pero mantuvo la cabeza baja. Su mirada estaba fija en sus manos, entrelazadas sobre su regazo. Había sido su lengua, hasta que su tío le había prohibido hablarla.
–Aquí no se habla.
–Es por eso que la estoy usando –le dijo él en un tono indiferente, mirando hacia el patio–. El inglés será la lengua que usaremos para comunicarnos, y así nadie sabrá lo que estamos diciendo.
De repente Zoe lo entendió todo. Quería crear cierta complicidad con ella. Era una estrategia muy astuta... Pero no iba a morder el anzuelo.
–Se supone que no puedo hablar durante la ceremonia.
Sintió su mirada sobre la piel nuevamente. El aire pareció echar chispas.
–Pero yo quiero que hables.
¿Acaso la estaba poniendo a prueba, para ver si merecía ser una novia de Jazaar?
–Mis tías me dieron órdenes estrictas al respecto. No se me permite hablar, ni levantar la cabeza.
–¿Pero qué te importa más? –le preguntó en un tono arrogante–. ¿La opinión de tu marido o de tus tías?
«Ninguna de las dos...», hubiera querido decir Zoe. Era una respuesta tentadora, pero sabía que no podía permitirse el lujo de dejar de seguirle el juego.
–Haré lo que me pida –dijo, ahogándose con las palabras.
Él dejó escapar una carcajada soberbia y masculina.
–Si sigues diciendo eso, nos llevaremos muy bien.
Zoe apretó los dientes. No quería darle una respuesta afilada. Se tragó la réplica justo a tiempo. Uno de los ancianos acababa de subir al podio. Tal y como era de esperar, el hombre la ignoró por completo y se dirigió al jeque. Ella siguió mirándose las manos. Apretó los dedos, entrelazados. La mordida del dolor no consiguió disolver esos pensamientos atormentados. No iba a conseguirlo. Mantener ese gesto impasible e indiferente era imposible. Las primeras grietas en su autocontrol no tardarían mucho en aparecer. Era cuestión de tiempo. Y su familia lo sabía también. Las miradas condenatorias que le regalaban sus tías bien podrían haberle hecho un agujero en el velo. Sabía que su apariencia, sus modales, no estaban a la altura de las expectativas de su familia. Nunca lo habían estado. Su rostro era demasiado pálido; le faltaba refinamiento, encanto femenino. No importaba que el velo ocultara sus rasgos faciales, ni tampoco que su pose cabizbaja intentara esconder unos ojos grandes y expresivos... Todos sabían que no era una joven como las demás. Hablaba demasiado alto, caminaba más deprisa de lo debido, y por mucho que se lo dijeran, nunca sabía dónde ponerse.
Era demasiado americana, demasiado problemática...
Sus familiares pensaban que debía ser sumisa, servil, y habían tratado de transformarla, haciendo uso de los castigos más bárbaros que conocían. La habían privado de alimentos, de sueño, la habían golpeado... Nada había funcionado. Se había vuelto más rebelde, decidida a salir de aquel infierno. Ojalá hubiera tenido un plan mejor para escapar... Ojalá su libertad no hubiera dependido de algo tan difícil como fingir ser la mujer perfecta.
Cuando el último anciano bajó del podio, sintió la mirada de Nadir sobre la piel. Se puso tensa, pero mantuvo la vista fija en las manos. ¿Había pasado la prueba?
–¿Cómo te llamas?
Zoe abrió los ojos. ¿Se lo estaba preguntado en serio? Sintió ganas de darle un nombre falso, un nombre obsceno, de una stripper... Casi esbozó una sonrisa traviesa. Ojalá hubiera podido hacerlo... De no haber sido tan severo el castigo...
–Zoe Martin.
–¿Cuántos años tienes?
«Suficientes», pensó, pero se mordió la lengua.
–Tengo veintiún años.
¿Cómo era posible que el jeque no supiera nada de ella? ¿No sentía la más mínima curiosidad por la mujer con la que se iba a casar? ¿Le daba igual?
–¿Tienes acento texano?
Zoe se mordió el labio inferior. Recuerdos de su hogar la asaltaron de repente. Hacía tanto tiempo que no se sentía parte de una familia... Allí la querían, la protegían...
–Tiene muy buen oído –le dijo ella con discreción–. Pensaba que ya había perdido el acento.
«Junto con todo lo demás...».
–Texas está muy lejos de aquí.
Zoe sabía lo que le estaba preguntando en realidad. Le estaba preguntando cómo había terminado en Jazaar. Ella se hacía esa misma pregunta una y otra vez.
–Mi padre era médico y trabajaba en una organización humanitaria. Así conoció a mi madre, durante una visita a Jazaar. ¿Nadie le dijo nada de mí?
–Me dijeron todo lo que necesitaba saber.
Zoe sintió curiosidad. ¿Qué le habían dicho de ella...? Tampoco estaba segura de querer saberlo.
–¿Todo lo que necesitaba saber? –repitió, instándole a especificar más.
Los sirvientes estaban llevando platos de comida hacia el podio.
Él se encogió de hombros.
–Eres parte de esta tribu y estás en edad de casarte.
Zoe esperó un segundo antes de hablar.
–¿Nada más?
–¿Qué más necesito saber?
Ella abrió los ojos. Tanta indiferencia la dejaba sin aliento, pero sabía que debía estar agradecida por ello. Era mejor que no hubiera hecho preguntas ni recopilado información alguna sobre ella. De haberlo hecho hubiera descubierto con qué clase de mujer iba a casarse.
Apenas fue capaz de probar bocado durante el banquete. Normalmente tenía buen apetito, pero esa noche los distintos olores a especias eran abrumadores. Justo después de la comida, comenzó el desfile de invitados que se acercaban al podio para darle la enhorabuena a la pareja. En una situación como esa, era una suerte que nadie esperara ni una sola palabra de ella. Apenas escuchaba lo que decían... Estaba demasiado pendiente del hombre que tenía al lado.
–Creo que va a estar muy ocupado con ella, Su Alteza. No parece que vaya a traerle más que problemas.
Zoe levantó la vista al oír esas palabras. Sabía que debía mantener la cabeza baja, pero era sorprendente que alguien se atreviera a advertirle algo así al jeque. ¿No trataban de librarse de ella dándola en matrimonio? Nunca se había llevado bien con la esposa de ese comerciante adinerado... La mujer le había prohibido que entrara en su tienda, pero ella ya estaba acostumbrada a la exclusión y siempre se las arreglaba para hacer las compras con buenas estrategias y mucho sigilo.
–Tarda mucho en aprender –dijo la vieja–. No importa lo fuerte que la abofetee su tío. Ella siempre contesta.
–¿En serio? –exclamó Nadir–. A lo mejor el que tarda en aprender es su tío. Quizá debería aprender otra estrategia.
Zoe se sorprendió. Agachó la cabeza de inmediato para que nadie pudiera ver su expresión. ¿Acaso estaba cuestionando los métodos de su tío Tareef? ¿No se apoyaban siempre los hombres los unos a los otros? ¿No cerraban filas en contra de una mujer?
–Nada funciona con Zoe. Una vez quemó la cena. Obviamente fue castigada por ello y era de esperar que hubiera aprendido la lección, pero al día siguiente echó un bote entero de picante en la comida. Su tío se pasó semanas con llagas en la boca.
–No fue culpa mía que siguiera comiendo –dijo Zoe, fulminando a la mujer con una mirada–. Y por lo menos no estaba quemada.
Al darse cuenta del error que había cometido, Zoe se encogió por dentro. Agachó la cabeza de golpe como si nada hubiera pasado. Hubo un silencio largo y tenso... Sintió la mirada del jeque. De forma instintiva echó los hombros hacia delante, como si eso fuera a hacerla más pequeña, invisible.
–Espero que tus capacidades culinarias hayan mejorado.
Zoe asintió con la cabeza. Era una mentira, pero él jamás lo sabría. Afortunadamente había decidido ignorar su exabrupto. Era toda una sorpresa que no hubiera hecho ningún comentario al respecto.
Probablemente se lo estaba guardando todo para más tarde. Después de la ceremonia tendría que enfrentarse a un largo sermón.
–Como nada había funcionado hasta el momento, Zoe fue obligada a atender a los enfermos hasta que aprendiera a comportarse. Lleva años cuidando de mujeres pobres.
Zoe sabía que la tarea de cuidar a las mujeres mayores de la tribu era cosa de las sirvientas, pero le traía sin cuidado. Eso era lo que quería hacer. El arte de los remedios caseros la fascinaba y le gustaba ayudar a los más desvalidos.
–Zoe –dijo Nadir–. Ya no tienes que seguir cuidando de los enfermos.
Ella frunció el ceño. No sabía muy bien cómo contestar.
–No me importa hacerlo. No me asusta el trabajo duro. En realidad se me da bien.
–¡Zoe! –exclamó la esposa del comerciante, escandalizada–. Una mujer de Jazaar debe ser humilde.
Nadir se levantó de su silla. Zoe no pudo evitar fijarse en lo alto que era. Su presencia imponía respeto, intimidaba... Llamó a uno de los ancianos al podio. Zoe sintió un retortijón en el estómago. Probó el sabor del miedo. ¿Qué estaba haciendo el jeque? Seguramente le había hecho enojar y tendría que pagar por ello.
La vieja sonrió complacida y siguió su camino. Zoe se enfadó consigo misma. ¿Por qué había dejado que esa vieja arpía le hiciera mella con sus comentarios afilados?
–Es un honor para mí haber recibido a Zoe como esposa –le dijo Nadir al anciano, poniendo la palma de la mano contra el pecho.
El anciano no fue capaz de esconder la sorpresa. Los invitados que estaban cerca comenzaron a susurrar cosas, tapándose la boca con las manos y escondiéndose detrás de los velos. Zoe no sentía alivio alguno, no obstante. Más bien sentía el frío sudor de la sospecha. ¿Un honor? Si no sabía nada de ella...
–Acepto con gusto el deber de protegerla y cuidarla –añadió el jeque. Su voz sonaba fuerte y clara–. No le faltará de nada.