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Luego de su jubilación, Julia Bertesaccker se quedó sola. Nadie la tenía en cuenta. Nadie se interesaba por su delicado estado de salud. Nadie se acordaba de su existencia. O quizás alguien sí, pero era alguien sin buenas intenciones. «Me lo merezco. Me lo merezco… ¿Me lo merezco?»
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Seitenzahl: 263
Producción editorial: Tinta Libre Ediciones
Córdoba, Argentina
Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo
Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Belén Mondati.
Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.
Buttiero, Román
Caso Bertesaccker / Román Buttiero. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2021.
220 p. ; 22 x 15 cm.
ISBN 978-987-708-775-8
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Policiales. 3. Novelas de Misterio. I. Título.
CDD A863
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Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Impreso en Argentina - Printed in Argentina
© 2021. Buttiero, Román
© 2021. Tinta Libre Ediciones
Dedicado…
A todas las personas que forman
y formaron parte de mi vida,
y que hicieron de mí lo que soy hoy.
CASO BERTESACCKER
PRÓLOGO
Nadie la tenía en cuenta. Solo un círculo reducido de dos o tres personas sabía algo además de su nombre, su profesión, y el lugar donde durante años había atendido a sus pacientes.
Y es que la exoncóloga Julia Bertesaccker rara vez hablaba con las personas. Luego de su jubilación, se dedicó a pasar sus días como enferma de cáncer en solitario, sin una persona que le ayudara, que la cuidara, que la apoyara. Todo lo que hacía era ver televisión, pintar, leer, e investigar para saber aún más de su enfermedad.
Su figura evidenciaba el paso del tiempo. Y es que ochenta y nueve años no eran poca cosa. Sus ojos eran color turquesa, pero se veían agotados como un tubo de luz que ya cumplió su función. Esquivaba a los espejos siempre que podía. No soportaba ver cómo su cabellera se había transformado en un desierto que la mayoría de las veces llevaba cubierto con un pañuelo azul y verde, y mucho menos soportaba ver cómo su piel se confundía con el camisón amarillento que llevaba puesto día y noche.
El final estaba cerca, y ella lo sabía mejor que nadie.
Era lunes por la noche, y las temperaturas del verano estaban llegando al límite de lo tolerable. A decir verdad, faltaba poco para el comienzo del otoño. Pero en Argentina eso no contaba. Poco a poco las estaciones se polarizaban a verano e invierno, sin punto intermedio. Y tampoco era posible afirmar que los inviernos fuesen crudos e intolerables, al menos de la mitad del país hacia el norte. Y eso incluía a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde Julia vivía desde hacía ya décadas.
Se encontraba acostada en la cama individual de su habitación, cama que la acompañaba hacía unos cincuenta años y que se quejaba cada vez que el peso de Julia se depositaba sobre el colchón sin amortiguación.
Miraba hacia arriba, tratando de no pensar en el dolor que cada vez se le presentaba más intenso. La luz de techo se encontraba encendida, al igual que la del pasillo y la de la cocina. Ni el leve viento del ventilador de pie lograba aportar algo de frescura a su cuerpo y, como consecuencia, la transpiración actuaba al igual que un pegamento entre las sábanas y su piel. Era de esas épocas en las que ni siquiera descendía la temperatura al esconderse el sol.
La habitación se encontraba inmersa en un desorden total, fruto de su incapacidad de ponerse a acomodar. No era tanto el desorden de ropa: Julia solo usaba su camisón y, cuando necesitaba salir para cumplir con el tratamiento, usaba siempre la misma muda, que aguardaba con paciencia colgada en una silla al lado de la cama.
El desorden estaba causado en su gran mayoría por sábanas en el piso, ropa interior sucia que se mezclaba con la que estaba limpia (al menos lo que ella llamaba “limpia”, ya que hacía todo a mano y con la poca fuerza que le quedaba), vasos en el piso con gaseosa Mirinda hasta la mitad, platos con restos de arroz blanco que comenzaban a desarrollar hongos en la superficie, blísteres y blísteres de pastillas, papeles y pañuelos para la cabeza. No hacía mucho que el orden de la casa se le había salido de control. Ese último mes cualquier tarea cotidiana le resultaba imposible, y la creciente incapacidad se materializaba en una casa desastrosa, sucia, arruinada.
Las novelas que tanto disfrutaba leer una y otra vez yacían en la mesita de luz acumulando polvo, al igual que el cuadro abstracto que había dejado a medio hacer en el atril ubicado en una esquina de su habitación. Ya no tenía fuerzas para sostener el pincel.
Al otro día sería martes. Tenía otra sesión de quimioterapia, tratamientos y consultas. Aprovechaba ese día de la semana para hacer todo, aunque las jornadas se le estaban haciendo cada vez más largas: su permanencia en la clínica se extendía desde las ocho hasta aproximadamente las catorce horas, y durante esa franja horaria se la pasaba yendo de un lado para el otro.
Para llegar hasta el hospital y volver a su casa se manejaba en taxi, aunque tenía dudas acerca de si podría mantener esa rutina durante mucho tiempo más. Era consciente de que una fría y blanca habitación de hospital la estaba esperando. Una habitación vacía de sentimientos y apestando a desinfectante. Había pasado ya gran parte de su vida en ese tipo de ambientes, lo suficiente como para detestarlos. Aunque, por supuesto, siempre había estado del otro lado del mostrador. Estar del lado del enfermo era mucho más difícil de lo que ella suponía, y comenzaba a comprender los ataques de ira de los pacientes que afirmaban que ya no aguantaban más mientras intentaban arrancarse todos los cables que tenían conectados al cuerpo.
Se encontraba ya en un trance, casi dormida, boca arriba. El calmante que había tomado antes de acostarse comenzaba a hacerle efecto. Era un alivio: como producto del encierro, del miedo, de la medicación y del curso de la enfermedad, a menudo alucinaba cosas extrañas, y la única forma de la que podía escapar de todo eso, era durmiendo.
Pero aún escuchaba. Y creyó que aquellos insistentes golpes en la puerta principal de su casa eran producto de su mente.
Miró la hora en el reloj de pared que tenía a su derecha: las doce y media de la noche. ¿Quién vendría a esa hora? Los golpes parecían reales. Frunció el ceño y protestó. Se tomó su tiempo para levantarse de la cama, no sin antes sentarse un rato en el borde para evitar mareos. Tomó el andador, y atravesó con paso lento el dormitorio, el hall central, y finalmente el pasillo que conducía a la entrada.
Pero se había confundido. El sonido no venía de la puerta principal, sino que venía de la puerta de salida al patio. Julia arrugó su frente, dio un giro de ciento ochenta grados, y emprendió un lento camino hacia la otra punta de la casa. Afuera, seguían llamando…
Julia giró la llave y abrió la puerta con su mano temblorosa repleta de venas gruesas y oscuras. Lo único que pudo ver antes de venirse abajo, fue un bulto alto y cubierto de pies a cabeza. Un bulto cuya silueta parecía ser la de una persona…
CAPÍTULO 1
Joaquín García abrió sus ojos cuando eran alrededor de las diez de la mañana. Con veinticinco años, su vida y sus días se dividían en dos: de once a quince trabajaba como delivery en un renombrado restaurante ubicado en la calle Corrientes, en pleno corazón de la ciudad de Buenos Aires. Y a partir de las seis de la tarde cursaba en la UBA. Estaba a dos años de recibirse de Licenciado en Física, y eso lo motivaba. El año recién comenzaba y se sentía con todas las pilas para elevar al máximo su rendimiento académico y conseguir acercarse un poco más a su meta.
Se levantó apurado y se peinó con mucha rapidez su cabello castaño oscuro. Atravesó la puerta de su dormitorio y miró con recelo la pizarra blanca que se encontraba en una de las paredes del comedor. Había pasado gran parte de la noche anterior intentando sin éxito descifrar un difícil problema que el profesor les había encomendado.
Se colocó sus lentes rectangulares, y sin desayunar bajó por la escalera los cinco pisos que lo separaban de la ruidosa calle en la que se encontraba su monoambiente, en pleno centro del barrio Constitución, a una cuadra de la estación de tren.
Los autos iban y venían, y los bocinazos formaban parte de la sinfonía de media mañana. Tomó su moto, y comenzó el corto viaje que lo separaba de su lugar de trabajo.
En los ocho años que llevaba viviendo en Buenos Aires aún no había logrado conciliarse con el denso tráfico que tenía que esquivar con su vehículo de dos ruedas. Con mucha frecuencia perdía la paciencia y comenzaba a meterse por entre medio de los autos, recibiendo todo tipo de insultos y gran cantidad de bocinazos. Y es que la impulsividad patológica que padecía poco a poco había comenzado a aflorar de nuevo. Había logrado controlarla durante un tiempo, hasta que su psiquiatra comenzó a subir demasiado el precio de las sesiones, y el siempre presente problema de la inflación hizo lo suyo con los medicamentos. Para un repartidor, el presupuesto era elevado. Y para un repartidor que hacía del dinero y el ahorro un culto, era mucho más difícil.
A pesar de llevar una vida rutinaria y previsible, era para él una tarea pendiente el ser más organizado con la comida: lo monótono no quitaba lo ajustado de sus horarios, y la acelerada vida que llevaba le impedía comprar o preparar de antemano el almuerzo. Por ello, antes de comenzar con el reparto, planeaba pedir dos empanadas en el mismo restaurante en el que trabajaba. Funcionarían un poco como desayuno y un poco como almuerzo.
Empanadas sin huevo duro, por supuesto. Detestaba el huevo en todas sus formas y variantes, y tenía una particular habilidad para detectarlo por más escondido que estuviera en cualquier receta, salvo en los panificados, en los que se encontraba mezclado e integrado de manera homogénea con otros ingredientes y, por lo tanto, le era imposible descubrirlo.
Si bien su trabajo no le agradaba demasiado, era indispensable para mantener la carrera y su departamento: sus padres ya no colaboraban con nada, y quería demostrarles que él podía solo. Sin embargo, las temperaturas que el termómetro había marcado los últimos días le hacían replantearse su orgullo: el calor era asfixiante, la humedad proveniente del Río de la Plata inundaba el aire, y tener que conducir la moto por el pavimento casi en ebullición no era nada agradable.
Hubiera preferido un trabajo bajo techo y con aire acondicionado, a resguardo del clima, pero era la única oportunidad que se le había presentado hacía ya dos años atrás, y la idea de salir de la zona de confort dejando el restaurante para hacer otra cosa no le atraía demasiado. Buscar trabajo no era su fuerte ya que la ansiedad le hacía poner los nervios de punta mientras esperaba una respuesta, y lo iba a evitar mientras pudiera hacerlo. Aunque tratándose de Joaquín, nunca podía darse nada por sentado: de un día para el otro las cosas podían cambiar mucho en su cabeza, y sus decisiones no estaban exentas de mutaciones. Bastaba una sola chispa para que eligiese cambiar de camino de manera precipitada.
También hubiera preferido que sus padres colaborasen aunque sea pagando el agua del departamento, pero no iba a dar el brazo a torcer. Era fundamental no andar mendigando a quienes tiempo atrás le habían dado la espalda.
Mientras esperaba a que las empanadas se enfriaran, actualizó la lista de reproducción de Spotify que lo acompañaba durante los repartos. Había un par de canciones de Pink Floyd que había escuchado en cienradios.com el día anterior y que le habían gustado. Siempre estaba atento a la aparición de canciones buenas y desconocidas: no quería perderse el talento de ningún artista. Por eso, mientras estudiaba, escuchaba radios que solo pasaban música para luego anotar los nombres de las canciones que le gustaban y añadirlas a su lista.
Su jornada comenzó como cualquier otra. Pedidos en Retiro, en Once, o en Microcentro. Nunca debía desplazarse considerablemente lejos, y eso era algo que le agradaba. Salvo algunos pedidos en Belgrano, Caballito o Villa Crespo, el resto se encontraba dentro de un radio de cinco kilómetros.
La peor hora era la del almuerzo: aparecían de la nada decenas de pedidos a entregar en un lapso de pocos minutos. La empresa se destacaba por su puntualidad en la entrega, y el respeto por los horarios era algo de lo que se jactaba en todas las publicidades. No era una tarea fácil, sobre todo para Joaquín, que era uno de los responsables de hacer llegar el paquete en el tiempo estipulado.
Tenía un par de compañeros de trabajo, pero siempre estaban apurados como para entablar una conversación y, por lo tanto, no sabían si quiera el nombre del otro. Pero eso a Joaquín no le afligía.
En su trabajo había clientes ocasionales y clientes fijos. Dentro del segundo grupo, se encontraba una anciana taciturna, de rostro severo y poco comunicativo. Se llamaba Julia, y él era el encargado de llevarle el almuerzo todos los martes.
El pedido siempre era el mismo: una ración de arvejas y una miserable porción de arroz blanco sin condimentar. «¿Cómo puede comer siempre esto?» pensaba Joaquín cada vez que le tocaba llegarse hasta la casa en su moto equipada con una heladera en la parte trasera. «Prefiero morirme».
Eran las dos y media de la tarde. Estaba cerca del horario de finalización de su jornada laboral, y ya era hora de salir rumbo a lo de la señora Bertesaccker. Le entregaron en la barra el paquete con el sello de “Sabor Porteño”, no sin antes colocar un folleto en su interior con el menú del restaurante: la variedad de comidas que elaboraban era aturdidora y seguramente a más de uno le causaba indecisión. «Esta vieja no lo debe leer, porque pide siempre lo mismo», pensó indignado mientras se subía a la moto y se colocaba el casco con los ojos fijos en el blanco obelisco al fondo de la avenida.
Una vez listo, partió con tranquilidad hacia el destino. Ese día no tenía apuro debido a que, mientras comía en el restaurante, había recibido un aviso en el grupo de Whatsapp que tenía con sus compañeros: a una semana de comenzar las clases ya había paro docente, y esa tarde no tendría que asistir a la facultad. No era una noticia que lo alegrara del todo, ya que sabía que las consecuencias de no tener clases se pagaban a la hora de resolver los parciales.
Además de eso, el tránsito se descongestionaba un poco durante la siesta, por lo que las calles estaban despejadas lo suficiente como para fluir sobre el pavimento.
Mientras conducía, procurando aprovechar la onda verde, sentía las gotas de sudor cayendo por su espalda y rogaba que ese fuera su último pedido para luego ir a su departamento y acostarse una hora a ver televisión a modo de recreo para luego ponerse a estudiar.
Después de un largo recorrido, que por fortuna se alivianaba gracias a la autopista que costeaba el puerto, llegó a una casa un tanto antigua, con paredes de un cemento amarronado por el paso del tiempo, sectores con revoque caído, y una puerta que no coincidía con lo antiguo de la fachada: parecía un collage de esos que pedían en la escuela, con imágenes de objetos antiguos y modernos. Los techos se elevaban un par de metros por sobre el resto de las casas del barrio, y las ventanas también tenían una altura considerable. Estas últimas poseían rejas de apariencia firme, además de contar con respiraderos en la parte inferior. Respecto a la vereda no había mucho que decir, dado que solo quedaban algunos mosaicos.
Joaquín estaba seguro de que en su momento había sido una casa imponente y lujosa, y siempre que iba a llevar el pedido le daba curiosidad entrar. Pero era imposible debido a la distancia con que la señora Julia lo trataba: tan solo mediaba entre ellos un “hola” de cortesía, y luego ella le pagaba. Joaquín le daba el vuelto, bajando su mirada hacia los ojos de la señora para intentar hacer contacto visual, y de nuevo el saludo de cortesía, esta vez para despedirse. Nunca le había hecho una sonrisa pese a que él se esforzaba por ser cortés.
Parecía una señora mala, de aquellas con las que no convenía meterse en problemas porque perseguían a quien lo molestase hasta las últimas consecuencias.
Algo le llamó la atención al momento de bajar de su moto y poner en contacto sus zapatillas con el ferviente pavimento. Las ventanas se encontraban cerradas. Una voz interior parecía decirle que no era lo habitual, que lo usual era que estuvieran abiertas. Quizás eran imágenes grabadas de sus anteriores visitas, imágenes que habían quedado en su inconsciente. Tomó la bolsa con la comida, y se acercó a la puerta. Al momento de tocar el timbre, tuvo que hacerlo cuatro o cinco veces, cada vez con mayor duración, sin recibir ninguna respuesta.
Esto lo alarmó…
***
«Otra llamada más», pensó Estefanía, empleada del Servicio de Emergencias 911. «Seguro que es otro robo en casa de familia», refunfuñaba. «Pagaría con tal de que esta llamada fuera más interesante», y descolgó el teléfono.
—911, Servicio de Emergencias, diga.
—Miren, no es para alarmarse —respondió un joven, con la voz algo insegura y temblorosa—, pero vengo a la casa de una señora en calle Montañeses al 2930, barrio Belgrano, todos los martes a traerle la comida. Julia Bertesaccker —comentó de manera pausada, como si estuviera leyendo el nombre en algún lado.
«Qué bárbaro che. Una historia de película», pensó con sarcasmo. En cambio dijo:
—Sí, ¿y qué ocurre?
—Ocurre que hoy llegué a su casa, toqué el timbre un montón de veces, pero nadie responde. No sé, capaz se fue de algún familiar o se le retrasó algún compromiso. Yo llamo para que manden a alguien y se fijen que no esté acá adentro. Era muy grande, viste, y a lo mejor le pasó algo —comentó. Mientras más hablaba, más evidente se hacía su tartamudeo.
—¿Cómo dijo que era la dirección? —interrogó Estefanía sin demostrar mayor interés, al mismo tiempo que sacaba una libreta y abría un programa en la computadora.
—Montañeses al 2930.
—Vamos a enviar un móvil lo más rápido posible. Por favor, permanezca en el lugar para recibir al personal policial. Gracias.
—Gracias a usted —respondió Joaquín—. Me voy a quedar esperando acá. —Y colgó.
«Bueno, si la señora está ahí adentro esto va a ser más interesante», reflexionó ella, acomodando su cabello negro estilo carré.
Acto seguido, solicitó una patrulla para la dirección.
CAPÍTULO 2
Joaquín aguardaba en silencio la llegada del móvil. Estaba sentado en la vereda de la casa de Julia, debajo de una de las ventanas, mientras revisaba su Instagram y jugueteaba con sus pies. Pensaba si la llamada al 911 había sido una buena idea; quizás había armado demasiado alboroto en vano y la señora llegaba de algún viaje vacacional en un estado impecable. «No» corrigió su pensamiento, «las veces que vi a esta mujer caminaba sin mucha fuerza. Capaz que la internaron y no llegó a avisarnos que cancelaba la vianda de los martes».
Sus hipótesis se vieron interrumpidas al percibir el sonido de un auto viajando a gran velocidad. Se trataba de la policía. Venían muy acelerados y Joaquín pudo distinguir en el interior del coche a cuatro tripulantes. El conductor frenó de sopetón al ver el número de la casa, y los cuatro se abalanzaron hacia adelante. «No deben saber nada sobre Newton» bromeó Joaquín para sus adentros. Guardó el celular en su bolsillo y se puso de pie para recibir a los oficiales. Comenzaba a sentir leves cosquilleos en la zona de su vientre, más allá de que sentía que había actuado con total responsabilidad y que no había necesidad de alarmarse demasiado.
Los oficiales se bajaron corriendo, salvo el que iba al volante: su enormidad no le permitía desplazarse con tanta agilidad. Caminó lo más rápido que su cuerpo le permitió, y se presentó ante el joven:
—Hola, soy el oficial Ronser —dijo mostrando su placa. Parecía rudo, quizás por el bigotín que llevaba, al mejor estilo Adolf Hitler—. Decime qué viste o por qué llamaste —ordenó, entornando los ojos.
«Me metí en un quilombo», pensó Joaquín. Las gotas de sudor comenzaban a caérsele por la frente y por la espalda, y mientras más se esforzaba por contener su transpiración, con más intensidad esta salía de los poros de su piel. El calor extremo no colaboraba en nada: era la peor hora para estar en la calle, y sentía mucha necesidad de abrir una lata de Coca Cola e ingresar a un ambiente con aire acondicionado.
—Bu... bueno —comenzó su discurso—, soy delivery de “Sabor Porteño”, el restaurante de la calle Corrientes, lo debe conocer, ¿no? —Ronser hizo un leve gesto afirmativo, como quien quiere ir derecho al grano y no tiene ganas de escuchar detalles insignificantes—. Vengo a esta casa a traerle la comida a la señora —Joaquín tuvo que leer el apellido con detenimiento en la factura del restaurante—… la señora Bertesaccker, todos los martes, y siempre me atendió. Pero hoy me cansé de tocar el timbre y no atiende nadie. Es una señora bastante grande, el martes pasado casi que no podía caminar y hasta lo que puedo intuir, vivía sola. No sé, pienso que le puede haber pasado algo. Capaz armé alboroto al vicio —declaró, encogiéndose de hombros al mismo tiempo en que Ronser levantaba las cejas dirigiéndole una mirada burlona—. Mientras los esperaba, pensaba que a lo mejor la habían internado y no llegó a avisarnos que cancelaba el servicio, pero no sé.
El agente lo observó con aire desconfiado y llamó a los otros tres que se encontraban más atrás escuchando el corto relato de Joaquín, para que colaboraran en lo que fuera que harían a continuación.
Con el comandante Ronser a la cabeza, los cuatro caminaron hacia la moderna puerta principal. En primer lugar, dio varios timbrazos inútiles. «No te llamé para que hagas eso, ya lo hice yo» pensaba Joaquín, que permanecía en silencio. Era de pensar mucho y expresar poco. Además, estaba demasiado concentrado intentando cortar con la transpiración. Sentía que le jugaría en contra, ya que no colaboraba con el aspecto de alguien que está vacío de culpas.
Debido al movimiento que observaba entre los policías supo lo que sucedería a continuación, y decidió no mirar hacia adentro una vez que abrieran la puerta: no le gustaban las sorpresas desagradables. Giró su cabeza y dirigió su mirada hacia la moto, que parecía esperar con paciencia que su tripulante se subiera para continuar viaje.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un chasquido, el posterior rechinar de la madera, y la exclamación de sorpresa de Ronser:
—¡Está sin llave!
***
El oficial Ronser tenía una amplia experiencia en delitos e investigación, y formaba parte del departamento de Investigaciones Policiales en una de las tantas comisarías de la ciudad. Estaba orgulloso de portar el uniforme color bordó que llevaban los miembros de la amplia familia que constituía la seguridad de la ciudad de Buenos Aires.
Le sorprendió mucho el hecho de que la puerta estuviera abierta. Existía la posibilidad de que la señora hubiera sufrido una descompostura durante alguno de los días anteriores y no hubiese llegado a solicitar ayuda. De todos modos, era en vano romperse la cabeza imaginando las diferentes opciones que había para ese escenario: todo se develaría a continuación. Intentó reprimir ese tipo de pensamientos, y decidió poner manos a la obra.
Giró su cabeza hacia atrás y vio a Joaquín. Se lo notaba demasiado nervioso. Estaba sentado en la vereda mirando a un punto fijo y con una de sus piernas subiendo y bajando en cuestión de milésimas de segundos.
—¡Quedate ahí, eh! —le ordenó con tono amenazante—. No te vayas. —Aunque sabía que el joven no iría a ninguna parte, a Ronser le gustaba demostrar quién tenía la autoridad. Luego se dirigió hacia el policía que tenía a su lado—. Y vos, Barotti, quedate con él. —El oficial más flaco y el único con apariencia bonachona bajó la cabeza, como acatando la orden, y se sentó en el suelo al lado de Joaquín. Ronser giró nuevamente su cabeza en dirección a la puerta de entrada, contento porque ambos habían acatado las órdenes sin protestar, y se topó con la oscuridad del interior.
Los tres oficiales ingresaron a la casa. Se encontraron con un extenso pasillo como entrada, que conducía a un hall central al estilo de las antiguas casas construidas por los inmigrantes italianos. Dicho hall se utilizaba como living y se encontraba a oscuras. Pérez, uno de los cuatro oficiales que se había llegado hasta el domicilio, tanteó la pared para encontrar el interruptor para encender la luz. Lo ubicó. Lo accionó. Nada.
—Está cortada. —Era obvio, pero lo dijo con mucha preocupación—. Vamos a tener que usar las linternas.
Abrir las ventanas hubiera sido otra opción, y quizás la más conveniente, pero eso significaba modificar el estado físico original del lugar y más tarde traería confusiones. Además, por más que hubieran querido hacerlo, el living no poseía ventanas: parecía ser el centro mismo de la casa, y contaba con numerosas puertas que conducían a las demás habitaciones.
Ronser comandaba la expedición por la casa de Julia y más de una vez se tropezó con objetos o pisó distintos elementos pequeños tirados en el suelo como lapiceras, hojas, vasos, o alguna que otra pila de reloj. Se esforzó por prestar más atención y dejar de modificar el entorno corriendo de lugar las cosas.
Lo único que los oficiales eran capaces de observar era lo que entraba en el área de la circunferencia de iluminación provisto por la linterna, lo cual podía dar lugar a sorpresas repentinas. Pero por el momento no habían sido capaces de divisar nada que sugiriera malas noticias. Había un escritorio con una computadora que tenía todo el aspecto de poseer Windows 98 como sistema operativo, y junto a ella una amplia biblioteca repleta de libros de medicina y, en particular, de oncología. Los ejemplares que se encontraban en estantes altos llevaban una gruesa capa de polvo en su lomo.
Mientras seguían observando cada milímetro de la habitación, los haces de luz de las tres linternas se encontraban y se cruzaban unos con otros, al mejor estilo buscacielos. De no ser porque era la policía quien estaba en ese lugar, hubiera parecido una fiesta de aquellas con iluminación improvisada.
Nada en el living. Decidieron continuar con la expedición y revisar las demás habitaciones. A medida que se avanzaba en la casa era posible notar un aroma a humedad y encierro que rozaba lo vomitivo. A decir verdad, los olores que allí se respiraban eran de todo tipo, pero podían resumirse en una sola palabra: era olor a suciedad. Se podía intuir que la limpieza de la casa se había suspendido hacía ya unas semanas.
Nada en el baño. Ingresaron a la cocina. Había platos sucios, quizás de tres días atrás, todavía en la pileta. La mesada se encontraba sin espacio debido a que todos los utensilios estaban desparramados en su superficie, al igual que las botellas de productos de limpieza.
Quedaban por supervisar dos puertas. Una de ellas, según razonó el oficial, conducía a su habitación. Y la otra, no tenía idea alguna.
Abrieron la puerta más cercana. La ventana estaba levemente subida, por lo que un fino y tímido haz de luz ingresaba al lugar. Sin embargo, era casi insignificante y no brindaba la suficiente iluminación como para observar con claridad el panorama.
El aroma que allí se respiraba era denso, húmedo, e intensificado por el calor del verano. Ronser sabía qué estaba ocurriendo allí. En realidad, los tres lo sabían, aunque ninguno emitía palabra.
Lo primero que pudo enfocar a su izquierda con la luz de la linterna fue un ventilador de pie, de aquellos antiguos y metálicos. No le hubiese llamado la atención si no hubiese sido por la rejilla de protección, que estaba tirada en el suelo. Una visión más cercana y detallada le permitió advertir que algunas hélices estaban dobladas y cortadas, y todas tenían algo como común denominador.
La sangre.
***
Sentado y sin emitir ninguna palabra, Joaquín pensaba qué estarían diciendo sus superiores en el trabajo, dado que él no volvía. «Ya van a llamar», pensó. A veces era cuestión de minutos hasta que el responsable del teléfono se comunicara repitiendo la queja de algún cliente que estaba apurado y que quería que el pedido llegase lo antes posible. (“¡Ya pasaron cinco minutos, y no llegó el pedido de Av. Córdoba al 735! ¡Son solamente diez cuadras!”).
Sí, diez cuadras, eso no lo discutía. Pero lo que no estaban teniendo en cuenta era que se encontraban en hora pico y que el tráfico era denso como una gota de miel. En muy pocas oportunidades solía perder la paciencia y contestar de una mala manera, aunque lo más usual era que cortase la llamada mientras el encargado seguía escupiendo su monólogo sobre la puntualidad.
Se cuestionaba cada vez con más frecuencia si había hecho lo correcto al comunicarse con el 911. Tal vez lo que tendría que haber hecho era simplemente volver al local afirmando que la señora no estaba, para no meterse en este asunto. Quién sabe cómo terminaría todo. «Después uno queda enganchado de por vida», se lamentaba mientras miraba las estrechas líneas de tierra que separaban una baldosa de otra. Sus decisiones siempre eran tomadas en caliente, sin meditación previa, y eso solía complicarle las cosas luego.
Continuaba sacudiendo su pie de arriba hacia abajo. El calor había hecho de las suyas, y toda su chomba blanca con rayas horizontales negras se encontraba mojada. Era inhumano permanecer allí por mucho más tiempo, sobre todo sin agua. Se preguntó si el policía que estaba ubicado a su lado controlándolo tendría algo para beber. Giró su cabeza para preguntarle y recién en ese momento reparó en lo caluroso de su uniforme. «¿Cómo pueden aguantar con todo eso puesto?», pensó.
El aspecto amable del uniformado no coincidía con su aparente personalidad: ni una sola palabra había dicho desde que ambos estaban sentados allí. Solo observaba pasar a la gente, supervisando, según meditó Joaquín, que todo estuviera en orden. Ese debía ser el instinto de policía.
Justo en el momento en que estaba solicitándole agua la repentina aparición del comisario Ronser acaparó la atención de ambos, y el asunto de la bebida pasó a segundo plano. Estaba en el umbral de la puerta de entrada con los ojos salidos de sus órbitas y una tonalidad morada en su piel.
Era evidente que quería esconder sus expresiones para mantener la tranquilidad, pero por más que quisiera esos signos lo delataban. Atrás de él salieron los otros dos policías, reprimiendo un poco menos sus sentimientos. Era de suponer que contaban con menos experiencia a la hora de ver lo que fuera que hubieran encontrado allí adentro.
Ronser llamó a Barotti, que se levantó del suelo y fue caminando hacia el agente comandante con absoluto sosiego, como si se tratara del próximo participante en algún juego de cumpleaños infantil. Daba la sensación de que a Barotti todo le daba igual y que no advertía lo que sucedía a su alrededor. O tal vez no se inquietaba con facilidad, y esa era una virtud que Joaquín envidiaba a quien la poseyese.
Los dos susurraron cosas ininteligibles. El joven intentaba distinguir algo de la conversación, aunque sin éxito. Estaba intentando no perderse detalles, pero los policías parecían ser expertos en discreción: hasta ese momento no habían dejado escuchar nada de lo que hablaban.
Ronser se quedó allí parado y Barotti se dirigió al coche patrulla a buscar algo en la guantera, según pudo ver el delivery. Los otros dos permanecían uno a cada lado de la puerta de la casa, de brazos cruzados y postura rígida, mirando al horizonte.
«Algo malo está pasando» supuso Joaquín. Era demasiado evidente; más aún lo era si se observaba la faceta del comandante y todo el operativo que se estaba montando en el lugar.
Pese a lo extraño y confuso de la situación, no podía evitar sentirse orgulloso por haber sido él quien había descubierto lo que fuera que habían hallado en el interior de la antigua casa. Sabía que después se arrepentiría, pero eso no quitaría su protagonismo de lo que estaba sucediendo.
Siempre le había gustado ser el primero en dar las malas noticias y ver en el otro la reacción de espanto. Ya sea contar que alguna personalidad famosa había muerto de manera repentina, o que algún compañero de la facultad había sido diagnosticado con alguna enfermedad crónica, lo cierto es que comunicar malas noticias era algo que se le daba bien.